domingo, 29 de junio de 2025

La mano en la trampa (1960)

Como parte del régimen de coproducción en el que rodó La mano en la trampa (1961), Leopoldo Torre Nilsson contó con el actor español Francisco Rabal, quien, de ese modo, se unía a un reparto encabezado por Elsa Daniel y Leonardo Favio, que no tardaría en debutar en la dirección con el cortometraje El señor Fernández (1958). Sin duda, se trata de uno de los grandes films de Torre Nilsson, <<un hombre leído, de gran cultura>> —recordaba Rabal en sus memorias, tituladas Si yo te contara—, por lo que hubo quien vio en el a un cineasta literario, más interesado en el texto que en el aspecto que cobra en la pantalla. Lo cual tampoco es cierto, ya que el cine es audiovisual y, si bien los diálogos aportan en ocasiones, no sustituye a la atmósfera creada por Torre Nilsson para ubicar su trama en un espacio físico y psicológico acotado, enrarecido.

La mano en la trampa es de sus mejores largometrajes y una de las grandes películas del cine argentino, en la que Torre Nilsson continuaba el camino iniciado en Graciela (1956), la adaptación de la novela de Carmen Laforet “Nada”, en la que había contado con la colaboración en el guion de Beatriz Guido, <<una mujer de una inteligencia privilegiada […], de una simpatía grande>> (Rabal). Por entonces, la escritora estaba casada con el cineasta —habían contraído matrimonio en 1951—, quien, en esta coproducción hispano-argentina, adaptaba a la pantalla la novela homónima de la propia Guido y lograba una película que, siguiendo la senda transitada con anterioridad, evoluciona los temas y el estilo del cine de Torre Nilsson de aquellos años que depararon su mejor periodo cinematográfico… Con influencias de Buñuel y del Hitchcock de Rebeca (1940), Torre Nilsson enrarece el ambiente, por momentos misterioso y claustrofóbico, para conceder el protagonismo a una adolescente confundida, ya no solo por el entorno y sus extraños personajes, sino por su pertenencia de clase (burguesa) y su educación católica, en extremo represiva y opresiva, que inculca la culpa incluso antes de cometer la acción por la cual sentir culpabilidad…

viernes, 27 de junio de 2025

La tercera generación (1979)


Los títulos de crédito de La tercera generación (Die dritte generation, 1979) laten al compás del sonido de los latidos que los acompañan como fondo sonoro. Así abre Rainer Werner Fassbinder lo que denomina “comedia”, pero en alguien atípico como él, los géneros se confunden y escapan a sus límites comunes, aunque en su cine emplee estereotipos y melodrama. Hay una frase que apunta el porqué usar modelos de representación comunes que el da forma personal. <<La verdad es una mentira […] Las mentiras se disfrazan de ideas y de verdades>>, dice P. J. Lurz, el ejecutivo interpretado por Eddie Constantine, cuando explica el porqué le gusta Solaris (Solyaris, Andréi Tarkovski, 1972). Le gusta porque Tarkovski crea una mentira a partir de la obra de Stanislaw Lem para dar forma a sus ideas y su verdad, que no deja de ser la mentira que es la representación, en la que todo está preparado y obedece a una finalidad. Y eso es lo que también se observa en La tercera generación, que se construye sobre el esfuerzo del cineasta, que también asumió labores de producción, guion y fotografía, para realizar una crítica a la nueva generación, la que debe tomar el relevo. El resultado depara la mentira cinematográfica, sátira de la realidad, aunque la burla y el humor de Fassbinder no inviten a la risa; tal vez porque se tomase demasiado en serio a sí mismo, en su función de “genio” y “artista” comprometido, en busca de desvelar verdades y aspectos sociales, económicos y políticos incómodos en una Alemania Federal plenamente integrada en la economía de mercado. La sátira de Fassbinder, una de las pocas que realizó, me aburre, pero eso no deja de ser opinión. Más objetivo resulta decir que se centra en un supuesto grupo terrorista, mostrando a sus miembros en conjunto y por separado en una cotidianidad que apunta que su rebeldía no es más que su manera de ocultar su sumisión a la clase burguesa a la que pertenecen, lo cual no deja de ser una de las realidades que cualquiera país económicamente desarrollado e industrializado viene arrastrando desde mediados del siglo pasado…



miércoles, 25 de junio de 2025

Madurez en pañales


El fotograma pertenece al trailer de Arizona Baby (Joel y Ethan Coen, 1987)

Nunca me pregunto nada porque carezco de crítica y de más inquietudes que la curiosidad por esos colores que me llaman, por las texturas que me llevo a la boca, con los pies y las manos, y por los ruidos que no me dejan dormir. Que pesados se ponen esos dos gigantes cuando me achuchan, babosean y me hablan con voz de pito. No sé qué quieren de mí; ni yo de ellos, salvo que me atiendan cuando quiera. Están ahí desde siempre, pero tampoco voy a gastar mi tiempo despierto en pensar qué significa siempre o que esa pareja que me encima se encuentre ahí por mí y para ella. Me gusta disfrutar mi mundo de sensaciones. Claro que lo mejor de todo es babear. La saliva no me refresca, aunque moja, y me divierte ver las babas resbalando de mis labios y manchándome la ropita que otros me eligen, pues todavía no tengo edad para decidir ni pensar por mí mismo. Ni siquiera puedo sentir que voy a vivir para siempre, tal como hacen los grandullones, incluyo a los que me atosigan cuando les parece y que, sin éxito, simulan olvidarse de mí cuando les llamo con mis llantos. A veces les dedico un silencio para comprobar sus reacciones y si les veo acudir, pataleo y sonrío como si no hubiera mañana. Ya tendré tiempo para reflexionar sobre el tiempo y para conocerme y exclamar quién diablos es ese desconocido que llevo dentro. Vivo estos días de descubrimiento, de impacto, de dolor a ratos y de risas fáciles e inexplicables, como jornadas de imágenes que todavía no logro discernir con claridad entre la luz y la oscuridad que veo cada vez que abro y cierro los ojos. Inmóvil, camino claroscuros. Ahí están a diario, me acompañan durante la brevedad que no logro precisar su principio ni su fin…


Se está tan protegido y a gusto aquí, entre las sábanas, los barrotes de madera y las cremitas hidratantes que los titanes me extienden cada dos por tres mientras me castigan con sobredosis de cursilería. Prefiero huir de mí mismo, hacer caca y pis en los pañales y aparcar cualquier otra realidad maloliente para días de mayores. Dejo para otros las cuestiones existenciales y las más comunes las paso por alto, incluso las triviales no las digiero porque aún no me conducen a interrogantes como qué tal día hará hoy, cuando ya se ve por la ventana el día que hace, o cómo alguien ajeno al guion de una película sabe que está bien escrito, sencillamente por lo que ve en la pantalla. Como nada me pregunto, nada busco. Me anclo en la aparente inmovilidad de los nueve meses de edad, cuando la escritura no es ni una idea por venir, puesto que todavía carezco de la habilidad que aúna la imagen y la palabra, una habilidad de la que los grandes presumen, pero que no muestran cuando se acercan y dicen algo que me suena a purrupurrupurrru. Aún ignoro que el audiovisual, lo que veo y escucho, difiere en expresión y lenguaje de lo que imagino, también de la lengua escrita, ya no digamos de la literaria. Supongo que algún día comprenderé lo que los demás dan por hecho y que “todo” será sencillo o complicado, porque “todo” tendrá el sentido adulto del que carecemos los bebés, que no podemos valorar el resultado ni siquiera de nuestros lloros ni de nuestras risas, aunque vamos viendo que llaman la atención de los mayores. Qué tontos son, dejándose engañar, tanto o más por sí mismos que por mí y por el resto. Pero mejor así… Ahhh Se me abre la boca, los párpados pesan más que antes, ahora se cierran sin que pueda evitarlo… Se está tan cómodo y tranquilo aquí, lejos de cualquier realidad que no sea mi pequeño mundo...

martes, 24 de junio de 2025

Kurt Vonnegut y la doble lectura


A pesar de que tropiezo bastante más que dos veces en la misma piedra —y de que me pregunte quién diablos la pone siempre ahí, para romperme el paso y el pie—, no suelo leer dos veces el mismo libro, pero alguna excepción hay. Por ejemplo Guerra y paz, Las aventuras de Tom Sawyer, Estudio en escarlata, A sangre fría, El señor de los anillos, La verdad sobre el caso Savolta, Becas flacas, Momo, A esmorga, Polaroid,… —Vale, ya está bien, ¿no?, pesado—. Como se ponen algunos, incluso uno mismo, cuando solo me quedaban unos cien para completar la lista. El último que he repetido ha sido Madre noche, cuya idea no me había dejado de rondar desde aquella primera vez que lo abrí, hará ya más de quince años. Quería regresar a ella, para ver hasta dónde podía llegar en mi obsesión por esta novela de Kurt Vonnegut. Pero no voy a compartir en estas líneas nada sobre lo pensado al releerla, pues soy consciente de que no les interesa ni mi primera ni mi segunda lectura. Allá ustedes, que saben lo suyo y dirán que es lo único que les preocupa. No se lo discuto, ¿cómo iba a hacerlo, si mi mente no vive en las suyas ni existe para contradecirles, sino que existe en su propia contradicción, que es la mía? Tampoco tengo la menor intención ni necesidad de recomendarla, pues no soy “recomendador” ni recomiendo. De hacerlo, estoy convencido que solo recomendaría lo que me disgusta, pues así de retorcido me veo en mi imposible faceta de “recomendador”. Aparte, al desconocerles, lo estaría haciendo solo por presunción o por imponer mi gusto y mi criterio.

<<Somos lo que aparentamos ser, así que debemos tener cuidado con lo que aparentamos ser>>, escribe su primera moraleja el escritor estadounidense al inicio de la introducción que escribió en Iowa, en 1966. Desde entonces, han pasado casi seis décadas y se han sucedido varias guerras más que sumar a la lista bélica que sigue creciendo y seguirá aumentando hasta nuestro fin. Solo entonces concluirán los abusos e injusticias diarias, las excepcionalidades que solemos llamar milagros, los nacimientos y las muertes, las alegrías y las tristezas,… y supongo que la publicación de millones de libros de los cuales muchos de los que ya existen no han sido leídos y otros dudo que mereciesen serlo. Pero esta es una opinión, mientras que lo que sigue es una afirmación indiscutible que solo yo puedo discutirme: soy de los que cree, y practica a diario, que la lectura es personal, en soledad y subjetiva. En cualquier caso, asumo que lleva su tiempo (nunca suficiente) recorrer sus etapas, sus diversos recovecos, su pasado, que se abre a un millón de opciones, y la siento como una experiencia marcada por inquietudes e intereses propios.

Me gusta recordar aquello que me hizo mella, aparte de las piedras del camino, las que te arrojan y con las que tropiezas no dos sino cien veces, y las múltiples ocasiones que me sentí irrecomendable porque carezco de recomendación. Esto me hace nada recomendable, lo cual, visto lo visto, me dice que he elegido bien, aunque haya quien me desdiga. Bueno, nadie es perfecto, decía aquel, y mis aciertos son los que a veces no son. En todo caso, de regreso al tema, considero que toda lectura (y cualquier otra experiencia) son parte de la vida que uno ha de recorrer y elegir a riesgo de equivocarse, que es una de las dos cosas más bonitas y de las que más se aprende, puesto que antes de la elección entraba en la categoría de posibilidad, una categoría que invita a la duda, a la idealización, al terror o la fantasía. La otra alegría es el presumible fallo, cuando resulta ser un acierto que colma a quien ha elegido, ese alguien que, condicionado como cualquiera por factores externos e internos, seguirá eligiendo y obteniendo una de cal y otra de arena. En todo caso, uno sale ganando, ya que se le presenta la opción de elegir, que mejora la de que escojan por ti, que es lo que suele ocurrir, y la de que estés muerto. Claro que esta idea sobre la elección resulta variable según quién. En mi acaso, escojo mis lecturas y esta novela, aparte de cuanto Vonnegut escribe y reflexiona sobre su personaje, que ya asoma en Matadero 5, me supo a acierto (doble, por sus dos lecturas) desde el impacto que me produjo su introducción, en la que el escritor expone las tres moralejas y cuenta brevemente su experiencia con los nazis, en Dresde, cuando, prisionero de guerra, fue testigo del bombardeo que convirtió la localidad alemana, declarada “abierta”, en la que no había ningún interés de tipo estratégico ni militar, en un infierno en llamas y de decenas miles de civiles calcinados. Él lo expone como sigue: <<la ciudad era hermosa, ornamentada en extremo, como París, y respetada por la guerra. Se suponía que era una ciudad “abierta”, es decir, una ciudad que no podían atacar puesto que en ella no había industrias bélicas ni concentraciones de tropas.>> Vonnegut sobrevivió aquella noche del 13 de febrero de 1945, durante la cual <<aviones estadounidenses y británicos arrojaron explosivos de alto poder sobre Dresde>>, y pudo reflexionar aquella jornada y añadir a su pensamiento dos moralejas —una afirmación indiscutible y una recomendación, aunque tampoco él fuese recomendador— que completasen la primera: <<cuando uno está muerto, está muerto>> y <<hagan el amor cuando puedan. Les sentará bien>>.



lunes, 23 de junio de 2025

Séneca y los ociosos

Retrato de Séneca según modelo de la antigüedad, obra de Lucas Vorsterman I, conservado en la Biblioteca Nacional de Francia.


En un momento puntual de su ensayo Sobre la brevedad de la vida, Lucio Anneo Séneca comenta que el <<ocioso es quien tiene el sentimiento de su ocio>> y que escoge entre sus amigos a los pensadores del pasado, para que le guíen en su aprendizaje, que es la vida en sí. El ensayista, natural de Córdoba, advierte que <<Nadie te devolverá los años, nadie te entregará otra vez a ti mismo. La vida seguirá por donde empezó, no revocará su curso ni lo suprimirá. No habrá ruido ni avisará de su velocidad. Fluirá en silencio. No se alargará por orden del rey ni en favor del pueblo. Correrá tal como empezó el primer día, no se desviará ni detendrá. ¿Qué sucederá? Tú estás ocupado, la vida se da prisa. Con todo, vendrá la muerte, a la que, quieras o no, hay que entregar el tiempo.>> Cierto, hay que entregárselo, aunque no pocos ya lo hayan entregado antes de morir.


Este popular pensador romano, que alcanzó notoriedad en tiempos de Calígula, Nerón y Claudio, afirma a su lector que la vida solo es breve para quienes no la viven, que son aquellos que llama ocupados. Es decir, se refiere a las personas que ocupan el tiempo de su existencia como si este no se acabase nunca. Estos ocupados solo ven su vacío cuando les alcanza la vejez o una enfermedad que los sitúa al final del camino. Entonces, comprenden que su tiempo se ha agotado sin apenas haberlo vivido, puesto que solo lo han existido sin hacerlo suyo. <<Nada hay menos propio del hombre ocupado que el vivir>>, asevera el escritor casi dos mil años antes de que esto lo descubra, por ejemplo, el protagonista de Ikiru (1952), la magistral obra de Akira Kurosawa en la que un funcionario comprende, hacia el final de su vida, cuando le detectan una enfermedad terminal, que se había olvidado de vivir. ¡Quién le diera entonces su tiempo no vivido!


<<Muy breve y trabajosa es la vida de quienes olvidan el pasado, descuidan el presente y temen el futuro. Cuando lleguen a la hora postrera, demasiado tarde comprenderán lo infelices que, en tanto tiempo como estuvieron ocupados, no hicieron nada.>> Para el autor de Fedra estos individuos tratan su tiempo como si no tuviese más valor que para derrocharlo haciendo fortuna, manteniendo disputas o entregándoselo al vino, al desenfreno, a la guerra o a cualquiera que no sea uno mismo. <<¿Cuál es entonces la causa de todo eso? Vivís como si fuerais a vivir siempre, nunca recordáis vuestra fragilidad, no observáis cuánto tiempo ha pasado ya. Lo perdéis como si dispusierais de un depósito lleno y rebosante, cuando puede que precisamente ese día dedicado a un hombre o una cosa sea el último. Teméis todo, como si fuerais mortales, y deseáis todo, como si fuerais inmortales.>>


El filósofo advierte que no se trata de entregarse al hedonismo, impensable en un pensador como él, salvo que el placer lo proporcione el propio pensar, algo que imagino que sí le generaba el reflexionar sobre la vida y la muerte —aprender a vivir y aprender a morir—, sino en el consciente de que solo entregándose al ocio, que invita y permite el conocerse, se puede hacer que el tiempo concedido sea aprovechado al máximo… <<Solo son ociosos aquellos que tienen tiempo para la sabiduría, solo ellos viven, porque no solo preservan su vida, sino que le añaden todas las demás, y todo lo acaecido antes que ellos les resulta ser una adquisición.>> Claro que, aún conforme con el pensamiento de Séneca, no puedo más que dudar de su imposibilidad de llevarlo a la práctica en esta época actual en la que se exige a las personas que sean parte de un engranaje del que apenas son conscientes, de tan ocupados en alimentar el sistema que los despersonaliza y esclaviza, en la que el ocio se confunde con el placer hedonista y en la que el aprender a vivir ha caído en desuso, puesto que ya apenas nadie piensa en que <<a vivir hay que aprender toda la vida y, lo que quizá te admire más, hay que aprender a morir toda la vida.>>

viernes, 20 de junio de 2025

Suso de Toro e Polaroid


 

 O primeiro libro que lin de Suso de Toro non foi unha elección, senón unha imposición durante o meu primeiro curso no instituto —o mesmo centro compostelano onde el daría clase nunha época posterior a miña de estudante, máis de tute que de tomar notas, pero esa é outra historia—. Tal vez, por iso, no lle prestei atención e non volvese ler nada do autor de Polaroid ata que, pasadas máis de tres décadas, abrín Trece Badaladas, a raíz da miña decisión de escribir sobre Santiago no cine, na lenda, na historia, na literatura e na miña memoria, dándolle a forma dun camiñar literario, fantasioso, persoal e histórico en tempo presente ou ausente que titulei Rincones sin esquinas. Aquel primeiro libro o tiña esquecido nunha das estanterías cheas doutros que chegaron antes (os menos) e despóis (os máis). Ao descubrilo alí, sentinme tentado. Quen pode negar con probas na man que a tentación non é unha das grandes contradiccións e paixóns humanas? E eu, que son contradictorio, paixonal a intres e humano todo o tempo, por natureza, herdanza e inclinación, non me resisto a realidade de atoparme entre o freo e o desenfreo, o pracer e a culpabilidade... Por entón, o meu libro favorito (daquela aínda cría na predilección, hoxe só no favoritismo que non practico nin practican conmigo) era El señor de las moscas, de William Goldwyn, e o meu escritor preferido en galego, Álvaro Cunqueiro, de quen só lera Os outros feriantes” e “Xente de aquí e acolá”, en exemplares que tamén conservo e que chegaron antes. Ao mindoniense tamén fixéronmo ler, pero foi na escola, sendo máis cativo e mellor disposto aos contos e as fantasías nas que descubría un sentido do humor moi atraente para o neno que era aos doce ou trece anos. As de Cunqueiro chagáronme dentro porque o tipo divertíame e invitávame a fantasear as miñas propias historias, pero xa no instituto os meus intereses pasaron a ser outros e o meu ritmo lector sufriu un descenso; non aconteceu así co consumo de películas e de saír de troula.


O certo e que, ata hai pouco, apenas lembraba nada do texto de Polaroid, agás a idea que entón corría polo instituto, a de que a obra era rara de narices ou desfasada, é dicir, que saíase do “normal” ou que molaba porque o seu escritor semellaba “un kamikaze que emprega un estilo no que chama merda a merda e non se anda con hostias”, ou algo polo estilo dicíase. Supoño que moitos compañeiros riron sen entender. Non lembro se eu tamén, é posible, pero o dubido. Non me sorprendeu o seu uso dunha linguaxe que non me era descoñecida, pois, durante aqueles anos, era un devoto á inclinación adolescente polos tacos e polos malos hábitos, que consistían en facer todo o que nos dera a gana, pensando que o universo era noso, cando noso só era aquel pequeno mundo cun día sería dos seguintes. Outro conto era que só uns poucos puxéramos en práctica con maior ou menor éxito ese “dera a gana”. Eu o intentaba sen esforzo, con éxito? Si, pero a custo dunha morea de suspensos. A min non ma daba o ler o que un docente me impusese sen contar conmigo. Iso non entraba dentro do meu “todo” e facía canto estaba na miña man para levar a contraria. O caso ven sendo que entón fun ben parvo, e gustábame selo, e non lle prestei a atención que calquera libro que nace do ventre do seu autor merece. Pero fai uns días abrín a súas páxinas, non tan amareladas como poidera aventurar os seus máis de trinta e cinco anos de estar conmigo, dende 1988, e díxenme nótase a súa boa pasta e díxenlle a ver que instantáneas e aspectos sombríos da vida cotiá desvélasme vello compañeiro… Abrín a primeira páxina e redescubrín unha breve demostración da súa cultura, gustos e influenzas, así como a súa capacidade para crear diálogos que impactan de tanto que remiten á realidade. Ao remate da lectura, díxenlle ao meu exemplar: que cabronazo, mantesche mellor ca min ou son eu que che leva a costas? Como cho conto, nin máis nin menos, teu contido segue de bo ver. A túa colección de instantáneas literarias teñen seu aquel, tal vez o reflexo dun tipo ben singular que xa apunta ao home que escribe Parado na tormenta. En ambos casos, é un escritor desprexuizado, con gañas de escribir e falar da vida, é a vida non deixa de ser a suma de instantes que nos fixeron (e desfixeron), nos fan (e desfan) e nos farán (e desfarán) ata o final de cada camiño. En Polaroid, este escritor aguerrido chega con gañas de chámala atención. É xoven, ten talento, medra no “tardofranquismo” e ten a rebeldía por bandeira e parece dicir que “vouno facer, voume rebelar, pois é mellor facelo que mandalo”. E por que non, se rebelarse non é do peor que podemos facer?

jueves, 19 de junio de 2025

Kutuzov 1812 (1943)


<<La inteligencia humana es incapaz de comprender la continuidad absoluta del movimiento. Las leyes del movimiento cualquiera únicamente son comprensibles para el hombre si examina separadamente las unidades que lo componen. Pero al mismo tiempo la mayoría de los errores humanos se derivan del hecho de aislar arbitrariamente, para examinarlas aparte, las unidades inseparables del movimiento continuo. Es bastante conocido el sofisma de los antiguos que dicen que Aquiles no cogerá nunca a la tortuga que le lleva ventaja, aunque corra diez veces más de prisa que ella. Cuando Aquiles habrá recorrido el espacio que lo separa de la tortuga, la tortuga habrá recorrido una décima parte de aquel espacio. Cuando Aquiles recorrerá aquella décima parte, la tortuga habrá recorrido una centésima y así hasta el infinito. Este problema parecía insoluble a los antiguos. El absurdo de la solución que daban ellos al problema diciendo que Aquiles no alcanzaría nunca a la tortuga, proviene únicamente del error de admitir, arbitrariamente, la separación de las unidades de movimiento, mientras que los movimientos de Aquiles y de la tortuga se producían sin ninguna continuidad.

Al tomar las unidades de movimiento cada vez más pequeñas, no hacemos más que acercarnos a la solución del problema, pero no acabamos de llegar a ella. Solo cuando admitimos los infinitesimales y su progresión ascendente hasta una décima y sumamos esta progresión geométrica, obtenemos la solución del problema. La nueva rama de la matemática, el uso de los infinitesimales resuelve actualmente cuestiones que en otros tiempos parecían insolubles. Esta nueva rama, desconocida por los antiguos, restablece la condición principal del movimiento, y corrige esta falta que la inteligencia humana no puede evitar al examinar las unidades separadas del movimiento en vez de examinar el movimiento continuo.

En el examen de las leyes del movimiento histórico ocurre exactamente lo mismo. El movimiento de la humanidad, producto de una cantidad innumerable de voluntades humanas, tiene lugar sin interrupción.

La comprensión de las leyes de este movimiento  es la finalidad de la historia. Sin embargo, para comprender las leyes del movimiento continuo resultante de todas las voluntades de los hombres, la razón humana admite arbitrariedades como la de separar las unidades. El primer procedimiento histórico consiste en coger arbitrariamente una parte de acontecimientos ininterrumpidos y examinarlos separadamente de los demás, cuando no hay ni puede haber principio de ningún acontecimiento, porque siempre un acontecimiento nace de otro. El segundo procedimiento consiste en examinar los actos de un hombre, emperador o jefe, como resultantes de la voluntad humana, mientras que este resultado no se expresa nunca dentro de la actividad de un personaje histórico tomado separadamente.

La ciencia histórica, en su evolución, acepta siempre unidades cada vez más pequeñas para sus investigaciones, y por esto se acerca cada vez más a la realidad. Pero por pequeñas que sean las unidades que la historia pone a su consideración, el hecho de separarlas, de admitir el “principio” de un fenómeno cualquiera, de ver expresadas las voluntades de todos los hombres en la actividad de un solo personaje, ha de producir inevitablemente el error.

Bajo el más pequeño esfuerzo de la crítica, cada una de las conclusiones de la historia se deshace en polvo y no deja nada detrás de sí, únicamente porque la crítica escoge, como medida de observación, una unidad más grande o más pequeña, cosa a la que tiene perfecto derecho, puesto que la unidad histórica es arbitraria siempre.

Solo tomando para nuestra observación la unidad infinitamente pequeña, las diferencias de la historia, es decir, las aspiraciones uniformes de los hombres, y adquiriendo el arte de integrar uniendo las sumas de estos infinitesimales, podemos esperar comprender las leyes de la historia.>>

León Tolstoi: “Guerra y paz (traducción de Serge T. Baranov y N. Balmanya). Círculo de Lectores, Madrid, 1969, pp. 883-884.


 Atendiendo a concretos históricos, la guerra que la propaganda soviética llamó la Gran Guerra Patria no fue en defensa de la humanidad, como tampoco lo fue la guerra napoleónica, aunque posteriormente hubo y hay quien así pregone que la Unión Soviética asumió la Segunda Guerra Mundial, tal vez por ignorancia, tal vez por interés o por falta de tiempo para reflexionar sus afirmaciones y encontrar una visión de la historia más amplia e imparcial, a la que se llegaría con la suma de las unidades o pequeñas partes de las que habla Tolstoi en Guerra y paz. No pongo en duda la entrega de los distintos pueblos que formaban las repúblicas soviéticas, cuya población se echó el conflicto a la espalda y dio su sangre para liberar su país de la ocupación germana —claro que no todos se opusieron, pues hubo minorías que se posicionaron contra Stalin y otros que, como este, vieron la guerra lejos de los campos de batalla—. Después llegaría el avance hacia Berlín, y la decisión de los tres grandes líderes aliados (Churchill, Roosevelt y Stalin) que fuesen los soviéticos quienes entrasen primero en la capital del Reich. Era el modo de reconocer el sacrificio del pueblo soviético, que no solo era ruso. Además, eso de que fue en defensa de la humanidad suena exagerado, a propaganda y a olvido. ¿O no formaban parte de la humanidad los finlandeses y los polacos a los que atacaron los soviéticos durante el pacto de no agresión con los nazis? ¿Katyn fue un invento de la propaganda occidental durante la guerra fría o los allí asesinados no eran humanos? ¿Y quienes padecían, morían o sobrevivían, en el gulag la política estalinista?


El pacto Ribbentrop-Molotov, fuese una estrategia para ganar tiempo o para evitar ser atacado, creyendo que su rival se conformaría con parte de Polonia (la otra era para Stalin), con Austria y con Checoslovaquia, que previo al Tratado de Múnich contaba con el ejército más moderno de Europa, ¿qué significaba? El pacto germano-soviético evidencia la idea que Koba, que así dieron en llamarle algunos camaradas en el pasado, tenía de “humanidad”; o sea, que era como la de cualquier político totalitario: la suya era la única visión posible de “humanidad”. Al igual que a su homólogo alemán, la firma de aquel tratado solo contemplaba intereses propios, todo lo demás se supeditaba a ellos. Así es la política, capaz de meter en la misma cama a enemigos declarados e irreconciliables. Pero el idilio no podía continuar, puesto que ambos tendían a la infidelidad. La cuestión era quién iba a ser el primero en dar el paso. Parecía claro que Hitler, ya que Stalin pretendía arreglar primero en casa y en sus inmediaciones. Tal vez por ello, al líder soviético, la operación Barbarroja le pillase por sorpresa, como parece indicar su silencio y su reacción tardía. A la hora de reaccionar, cuando le comunicaron la invasión, hubo silencio y la consecuencia fue ese instante de vacío de poder que nadie supo llenar. Una idea de lo sucedido la da Manuel Tagüeña en sus memorias: <<La única explicación posible era que ningún escalón de mando, por muy preocupado que estuviera, se atrevía a tomar medidas si la decisión no venía del propio Stalin, que evidentemente no creyó llegado el momento. La autosuficiencia del dictador (genial e infalible según la propaganda) puso a la Unión Soviética en peligro y le causó pérdidas incalculables en vidas y bienes materiales. Al error de dejar a los alemanes el privilegio de escoger el día, la hora y el terreno de combate, se sumó el de que las tropas soviéticas no estuvieran listas para recibir al enemigo. Claro está que entonces, aunque vi esto claramente, no se me pasó por la cabeza culpar a Stalin, y achacamos la derrota a la burocrática incapacidad de sus subordinados.>> (Testimonio de dos guerras. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2021, pp. 491-492)


Finalmente, tras su silencio y el consecuente vacío de poder, dio el paso adelante, pero se encontraba condicionado por sus propios actos previos, puesto que se había cargado a gran parte de la oficialidad del Ejército Rojo durante sus purgas. Menos mal que por ahí aún andaba el general Zhukov, a quien se comparó con Kutuzov, y algún otro oficial que pudiese asumir responsabilidades de mando. Tampoco se puede olvidar que la logística alemana fue un despropósito, así como algunas de las decisiones tomadas por aquel que Chaplin caricaturizó con brillantez en El gran dictador (The Great Dictator, 1940). Y tampoco olvidemos que la soviética frente a los nazis fue una guerra de supervivencia. Es decir, carecían de más alternativa: o luchaban o perecían. De ese modo, conscientes de su situación extrema, se enfrentaron a los alemanes a partir de que estos los atacaron en junio de 1941, cuando la guerra, en algunos puntos de Europa, ya llevaba casi dos años. Otra historia es si la guerra pudo evitarse y que (hacia mediados de la década de 1930) los soviéticos habían intentado crear un frente común contra los fascismos, pero Reino Unido, por entonces todavía el abanderado mundial del capitalismo, no se fiaba de una ideología en las antípodas de la suya; Francia, tampoco, que hacía lo que le indicaba Londres —como se había visto durante la guerra civil española—, y Estados Unidos vivía en su aislacionismo, su política de andar por casa; aunque “disimuladamente” enviaba material bélico a los británicos. Más adelante, avanzada la guerra, haría lo propio con la Unión Soviética y China, apoyándose en lo establecido por la Ley de Préstamo y Arriendo aprobada en marzo de 1941.


Los movimientos históricos no pueden separarse, aunque se estudien por separado, para lograr mayor comodidad, pues de otra forma sería prácticamente imposible un análisis que nos acercase a la totalidad. Ninguno de esos movimientos nacen por generación espontánea, sino de las cuestiones que se van tejiendo a lo largo de la propia historia. Sin ir más lejos, encontramos una de estas circunstancias previas en los distintos conflictos que se dieron con anterioridad, cuando las democracias permitieron, con su política permisiva y temerosa, que el líder nazi fuese aumentando sus “apuestas”. Ya con el pacto de Múnich, se supo ganador. En nada de esto tuvo culpa la Unión Soviética, aunque su política amedrentaba a esas potencias que parecían más dispuestas a aceptar al bigote alemán que al bigote soviético… Pero estaba cantado que Hitler no se detendría, ya no por lo que escribió o le escribieron en su Mein Kampf, sino por que se creía invencible e infalible, lo cual no deja de ser el reflejo de la majadería de un psicópata al que permitieron llegar al poder —la baja burguesía le apoyó y las grandes fortunas veían en él un muro de contención contra la amenaza comunistas— y al que le dejaron estar en él, cuestión que da para un estudio de la época, no solo en Alemania sino el el resto del globo…


En 1943, las tornas habían cambiado y Stalin era el hombre fuerte que hacía retroceder a los alemanes, a quienes los británicos y estadounidenses habían echado de África y acosaban en la península italiana. Eso hacían dos frentes, aunque el líder soviético demandase un “segundo”, que sería el tercero y que aún tendría que esperar hasta junio de 1944. Durante ese periodo bélico, la propaganda cinematográfica vivió su esplendor en varios de los países implicados, siendo el soviético un ejemplo de crear la figura del héroe que se echa a la espalda la pesada carga de liderar al resto. Esa figura señala claramente a Stalin, a quien se empieza a vender como el padre de la nación, y en Kutuzov (1943), ambientada en 1812, en plena guerra contra Napoleón, se hace más evidente si cabe que años atrás, cuando Stalin asume definitivamente e poder absoluto y Sergei Eisenstein rueda su panfletaria Aleksandr Nevski (1938)… Pero ¿donde estaban el riesgo, la modernidad, el movimiento del cine silente soviético? Habían transcurrido muchas cosas desde una y otra —la guerra de Abisinia, la guerra civil española, la invasión japonesa de China, el tratado de Múnich, las purgas estalinistas, la repartición de Polonia y la invasión alemana de la Unión Soviética…—, pero la figura del líder de acero seguía ahí, en apariencia inmutable, para salvaguardar la patria. Esa figura cobra la imagen del general Mijail Kutuzov en el film de Vladimir Petrov, pero el militar fílmico solo es un trasunto de la imagen que se le atribuía al viejo camarada Koba, tal como ya había hecho el propio Petrov unos años atrás en Pyotr pervyy (1937-1939), su díptico biográfico sobre Pedro el Grande. En todo caso, la película sobre el héroe que asoma por las páginas de la magistral Guerra y paz peca de aburrida, de solemne y teatral, en su significado peyorativo desde una perspectiva cinematográfica, pero entonces el cine no obedecía a razones de entretenimiento, aunque también se produjesen films escapistas, sino de propaganda…






miércoles, 18 de junio de 2025

Terence Malick, en unas pocas líneas



Las películas que más disfruto de Terrence Malick son sus tres primeras: Malas Tierras (Badlands, 1973), Días de cielo (Days of Heaven, 1978) y La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998). Tras esta, tal vez aún no tanto en El nuevo mundo (The New World, 2005) y en El árbol de la vida (The Tree of Live, 2011), su cine me invita a irme de sus no historias. Ya no se trata de que prescinde de tramas, lo cual me parece perfecto, sino de que no conecto con las existencias que esboza en sus personajes. Las dudas y las reflexiones que les escucho lo tomo como prolongaciones del pensamiento de Malick y de sus intenciones e intereses. Esto no deja de ser normal, incluso lógico y necesario, en alguien que quiere expresarse; y él lo desea, lo busca y, aventuraré, que lo consigue a su manera, aunque su modo de hacerlo ya no va conmigo. Me cansan sus planos, las reflexiones que atribuye a sus modelos, y me aleja de cuanto asoma en la pantalla, cuando no me provoca una sonrisa cínica que me lleva a la conclusión de que tengo mis propias preguntas, apenas respuestas, y mi propio camino desconocido por recorren y donde tropezar hasta que muera. En sus siguientes títulos, por ejemplo en To the Wonder (2012) y Knight of Cups (2015), radicaliza su búsqueda de crear un cuerpo cinematográfico para su filosofía existencial o de dar esencia filosófica a un cine de existencias en continúa búsqueda, pero ancladas en las preguntas a las que les obliga el ciénagas. Debido a la sensación de “falsedad” que me genera, en su forzar voces e imágenes para sus ideas, pierde mi atención. Las cuestiones vitales y la poética que presumen sus películas van siendo más y más forzadas, y no siento poesía ni logro tomarme en serio los pensamientos que se escuchan —se me antojan leídos de un texto escrito para la ocasión; que así es, claro, pero me suena artificial y no me invita a una reflexión sobre lo que expone en pantalla— lo que no juega a favor. Aparte, y esto es muy lícito, hace cine para él, en todo momento reconocible, y no para el público, aunque tenga su público y un prestigio no sé si merecido, porque todo prestigio es otorgado por los otros. No nace de la obra ni del obrero, sino de quienes la contemplan y/o de quiénes acatan los criterios que inician el prestigio, una ilusión que no tiene porque coincidir con la calidad…

martes, 17 de junio de 2025

Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras


Los mayores aciertos literarios de Pantaleón y las visitadoras (publicada en 1973) los encuentro en la elección de la farsa como (sub)género narrativo y en el “esfuerzo” de Mario Vargas Llosa de salirse de la narrativa común y emplear diferentes recursos que logren avanzar la narración sin necesidad de un narrador al uso. El escritor prescinde del yo (primera persona) y de la omnisciente voz en tercera persona (salvo acotaciones puntuales en los cuatro capítulos dialogados y en los sueños) para relatar la entrega al deber del protagonista de esta divertida burla a la hipocresía que le sale al paso, y a la que se enfrenta durante su innegable buena labor allá en la Amazonía Peruana. Allí llega con la misión especial que le han encargado los generales Collazos y Victoria, un cometido que no puede rechazar, porque se debe al ejército y a sus superiores. Aunque a disgusto, Pantaleón Pantoja acata la orden de crear un cuerpo especial del ejército, dedicado a satisfacer las demandas sexuales de los soldados peruanos destinados en las distintas guarniciones y pueblos de frontera en el Amazonas. La idea parte de la necesidad de poner fin a las agresiones y violaciones que se producen en la zona y envían al eficiente Pantaleón, ascendido a capitán para hacerle más llevadero su disgusto inicial, con el fin de que aplique su bien conocida eficacia organizativa en un asunto tan complicado como el de cubrir las demandas sexuales de las tropas. Pero lo que se encuentra a su llegada a la ciudad de Iquitos es el rechazo del general Scavino y del padre Beltrán, el capellán castrense, al Servicio de Visitadoras; <<vaya eufemismo que se han buscado los genios>>, comenta en la novela el cura, evidenciando así su disgusto y malestar, el cual desaparece en el tramo final, como corrobora su intimidad con Peludita, a quien le dice que no se olvide de las bolitas.

Escribía arriba que Vargas Llosa prescinde del uso del narrador habitual. Se decanta por otras vías narrativas que funcionan como el todo que nos guía por el relato de este personaje que, siendo de los pocos que se muestran sin doble moralidad, ha de sacrificarse en lo personal para construir la eficiente red de visitadoras, que se convierte en lo más preciado y esperado del ejército destinado en esa cuenca amazónica en la que las temperaturas se disparan, tal vez afectando el deseo sexual de las tropas e incluso del buen Pantaleón. Para dar forma a la burla, Vargas Llosa emplea informes oficiales, sueños, cartas, “La voz del Sinchi”, programa radiofónico en el que se aprecia como los medios manipulan y manejan a su antojo, o los artículos de prensa que asoman hacia el final del relato, así como los diálogos no lineales en diversos momentos de la historia, para contar aspectos íntimos de la entrega de Pantaleón al cuerpo de visitadoras y al ejército que le prohíbe vestir el uniforme, para evitar las habladurías. Pantaleón vive para su labor, enfrentado al chantaje del Sinchi, al rechazo de sus superiores, al fanatismo religioso de los hermanos del Arca, que son quienes menos le entorpecen la labor, al peligro que suponen aquellos civiles que también quieren sus visitadoras, a la hipocresía civil y militar, obligado a mentir a su madre y a su mujer, dispuesto a llevar su cometido hasta las últimas consecuencias. Esta apuesta literaria humorística y burlesca tuvo su primera adaptación cinematográfica dos años después de su publicación. En ella participó el escritor, como coguionista y codirector, también hace apariciones en un pequeño papel sin acreditar. El primer Pantaleón y las visitadoras (1975), que todavía no he visto, disgustaba al escritor, a pesar de su participación en ella (o precisamente por eso). Había siro codirigida por José María Gutiérrez Santos y protagonizada por José Sacristán, que asumió el rol de Pantaleón, aparte de ser prohibida en Perú, que por entonces vivía bajo la dictadura militar; así que no sería estrenada en el país hasta un año después de la caída de la Junta Militar. A finales de siglo, en 1999, Francisco J. Lombardi, que ya había adaptado una obra de Vargas Llosa en 1985 —La ciudad y los perros— realizó su versión de la novela, con Salvador del Soler dando vida a Pantaleón, y contando con el guion escrito por Angie Cepeda y Giovanna Pollarola. Pero, esta adaptación —y sospecho que la anterior—, no hace justicia a la burla expuesta por el autor de Conversaciones en la catedral, más que nada porque Lombardi (y guionistas) se decide por la relación del capitán y la “Colombiana” (“Brasileña”, en la obra), por simplificar la broma, convertirla en una caricatura sin complicaciones, y por una narrativa que a estas alturas suena común a tantas ya vistas en la pantalla…

Mi edición de Pantaleón y las visitadoras, de la colección “Nuestros clásicos contemporáneos” de la editorial Planeta, publicada en 1996, carece de prólogo. En las ediciones posteriores, a partir de 1999, Vargas Llosa introduce el siguiente texto para presentar su novela, la cuarta suya y una de las de mayor éxito:


<<Prólogo


Escribí esta novela en una apretada casita de Sarrià, en Barcelona, entre 1973 y 1974, al mismo tiempo que su versión cinematográfica. Debía filmarla José María Gutiérrez, pero, por los absurdos malabares del cine, terminé dirigiendo la película al alimón con él (acepto toda la responsabilidad de la catástrofe).


La historia está basada en un hecho real —un «servicio de visitadoras» organizado por el Ejército peruano para desahogar las ansias sexuales de las guarniciones amazónicas—, que conocí de cerca en dos viajes a la Amazonía —en 1958 y 1962—, magnificado y distorsionado hasta convertirse en una farsa truculenta. Por increíble que parezca, pervertido como yo estaba por la teoría del compromiso en su versión sartreana, intenté al principio contar esta historia en serio. Descubrí que era imposible, que ella exigía la burla y la carcajada. Fue una experiencia liberadora, que me reveló —¡sólo entonces!— las posibilidades del juego y el humor en la literatura. A diferencia de mis libros anteriores, que me hicieron sudar tinta, escribí esta novela con facilidad, divirtiéndome mucho, y leyendo los capítulos a medida que los terminaba a José María Gutiérrez, y a Patricia Grieve y Fernando Tola, mis vecinos de la calle Osio.


Algunos años después de publicado el libro —con un éxito de público que no tuve antes ni he vuelto a tener— recibí una llamada misteriosa, en Lima: «Yo soy el capitán Pantaleón Pantoja», me dijo la enérgica voz. «Veámonos para que me explique cómo conoció mi historia.» Me negué a verlo, fiel a mi creencia de que los personajes de la ficción no deben entrometerse en la vida real.


MARIO VARGAS LLOSA


Londres, 29 de junio de 1999>>

jueves, 12 de junio de 2025

Sar, las cruzadas, “El señor Wilder y yo”

De paseo con Jonathan Coe y su novela “El señor Wilder y yo” por el compostelano barrio de Sar, cruzo el puente sobre el río, construcción de unos treinta metros de longitud que salvan el último obstáculo fluvial para los peregrinos de la vía de la Plata, y le digo a Wilder, también a Coe, a Iz y a Calista, que es una obra del siglo XII, a lo que el director y guionista de “El gran carnaval” comenta que hubo un tiempo en el que quiso hacer una película ambientada en el Medioevo, sobre las cruzadas, en la que los caballeros preparan su partida a Tierra Santa. El natural de Galitzia, de cuando Galicia, la otra, era austrohúngara, recuerda que las primeras escenas muestran a los cruzados cuidando los últimos detalles del viaje: revisan sus monturas y comprueban sus armas relucientes, además, en las imágenes que siguen, se aseguran de dejar a sus mujeres con el cinturón de castidad puesto y bien cerrado. Al alba, con las alforjas repletas de llaves y al son de su sonido metálico al entrechocar, los nobles cabalgan hacia donde el sol asoma en timidez, seguidos de sus vasallos, que trotan a pie. En todo caso, todos ellos parten hacia la gloria que piensan conquistar al tiempo que Jerusalén y no poca fortuna, convencidos de su fe y de su victoria, tranquilos porque sus esposas quedan protegidas de las tentaciones y de las invasiones bárbaras, censuradas por el duro, frío e incómodo metal de los cinturones. Wilder nos mira y sonríe, deja que vayamos absorbiendo sus palabras y, cuando ya nos cree preparados, comenta que el resto de la historia giraría en torno al cerrajero del pueblo, papel que asume a la medida de Cary Grant, que daría vida no solo al protagonista de la película, sino al hombre más popular y ocupado de la villa…


La anécdota sobre esa película nunca realizada por Billy Wilder, la leí en las memorias de Vincente Minnelli, “Recuerdo muy bien. Autobiografía”, pero no asoma por las páginas de Coe (ni así escrita en las de Minnelli), que sí cuenta otras que también tienen como base el humor de Wilder, aunque su novela no es una comedia, sino un acercamiento reverencial al responsable de “Uno, dos, tres” durante el rodaje de “Fedora”, una película que, rodada en Alemania, Grecia y Francia, supuso mucho esfuerzo y muchas ilusiones, también decepciones para un cineasta que fue de los que me convencieron en la niñez de que el cine no siempre ha de ser una ñoñez o mucho ruido, también pueden ser historias humanas y estas siempre tienen su pizca de comedia, de sueños, de tragedia, de estupidez, de alegría, de engaños y de drama…

Una jaula de grillos (1996)

La industria de Hollywood nunca ha sido combativa, ni progresista, ni punta de lanza en los movimientos sociales, aunque más adelante se subiese al carro y presumiese y presuma de liberal y de tolerante. Su política no pretende cambiar el mundo, sino amasar fortuna tras fortuna, lo cual es lógico porque se trata de un negocio. Su intención nunca ha sido la de liberar, ni denunciar ni luchar por la igualdad o por los derechos humanos o civiles, y menos aún señalar la sinrazón y los crímenes que se producen en el mundo. Puede hacerlo, pero a posteriori, cuando se considera relativamente a salvo de consecuencias indeseadas y que juega sobre seguro. El cine de Hollywood lo hace en algún momento, me refiero a ser combativo, pero su política inalterable, ayer, hoy y mañana, es la del dinero, pues es un negocio y, como tal, se debe a los beneficios y no a las causas justas. Todos lo saben y lo demás es secundario, más si cabe desde que los ejecutivos y las grandes corporaciones sustituyeron a los antiguos magnates que, si bien eran reaccionarios por convicción y bolsillo —perseguían aumentar sus fortunas—, contaban con un equipo de profesionales que sabían de cine, aquellos que prácticamente habían inventado su lenguaje moderno; hoy, llamado clásico...

Desde su origen, Hollywood juega sobre seguro, aunque luego pierda inexplicablemente una fortuna en tal o cual producción que iba para súper éxito y deparó un batacazo comercial. Claro que suelen reducir riesgos a la hora de sacar adelante sus productos. Resulta habitual que buenos guiones se queden en el cajón, para siempre o hasta que alguien los recupere, aquellos cuya viabilidad comercial se ponga en entredicho, y que otros menos favorecidos se rueden. Depende de la decisión de los encargados de dar luz verde al dinero o que los cineastas hayan pasado meses buscándolo por ahí y, tras ejercer de vendedores y recaudadores, puedan rodar su película. Un trabajo arduo y que en el pasado de los estudios no existía, puesto que las majors tenían a su equipo de directores y ya les entregaban la pasta que consideraban oportuna y el material con el que trabajar, incluso el humano; solo los directores estrella, tipo Lubitsch o DeMille, tenían el privilegio de contar con sus propios guionistas y con el reparto que pidiesen (y no siempre).

Por lo general, el capital se entrega cuando la inversión se considere segura. Nadie pone su dinero para perderlo, ¿o sí?  Pues en Hollywood pasa igual, aunque a gran escala. Y, para no perderlo, intentan asegurar que juegan a caballo ganador. Sus apuestas no pueden fallar, aunque luego sean fracasos, así que realizar adaptaciones de superventas literarios o nuevas versiones de éxitos de otros lares o del pasado, lo que viene a llamarse remake, es práctica común desde siempre. Menuda cosa, eso de volver a hacer lo que ya está hecho, ¿no? Pero a veces funciona y muchas otras pasa desapercibido, incluso en nuestras rutinas. Por otra parte, no es infrecuente que el público desconozca que una película popular sea una nueva versión de un guion ya llevado con anterioridad a la pantalla, piensen, por ejemplo, en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959), o que haya que distinguirla de las versiones de novelas, que ya no serían remakes, sino diferentes adaptaciones del mismo original literario, tal como pueda suceder con la obra teatral shakespeariana Hamlet.

Hollywood está repleto de ideas económicas infalibles, al menos eso deben pensar en las oficinas de las empresas de cine, también en las editoriales o en los despachos de las cadenas televisivas, así que otra de sus brillantes ideas sería imitar, sin apenas variaciones, pero con un reparto estelar, el éxito más reciente, tal como sucedió cuando Beeba Kidron realizó A Wong Foo, ¡Gracias por todo Julie Newmar! (To Wong Foo, Thanks for Everything Julie Newmar, 1995), inmediatamente después del éxito cosechado por la australiana Las aventuras de Priscila, reina del desierto (The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert, Stephan Elliott, 1994)… Existen miles de ejemplos de esto, como también los hay de revisiones de películas.

Siguiendo la estela del travestismo que apunto con los dos títulos señalados arriba, pues en parte se desarrolla en un club nocturno cuya máxima atracción es la diva transformista Albert (Nathan Lane), una muestra de remake podría ser Una jaula de grillos (The Birdcage, 1996), en la que Mike Nichols y su guionista Elaine May se apropian del guion de Edouard Molinaro y Marcello Danon —que en el film de Nichols asume labores de productor ejecutivo—, más que de la pieza teatral de Jean Poiret que había inspirado la popular comedia franco-italiana La jaula de las locas (Le cage aux folles, Edouard Molinaro, 1978), para obtener un éxito comercial indiscutible (sus beneficios fueron seis veces más que su presupuesto) y ofrecer una versión totalmente hollywoodiense, desde su reparto, encabezado por Robin Williams y Gene Hackman, que heredan los papeles del gran Ugo Tognazzi y de Michel Galabru, hasta su humor más comercial y buenrollista en el que la tolerancia practicada por Albert y Armand (Williams) vence a la hipocresía y al conservadurismo republicano representado por el senador Keeley (Hackman) y Louise (Dianne Wiest), su mujer y madre de Barbara (Calista Flockhart), la joven con quien Val (Dan Futterman), el hijo de Armand, va a casarse. En este aspecto, el de enfrentar dos extremos ideológicos en los progenitores, también podría ser un “remake” de Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, Stanley Kramer, 1967), aunque en la comedia de Kramer el asunto ideológico a tratar es racial. En ambas, como obras hechas en Hollywood, prevalece lo superficial y lo anecdótico, que suele ser lo que se considera entretenimiento, que es lo que presume vender la industria del cine; y lo que sus clientes le demandan, aunque personalmente, tales productos me aburran, en su mayoría, como es el caso...



martes, 10 de junio de 2025

La gran evasión II: la historia jamás contada (1988)

El título escogido por los responsables de La gran evasión II: la historia jamas contada (The Great Escale II: The Untold Story, 1988) hace inevitable recordar el film original de John Sturges, así como invita a la comparación entre ambas, comparativa de la que, indudablemente, La gran evasión (The Great Escape, 1963) sale victoriosa y se reafirma como una de las grandes fugas cinematográficas. Mientras que esta otra evasión se antoja minúscula y tienta a decir que, de haber hecho honor a su subtítulo “la historia jamás contada”, habría ganado enteros; pues tal como la cuentan Paul Wendkos y Jud Taylor, a partir del guion escrito por Walter Halsey Davis, se antoja mejor que no hubiese sido contada. Lo único que logra esta película para televisión es hacer más y más grande el film de Sturges, que ya de por sí se encuentra repleto de ironía, de épica, de tensión, de momentos inolvidables, de cine; nada que ver con la pobre propuesta de esta película televisiva de tres horas de duración, en su momento estrenada en dos partes, que intenta ser, pero que carece de cualquier posibilidad de lograrlo, ya que ni tiene identidad propia ni de personalidad narrativa. Se queda en la comodidad de lo ya visto y depara una anodina recreación que nada tiene que aportar al subgénero de fugas de “stalags”. Su reparto tampoco logra seducir al público, como sí hacían los presos de Sturges, los de Wilder en Traidor en el infierno (Stalag 17, Billy Wilder, 1952) o los de Jean Renoir en La gran ilusión (La grande Illusion, 1936). Queda claro que Christopher Reeve carece del aura rebelde y chulesca de Steve McQueen, ni aporta la emotividad de un James Garner (de quien hereda el papel de piloto estadounidense enrolado en la RAF) que asume la amistad por encima de todo, aparte de exhibir por enésima vez su limitada capacidad actoral; ni la partitura de Johnny Mendel logra el tono de la de Elmer Bernstein, pues carece del atractivo y del desenfado de aquella, tampoco resulta introducir entre el plantel actoral a Donald Pleasence —el único del reparto original que asoma por este sucedáneo sin sabor—, en un rol opuesto al asumido en La gran evasión, que resulta una lección de ritmo narrativo y cinematográfico, ritmo inexistente en esta supuesta segunda parte, que no lo es, puesto que se trata de la “historia verdadera” de aquella fuga masiva que inspiró el guion del film de Sturges, un guion desarrollado por James Clavell, el autor de Shogun, y W. R. Burnett, uno de los grandes del género negro…



lunes, 9 de junio de 2025

Adam resucitado (2008)


Como el resto de los cineastas, Paul Schrader tiene mejores y peores películas, pero como solo unos pocos de su gremio, todas tienen algo interesante, aunque luego no se concrete el interés o la película se pierda en irregularidades que no se observan en sus mejores films. Las mejores de las suyas son, o suelen serlo, las que parten de guiones propios. En ellos desarrolla sus obsesiones, su visión del mundo y personajes psicológicamente condenados, en busca de redención, obligados a descender a los infiernos para liberarse. Pero, hablando de infiernos, ¿hubo alguno mayor que los campos de exterminio nazi, u otros como los estalinistas o los de los jeremes rojos de Kampuchea? En todos ellos se condenaba a una muerte casi segura, ya fuese violenta o debido a las condiciones de trabajos forzados, a las enfermedades derivadas de falta de higiene o al hambre. Basada en la novela El hombre perro de Yoram Kaniuk, Schrader no escribe el guion de Adam resucitado (Adam Resurrected, 2008), que fue obra de Noah Stollman, pero la dirige y la hace suya. Esto lo corrobora el estado emocional de su personaje central, el payaso más divertido de la Alemania anterior a (la eufemística) Solución Final que se cobró millones de vidas humanas y deparó que los supervivientes viviesen sin poder olvidar, viviendo con la sensación de culpabilidad por haber sobrevivido, tal vez gracias al artificio del que habla el payaso: <<la mentira que todos necesitamos para sobrevivir>>. Schrader expone la historia de Adam Stein (Jeff Goldblum) y la de los millones de víctimas desde el presente de 1961, que encierra en un sanatorio en el medio del desierto israelí donde han internado a supervivientes que no han logrado superar emocionalmente (al menos equilibrarlo con su presente) aquel pasado que el cineasta muestra en blanco y negro, un tiempo pretérito que, para él protagonista y millones más, implicó la pérdida de su familia y casi de su humanidad. En su caso, el comandante del campo (Willem Dafoe) le obligó, literalmente, a ser su perro; es decir a caminar a cuatro patas, a ladrar, a dormir en una jaula o pelearse con un pastor alemán por la comida. Adam sobrevivió aquel infierno criminal, pero, al tiempo, y en cierto sentido moral, también murió allí, de ahí que su encuentro con David (Tudor Rapiteanu), un niño que ha sufrido un condicionamiento canino similar al suyo, precipita su descenso a la parte oscura de sí, donde guarda las imágenes de aquel tiempo de horror y de pérdida. Ha de superar su culpa, abriendo una puerta a la redención y a la liberación tan presentes y necesarias en el cine de Schrader, un cineasta siempre en busca del interior humano de sus personajes emocionalmente heridos…