viernes, 13 de mayo de 2011

Perdición (1944)


La analepsis y la voz en primera persona son recursos que se repiten en el cine negro —y a lo largo de la filmografía de Billy Wilder—, pero hay diversas formas de introducir el pasado. En Perdición (Double Indemnity, 1944), Wilder lo hizo mediante un dictáfono y el hombre que, consciente de que para él no hay salida, habla de aquello que ya ha sucedido. Esa introducción o vía hacia el pasado resulta el primer acierto de los muchos que presenta esta magistral y fatal propuesta de deseo, ambición, traición, derrota y muerte, que transformó el género negro en uno más oscuro. Perdición indaga en la cara oculta del comportamiento humano. Lo hace sin juzgarlo, mostrando los pasos que marcan el destino de sus protagonistas, uno que tejen ellos mismos, con hilos de pasión, avaricia y deseo. Son lazos que les une y atrapa en una red de mentiras, de crimen, de fatalidad y su consecuente fracaso. Los diálogos, sus dobles sentidos e intenciones, y sus personajes, personas corrientes, ni gánsteres, ni detectives, ni policías, sencillamente un vendedor de seguros, una mujer casada y un veterano estadista, confieren atractivo añadido a la incontrolable y destructiva atracción que Wilder expone tras su excepcional introducción del narrador —más sorprendente sería la del guionista de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), pero, como diría Moustache, "esa es otra historia"— en la nocturnidad por la cual circula un automóvil que se detiene ante un edificio. El conductor, de quien nada sabemos, desciende, llama a la puerta y el vigilante nocturno lo saluda por su nombre. Ambos avanzan por el interior claroscuro. Ahora, ese individuo, debilitado, cansado y acabado, no es anónimo, es Walter Neff (Fred MacMurray) y trabaja allí, en las oficinas de una aseguradora. Entre las sombras del despacho, enciende una pequeña lámpara. Se sienta, le cuesta extraer de su americana un paquete de tabaco. Le cuesta encender un cigarrillo. Lo hace con una sola mano, la otra está inmovilizada. Acerca su silla al dictáfono y, sin arrepentimiento, graba su confesión en el aparato que Wilder emplea para trasladar la historia al principio. Mediante esta grabación, que sustituye a la confesión escrita que da forma al original literario de James M. Cain, Neff asume su rol de narrador omnisciente. Su voz acompaña las imágenes y nos hace partícipes de los hechos, de su subjetividad, de sus decisiones, de cada paso dado, que explica a Barton Kayes (Edward G. Robinson), que, en el film, adquiere mayor entidad que en la novela de Cain. A pesar de la admiración y del afecto que dice sentir por el investigador, Walter le hace saber que era el rival a batir, a quien engañar. La policía no le preocupaba, consciente de que aceptaría la muerte de Nirdlinger como accidental. Norton, el dueño de la aseguradora, tampoco era problema, aunque apremiase en su despacho con la hipótesis de suicidio (que evitase pagar la indemnización) que Keyes echó por tierra, empleando lógica y estadísticas. La dificultad a superar era el estómago del estadista, su sexto sentido, aquel que le advierte de engaños y estafas.


En ese instante de confesión, ya no hay vuelta atrás. Consciente de ello, Walter le explica su relación con Phyllis Nirdlinger (Barbara Stanwyck), a quien descubre en lo alto de una escalera, vestida sin el pijama literario pero con la toalla cinematográfica que cubre su cuerpo, y le habla del crimen que idearon hasta el mínimo detalle y llevaron a cabo sin titubeos. La primera imagen de Phyllis, elevada respecto a la posición de su admirador, la ubica en un pedestal de deseo. Es la emoción que despierta en el asegurador que observa la pulsera de su tobillo y narra el encuentro, así como la atracción que depara la vía de un solo sentido y sin retorno. En ese instante, ya vislumbran la oportunidad que cada uno necesita ver. Phyllis descubre al hombre que precisa para llevar a cabo su propósito —quizá por que le asquee su vida junto a un hombre a quien aborrece o puede que se trate de un caso patológico sin solución. No duda en utilizar sus encantos para controlar a Walter, que se cree irresistible, seguro de sí mismo, pero que sucumbe ante esa fuerza sexual y fatal magistralmente asumida por Barbara Stanwyck. El crimen perfecto que planean no tiene fisuras, al menos así lo piensa la pareja, puesto que, experto en engaños, Walter no deja nada al azar, salvo ambiciones, instintos, recelos y deseos, que escapan a la planificación perfecta, aquella que les permitiría salir indemnes del crimen que Kayes indaga en el pasado que la película abandona por momentos, para regresar a las sombras donde el narrador continua su historia (y allí vivirá su final, que nada tiene que ver con el descrito en la novela), hablando de la fatalidad, que prosigue su curso inalterable, de la investigación y de su contacto con Lola (Jean Heather), la hija de la víctima, de quien se enamora. No es deseo, es otra sensación, muy diferente a la que sintió cuando recorrió la pulsera, las piernas y el resto del cuerpo de la mujer fatal a la que unió su destino y la imperfección de un sueño común que se transforma en pesadilla, con un único despertar posible. A pesar de que Neff se presenta como un hombre corriente y, hasta su encuentro con Phyllis, tan honrado como cualquiera, en todo momento es consciente de lo que hace y por qué lo hace: por la mujer y por dinero, puede que por escapar de su rutina -más de una década vendiendo puerta a puerta, aprovechándose de los miedos y debilidades de sus clientes-, aunque, como afirma en el presente, ni consiguió la mujer ni el dinero, tampoco logró alejarse del peligro que atribuye a su objeto de deseo, pero que Wilder también vislumbra en la propia interioridad de un narrador que, desde aquel primer encuentro, se dejó seducir por la belleza y por la idea de poner fin a su gris monotonía, desafiando a la aseguradora y a su amigo, a su instinto y experiencia.

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