miércoles, 1 de octubre de 2025

El secreto de sus ojos (2009)

De la escena del bar, donde el bueno de Pablo Sandoval (Guillermo Francella) le dice a Benjamín Espósito (Ricardo Darín) que es imposible cambiar de pasión —el personaje quizás se olvide de que igual que existe el apasionamiento también puede darse el “desapasionamiento” o que una vieja pasión deje de serlo y otras la sustituyan, pero reconocer esto jugaría en contra de la historia y de las pasiones y obsesiones a contar—, Juan José Campanella introduce un travelling aéreo que sobrevuela la ciudad hasta el estadio del Racing de Avellaneda. La cámara desciende sobre el terrero, a pocos metros de altura sobre los jugadores, para elevarse de nuevo y situarse a la de Espósito y el resto del público del fondo. ¿Por qué Campanella hace ese puente aéreo? ¿Se necesita para su historia? Por ejemplo, ¿para hacerla avanzar? ¿La enriquece? No, es un alarde técnico y estético que tal vez quede bonito, pero la trama en sí no sale ganando. La intriga funcionaría igual de bien o de mal si del bar se pasará al plano de la grada porque ya en la escena del local se anuncia la del campo de fútbol. Sin embargo, existe un ego cinematográfico que empuja a tantos directores a hacerse notar y a dejar constancia de que quieren ser artistas y protagonistas; algo que no solían ni pensar ni hacer clásicos como Renoir, a quien retengo y atribuyo en mi memoria la inteligencia y sutileza con las que en La gran ilusión (La grande illusion, 1937) emplea el recorrido en tren y los letreros de varios campos de prisioneros para economizar e indicar el paso del tiempo y los múltiples intentos de fuga de los presos. En Hawks, Ford, Ozu, Hitchcock, Wilder o mismamente el argentino Mario Soffici, la cámara parecía inexistente, te olvidabas de ella y te dejabas atrapar por las historias que nos contaban y mostraban, puesto que los usos formales no te despistaban de la acción, tenían una finalidad enriquecedora para el conjunto; cuanto no aportase a la historia, al juego propuesto y a los personajes se descartaba. Al menos, esa es la impresión que queda. Campanella, no. Prefiere decir que está película es mía, que se encuentra ahí en todo momento, que sabe manejarse y que es bueno en su oficio. ¿Lo es?

La historia que realiza en El secreto de sus ojos (2009) parte de la novela La pregunta de sus ojos de Eduardo Sacheri, quien colaboró con Campanella en la escritura del guion. La película, que fue un notable éxito popular y de crítica, transita entre el presente y el pasado que nunca abandona a Benjamin Esposito, quien, tras jubilarse, se encuentra escribiendo una novela sobre ese mismo tiempo pretérito que no puede olvidar. Y no puede por tres circunstancias: la primera, el caso del asesinato en el que estaba trabajando, el de una joven maestra, la segunda, su amistad con Pablo, y la tercera, tal vez la que mejor funcione en el film, su amor por Irene Menéndez Hastings (Soledad Villamil), un amor correspondido en la distancia, en el silencio compartido, en los pensamientos y el deseo nunca pronunciados; lo que depara su imposibilidad. Irene, recien llegada al juzgado, también se enamora, pero no sucede nada entre ellos, salvo compañerismo y casta amistad. Ni la una ni el uno dan el paso en la dirección que ambos desean, y así pasan los veinticinco años que separan aquel pasado del ahora en el que se inicia la trama que, una y otra vez, viaja entre los dos tiempos, generando la sensación de que ambos son uno, puesto que en Benjamín el recuerdo no es pretérito, sino parte de su presente y de su imposibilidad de futuro. Siempre está ahí, anclado en el ayer, ya sea en el pensamiento, en las hojas de su novela, en el fantasma de Pablo o en el rostro de la mujer amada, a la que va a visitar y a quién habla de su libro... Pero hay bastante en El secreto de sus ojos que no me convence, que me saca de ella y me hace pensar en los trucos que emplea para llegar a un final con el que se pretende sorprender y convencer, así como guiar o dar todo hecho, introduciendo imágenes del pensamiento de Esposito, momentos ya vistos con anterioridad, que indican que se ha dado cuenta de algo —aquí, me vino a la mente lo expuesto por Bryan Singer para concluir Sospechosos habituales (Unusual Suspect, 1995)—, más que darle una oportunidad de vida al prisionero de la película: el protagonista...

martes, 30 de septiembre de 2025

Laplace: entre la probabilidad y el determinismo

Corría el sexto mes de un curso imaginario y ya más de tres siglos nos separaban de la publicación de Ars conjectandi, del matemático suizo Jakob Bernoulli, y otros tratados que habían dado vía libre a la probabilidad matemática moderna.

—Pascal y Laplace fueron algunos de sus máximos responsables. No obstante, como suele suceder, ya otros habían tratado el tema, por ejemplo Galileo, a quien Bertolt Brecht y Joseph Losey llevaron al teatro y al cine respectivamente, y Gerolamo Cardano, antes de Galilei.


—El Galileo ese me suena, pero del Galilei y los otros ni idea. ¿Quiénes son? ¿Colegas? Lo digo por llevarlo al cine y eso. ¿Y el tal Cardamo? —preguntó el chaval que gustaba llevar los pantalones a la altura de los tobillos, cuyo pelo no era rubio oxigenado el viernes anterior.


Le respondí que Cardano fue un matemático del siglo XVI, contemporáneo de Tartaglia —apodo de Niccolo Fontana que, por ser a última hora de la mañana y por lo que pude leer en la expresión facial del muchacho, debió sonarle a comida italiana— y de muchos otros y precedió a tantos más en el desarrollo matemático…


Comprendo que exista el olvido, de hecho es el destino final de cualquiera, incluso de los nombres que todavía resuenan en la historia. Pero hay figuras históricas cuyo rostro no venden camisetas ni estampas, ni su obra parece llamar la atención de cineastas ni de novelistas, aunque haya autores que, en cierto modo, se inspiren en algunos de ellos. Aportando menos que Laplace, salvo en su despótico totalitarismo y en su afición a coleccionar conflictos bélicos y estados vecinos, vende muchísimo más quien fuera su alumno en la Escuela Militar de París. Sí, ese personaje que más veces ha salido en la pantalla cinematográfica, más que Jesucristo, Julio César o Espartaco haciendo de Kirk Douglas, el mismo personaje que inspiró el nombre de un cerdo orwelliano y aquel que nombraría a Laplace ministro del interior y le concedería la distinción de Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor porque podía hacerlo; ¿o acaso no era un héroe para muchos y, para él, digno de (auto)proclamarse emperador? Ante esto, me convenzo de que existen figuras históricas imprescindibles que se recuerda más que otras y esas, como la de Pierre-Simon Laplace, ya pocos recuerdan, a pesar de que en el caso del matemático una regla, un asteroide, un accidente lunar lleven su apellido o de que una hipótesis demoníaca suya hiciese desparecer el libre albedrío, para determinar que estamos bien jodidos. No se trata de estar hablando de él a todas horas, ni siquiera una vez al mes o al año, ni de ir al peluquero y pedirle su corte de pelo o de intentar siempre ir a favor del viento que sople en cada momento, pero no estaría de más un mínimo de reconocimiento por mi parte a sus aportaciones a las matemáticas y a la astronomía. Por ejemplo, su “Hipótesis nebular” sobre la formación del sistema solar es de la que bebe la teoría de la formación estelar actual.


Su persona y su obra son de las que se conocen a posteriori de que suene su regla, si es que asoma el interés de saber algo sobre él. Me refiero a que, prácticamente, todos hemos hecho alguna vez un cálculo de probabilidad y que el alumnado ve el tema en el instituto. Manejamos mejor o peor la regla de Laplace, pero pocos adultos y menores sabemos que ese nombre corresponde al apellido de unos granjeros de Normandía que escasas oportunidades escolares podían ofrecerle a su hijo Pierre-Simon, de ahí que fuese el vecindario quien contribuyese para que pudiera cursar en la Universidad de Caen. Laplace nació en el seno de una familia humilde, pero, con los años, y debido a sus altas capacidades, no como las actuales que proliferan como hongos, y a sus aportaciones a la ciencia, también a su habilidad para adaptarse, sería nombrado marqués. Aunque por causas distintas, ese salto de clase del campesinado a la burguesía y, de esta, a la nobleza, que se produjo tras la restauración borbónica francesa, se antoja impensable en el Medioevo y en el tiempo de la Revolución, cuando la moda eran el terror y el rodarán cabezas.


—Oye, tú, apaga esa música, o lo que sea ese ruido, y dime quién fue Laplace —pregunté a Fulanito.


—Y yo qué sé.


—Háblale de Newton —susurró uno desde el fondo—. Di lo de la manzana.


Dirigí la vista a la niña de la segunda fila, la que todavía llevaba a la espalda su mochila de tela con la cara de Rosalía de Castro dibujada.

—¡Un amigo de ese viejo que luce despeinado y saca la lengua en una foto! —exclamó.


—Ya, el de los Rolling Stone —comentó la  chica que vestía la camiseta de los Ramones.


—No, Einstein —fue lo único sensato que les escuche decir.


Laplace no es vendible, pensé antes de intentar darme una explicación a que la gente prefiera recordar personas convertidas en mitos y productos que se comercializan, tal como sucede con la pobre Rosalía, quien de levantar cabeza quizás la volviese a enterrar, y admirar a fulanos y menganas menos geniales que la poetisa o que el protagonista de estas líneas. Mi respuesta fue un quizás, lo cual no responde nada o te deja con la duda. Me dije que quizás la propaganda y la falta de genio les haga más cercanos a las masas y, de esa proximidad preparada, surge la falsa probabilidad de poder igualarse, de poder ser como ellos y ellas. De ahí, tal vez, la imitación en el vestir, en los tintes o en el corte de pelo. En fin, ignoro los motivos. Puede que la idolatría, la ignorancia, la curiosidad, las inquietudes, la estupidez humana y todo lo demás estén determinadas por una fuerza que nos ha condenado de antemano a vivir en el paso del tiempo y en diferentes perspectivas, desde el desinterés generalizado, el postureo y otras ridículas poses, hasta la aspiración a conocer, una aspiración que nunca se materializa por completo en el individuo, de hecho cualquiera estará a años luz de completarlo, pero que se va completando a lo largo de nuestra evolución como especie, con las sucesivas aportaciones de muchos olvidados y de algunos recordados. Es cuestión de dar pasos, pero también cabe pensar que existe la posibilidad de elegir y la probabilidad, ya no matemática, de la elección personal y entonces cabe la opción de que no todo sea de un modo u otro, sino de varios.

Retrocederé en el tiempo, que es una de las posibilidades y engaños literarios, y me dejo caer hacia mediados del siglo XVII, cuando Antoine Gombaud, un dandi de salón, matemático aficionado y jugador supongo que por beneficio y pasión, les propuso a Blaise Pascal, de quien Rossellini sí se acordó en una de sus películas para televisión, y a Pierre Fermat un problema que deparó la correspondencia entre estos dos brillantes matemáticos. Se iniciaba lo que puede considerarse la probabilidad moderna, más aun cuando Christian Huygens publicó en 1657 “Sobre los razonamientos relativos al juego de dados”, en el que recogía las conclusiones a las que habían llegado Pascal y Fermat en sus cartas. Posteriormente, Jakob Bernoulli estableció la Ley de los grandes números, que vendría a decir que la frecuencia relativa de un suceso tiende a estabilizarse en torno a un número, a medida que el experimento crece indefinidamente. Claro que fue una definición que exigía numerosas repeticiones del suceso para establecer el número que se conoce como probabilidad del suceso. Pero como no hay vidas suficientes para alcanzar el infinito, había que buscar opciones más rápidas. Y en eso, la aportación de Laplace fue instantánea —aunque a él le llevó su tiempo— y revolucionaria en su sencillez, pues dijo que la probabilidad de un suceso sería el cociente entre el número de casos favorables y el número de casos posibles. Pero este matemático fue mucho más que uno de los pioneros de la probabilidad, igual que el resto de los nombrados, fue, por decirlo de un modo sensacionalista, un fuera de serie; como también lo fueron los pitagóricos, Euclides, Arquímedes, Copérnico, Gauss, Descartes, Leibniz, Euler, Ruffini, Curie, Planck, Maxwell y otros personajes de la historia que jugaban en las grandes ligas de la Física y de las Matemáticas.

domingo, 28 de septiembre de 2025

Charulata. La esposa solitaria (1964)


Cada semana, las plataformas estrenan cientos de películas que se igualan en el desinterés que generan en un público mínimamente exigente, aquel que busque algo más que imagen, ruido, repetición, estereotipo. Hoy vende un cine carente de humanismo y de emociones veraces. No se engañen, antes también. Esto no quiere decir que no exista o no existiera, ni que no se haga ni se hiciera, solo que ahora hay que buscarlo en los márgenes, o en sitios especializados, cuando antes, aunque a cuenta gotas, se colaban dentro del sistema industrial: Victor Sjöström, Charles Chaplin, Frank Borzage, King Vidor, John Ford, Jean Renoir, Akira Kurosawa y tantos otros exhibían sus películas y campaban a sus anchas en las mejores salas de cine. Tal vez siempre fuese así, aunque ahora a cualquier cosa comercial que parezca salirse de la norma se la considere una obra maestra, que son las menos y muchas de las consideradas como tal, lo son por su popularidad y no por su calidad. En todo caso, el tipo de cine, veraz, emocional y humano que me llama, sucede en la obra cinematográfica de realizadores como los arriba nombrados y otros como Max Ophüls, Yasujiro Ozu, Preston Sturges, Roberto Rossellini, Vittorio De Sica y Cesare Zavattini, Jacques Tati, Marco Ferreri, Berlanga o Satyajit Ray, en cuyas películas se equilibra cine, sentimiento, humanidad, sensibilidad, poesía, contemplación, musicalidad al tiempo que nos acerca a una cultura lejana para nosotros (para él, cercana), a menudo ignorada y desconocida fuera de la India. Puede sonar presuntuoso decir esto acerca de Ray, pero basta ver sus películas para encontrar en ellas algo más que cultura india o un estilo cinematográfico reconocible en el que la música juega un papel principal. Se encuentran en ella sus influencias, las autóctonas (Tagore) y las foráneas (Beethoven, Chejov, Renoir u Ozu), su talento y, sobre todo, su visión, interpretación y sentir su mundo, aquel que conoce y desvela en la pantalla en la que se proyecten, por ejemplo, La canción del camino (Pather Panchali, 1955), El salón de música (Jalsaghar, 1958), La diosa (Devi, 1960) o Charulata (1964). Basada en el relato Nastaneer de Rabindranath Tagore, una de las grandes influencias de Ray, Charulata apenas habla, contempla, aunque exprese magistralmente el sentir y el ambiente de su protagonista: la mujer invisible —esto queda claro al inicio, en su relación marital—, la heroína ninguneada por la sociedad india, la solo vista y atendida cuando son de otros las necesidades a atender o las ideas a desarrollar. ¿Qué vida es la suya, si es que le pertenece? ¿Qué significa ser mujer y esposa en un mundo todavía anclado en la tradición? ¿Y sus necesidades y sus deseos? Acaso ¿sus sueños y sus sentimientos no cuentan? Ray lo muestra en este exquisito y sensible drama en el que ella se encuentra atrapada entre su marido y Amal, a quien el primero encarga que la guíe hacia la literatura, porque cree ver en ella posibilidades, mas le dice que ella no se dé cuenta, lo que ya apunta la situación femenina dentro de la sociedad india, una sociedad basada ya no en la desigualdad de la mujer y el hombre, sino también en la de castas. Si no el primero, Ray fue de los primeros cineasta indios en expresar en la pantalla la situación de la mujer y de apostar por su emancipación. Ya lo había hecho en La gran ciudad (Mahanagar, 1963) y volvía a hacerlo en este drama en el que su protagonista se enamora del joven con quien comparte su arte y su tiempo…



sábado, 27 de septiembre de 2025

Red de mentiras (2008)


Su inicio apunta cuestiones interesantes en la figura de Ed Hoffman (Russell Crowe), el jefe de operaciones de la CIA para Oriente Próximo. Trabaja desde su despacho de Langley, pocas veces lo hace sobre el terreno y, cuando sí, se mantiene en la sombra. No es un agente de campo; más bien podría decirse que se trata de un gestor analítico, calculador, frio, eficiente, amoral. En su toma de decisiones diarias no hay lugar para la moral ni la ética. Sus sentimientos están de más, de hecho parecen brillar por su ausencia, y la verdad no es más que una ilusión que manejar a su antojo. Dice que no importa si la guerra que mantienen es una justa o injusta, tampoco se detiene en los orígenes del conflicto, ni el porqué de sus dos ocupaciones de Irak, ni las causas de que la zona sea un polvorín. No es su trabajo, menos aún abordar la responsabilidad que en todo ello pueda tener su país, cuya política exterior ha condicionado, para beneficio propio, la de muchos otros lugares que, tal vez o sin tal vez, no salieron tan beneficiados. Pero Red de mentiras (Body of Lies, 2008) deriva hacia un thriller nervioso —a veces pienso que resulta más un montaje visual de Pietro Scala que una película de Ridley Scott— que quiere entretener mediante la acción y el suspense, pero que no deja de ser más de lo mismo, con un héroe (y sus villanos) mil veces visto que campa por un escenario que carece de ambigüedad, por mucho que se introduzca la figura de Hani (Mark Strong), el jefe de la inteligencia jordana, o se meta con calzador la concienciación del héroe, como si fuese un ingenuo que desconocía los usos y abusos de los que forma parte y que a esas alturas de su oficio descubre “sucios”.


El discurso de Ridley Scott nunca se ha caracterizado por profundo ni poético —salvo en momentos de Blade Runner (1982), pero la poética existencial que pueda contener este film se me antoja tanto o más de sus guionistas, David Webb Peoples y Hampton Fancher— ni por ser crítico, más allá de la apariencia permitida y aplaudida. Desde sus primeras películas, que presagiaban un buen cineasta, le basta con una capa de supuesto decir y con darle apariencia rítmica a través del montaje. Así sucede en Gladiator (2000), en Black Hawk derribado (Black Hawk Down, 2001) o en Red de mentiras, cuya “ambigüedad” es de libro y, como tal, se diluye, apenas se inicia, cuando da paso a la figura del héroe, el único de los personajes de peso que, junto a Aisha (Golshifteh Farahani), guarda los valores morales y quien, tras superar las duras pruebas que se le presenta durante el camino, ya sabrá escoger correctamente. Ese tipo es Roger Ferris (Leonardo DiCaprio) cuya imagen antagónica se encuentra en los dos jefes de inteligencia, el estadounidense y el jordano, que no trabajan juntos o, al menos, no lo hacen poniendo sus cartas sobre la mesa. Eso sería de novatos, de tipos que no podrían sobrevivir en un entorno donde las mentiras son uso habitual. El inicio de Red de mentiras expone el atentado en una ciudad europea, uno de los muchos prometidos por los integristas liderados por Al-Saleem (Alon Aboutboul), un tipo que dice que ahora les toca a ellos golpear en los territorios de quienes atacaron los suyos. Este personaje carece de mayor importancia, salvo como excusa que pone en marcha la misión de Ferris y la consiguiente acción para darle caza; todo lo demás se centra en este agente de campo y su relación con sus colaboradores, con la chica de la que se enamora y con los dos maestros de marionetas: Hoffman y Hani. Uno de ellos, el estadounidense, queda definido al instante —también en una breve pincelada queda establecida la personalidad del jordano—. Su tarea consiste en defender el mundo capitalista controlado por Estados Unidos. Es un gestor, un teórico, un tipo que, aunque su trabajo implique que las vidas humanas no valgan ni un centavo, puede dormir a pierna suelta por las noches. Asume que cuida del mundo occidental, igual que hace con sus hijas, sin el menor problema. Es el personaje más logrado, el que evalúa las posibilidades y los resultados, quien envía a sus agentes al campo de “batalla”, el que justifica y racionaliza, por algo es el jefe para los asuntos en Oriente Próximo; aunque, en lugar de “asuntos”, que suena civilizado y elegante, incluso a cuestión de damas y caballeros, bien podría decirse “manejo” y “tejemanejes”, pero el uso de eufemismos lleva tiempo de moda…




viernes, 26 de septiembre de 2025

Infiltrado en el KkKlan (2018)


Un Spike Lee desatado y descarado toma de <<unas movidas muy jodidas>> y realiza una comedia satírica, crítica, antirracista, divertida que coloca a su héroe al frente de una misión policial que pretende desenmascarar a la organización racista cuyo líder ideológico (Alec Baldwin) asoma en la pantalla para soltar su discurso supremacista blanco, anglosajón y protestante. El doctor Beauregard habla y habla después de introducir el famoso travelling de grúa de Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939). Expresa a la cámara sandeces, con imágenes de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, David Wark Griffith, 1914) de fondo, antes de que Lee introduzca mediante un rótulo la explicación de que <<esta película está basada en unas movidas muy jodidas>>, movidas que Ron Stallworth cuenta en su libro, el que Lee (y sus coguionistas) adapta a la pantalla en Infiltrados en el KkKlan (BlacKkKlansman, 2018). El caso es que el agente protagonista, Ron (John David Washington), es negro y novato y a los del KkKlan, como se apunta en la introducción, no les resultan simpáticos los negros, ni los judíos, ni los católicos, ni los hispanos, ni los italianos,… Pero a los que más odian son a los primeros porque, tal vez, los teman y, seguro, porque, aparte de fanáticos e ignorantes en grado sumo, tal como apunta el doctor, los miembros de su organización clandestina quieren detener el proceso de integración —que no se inicia tras la Guerra de Secesión, sino un siglo después; pongamos que se dan los primeros pasos en la década de 1950— y el mestizaje que tanto parece cabrearles, aunque, si algo racial caracteriza a los Estados Unidos, precisamente ese algo es su mestizaje. Incluso resulta dudosa la pureza racial y patriótica de la que presumen los del klan y otros blancos que no pertenecen a él…


El racismo de estos tíos tan chungos no solo forma parte de la organización de la capucha blanca, sino que incluso se puede apreciar dentro de la sociedad y, de manera particular, de la policía cuando Ron Stallworth entra a trabajar en la local de Colorado Springs y algunos de sus compañeros no paran de referirse a los negros como “monos”, pero también más adelante, cuando lo apalizan por ser negro y, por tanto, sospechoso para el orden establecido desde antes del origen de la nación. Pero también se aprecia en el propio sistema, en la función policial de salvaguardarlo, cuando los jefes de Ron le encargan su primera infiltración, que es la que le lleva a trabajar con Flip Zimmerman (Adam Driver), de origen judío y quien será su cuerpo blanco cuando se introduzca en el Klan. Aquí, Lee aprovecha la ocasión para introducir la idea de que la policía es un agente de control y de represión del sistema —en su notable Malcolm X (1992) lo evidencia en no pocas ocasiones—; en películas como Detroit (Kathryn Bigelow, 2017), también basada en hechos reales y ambientada en 1967, se detallan abusos policiales contra la población negra y en otras, como Selma (Ava DuVernay, 2014), también se pueden ver imágenes de cargas contra manifestantes que salen a la calle a exigir sus derechos civiles. A nadie escapa que se comenten abusos que se acallan y otros que se justifican en la defensa de la nación, como si acaso la comunidad negra no formase parte de la misma o no la ayudase a construir, ya fuese económica o culturalmente. Lee no se casa con nadie, salvo con su idea de señalar el absurdo, tras el cual se evidencia que la superioridad presumida por David Duke (Topher Grace), el líder nacional de la organización racista, es una soberana estupidez. Aparte, sabe lo que quiere expresar y como hacerlo. Comprende que la sátira es la mejor fórmula para desvelar aquellas cuestiones sonrojantes que, a menudo, se pasan por alto porque resultan incómodas para las mentes bienpensantes, incluso para el orden establecido, y da en el clavo con su tono guasón y a la vez crítico. En Infiltrado en el KkKlan, basándose en lo descrito en el libro de Stallworth, retoma su postura beligerante —porque el odio y el fanatismo se recrudecen en las calles actuales—, aunque le da un tono más desenfadado y desvergonzado que en Malcolm X, incluso puede hacer pasar a un negro por blanco para desvelar la estupidez y desmontar el mito supremacista, pero también para decir que, al asumir y reivindicar su identidad, algo estaba cambiando en los setenta, aunque no cambiase el sistema.





jueves, 25 de septiembre de 2025

Charles Brackett, el tranquilo de una pareja genial

Charles Brackett, Billy Wilder y Doane Harrison

<<El director del departamento de guionistas de Paramount tuvo la brillante idea de emparejarme con Charles Brackett, un distinguido caballero de la Costa Este que había estudiado Derecho en Harvard y tenía unos quince años más que yo. Me gustaba trabajar con él. Era una bellísima persona. Formaba parte de la mesa redonda del Algonquin y había sido crítico de cine —o de teatro— de The New Yorker en los años veinte, en los primeros tiempos de la revista>>, le explica Billy Wilder a James Linville, que le entrevista para The Paris Review. Brackett, procedente de una familia de la alta sociedad, era todo un caballero, conservador, culto, tranquilo, que llegó a Hollywood antes que Wilder y después de haber trabajado en el bufete de su padre, que aparte de abogado y banquero también había sido senador republicano, y en el New Yorker, como crítico teatral. Tras su paso por la prensa y la publicación de sus primeras novelas, decidió cambiar de aires. Con la llegada del cine sonoro, la demanda de escritores se disparó en Hollywood y Brackett decidió probar fortuna en las cálidas tierras californianas, aunque su entrada en un estudio resultó ser bastante fría. No resultó como esperaba; de hecho, se sintió perdido y pensó que aquella experiencia cinematográfica, aparte de ser la primera, iba a ser la última. Se equivocó, y menos mal que así fue, pues, de haber acertado, dudo que existiesen (al menos tal como son) algunas de las grandes obras del cine hollywoodiense de entonces, películas que todavía hoy se mantienen de muy buen ver. Tras una serie de guiones, que tampoco cambiaron el cine, y que hoy sospecho que nadie recuerda —excepto Las cuatro hermanitas (Little Women, George Cukor, 1934), en la que participó sin acreditar—, el jefe de guionistas de Paramount, por aquel entonces Manny Woolf, hizo algo que sí trastocaría la historia cinematográfica: unió al escritor neoyorquino con un desconocido de gran inventiva, recién llegado al estudio, un joven y ambicioso guionista que apenas tenía nombre en Hollywood, aunque había adquirido experiencia en Berlín, y que había pasado sin pena ni gloria por la Fox y por Columbia, el estudio que, por mediación del cineasta alemán Joe May, le compró un guion y le pagó el pasaje de Francia a América en 1934.

Wilder, de quien no dudo que le gustase ser el centro de atención cuando contaba sus mil historias, le comentó a Cameron Crowe que <<Brackett era un hombre muy parlanchín. Era una especie de miembro de la Tabla Redonda del Algonquin. Ese era su ambiente. (A) Era republicano, un republicano ferviente. (B) Estaba en la vanguardia del grupo de escritores como Hemingway o Scott Fitzgerald; era la gente con la que trataba. Aprendió muy rápido, porque escribió varios relatos cortos para el Saturday Evening Post y de ahí paso al cine. Se paseaba por la Paramount y no sabía qué hacer>>. En realidad, sí lo sabía, aunque no fue hasta que a Woolf se le ocurrió la brillante idea de unir dos polos opuestos, cuando Brackett y Wilder despuntaron. Aquel encuentro fue fundamental para el futuro de ambos, quienes a partir de su aportación al guion de Medianoche (Midnight, Mitchell Leisen, 1939) se convirtieron en la pareja de moda, incluso a Brackett le hicieron presidente de la asociación de guionistas. Decían de ellos que era una especie de matrimonio, puede que así fuese, aunque el suyo era de los que se pasaban todo el día discutiendo, pero sabían sacar lo mejor el uno del otro.

Eran opuestos en prácticamente todo, salvo que a los dos les gustaba el bridge y de ironía andaban sobrados. Wilder era el tipo inquieto y Brackett el tranquilo. El centroeuropeo no dejaba de pasear de un lado a otro de la habitación, fumando o moviendo su bastón, y el estadounidense, viendo a su compañero entre el humo, podía estar sentado durante todo el paseo de su colega, que bien podía ser la jornada laboral completa. Durante esas horas, lo hablaban todo acerca de la película que tenían entre manos. Primero un poco por encima, luego desglosaban las escenas y perfilaban el ambiente en cada situación. Aquella rica y conflictiva rutina duró doce años, desde La octava mujer de Barbaazul (Bluebeard’s Eighth Wife, Ernest Lubitsch, 1938), la película que les dio la oportunidad de trabajar junto a Lubitsch, con quien repetirían en Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939). Por entonces, Lubitsch era uno de los grandes de la comedia que, en su colaboración con la pareja, daba el paso a la screwball comedy, aquella en la que la lucha de sexos acaba casi siempre en la cama, salvo que la censura obliga a que sean dos camas, gemelas y separadas. De Lubitsch aprenderían el uso elegante de la superbroma (el famoso e inimitable toque Lubitsch), a desarrollarla y a pensarla de manera más cinematográfica —también Wilder tomaría nota de Howard Hawks en Bola de fuego (Ball of Fire, 1941)—, pero no solo fue el berlinés para quien trabajaron antes de tener su oportunidad en El mayor y la menor (The Major and the Minor, 1942), la primera película que Wilder dirigió en Hollywood. A la pareja no le habían sentado nada bien los cambios que observaron en su guion de Si no amaneciera (Hold Back to Dawn, 1941), aparte de la ojeriza que Wilder le tenía a Leisen —Brackett volvería a trabajar con Mitchell Leisen en Vida íntima de Julia Norris (To Each this Own, 1946) y Casado y con dos suegras (The Mating Season, 1951)—, en todo caso mutua, y esto convenció al dúo para que Wilder diese el paso a la dirección. Así, sus guiones no serían cambiados.

En total, fueron trece películas en común, desde La octava mujer de Barbaazul hasta El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), pero después de esta obra maestra, <<Brackett y yo nos despedimos como buenos amigos, llevábamos doce años trabajando juntos, pero ya se veía venir la separación>>. Para explicar el fin de la relación, Wilder pone el ejemplo de la caja de cerillas, para concluir diciendo que uno de los dos dijo: <<Mira, ya no tenemos nada que ofrecernos el uno al otro. ¿Por qué no lo dejamos ahora, con el buen sabor de boca de El crepúsculo de los Dioses?>> Durante ese periodo sólo dejaron de trabajar juntos en Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), en la que Wilder compartió discusiones con Raymond Chandler. Al año siguiente, de nuevo juntos, alcanzarían la “gloria”. Fue tal el éxito de la pareja que, a partir de Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945), Brackett asumió las labores de producción de sus películas comunes y también en otras en las que participó en “infidelidades extramaritales”, tales como Mr. Lucky (H. C. Potter, 1943), Vida íntima de Julia Norris o La mujer del obispo (The Bishop’s Wife, Henry Kostner, 1947). Y productor y guionista seguiría siendo después de separar sus caminos y continuar sus carreras por separado, en ambos casos con éxito, como corrobora que Brackett recibiese su tercer Oscar al mejor guion por El hundimiento del Titanic (Titanic, Jean Negulesco, 1953), pero también por otras de sus aportaciones al cine, por ejemplo Niágara (Henry Hathaway, 1953), La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, Richard Fleischer, 1955) o Viaje al centro de la Tierra (Journey to the Center of the Earth, Henry Levin, 1959), su último guion cinematográfico.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

La carretera, entre McCarthy y Matheson


Leyendo La carretera, publicada en 2006, la memoria no me dejaba en paz: una y otra vez me devolvía a primera línea a Richard Matheson y su novela Soy leyenda (editada en 1954), la cual leí diez o quince años antes que la también postapocalíptica de Cormac McCarthy. Por momentos, también regresaba La torre oscura, aunque esta saga escrita por Stephen King la aparté en seguida y la aparqué en su sitio, en alguna parte de mi mente en la que va perdiendo cuerpo. ¿Por qué Matheson me ronda tanto?, me pregunté, sabiendo que la respuesta estaba en mi inconsciente, que me lo traía una y otra vez porque supuse que algo en mi cabeza se empeñaba en la idea de que los dos títulos compartían aspectos comunes más allá de su inscripción genérica y su situación postapocalítica. Ambos me invitan a reflexiones que no me sugirieron los libros de King, me dije antes de pensar que el autor de Carrie era un escritor que, aunque esta saga me entretuvo lo suyo, sus obras no me aportan tanto como a sus incondicionales, que son millones. El páramo de La torre oscura, su miscelánea y sus líneas narrativas, su mirada al western, son dignas de elogio, pero La carretera y Soy leyenda me llevan a transitar la desolación, el pesimismo y la muerte de la humanidad (tal como se había conocido hasta que se produce el instante que lo cambia todo) en compañía de solitarios que no son héroes ni antihéroes, ni pistoleros ni magos, solo tipos que pueden ser cualquiera, un viudo, un padre, pudo haber sido una madre, un niño, y cuya meta no es alcanzar un lugar, aunque padre e hijo se dirijan hacia el sur, sino sobrevivir en el mundo donde antes la existencia era posible. Pero la supervivencia no lo es todo, puesto que si solo se tratase de eso, ¿no sería ya el fin de la humanidad?


 En ese instante en el que los protagonistas caminan, en el caso del personaje de Matheson por una ciudad muerta, que, en realidad, está naciendo a una nueva era, ya solo existe la cercanía de la inexistencia humana, aunque en el libro de McCarthy hay una clara diferencia: existe una esperanza de continuidad en el muchacho; pues, mientras la pareja continúe en movimiento por esa carretera, cabe la posibilidad vital que se le niega al mundo futuro planteado por Matheson en el que los vampiros son los nuevos amos y señores. Pero también me vino a la mente y se entrecruzaba con la novela de McCarthy porque en ambas falta una filosofía o, mejor dicho, una moraleja que responda interrogantes. Pero ¿qué respuestas esperamos obtener de la destrucción de nuestro mundo, de la autodestrucción de nuestra especie? Incluso, ¿cuáles serían las preguntas, si ya nadie quedaría que conociese las adecuadas? Me dije que esto no era del todo malo, más bien lo contrario, puesto que ese supuesto vacío se abría a que uno mismo lo llenase no como padre e hijo intentan reponer su carrito y sus mochilas con cuanto servible encuentre a lo largo de un camino arrasado, solitario, pero amenazador y repleto de peligros. Es trabajo del lector el quedarse en la superficie, en el asfalto trazado para quienes prefieran la comodidad, o salir de ella y adentrarse en las complejidades y opciones que han llevado hasta ese momento en el que se inicia la novela: un futuro que, tal cual se presenta en las líneas, no será el nuestro, pero que acerca una de sus posibilidades… En todo caso, en ese futuro desesperado, desolado, casi deshumanizado, hay el amor de un padre por su hijo, en quien el adulto ve la razón para sobrevivir y matar, si fuese preciso, porque en el muchacho está la única posibilidad de prolongar el futuro humano. Pero ¿qué piensa el chico de su entorno, que no tiene recuerdos de otro tipo de vida que la que lleva junto a su padre? ¿Es capaz de encontrar una explicación para la desolación en la que viven, aparte del miedo que le produce, el único aspecto del mundo que ha conocido? Su pensamiento aún es incapaz de abstraerse y reflexionar complejidades, pero probablemente ya comprenda que nació en un mundo muerto, aunque tal vez ignore que la única esperanza de la humanidad siempre ha estado en la continuidad y evolución de la especie…


martes, 23 de septiembre de 2025

Permanent Vacation (1980)


 Que un director de cine realice su primera película sin apenas medios no es infrecuente. A veces, es la única opción real que encuentra para sacar su proyecto adelante. Para ello, se las ingenia y reúne un puñado de dólares y se rodea de un grupo de amigos, algunos sin la menor idea de en qué consisten las reglas básicas del cine y otros con experiencia similar a la del osado que se pone al mando, una que, en ocasiones, no dista de la inexperiencia. El primer largometraje de Jim Jarmusch, Permanent Vacation (1980), es un ejemplo de dicha osadía, la de un tipo que, ajeno al cine comercial, quiere hacer uno propio, pues ya desde el principio indica que lo suyo es ir a contracorriente, ser un outsider del tipo Nicholas Ray, a quien Jarmusch parece rendir homenaje en el cine a donde Allie (Chris Parker) acude, aparte de ser su agradecimiento a quien quizá considerase uno de sus maestros —Ray colaboró con él en la preproducción de este largometraje—. Allí proyectan Los dientes del diablo (The Savage Innocents, 1960), uno de los mejores y menos conocidos films de Ray, cuyos personajes se encuentra apartados del mundo de un modo diferente al protagonista de esta película, un joven a la deriva, que recorre distintos espacios neoyorquinos en los que no se reconoce, en busca de algún motivo, de alguna respuesta, tal vez que le expliquen quién es y cuál es su lugar en ese teatro urbano del que siente no formar parte…


Transcurridos cuarenta y cinco años desde su primera película, queda claro que Jarmusch se ha mantenido fiel a su idea inicial, claro que adaptándose a los tiempos y madurando sus intereses y su creatividad. Además, al contrario que David Lynch, por poner el ejemplo de un cineasta estadounidense personal (y contemporáneo suyo) que coqueteó con el juego de Hollywood en El hombre elefante (Elephant Man, 1980) y en Dune (1984), y no salió mal parado —dirigir la adaptación de la novela de Frank Herbert para Dino de Laurenttis le posibilitó rodar Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986)—, Jarmusch no caería en en la trampa de trabajar para la industria cinematográfica, sino que se asentó en su periferia —quiérase o no, el cine es negocio que precisa de inversores y en el que nunca se está al margen del dinero—, donde podría mantener su independencia. Dudo que algún estudio o productora hubiese apostado por un film como Permanent Vacation, que él filmó por cuatro duros —el dinero de la beca que le habían dado para concluir sus estudios— y sin ambiciones comerciales, aunque sí con ganas de ser diferente. Lo logró, incluso la película descoloca, aburre y divierte de manera distinta, según quien la vea. No es un film fácil de catalogar, de hecho escapa a las etiquetas, aparte de decir que en este primer largometraje ya hay mucho del Jarmusch posterior. Tal vez no el tono irónico logrado en sus mejores películas, pero sí influencias como la de Ray, Bresson, Jean-Pierre Melville, Wenders, Ozu o la de el Godard de Al final de la escapada (A bout de soutfle, 1959), amigos —aquí ya colaboran John Lurie, Susan Driver o Tom DiCillio— y personajes un tanto perdidos o desorientados en ambientes marginales como los que deambula ese joven que parece moverse o plantarse en la marginalidad sin objetivo alguno. ¿Qué hacer con su tiempo? ¿Encuentra acomodo en el lugar? Aparte del músico Charlie Parker, ¿qué le gusta a Allie? ¿Qué espera? ¿Quién es y quien quiere ser? Jarmusch muestra a su antihéroe lacónico y juvenil en un paisaje físico y humano que desvela la cara menos favorecida de un entorno urbano al que no quiere atarse porque no se siente parte de él. Tampoco se sabe si podrá formar parte de algún lugar o si lo hará de todos, pues Allie es claro al respecto: no quiere una vida típica, quiere ser un turista existencial permanentemente en vacaciones. Es decir, quiere sentirse vivo, libre, sin ataduras, quiere vivir como tantos héroes juveniles que acabaron siendo esclavos de la rutina y las convenciones.




lunes, 22 de septiembre de 2025

Héroe por accidente (1992)


Resulta indudable la influencia de Frank Capra en esta comedia que Stephen Frears realizó sobre la idolatría del héroe, que no es quien lleva a cabo una acción extraordinaria que deviene en heroicidad, sino aquel que encaje con la imagen del Juan Nadie que pueda ser vendible como héroe popular. Lo de menos es si el desconocido ha sido o no heroico, solo importa tener uno a mano que cumpla los requisitos para crear el ídolo que el público admirará durante unos días, los justos que los titulares de la prensa sensacionalista y las imágenes de televisión consideren oportunos para satisfacer sus objetivos. ¿Cuáles son? Es una pregunta de las muchas que podrían plantearse. A partir del guion de David Webb Peoples, de quien ese mismo año Clint Eastwood había llevado a la pantalla Sin perdón (Unforgiven, 1992), Héroe por accidente (Hero, 1992) toma de Juan Nadie (Meet Joe Doe, 1940) y se adapta a las características de finales de siglo XX, pero la necesidad de héroes, y lo vendibles que son estos, apenas ha cambiado desde que Capra popularizó a sus Deeds, Smith o Doe. Tampoco han variado en exceso los usos y los fines de los medios, ni el gusto de la opinión pública y de las masas por el héroe o heroína que sale de su seno para deslumbrar durante unos instantes, antes de regresar al olvido del que un hecho puntual, en este caso una confusión de identidad, saca a la luz y da notoriedad a tipos como John Bubber (Andy García). El falso héroe que de la noche a la mañana se convierte en una estrella mediática porque la prensa, aquí la ambiciosa periodista Gale Gayley (Geena Davis), asume que él ha sido quien salvó a las víctimas del accidente en el que ella también se vio involucrada. Pero el verdadero héroe es otro hombre (Dustin Hoffman), uno que no cae bien y que no se ajusta a la imagen que los medios han creado en su confusión de identidad…

sábado, 20 de septiembre de 2025

Disparando a perros (2005)


Ya nadie recuerda ni la primera guerra, ni la primera invasión, ni colonización, ni el primer genocidio prehistórico ni tampoco los que abren el periodo histórico. Incluso se han olvidado los que siguieron al de los campos de exterminio nazis, donde, sobre todo, se asesinaron a judíos y gitanos. Pero la muerte de pueblos ha continuado a lo largo del siglo XX hasta la actualidad. Nada hemos aprendido, el miedo de unos, el odio de otros, la presbicia general y los intereses económicos siguen gobernando. Las víctimas se han convertido en verdugos, aunque, tal como enseña la historia, no puede descartarse que lo que hoy es de un modo mañana sea de otro. Las causas se gestan mucho antes del crimen, pues este, salvo en caliente, se programa y se aguarda el momento para su ejecución, tal como sucedió en la masacre del pueblo armenio, llevada a cabo por los otomanos, en las purgas estalinistas, en la Solución Final nazi, en la revolución cultural de Mao, en la sanguinaria política de los jémeres rojos liderados por Pol Pot en Camboya, la del dictador indonesio Suharto en Timor Oriental o la de la mayoría hutu sobre la minoría tutsi en Ruanda. Cuando llega ese momento se genera tal desinformación que apenas se comprende más allá de las noticias que, verdades a medias, alteradas por unos y otros, llegan adonde nadie corre el menor riesgo ni ve peligrar su comodidad…

No es una cuestión de lados, ni de buenos ni malos, aunque haya criminales en ambos extremos. Es una cuestión de vidas; y si no pienso a corto plazo, diría que tanto amigos como enemigos, también quienes sienten que no les afecta, son intercambiables según la perspectiva individual (la mayoría de las veces condicionada por la ignorancia, el miedo y el fanatismo), del momento y de la mirada histórica (hoy toca ser bueno, mañana malo), del poder establecido (el que crea las leyes y genera la imagen aceptada) y de la postura asumida por quienes juzgan y por las minorías que mandan. Salvo las víctimas, cuyo destino lo marcan otros, el resto lo hacen partiendo de sus intereses, sean los contendientes, los propagandistas o quienes se encuentran lejos del lugar donde estalla un conflicto y sentencian esto o aquello, como si su palabra abarcase la verdad absoluta. Parecen olvidar que los conflictos se encuentran latentes, a la espera que salte la chispa que los haga estallar. Derivan de otros anteriores, de cuestiones sin resolver o de nuevas que añadir a las previas, del mismo enfrentamiento que se prolonga sin aparente resolución. Por ejemplo, en la actualidad, la devastadora invasión israelí de Gaza, deviene de un conflicto que, ya anterior, se recrudece tras la partición británica de 1948 —los británicos controlaban la zona desde la Gran Guerra, con anterioridad en poder del Imperio Otomano— y que se prolonga sangriento y sin aparente solución hasta nuestros días; la guerra entre Rusia y Ucrania, que viene de la del Dombás que se inicia en 2014, sino de antes, y se reactiva en 2022 por la invasión rusa de la Ucrania oriental; la guerra civil en Siria, cuya duración supera la década; los diferentes conflictos en Sudán, Etiopía, el Sáhara Occidental, el África Subsahariana, Yemen, Papúa, Filipinas… o la guerra fría entre la India y Pakistán, las dos Coreas o China y Taiwán.

Las víctimas se multiplican, los cadáveres se acumulan y los miles de desplazados aumentan en el mundo sin que nada presagie que llegará un día en el que los humanos no sean ni víctimas ni verdugos de otros humanos. Los llamados conflictos regionales no suelen ser conocidos porque no son mediáticos; es decir no afectan a nivel mundial porque no afectan al “primer mundo” y, sin embargo, están ahí y se cobran miles de vidas. A la opinión del primer mundo, le interesa los que de algún modo le afectan; los otros le resultan indiferentes, como si no existiesen, tal como sucedió en Ruanda en 1994, cuando la minoría tutsi, tras el abandono del país por parte de las fuerzas de la ONU, se vio masacrada por la mayoría hutu. La partición de los cascos azules dio vía libre a esa masacre que Michael Caton Jones expone hacia el final de Disparando a perros (Shooting Dogs, 2005), una película cuya práctica totalidad se desarrolla en el instante previo a la matanza, cuando Joe Connor (Hugh Dancy) llega al lugar y descubre una realidad que no se corresponde con los titulares, ni con las imágenes de los televisores del primer mundo, ni con la idea de ayuda humanitaria que se habría hecho en la distancia, donde lo ideal se impone. Sin embargo, sobre el terreno, la realidad manda y esta resulta hiriente, incluso criminal… Por desgracia y para nuestro sonrojo, existen muchos conflictos históricos, pasados y actuales, entre los que elegir para mostrarlos en la pantalla y señalar crímenes y abusos, pero Caton-Jones escoge el sucedido en este país africano en 1994, el mismo que eligió Terry George para su Hotel Rwanda (2004), en la que también habla de este conflicto sangriento, uno de los más sangrientos de la segunda mitad del siglo XX. Caton Jones habla de la gestación de un genocidio —se calcula que entre abril y julio de 1994 fueron asesinados entre medio millón y un millón de tutsi— y de como la comunidad internacional decidió salir del país, aun consciente de lo que esto implicaría, dando vía libre a la mayoría hutu. Con el abandono de las fuerzas de la ONU es cuestión de tiempo que se produzcan los ataques que el padre Christopher (John Hurt) y Joe Connor saben qué sucederán en cuanto los soldados belgas abandonen el país. Pero, aunque son conscientes del peligro de quedarse, ambos permanecen allí, tal vez porque sepan que parte lo que va a suceder tiene su origen mucho tiempo atrás, cuando las grandes potencias europeas decidieron repartirse el continente africano y hacer y deshacer según les conviniese, sobre todo Francia y Reino Unido, sin olvidar Bélgica y su política en sus colonias. En Ruanda, que se independizó en 1962, los belgas habían establecido un sistema de castas, imponiendo como dominante a la minoría tutsi. Para las potencias europeas estaba justificada su presencia en el continente africano; claro que era una justificación interesada que les permitía el abuso y el uso de sus posesiones coloniales, sin importar las vidas de sus habitantes; pues, igual que los territorios que colonizaron, sus montadores no eran más para aquellos gobiernos que fuentes de recursos y de ingresos…

viernes, 19 de septiembre de 2025

Rescate (1996)


Cuenta la leyenda que un secuestro, el de Helena, deparó la guerra de Troya, aunque la historia explique que el conflicto obedeció a causas económicas —cabe recordar la estratégica situación de la ciudad, también llamada Ilión, que posibilitaba el control del paso y del tráfico comercial de los Dardanelos—; y que el rapto de las Sabinas trajo cola en los orígenes de la Antigua Roma. De modo que la leyenda y después la literatura se hicieron eco de tales sucesos y, desde aquellos (y antes), otros raptos se han sucedido en la realidad y en la ficción oral y escrita, y, a partir del nacimiento del cine, en la cinematográfica. Desde entonces, películas sobre secuestros y raptos hay unas cuantas, pero pocas tan memorables como El maquinista de la General (The General, Buster Keaton, 1926), en la que Keaton se echa a la carrera para recuperar a sus dos amores, Infierno del odio (Tengoku to jigoku, Akira Kurosawa, 1963), el arriba y abajo donde la tormenta se desata para golpear el cielo de la opulencia y acercar el infierno de los desposeídos, o Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), de buscadores va el asunto, también de temores, obsesiones, frustraciones, desamores, familia y desencanto. O tan buenas como Mi nombre es Julia Ross (My Name Is Julia Ross, Joseph H. Lewis, 1945) o El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965). Hay otras que son dignas muestras de cine de acción —1997… Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1980) o Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988)— y de suspense —El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knows too much, Alfred Hitchcock, 1956), también la versión de 1934, o El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1990)—, o entretenidas propuestas televisivas como la primera temporada de la serie 24 horas. También hay una versión anterior de Rescate (Ransom, 1996), la dirigida por Alex Segal y protagonizada por Glenn Ford, que me parece mejor que la realizada por Ron Howard cuarenta años después, con Mel Gibson asumiendo el protagonismo de una historia que difiere lo justo de la escrita por Cyril Hume y Richard Mainbaum —que sería guionista asiduo de la saga James Bond— en 1956…


Las arriba nombradas plantean situaciones límite, angustiosas, dolosas, pero cada cual parte de ese punto para realizar su película, para plantear sus temas y sus cuestiones. En la de Howard, dicha situación no trata de plantear si lo que hace Tom Mullen es o no correcto, si la opinión pública es algo más que la voz de la ignorancia o qué harían un padre y una madre por su hijo, sino que le sirve para realizar un thriller de acción que atraiga al público y sirva de lucimiento del popular actor que da vida al héroe herido, un empresario multimillonario que se ha hecho a sí mismo, enfrentado en un duelo a muerte con su antagonista. La competición entre antagónicos gusta y la figura del triunfador vende en el país de las barras y estrellas, pues representa la imagen del sueño americano hecha realidad; aunque, la de Tom, Kate (Rene Russo) y Sean Mullen (Brawley Nolte) no tarde en transitar por la pesadilla y desvelar ciertos trapos sucios, aunque tal como lo expone Howard no empaña el aura heroica de Tom, cuando los Mullen reciben el mensaje que le informa del secuestro de su hijo y que, si quieren volver a verlo, han de entregar un rescate. Pero Tom, el héroe estadounidense, el tipo que nunca había subido a un avión hasta que entró en el ejército, tras un momento de duda y de seguirles el juego, decide no negociar con los secuestradores, como tampoco su país afirma no negociar con terroristas, quizás habría que preguntar qué significa negociar, cuántos tipos de terror existen y quiénes lo siembran o son cómplices. Así, como quien no quiere la cosa, en una aparición televisiva, Tom ofrece dos millones de dólares a quien cace a los tipos que se han llevado a Sean, unos don nadies controlados por un antagonista que también quiere su porción del sueño del que disfrutaban Kate y Tom hasta que descubren la ausencia de su hijo. ¿Por qué él?, pregunta al secuestrador, en un interrogante claramente expresado por obligación del guion, para crear cierta ambigüedad en el héroe (que nunca se plantea), no de la supuesta situación límite, a lo que el criminal responde que lo ha escogido a él porque es de los paga, como ya demostró con anterioridad, cuando sobornó para proteger su negocio...




jueves, 18 de septiembre de 2025

Horizon. Una saga americana - capítulo 1 (2024)

La relación de Kevin Costner con el western se inicia en Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) y, desde esta entretenida aventura, en la que Costner participaba en uno de los principales papeles, llega a Horizon, una saga americana - capítulo 1 (Horizon. An American Saga - Chapter 1, 2024), en la que asume la producción, el guion, la dirección y uno de los personajes de mayor peso narrativo. Entre ambas, han transcurrido casi cuarenta años, cuatro décadas durante las cuales regresó al género de forma asidua. Algunas como Los intocables (The Untouchables, Brian De Palma, 1987) o Revenge (Tony Scott, 1990) no son western, propiamente dicho, pero presentan rasgos genéricos y contienen momentos de la épica del género que también ha llevado a la distopía, como director y protagonista, en Mensajero de futuro (The Postman, 1997) y, como productor y estrella, en Waterworld (Kevin Reynolds, 1995). Pero su film más popular del oeste (y el favorito del público mayoritario) todavía sigue siendo Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990). Aunque, particularmente, me guste más Open Range (2003), no me olvido de Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994), en la que, aparte de ser el actor principal, también ejerció de productor, igual que hizo en la miniserie Hatflieds & McCoys (Kevin Reynolds, 2012). Ahora, treinta y cuatro años después de su debut como director, realiza la más ambiciosa de las suyas, en cuanto a proyecto y epopeya, aunque este primer capítulo, de los tres en los que divide su Horizon, no mejora lo expuesto con anterioridad en algunos de los films nombrados. Incluso decae en su último tramo; no es que en los anteriores no lo haga, pero, a pesar de sus altibajos, generan cierto interés.

No me cabe duda que Costner realiza una película que quiere respetar el género, pero, por momentos, su western parece una telenovela de la era streaming y padece de repetición de ideas y temas expuestos de un modo quizás correcto, pero que no aporta originalidad al conjunto de historias que Costner intenta entretejer para que confluyan en Horizon, la tierra de la gran promesa, a donde acuden cientos de colonos, una tierra de violencia, de especulación de terrenos, de esperanzas, de miedo, de lucha, de supervivencia… Se trata de una tierra regada por la sangre de quienes estaban (los pueblos nativos) y de quienes llegan (los colonos procedentes del este) para ocuparla y hacer realidad la promesa de bienestar y de futuro anunciada en los panfletos por los promotores del lugar, un paraíso rico y fértil que unos quieren mantener y otros desean poseer. ¿No hay lugar común? Horizon, capitulo 1, entretiene por aquello de ser un western que, si bien no aporta novedad al género, no lo hace de menos; sin embargo, por ese mismo motivo de ser lineal, en las historias que propone (en las que se dejan ver extensos espacios abiertos, pueblos en construcción, poblados en destrucción, militares, colonos, caravanas, indios, vaqueros solitarios, asesinos, mujeres aguerridas…), acaba por aburrir. En todo caso, no se puede negar que Costner haya querido aportar su grano de arena al western, desde aquel joven pistolero juguetón y parlanchín de Silverado hasta su maduro y lacónico Hayes Ellison. En definitiva, en su madurez, pretende honrar el género jugando cartas tan manoseadas como la colonización, hace décadas llamada la conquista del oeste, y el enfrentamiento entre el “hombre blanco” y las tribus indias; también entre buenos y malos, puesto que esa fórmula simplista de ver la vida gusta a la mayoría. Por lo general, el público prefiere la leyenda, el mito, el cuento, aunque siempre sea el mismo, a la realidad y entonces, suspiro y pienso en Ford y El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shots Liberty Valance, 1962), el western que marcó mi infancia y mi afición al cine…