viernes, 14 de noviembre de 2025

Ozu: gramática vs sensibilidad


 Nunca he hecho demasiado caso a las teorías, menos aún si se trata de arte, porque, de teorizarse el hacer artístico o el cómo hacerlo, el arte corre el riesgo de perder su esencia artística. Claro que todo arte tiene un lenguaje, reglas y códigos, pero de nada sirven al artista si no rompe con ellos, si no trasgrede la teoría en busca de su propia expresión y expresividad. Podría ponerme pesado y ser pedante —no dudo que en ocasiones haya sido ambos— y hablar de una gramática del cine o mismamente de la novela, pero eso solo obedecería a creerme que así quedaría por encima o que estaría diciendo algo de peso; tal que “ahí queda eso, a ver cómo lo rebaten”. Lo cierto es que si decirlo me parece estúpido, rebatirlo también, sobre todo si uno piensa que, como cualquier medio expresivo que se ha querido ver como arte, el cine tiene sus teorías, ciertas reglas (a seguir o transgredir, según se decida) y un lenguaje que permite su expresión y comprensión; eso me parece impepinable y decirlo, una perogrullada. Lo de la gramática habría que verlo y cómo interpretarlo; por ejemplo, Ozu, afirmó que se había <<convertido en firme opositor de la gramática cinematográfica, entendida esta como un regla fija>>. Además de decir que no existía, aunque reconocía que había una serie de reglas que transgredía no por el gusto de pasar de ellas, sino por las necesidades que obedecen al espacio o a la técnica, y su sensibilidad a la hora de narrar: el qué expresar y la forma de hacerlo.


<<Muchas veces ignoro la gramática del cine. No me gusta darle demasiada importancia a la teoría, pero tampoco me gusta descuidarla. Será capricho mío, pero yo valoro las cosas en función del simple hecho de que me gusten o no.


El cine es un arte recién nacido, si lo comparamos con la literatura o las artes figurativas. Creo que no puede existir una gramatica especifica. Cuando filmo no quiero limitarme a obedecer un conjunto de reglas. Y, por otra parte, si la gramática fuese una regla absoluta como las leyes naturales, hoy en día sería suficiente con que hubiera una docena de directores de cine en todo el mundo.


Cuando ruedo una película no pienso en las reglas del cine, de la misma manera que un novelista, cuando escribe, no piensa en la gramática. Existe la sensibilidad, no la gramática.>>*


Lo dicho por este magistral cineasta japonés forma parte de un artículo que publicó en 1958, y coincido con lo que apunta sobre “transgredir” y la sensibilidad; y por supuesto, considero que cualquier persona valora las cosas en función del simple hecho de que le gusten o no. Cuestión aparte sería que actúe guiado por el gusto, pues a veces se imponen la obligación, el respeto u otras cuestiones como la autocrítica o la necesidad. Sobre todo, si parto de que si se pretende algo artístico, vivo, emotivo, original o divertido, seguir una regla que te dicen “has de seguir” podría jugar en contra del arte, de la viveza, de la originalidad —que no la confundo con novedad— y de la diversión; ya que la gramática, tal que conjunto de reglas rígidas, constriñe y el artista no se ciñe a ellas; de hecho, algunos las ignoran o las desconocen; en el caso de Ozu, lo primero; y en el de los pioneros que desarrollaron el lenguaje cinematográfico, lo segundo. Por contra, el lenguaje, como medio que empleamos para comunicarnos, posibilita porque obedece a la creatividad y a la imaginación. De ahí que un escritor o un cineasta, un pintor o un compositor, prefieran arriesgarse y ser honestos imaginando e inventando posibilidades; y si uno es tan honesto como Ozu, no le hará falta exhibirse y, sin embargo, el estilo del japonés es inconfundible para cualquiera que tenga una noción de cine más allá del comercial actual; lo es precisamente porque buscaba su propio lenguaje, uno que pasase desapercibido a ojos del público en beneficio de la obra a crear. ¿Gramática? Ni siquiera la novela debe ceñirse a una; más bien, me parece necesario que se rompa para escapar de sus ya limitados márgenes. En cuanto a que el lenguaje vive en constante cambio, resulta incuestionable, ya que forma parte de nosotros, seres cambiantes por naturaleza y condicionados por los cambios que se producen en nuestro mundo. Pero ningún cambio asegura que lo que viene mejore lo que relega al olvido; ni que deba gustar su evolución o involución. Sencillamente, se adapta a los tiempos, a los usos y a los intereses que se imponen, más que nada porque la expresión va ligada al individuo en su momento histórico, a condicionantes políticos y, hoy, sobre todo a la propaganda, a la publicidad, a la insistencia en reducir la palabra a mera imagen sin significado, a las modas, al artificio y a la superficialidad dominante ya en las redes, ya en las escuelas, en las casas, en las calles, en las instituciones y en las altas esferas que, de bochornosas, semejan a ras de suelo. Visto así, parece que pienso que vamos listos, pero no; pues, los de a pie actuales tampoco diferimos tanto de los corrientes de tiempos pretéritos. Solo la apariencia y el discurso cara el público han cambiado, pero el mal uso de la gramática sigue ahí, pues solo la utilizan bien aquellos que son conscientes de que no se trata de algo rígido, sino de un conjunto de reglas cambiantes del que el artista, si bien debe conocer, ha de alejarse no por capricho sino porque toda sensibilidad escapa a las normas, quiere ser libre para sentir y construir su mundo. Por lo demás, el arte no se fabrica, se crea en esa sensibilidad del artista y en la sensibilidad de quien admira o rechaza la obra que contempla y que su interpretación acaba; pues ahí, en su “mirar”, es donde la obra adquiere el sentido final para cada espectador, lector u oyente…


*Entrecomillado de Yasujiro Ozu: La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine (traducción de Amelia Pérez de Villar). Gallo Nero, Madrid, 2017.

jueves, 13 de noviembre de 2025

Prisioneros (2013)


Antes de deshumanizar su cine en el díptico Dune, Denis Villeneuve se preocupaba del ser humano, de sus conflictos internos y con el entorno; de sus emociones, relaciones y trastornos, de la fragilidad de la vida y de tantas otras cuestiones que nos hacen humanos y nos abren los ojos a nuestra vulnerabilidad; situándonos en el centro mismo de ella. Son cuestiones de las que quizás seres de otros planetas no hayan oído hablar o tal vez sí, y sepan de qué les estaríamos hablando en una hipotética charla que mantuviésemos una vez establecida la comunicación ya más evolucionada e íntima que lograda por Amy Adams en la espléndida La llegada (Arrival, 2016). ¿Lo sabrían en Arrakis, entre tantas notas musicales de fondo para sonorizar vacío, para condicionar y guiar las emociones de quienes visitan el planeta Duna? Es probable que algún observador de aquel lugar desértico piense diferente, lo cual me parece enriquecedor, pero creo que hay modelos cinematográficos que nos definen mejor que los Atreides, los Harkonen y los Fremen, aunque también en ellos asoma la brutalidad, el dolor y la obsesión que estallan en Prisioneros (Prisioners, 2013) cuando el mundo de los Dover se viene abajo. Parece claro que tanto en aquel forzado imperio galáctico como en la Tierra que habitamos, los seres vivos somos prisioneros de nuestros actos y de los de otros. En cierto modo, ya desde nuestro origen, lo somos. Nacemos prisioneros del tiempo, vivimos a merced de él, a contrarreloj, aunque no seamos conscientes cuando nada enturbia nuestra cotidianidad. Pero, cuando llega la tormenta, nos vemos atrapados, angustiados y zarandeados en ella, en nuestros pensamientos y creencias, en nuestras obsesiones y adicciones, a veces en los actos que otros cometen y marcan nuestras vidas, las cambian, ya para enriquecerlas, ya para reventarlas. En este último caso, el mundo construido se viene abajo. Poco en la vida puede darse por seguro, aunque lo demos por hecho.


Lo que parecía una vida segura, controlada, familiar, idílica se transforma en un infierno para las familias Dover y Birch cuando sus hijas desaparecen. Entonces, ¿cómo y cuándo podemos ser libres para dirigir nuestras vidas? ¿Cada vez que tomamos decisiones? Dentro de nuestras limitaciones, ¿podemos serlo a diario, al mismo tiempo que vivimos atrapados en nuestras numerosas contradicciones y en nuestra fragilidad ante las situaciones límite en las que nuestra humanidad corre el peligro de transformarse en monstruosidad? Si dudar dicen que es de sabios, no hacerlo sería de locos y loco es aquel que se cree en la posesión de la verdad y actúa sin plantearse la posibilidad de su error. Keller Dover (Hugh Jackman) sufre esa transformación y se convierte en un monstruo tras el secuestro de su hija. Son el dolor, el apuro y la impotencia, más que el amor, los que precipitan su cambio, su brutalidad, su decisión de secuestrar y torturar a Alex (Paul Dano), el sospechoso del secuestro de su hija. Lo hace porque la policía no le da una respuesta ni una solución, tal vez una venganza; también porque le han arrebatado algo y por la esperanza de que su acto tenga un final feliz. ¿Quién puede imaginar su sufrimiento y aquello que pasa por su pensamiento? ¿Y por la mente del sospechoso, un joven cuya edad mental le advierten que no supera la de un niño de diez años, y sufre sin quizá comprender la brutalidad desatada contra él? ¿Quién puede juzgar el dolor de la madre (Maria Bello) y la responsabilidad con la que carga el detective Loki (Jake Gyllenhaal)? Keller es brutal, el momento le hace serlo, pero quizá en él ya habitaba la brutalidad, pues su comportamiento difiere del de Franklin (Terrence Howard), el padre de la otra niña secuestrada y a quien hace cómplice, aunque aquel acabe aceptando formar parte del odio y de la locura que se desata en el personaje de Hugh Jackman. Sí resulta inimaginable el dolor que sienten, la prisión en la que todos ellos viven, como juzgar sus comportamientos. ¿Podemos? Tal vez en el mismo momento que Keller juzga y afirma que Alex <<ya no es un ser humano. Dejó de serlo cuando se llevó a nuestras hijas>>. ¿Lo es él o ha dejado de serlo en el momento que se llevó a Alex? Keller se justifica, ante el reproche de Franklin, cuando tortura a su víctima, su sospechoso, el único que tiene a mano y por eso le cree culpable, pues, para él, no hay duda, sobre todo tras escucharle unas palabras. De modo que se erige en jurado, juez y verdugo; desata su brutalidad y su venganza, tal vez porque en su colera sienta que puede huir de la idea que le nubla el juicio. Aunque estuviese en lo cierto, ¿podría llamarse justicia? ¿Secuestrar al presunto sospechoso le devolverá a sus hijas? ¿Calmará su dolor? ¿Desaparecerá su odio? ¿Podrá seguir viviendo en la esperanza a la que se aferra en su desesperación? Lo dudo…

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Hellboy (2004)


Hace un par de semanas acudí a una exposición que estrechaba lazos entre Goya y Hellboy, el personaje creado por Mike Mignola, a través de la idea y los dibujos de Stéphane Levallois, que pretendía una reflexión sobre la obra del pintor aragonés a partir de Hellboy —¿o sería al revés?—. Y es que —me dije— cualquiera puede encontrar un parecido más o menos razonable con algo ya existente, siempre que insista en ello y que sus oyentes (o su público) no sepan muy bien de qué les habla. La cuestión es que asientan desde el inicio, que se muestren convencidos porque así se lo han dicho, el resto ya es darlo por hecho. No me estoy refiriendo a este caso concreto; hablo en general y, además, no voy a negar que la exposición me gustó; no por la asociación, sino por algunos dibujos y la invitación a imaginar esos lazos establecidos por el dibujante francés y la posibilidad de rechazarlos o aceptarlos después de reflexionarlos; o, al menos, de dedicar un pensamiento a lo visto y establecido. Si bien nunca he sentido interés por el cómic, que no he leído y por ello no puedo valorarlo, había dibujos que parecía evidente que estaban influenciados por las pinturas negras del pintor aragonés, aquellas que en su día nadie quería y que desde hace décadas son consideradas obras capitales de la pintura, pero dudo que captasen el espíritu del creador de Duelo a garrotazos y su visión del mundo: compleja, cruda, emocional, tal vez un mundo condenado en el que todos seamos víctimas y victimarios, ninguno héroe ni heroína, dependiendo de la perspectiva; como apunta Carlos Rojas cuando habla del Guernica y de El tres de mayo en una de sus novelas: <<en un mundo moralmente enfermo, como el nuestro, ser mártir o verdugo depende de quien tire o reciba las bombas>>.* Pero donde en Levallois (y Mignola) es duda, me refiero a la relación establecida en la exposición, no a las influencias, aquella desaparece si tengo que relacionar o encontrar influencias goyescas en la primera adaptación que del personaje de Mignola hizo Guillermo del Toro en Hellboy (2004), un film que no tenía pensado volver a ver, pero que mi visita a la exposición me convenció para lo contrario, aunque consciente de lo que me encontraría.


Así que me topé con lo que esperaba: imágenes y sonidos en los que la fantasía lo es por su adscripción genérica y por la apariencia de los personajes, así como de los espacios. Más allá, la mente del espectador, al menos la mía, se queda en tierra. Dicho de otro modo, no echa a volar porque la película no invita a fantasear; en mi caso, ni siquiera me divierte, harto de chistes ya escuchados, de personajes iguales a tantos otros, aunque cambien su fisonomía, y de situaciones que se han visto en el cine desde tiempos diré que de Mary Poppins, pues dudo que los de Hollywood hayan oído hablar de los de María Castaña. Y ahora soy quien se permite establecer una relación, que supongo ya habrán establecido otros con anterioridad, entre el cine de Guillermo del Toro y el de Tim Burton, a quienes podría verse como niños grandes haciendo películas entretenidas, algunas incluso con su punto de terror, solo que el terror lo llevamos dentro. Aunque no es mi caso, tal vez haya quien considere a del Toro un cineasta similar a Tim Burton, pero el mexicano carece del aquel deformador y simpático que el estadounidense sí alcanza en sus mejores películas, las cuales contienen algo que el autor de El laberinto del fauno (2006) fuerza pero no alcanza. En Burton, hay personajes emocionalmente humanos como Eduardo Manostijeras (1990), el cineasta soñador de Ed Wood (1994) o el cuentacuentos de Big Fish (2003). A través de ellos, la fantasía suena honesta, incluso fantasmagórica, como sucede en Sleppy Hollow (1999); y no a tópico, que es a lo que suena cualquiera de los personajes que campan por la filmografía del director mexicano. Claro que el estereotipo vende hoy (que sitúo su inicio en la década de 1970) como nunca. Es cierto que ambos se decantan por la fantasía y por los cuentos, incluso por el cómic —ambos han rodado tiras de las DC: Burton realizó dos films de Batman y del Toro el mismo número de adaptaciones de Hellboy—, pero el mexicano crea desde el estereotipo y el cine de acción para adolescentes que quiere hacer pasar por espectacular y espectáculo. En mi caso solo una película suya me convenció a medias, sobre todo por la atmósfera lograda: El espinazo del diablo (2001), el resto no es para mí…


*Carlos Rojas: Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera. Editorial Planeta, Barcelona, 1977.


martes, 11 de noviembre de 2025

Tatsuya Nakadai: tal es la condición humana


 Hace tres días falleció uno de los actores con mejor currículum que uno pueda desear, tenía 92 años —a un mes de cumplir los 93— y llevaba cinco años lejos de las cámaras. Pero eso es normal, tal es la condición humana, no se puede vivir ni actuar para siempre, aunque ahí quedarán sus actuaciones mientras existan sus películas. Lo curioso del asunto es el olvido de tantos actores y actrices que no sean hollywoodienses por parte de quienes suelen presumir de amantes del cine; será del hecho en Hollywood; y aún así, de una mínima parte. El olvido es el destino de todo lo vivo, mas no debe preocuparnos, pues sencillamente es así y nada podrá evitarlo. El tiempo se encargará de borrarnos, a unos antes y a otros después. Este último, resulta el caso de algunos personajes que salieron del anonimato, no me refiero a famosetes y notas, sino a quienes aportaron algo más que estupidez. Luego también hay otros que se recuerdan por sus desmanes, los que llevaron al mundo un poco más cerca del desastre. Es decir, recordamos nombres de la historia humana, social y cultural. Y en esta última es donde destaca este rostro inconfundible del cine japonés que tantas veces he visto en la pantalla. Su nombre Tatsuya Nakadai, a quien primero Akira Kurosawa no quería para sus películas y de quien después no quiso prescindir. Pero muchos otros grandes de la dirección —Mikio Naruse, Kon Ichikawa, Keisuke Kinoshita, Hiroshi Teshigahara, Hideo Gosha, Masaki Kobayashi, Kihachi Okamoto— también contaron con Nakadai, a quien se le deben interpretaciones memorables como la del soldado en la magistral trilogía La condición humana, el samurai protagonista de Harakiri o el rival de Toshiro Mifune en Rebelión, las cinco dirigidas por Masaki Kobayashi, también el villano de Sanjuro, la sombra en Kagemusha o el patriarca de Ran, a las órdenes de Kurosawa, por no enumerar todas las grandes peliculas en las que participó y las que protagonizó. Y si lo que desean es conocer más personajes suyos, solo tienen que escribir su nombre en el buscador que empleen habitualmente para buscar paparruchas o cuestiones de interés y entrar en la página que le dedica imdb; pues seguramente en esta encontrarán su filmografía completa, compuesta de unas ciento ochenta películas de las que no he visto todas, ni siquiera la mitad, aunque sí más de una cuarta parte, entre las que también se cuenta Yojimbo, El infierno del odio, Río negro, La llave, El más allá, La posada del mal, Un amor inmortal, Cuando una mujer sube la escalera, Mi perro Hachiko y… suficiente para saber que trabajó en obras irrepetibles…

Domingo sangriento (2002)


Una de mis canciones favoritas de y durante los años ochenta fue Sunday Bloody Sunday, que el grupo irlandés U2 publicó en 1983 en su espléndido álbum War. Fue entonces cuando supe de aquella matanza que se había producido once años antes en Derry (Irlanda del Norte). No era la primera ni sería la última —aquí o allá, por una causa o por otra, por el capricho de unos pocos y la ignorancia de muchos, tal vez por nuestra violencia innata, la humanidad continúa empeñada en matarse—; de ahí que el grupo dublinés se preguntase hasta cuándo debemos cantar esta canción. Entonces no me planteé algo tan sencillo como que de no existir y sufrir abusos y discriminación, nadie se manifestaría, ya que ¿quién pide cuando tiene? ¿Quién protesta cuando goza de bienestar, respeto y libertad? El proceso de independencia se inició en 1922, cuando, después de la guerra entre irlandeses y británicos, se fundó el Estado Libre de Irlanda, que derivó años después en Eire, una república democrática que ya nada tenía que ver con la corona británica, pero tras la partición de Irlanda, la situación de los católicos del norte quedó en desventaja respecto a los protestantes; creándose ciudadanos de primera y de segunda. En todo caso se generó un estado de tensión que deparó el continuo enfrentamiento entre dos fuegos. A lo largo de los años, el cine ha recogido e intentado recrear en distintas películas aquella situación desde perspectivas diferentes; tal vez los títulos más famosos sean el magistral film de Carol Reed Larga es la noche (Odd Man Out, 1947); Juego de lágrimas (The Crying Game, 1991) y Michael Collins (1996), ambas de Neil Jordan; los dos dramas de Jim Sheridan En el nombre del padre (In the Name of the Father, 1993) y The Boxer (1997); El viento que agita la cebada (The Wind that Shakes the Barley, 2006), obra de Ken Loach… y también esta reconstrucción llevada a cabo por Paul Greengrass treinta años después de los hechos que cuenta en Domingo Sangriento (Bloody Sunday, 2002).


Hartos de la violencia y de los abusos, los manifestantes que se reúnen el domingo 30 de enero de 1972 solo quieren que se les reconozcan sus derechos civiles. Para ello, convocan la manifestación pacífica que ya desde antes de su inicio se ve amenazada por la presencia de miembros del IRA y por el ejército británico, que ha llevado hasta Derry al Primero de Paracaidistas, su fuerza de choque, cuya fama de no tener miramiento es famosa y bien merecida. La represión de las fuerzas británicas nunca fue lo que se dice suave, tampoco nueva. Por ejemplo, alejado de la isla irlandesa encontramos un antecedente el 13 de abril de 1919 en la India; también se trataba de una manifestación pacífica y fue recreada en la pantalla al menos por Richard Attenborough en Gandhi (1982). Esto no hace más que corroborar lo sabido: el uso de la fuerza como respuesta para mantener el control colonial; pero volviendo a Domingo Sangriento, Greengrass exhibe un estilo visual que ha repetido a lo largo de su filmografía, en la que también insiste en su gusto por contar historias reales sobre injusticias, terror y violencias. El suyo es un cine directo, a pie de calle, que busca la tensión del instante, así recrea los momentos previos a la matanza, cámara al hombro, a la altura de la historia y de los personajes. Su cámara filma curiosa, cual reportera, quiere ser testigo de los hechos, no pretende interferir ni busca planos que llamen la atención ni pretende crear estampas bonitas. ¿Cómo iba a encontrar algo bonito en ese espacio de discriminación, represión, violencia y muerte?

lunes, 10 de noviembre de 2025

Conan Doyle y El sabueso de los Baskerville

Desde mis años infantiles, cuando leía Los cinco o Los Hollister, he ido perdiendo el interés por las novelas de intriga y suspense; de hecho, prácticamente ya no leo de este género. Pero aún recuerdo las dos ultimas. Fueron Estudio en escarlata —la primera protagonizada por Sherlock Holmes y el doctor Watson—, que ya había leído de niño una versión en gallego, y El sabueso de los Baskerville, ambas en la edición publicada por El País en 2004. Son lecturas fáciles, me digo, que no exigen más diálogo con la lectura que el asentir y dejarse llevar por las propuestas de Arthur Conan Doyle, las que nos llegan a través de los recuerdos de John H. Watson, pues en él recae la función de narrador, salvo en la segunda parte del Estudio, la titulada El país de los santos, cuya voz narrativa la asume el omnisciente desconocido que nos cuenta una historia que se aleja en el espacio y en el tiempo del detective y del doctor. De ese modo el buen doctor asume ser el biógrafo de su colega Sherlock Holmes, tal vez el detective británico más famoso de la historia de la literatura. Podríamos dudar de lo que nos dice Watson, pero, de algún modo, su voz parece sincera, o así lo queremos, y aceptamos como verdadera la infalibilidad de su colega a la hora de enfrentarse a los más extraños misterios; “extraños” para los demás, ya que, para él, mejor adjetivo sería “estimulantes”. Si bien estimo mejor Estudio en escarlata, guardo buen recuerdo de la segunda de las nombradas, en la que Holmes y Watson se trasladan a los páramos para resolver el misterio que rodea a la muerte de sir Charles Baskerville, así como para proteger a su heredero. En todo caso, se sabe que Holmes va a descubrir la verdad sobre la leyenda del perro asesino. Para el popular detective ha de existir una explicación racional; solo en caso de no haya ninguna respuesta lógica podría hablarse de un sabueso infernal que pretende acabar con la familia Baskerville. Mas Holmes sabe que lo demoniaco no entra dentro de las posibilidades que baraja en este caso en el que Conan Doyle separa al detective y a Watson, a través de quien nos llega el relato. Él es el responsable de encumbrar a su colega, de dejar constancia escrita de los modales de Holmes, de su pericia detectivesca y de su frialdad, ya no solo para resolver misterios, sino también para la vida; aunque el verdadero responsable fue el escritor, medico militar como su creación y un narrador indispensable para la intriga policiaca o detectivesca.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Wells, Pal, los libros y el viajero del tiempo


<<Pronto reconocí en los harapos oscuros y carbonizados que pendían a los lados restos estropeados de libros. Desde hacía mucho tiempo se habían caído a pedazos, desapareciendo en ellos toda apariencia de impresión. Pero aquí y allí, cubiertas acartonadas y cierres metálicos decían bastante sobre aquella historia. De haber sido yo un literato, hubiese podido quizá moralizarse sobre la futileza de toda ambición. Pero tal como era, la cosa que me impresionó con más honda fuerza fue el enorme derroche de trabajo que aquella sombría mezcolanza de papel podrido atestiguaba.>> Años antes de leer por primera vez este párrafo en La máquina del tiempo, una escena de la adaptación cinematográfica que George Pal realizó de la novela de H. G. Wells, El tiempo en sus manos (The Time Machine, 1958), me impactó en mi niñez más que el popular final de El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968); claro que no recuerdo que esta me impresionase; tal vez porque lo que vi entraba dentro de las posibilidades de mi mente de entonces.


No recuerdo la edad que tendría, tal vez diez, tal vez nueve u once, no lo sé, pero sí recuerdo (y ahora recreo en mi pensamiento) el impacto que me produjo aquella imagen en la que el viajero por el tiempo descubre una biblioteca y lee en los lomos de los libros los títulos de clásicos que le generan un atisbo de esperanza en la civilización futura. Sin embargo, esa luz que instantes antes había iluminado su mirada, se apaga cuando coge y abre varios ejemplares y estos se desintegran al contacto de sus manos. En ese preciso instante lo comprende, la humanidad ha perdido su identidad. Ha descuidado sus clásicos, sus autores y sus pensamientos, ha olvidado la cultura, la educación, la escritura, la lectura, la imaginación, la inventiva, la reflexión y la capacidad crítica que, entre otras, la habían llevado a ser lo que fue. Mas ya no es, y no lo será más, pues los libros y cuanto implican —mucho más que una portada y unas páginas impresas— han desaparecido de ese futuro que, convertido en el presente de la especie humana, aflige al viajero. En ese mañana, el viajero del tiempo descubre que la humanidad ha perdido su identidad humana, al menos la que él había conocido. El mundo ya no es el suyo, y menos aún está en sus manos; es el mundo de los Eloi y de los Morlock, el mundo en el que la humanidad ha perdido la capacidad de leer y pensar, de amar y crear... Han perdido tanto. Ya son lo que nunca debemos ser: apariencia y carne sin vestigios de aquella antigua leyenda que nos llevó a distinguirnos del resto de los seres vivos del planeta: la inteligencia que, unida a nuestras emociones y sentimientos, nos había hecho tal como éramos en la época del viajero y tal como somos al acabar este breve texto. El cómo seremos después, siempre se está fraguando ahora…

sábado, 8 de noviembre de 2025

Rosalía e a súa voz libre


Na memoria popular (de quen non percorreu as súas liñas e os seus versos), fica a imaxe dunha Rosalía que sofre en Follas Novas (1880) e a da poetisa que revindica a identidade do pobo galego en Cantares Gallegos (1863), pero a escritora era máis que unha chorona ou unha galeguista, etiquetas que chegarían despóis. Rosalía era unha muller que tiña clara conciencia de ser muller, nai e galega, e de que selo acarrexaba inxustizas sociais. Máis aínda, era quen de saber que na súa época ser muller, nun mundo xa non so de homes e para homes, senón tamén de ricos e pobres, de cidadáns de primeira e de terceira, de opresores e oprimidos, enmudecía as voces discordantes e, sobre todo, pechaba as bocas femininas, a súa posibilidade de falar, de dicir quen é e de expresar canto sinte ou o que lle pete. Pero ela non calou. Falou e contra esa inxustiza protestou. Mais Rosalía non carecía de ironía, enerxía e clase ao facelo, pois non era a imaxe pasiva que ollou o mundo no mar de bágoas no que o imaxinario popular quíxoa afogar para convertela nunha martir, nun símbolo, nun mito. Mais ela foi quen de asumir a súa voz e esa voz era a dunha muller con nome propio que expresaba o seu sentir e o sentir de tantas outras (e tantos outros). Ese imaxinario lémbraa dende o estereotipo, pero nada máis lonxe de quen era a muller que publicou o artigo Lieders en 1858, o primeiro manifesto feminista escrito en Galicia, e probablemente en España. Esta osadía xa di que non era típica, que non se pode achagarse a súa figura establecendo etiquetas e zonas comúns, pois ela non encaixaría en ningunha. Por iso gústame, porque é de verdade; non é un mito, nin unha marca que vender, nin unha estampa nunha camiseta…


Ben certo que literariamente non é o seu texto máis importante, nin que aporta ás letras galegas, pois está escrito en castelán, pero é evidente o singular do seu contido e o de publicar na metade do século XIX un manifesto como Lieders, un que fala ás claras do sentir da Rosalía muller. Mais adiante chegarían as súas maxistrales aportacións ás letras galegas: Cantares Gallegos e Follas Novas, quizais o máis relevante, íntimo e mellor dos poemarios desta galega indispensable no rexurxir dunha lingua unha e outra vez atacada, unha fala que sobreviviu, tal como apuntou Castelao, nos voces dun pobo que mantivo a súa cultura e incultura contra as casteláns que quixeronlle impor dende séculos atrás. En Rosalía renace con forza é con alma esa fala galega, a que da forma a Cantares Gallegos e a qué da alma escrita a súa interioridade de poetisa en Follas Novas, sen dúbida un dos poemarios máis modernos, rebeldes e universais (suma de emocións e sentimentos comúns, aínda que particulares, aos seres humanos) escritos en calquerea das linguas peninsulares da Ibérica…


*****


Lieders, de Rosalía de Castro 


¡Oh, no quiero ceñirme a las reglas del arte! Mis pensamientos son vagabundos, mi imaginación errante, y mi alma sólo se satiface de impresiones.


Jamás ha dominado en mi alma la esperanza de la gloria, ni he soñado nunca con laureles que oprimiesen mi frente. Sólo cantos de independencia y libertad han balbucido mis labios, aunque alrededor hubiese sentido, desde la cuna ya, el ruido de las cadenas que debían aprisionarme para siempre, porque el patrimonio de la mujer son los grillos de la esclavitud.


Yo, sin embargo, soy libre, libre como los pájaros, como las brisas; como los árabes en el desierto y el pirata en el mar.


Libre es mi corazón, libre mi alma, y libre mi pensamiento, que se alza hasta el cielo y desciende hasta la tierra soberbio como Luzbel y dulce como una esperanza.


Cuando los señores de la tierra me amenazan con una mirada, o quieren marcar mi frente con un mancha de oprobio, yo me río como ellos se ríen y hago, en apariencia, mi iniquidad más grande que su iniquidad. En el fondo, no obstante, mi corazón es bueno; pero no acato los mandatos de mis iguales y creo que su hechura es igual a mi hechura, y que su carne es igual a mi carne.


Yo soy libre. Nada puede contener la marcha de mis pensamientos, y ellos son la ley que rige mi destino.


¡Oh mujer! ¿Por qué siendo tan pura vienen a proyectarse sobre los blancos rayos que despide tu frente las impías sombras de los vicios de la Tierra? ¿Por qué los hombres derraman sobre ti la inmundicia de sus excesos, despreciando y aborreciendo después en tu moribundo cansancio lo horrible de sus mismos desórdenes y de sus calenturientos delirios?


Todo lo que viene a formarse de sombrío y macilento en tu mirada después del primer destello de tu juventud inocente, todo lo que viene a manchar de cieno los blancos ropajes con que te vistieron las primeras alboradas de tu infancia, y a extinguir tus olorosas esencias y borrar las imágenes de la virtud en tu pensamiento, todo te lo transmiten ellos, todo..., y sin embargo, te desprecian.


Los remordimientos son la herencia de las mujeres débiles. Ellos corroen su existencia con el recuerdo de unos placeres que hoy compraron a costa de su felicidad y que mañana pesarán sobre su alma como plomo candente.


Espectros dormidos que descansan impasibles en el regazo que se dispone a recibir otro objeto que el que ellos nos presentan, y abrazos que reciben otros abrazos que hemos jurado no admitir jamás.


Dolores punzantes y desgarradores por lo pasado, arrepentimientos vanos, enmiendas de un instante y reproducciones eternas en la culpa, y un deseo de virtud para lo futuro, un nombre honrado y sin mancillar que poder entregar al hombre que nos pide sinceramente una existencia desnuda de riquezas, mas pródiga en bondades y sensaciones vírgenes.


He aquí las luchas precedidas siempre por los remordimientos que velan nuestro sueño, nuestras esperanzas, nuestras ambiciones.


¡Y todo esto por una debilidad!


Rosalía de Castro: Obra Completa. Fundación Rosalía de Castro, Padrón, 1996.

Una casa llena de dinamita (2025)


Del basada en hechos reales en K-19: El hacedor de viudas (K-19: The Widowmaker, 2002), en La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012) y en Detroit (2017), incluso podría decirse que En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008), Kathryn Bigelow pasa a la ficción especulativa en Una casa llena de dinamita (A House of Dynamite, 2025), en la que Estados Unidos se encuentra a dieciséis minutos de sufrir un ataque nuclear que las autoridades son incapaces de explicarse. Pero, aunque se trata de una ficción, el miedo fuera de la pantalla es real y en los últimos tiempos se deja notar en mayor medida que en la época de “tregua” — las comillas son porque también durante ese periodo hubo guerras—, la que abarca desde la caída del muro de Berlín hasta el 11 de septiembre de 2001, fecha en la que se produce un ataque puntual en su territorio; el otro había sido en Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. El film de Bigelow vendría a decir que estamos viviendo sobre un polvorín, y no le falta motivos para pensarlo. Pero también vivimos en un estado de paranoia fruto de las distintas políticas internacionales de las grandes potencias, la mayoría de ellas con armas nucleares en su arsenal, armas que dicen disuasorias, pero que bien podrían tornarse de ataque si a algún “iluminado” le diese por dar el primer paso hacia una destrucción a gran escala. En cierto sentido, esa paranoia resulta similar al periodo de guerra fría del siglo XX. Y lo resulta porque, en realidad, el mundo nunca ha dejado de estar en conflicto latente, con sus guerras puntuales y locales en las que intervienen distintos países que asumen un rol pacificador, aunque se trate de pasar a la ofensiva para mantener el control. Mas, ahora, los efectos de la guerra fría del siglo XXI son más visibles para la opinión pública.

La historia nos habla de las miles de toneladas de bombas sobre Alemania, Japón o Vietnam arrojadas por la aviación estadounidense en dos de los muchos conflictos internacionales en los que ha participado desde que en el siglo XIX se anexionó territorios que pertenecían a México. Parece quedar claro que, desde su origen como nación, Estados Unidos destaca por ser un país belicista, orgulloso de su belicismo, que se proclama defensor de libertades, aparte de heroico. Salvo quizás en Vietnam, de donde salieron derrotados, las barras y estrellas asumen el rol de bueno y salvador, que es el papel que se concede a sí mismo el vencedor. En todo caso, se muestran orgullosos, celebran y recrean la batalla de Gettysburg, de su guerra civil, o festejan en desfiles anuales el día del veterano. Por otra parte, interviene lejos de sus fronteras y ha realizado operaciones e intervenciones en cubierto que depararon cambios de gobiernos en otros países. Con su política y sus empresas, controla el mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Por ello responder ¿quién les ataca? No es fácil. Tal vez lo sea ¿cuál es la causa? ¿El ahogamiento económico al que su política condena y obliga al resto del mundo? Y, sobre todo, habría que plantearse ¿cuál ha sido su responsabilidad para que se dé esa situación extrema? Estas y otras cuestiones asoman por la película de Bigelow, mas Una casa llena de dinamita no profundiza en las causas, no invita a ello. Se decanta por la tensión de recrear esos dieciséis minutos que separan la alarma en los radares del impacto nuclear sobre (tal vez) Chicago. Durante ese breve e intenso instante, se especulan comportamientos, todos ellos dirigidos hacia un mismo punto: la decisión a tomar por el presidente (Idris Elba); extraña forma de interpretar la democracia cuando un solo hombre, condicionado por la presión del momento, por la falta de información y de perspectiva, por las insistencia de sus asesores, algunos de ellos tan ansiosos por apretar el botón como el general Brady (Tracy Letts), se ve en la tesitura de decidir por todos los ciudadanos de su país, consciente de que la mayoría perecería de producirse una guerra nuclear tras la represalia defendida por Brady; que da por hecho que es mejor atacar que aguardar a ver qué pasa; que es la opción hacia la que tiende el asesor de defensa (Gabriel Basso).

El caso es que nadie sabe quién, así que solo existe su idea del enemigo. Es decir, sus sospechosos habituales, su eje del mal; claro que es el mal según la perspectiva estadounidense, que es la que se impone en el lado de los buenos. Bigelow aborda todo esto en dos horas de metraje, o lo intenta, desde distintas perspectivas, todas ellas estadounidenses: la capitana Walked (Rebecca Ferguson), el asesor Jake Baerington, el secretario de Defensa (Jared Harris) o el presidente interpretado por el actor británico Idris Elba. Mas este no ha sido el único presidente cinematográfico que se ha visto obligado a lidiar con una amenaza nuclear. Sin ir más lejos, otro británico, Peter Sellers, asumió la presidencia estadounidense en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Stanley Kubrick, 1964), un film muy superior a este que se adapta perfectamente a los tiempos Netflix y a su catálogo de películas de consumo que apuntan prestigio, debido al nombre de su responsable, pero que luego se quedan en poco o en nada. Otra película contemporánea de la de Kubrick que trata un tema similar, y también superior a la propuesta de Bigelow, es Punto límite (Fail Safe, Sidney Lumet, 1964), en la que Henry Fonda asume labores presidenciales. También él tendrá que lidiar con el impacto de un misil nuclear en suelo estadounidense, planteándose cuestiones morales y políticas a partir del desconocimiento y de la realidad que se le viene encima. En los tres casos se trata situaciones límite, al borde de un conflicto nuclear a gran escala, pues según las decisiones que se tomen, variará el rumbo de la historia. Pero funcionan mejor la sátira propuesta por Kubrick, que critica sin disimulo el militarismo y el arsenal nuclear, y la tensa reflexión de Lumet para abordar una posibilidad tan peligrosa y quizá no tan distante, pues la tenencia de algo implica (a corto, medio o largo plazo) su uso…

viernes, 7 de noviembre de 2025

La cinta blanca (2009)


La totalidad de La cinta blanca (Das weisse band, Michael Haneke, 2009) forma parte de los recuerdos de un anciano que nos cuenta lo que vivió y lo que escuchó aquel año marcado por extrañas situaciones y comportamientos. Debido a que parte de su historia proviene de lo que otros le contaron, afirma que no está seguro de que cuanto nos cuente sea verdad, pero también dice que sirve para esclarecer lo que sucedería después. El momento evocado por el narrador sitúa los hechos entre 1913 y 1914, entre el antes y el después que significaría la Gran Guerra (1914-1918), un conflicto europeo que derivó en mundial y que señaló el final de una época y el comienzo de otra, la que trajo la primera democracia alemana: la República de Weimar. Pero, debido a distintas circunstancias políticas, económicas y sociales, esa nueva época también acarreó la inestabilidad que allanaría el terreno a nuevos totalitarismos que, como el nazi, el soviético o el fascista italiano, encontraron en la violencia, en la ignorancia, en el miedo, en la propaganda y en las crisis económicas, algunos de sus mejores aliados para asentarse en el poder.


En ese instante en el que Michael Haneke sitúa La cinta blanca, la época de los grandes imperios centroeuropeos, el alemán y el austrohúngaro, así como el ruso, agonizan; tras la Primera Guerra Mundial pasaron a la historia. Se consolidaba la era de las dos ideologías que dominarían el siglo XX: el capitalismo y el comunismo. Claro que tal consolidación iba a deparar el enfrentamiento entre ambas, el cual ya venía de antes, aunque con anterioridad fuese conocido como lucha de clases, que es la que asoma en este aplaudido y galardonado drama. Pero, más allá de las causas señaladas por el cineasta austriaco, que se centra en aspectos internos, de ahí que pueda individualizar una nación en la pequeña localidad rural donde se desarrolla la acción —tal como Edgar Reitz hizo en la miniserie Heimat (1984)—, hubo las causas internacionales, las que podrían explicar lo que vino después de la Primera Guerra Mundial a nivel global. Entre ellas, la permisividad de las grandes potencias democráticas, permisividad de la cual el profesor no tiene constancia porque ni fue testigo ni se las ha contado. En todo caso, esa pasividad internacional para con Hitler, fruto de los propios intereses de dichas potencias, permitió su política expansionista. Pero esta no interesa a Haneke, que se centra en las causas emocionales y sociales, no en las políticas. Así ubica el origen del conflicto que llevaría al mundo a una segunda guerra mundial en ese pretérito que recrea en blanco y negro, un tono acorde con las imágenes en la memoria, pero también con la frialdad y las sobras que domina ese pueblo donde el maestro, también narrador, y Eva parecen los únicos dispuestos a amar; por ello, quizás se les separe. Sin amor, sin alegría, sin imaginación, así parecen querer en el pueblo a los suyos.


Las primeras imágenes ya anuncian que la acción se ubica en un pueblo de los malditos; pues sus niños asoman en grupo, impasibles, en apariencia insensibles, deshumanizados, casi similares a los alienígenas imberbes del clásico de Wolf Rilla. La explicación llega a lo largo de los minutos de este film coral que centra su mirada en los niños, tanto o más que en los hombres y mujeres. Los adultos son portadores de la represión, del miedo, de la venganza, de la intolerancia, de la severidad, de la ausencia de amor y de la lucha del clases que heredarán sus hijos, quienes años después formarían parte de la masa que seguiría a Hitler. Y es que sin amor, tal como Haneke muestra, ya sea de pareja, filial, maternal, paternal o mismamente a la vida y a la alegría, ¿qué se puede esperar? El amor en sus distintas formad fomenta la convivencia, la solidaridad, la compasión, la tolerancia, entre otros abstractos que en pueblo son minoritarios. Su lugar lo ocupan la sumisión y el miedo, la brutalidad y la violencia. Estas asoman en La cinta blanca de un modo que no se fuerza, sino que surge natural a la personalidad de los adultos que, con sus maneras y sus pensamientos, condenan a sus hijas e hijos a perder su humanitarismo, su compasión, su tolerancia… Por momentos, esos niños, sobre todo Klara y Martin, los hijos mayores del pastor luterano, parecen robots programados para cumplir las ideas de ese adulto que dice amar, pero que solo es capaz de odiar cuanto no entre dentro de su idea de pureza, la cual simboliza en esa cinta blanca que coloca en sus dos hijos, para que venzan las tentaciones ya sean de la carne o de la mente…

jueves, 6 de noviembre de 2025

Miedo y asco en Las Vegas (1998)


Si al tipo de periodismo hecho por Hunter S. Thompson, este le llamó periodismo Gonzo, ¿qué nombre pondría Terry Gilliam a su cine? ¿Bonzo? Lo dudo, sería previsible y poco acertado, puesto que Gilliam no es ni monje ni se inmola para protestar contra la opresión de la realidad y de la normalidad impuestas contra las que arremete en sus películas. Él protesta creando, tal vez preguntándose ¿para beneficio de quién es esa normalidad que genera muertos vivientes, gente asustada que no reconoce las causas de su malestar, personas que huyen de sí mismas en busca de no tener miedo, de sentirse seguras y adaptadas en su entorno, individuos en busca de placer y de felicidad en su aislamiento? Sin duda, esa normalidad, realidad impuesta que resta lo imaginativo, incluso lo destierra, no es para sus personajes, ni para cualquiera que deje volar mínimamente la imaginación, que Unamuno define en Contra esto y aquello como <<la facultad de crear imágenes, de crearlas, no de imitarlas o repetirlas, e imaginación es, en general, la facultad de representarse vivamente, y como si fuese real, lo que no lo es, y ponerse en el caso del otro y ver las cosas como él las vería>>. Y Gilliam lo hace, al tiempo que crea y representa, intenta ver por los ojos de sus personajes. Además, Unamuno añadía, <<el imaginativo sueña, reproduce, reconstruye, hace propio lo mismo que ve, y es emprendedor>>. Lo que me lleva a pensar en Cervantes y Quijote, en la capacidad de soñar de ambos (autor y personaje), que era la capacidad de vivir del ingenioso hidalgo. Sin sueño, no hay vida y sin esta, no se puede soñar. Y el cine de Gilliam sueña, no siempre con el mismo acierto, pero al menos lo intenta. Así que le quedaría mejor un nombre que recordase que es quijotesco, ya no solo en qué y cómo lo expone, sino en la aparente desorientación y enajenación de sus personajes dentro y frente a la realidad que no aceptan, porque no deja de ser una prisión de convencionalismos, de normas de conducta y de verdades cuestionables que pasan por absolutos.


En su discurso, en su intención de deformar esa realidad que no es para él ni para sus personajes, de verla con otros ojos, está claro que Gilliam, tal como hizo el periodista y escritor de Los diarios del Ron, desarrolla su propio estilo: subjetivo, reconocible al instante, irreverente y, en no pocas ocasiones, de humor subversivo que conviene no confundir con el “caca, culo, pedo, pis” que algunos consideran el no va más de la provocación, cuando (fuera de la edad infantil) no deja de ser lo más convencional y cutre. En todo caso, acierte o se estrelle, el cineasta se aleja de los territorios comunes, su universo cinematográfico seria como La Mancha para Quijote, un lugar para la aventura de su locura, que no dejaría de ser su cordura, transitando su propio espacio alucinado, fantasioso, imaginativo, que da forma a un estilo visual que no pasa desapercibido, que deforma la realidad y crea otra. También su discurso es reconocible, aunque no exclusivo, aboga por despertar a la imaginación y alienta lo quijotesco. En su Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998) tiene a su Quijote y a su Sancho pasados de vueltas, puestos hasta las cejas y perdidos en el infierno de Las Vegas, donde buscan el Sueño Americano. Más que colgados, la pareja protagonista, Johnny Depp y Benicio Del Toro, es caricaturescas y paródica. Los actores están en su salsa, igual que Guilliam, que sabe que sus personajes se encuentran atrapados y solo la locura, lo que los demás consideran anormal porque no encaja dentro de lo establecido; sin embargo, la normalidad que les rodea es cosa de locos. Lo de Raoul Duke y su abogado samoano, solo es cosa de junkies alucinados…

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Bajo este puente


 Bajo este puente, duermo cada noche; sobre un colchón que encontré al lado de un contenedor cercano. Es uno de esos colchones que ya nadie quiere, pero que me resulta más cómodo que la manta y los cartones sobre el suelo de tierra y piedra que hasta hace tres días me servían de cama. Las últimas noches están siendo frías y lluviosas. Ahora, arrecia el viento y el piso está mojado. Estoy asustado, vivo temiendo. El miedo es intangible, pero lo siento casi físico; lo llevo dentro, lo sé. Me lo genera un punto entre la realidad que observo y la que interpreto.


Arriba, la carretera de seis carriles; en su parte central, la rotonda y sus salidas en cuatro direcciones, aunque todas conducen a las prisas y una lateral lleva directamente al centro comercial cuyas luces de neón iluminan la noche en la ciudad. Son como estrellas artificiales. Días atrás, cuando todavía no llovía, asomaba la cabeza fuera para contemplar su resplandor y sentir algo de luz en la oscuridad. Son más cercanas que las naturales que brillan en el firmamento, las que se pueden contemplar las noches de verano en la parte sin árboles de la senda que pasa bajo este puente que ahora ocupo.


Cada tarde, casi al anochecer, veo pasar a los corredores y a los caminantes que transitan a última hora por estas sendas urbanas. Algunos pasean a sus perros por el camino, a orillas del río. No escucho su corriente, ahogada por el insistente y furioso sonido de la lluvia y del viento. No puedo dejar de sorprenderme, al pensar que esos perros están más limpios y mejor alimentados que yo, que todavía me niego a robar tomates, pimientos y zanahorias de las huertas vecinas. Por ahora, me alimento de productos caducados que los bares y las tiendas tiran en los contenedores. Busco antes de la recogida, después de observar que nadie hay cerca. Supongo que con el tiempo perderé mis valores, o tal vez los conserve hasta el final, no lo sé; en todo caso espero dejar de sentir vergüenza, aunque no me avergüence de ser quien soy.


Los perros y sus amos pasean durante el día y al atardecer los días claros. También los hay que se dejan ver los lluviosos. Algunos se acercan y me husmean; alguno ha dejado sus cacas hoy aquí. Nadie las ha recogido, no es la primera vez que sucede; supongo que los dueños rechazan acercárseme. No envidio a los perros, tampoco a sus amos, aunque vivan arropados por esos canes que les quieren y les humanizan, a los que hablan cariñosamente como si fuesen a entenderles o fuesen bebés. Sus perros son fieles y felices en su ignorancia, en su rol impuesto, mas no son conscientes de su suerte; y si lo fuesen, ¿qué pensarían? ¿Qué viven en una cotidianidad obligada, en su ir y su estar con esa gente que les proporciona un hogar cómodo y seguro a cambio de compañía? Quizá no sea tan seguro, pues la seguridad es una extraña sensación que a menudo desaparece sin avisar.


¿Querría eso para mí?  ¿Vivir en la inconsciencia? ¿En la felicidad absoluta, que solo es posible en la plena e inamovible ignorancia, en la sensación de bienestar generada por una falsa idea de seguridad, falsa porque un día te la arrebatan o desaparece sin previo aviso? ¿Soy menos que un perro? Para sus dueños, sí. ¿Y que otro ser humano? Lo dudo, aunque ellos piensen que sí. Incluso después de varios meses en la calle sigo pensando y soñando, temiendo y sorprendiéndome, recordando… y mi cuerpo continúa latiendo, sintiendo, padeciendo, envejeciendo...


Sabía que esto iba a llegar y aun así preferí la posibilidad a aceptar las reglas de un juego que me encadenase y me borrase. No, la decisión y la responsabilidad han sido mía, no me arrepiento. Volvería a negarme a vivir en un mundo que te arrincona, te insensibiliza y te esclaviza, uno que no respeta a los demás, carente de generosidad y que ya no siente compasión, salvo en la apariencia de sentirla. Aparte de las personas a las que le importaba y me importaban, lo que más añoro de mi vida pasada es la sensación de sentirme limpio, la que me proporcionaba la ducha diaria, y mis libros, quizás los culpables de que sea así y no de otro modo. No intento decir con esto que sea un personaje quijotesco; no confundo mi realidad con las de mis libros. ¿O sí? ¿Dónde estarán? ¿Quién los tendrá? En ellos quedan parte de mi sentir, de mis pensamientos, de mi humanidad, en los márgenes escritos a lápiz, llenos de ideas que se perderán. Solo parece quedar el aislamiento; a diario veo pasear por aquí el interés por lo propio y el que le den a lo ajeno, a cuanto no encaje dentro de lo que queremos y pretendemos. Ese caminar es del que me quise desentender desde hace mucho tiempo; me dije “no”, que no quería eso para mí.


Y ahora aquí estoy, jugué mis pocas cartas, aposté contra la lógica impuesta, arremetí contra la norma y me aparté de lo usual, de lo que la mayoría asume como normal, e intenté caminar mi senda y construir mi vida sin querer herir a nadie; pero contra lo que se esperaba de mí, que es lo que se espera de tantos: producir, consumir, producir, consumir, producir…, pero ¿qué estás produciendo para ti, que sea beneficioso para ti y para el resto, mientras tu vida se consume? Según su baremo, perdí por no hacer caso, quizá por vago de profesión, aunque este fuese un trabajo agotador. Tantas horas entregadas a crear historias, emociones y pensamientos, fragmentos de nada que me han acompañado hasta aquí. Tal vez estuviesen en lo cierto y todos mis pasos dados solo fuesen excusas para un mal caminar, más en la distancia que a contracorriente. ¿Quién sabe? ¿Quiénes pueden juzgarnos? ¿Quién conoce las emociones, anhelos, ideas y sentimientos que arden en nuestro interior y nos ponen en marcha? ¿Quién determina el sentido que damos a nuestras vidas?


Ya es tarde, lo sé porque ya hace casi veinte minutos que apenas se escucha tráfico arriba, bajo este puente donde todavía me aferro a la idea de que continuo en el juego. No siento derrota, solo frío y miedo, hambre y la cercanía de la muerte que ronda; la siento en las miradas fugitivas de los caminantes. Sé que aquí, bajo este puente, en este sombrío rincón de su feliz paseo, mi presencia les molesta, tal vez porque les ofrezca un reflejo de lo que nunca querrían ser. Tampoco yo lo quise…