Hablando de impresión, a la luz del sol naciente, en la publicidad que me saltó por la mañana, en una red social en la que, como en esta u otra, comparto alguna cosa sin importancia, como puedan serlo algunos de mis pensamientos y de mis trabajos, leí un anuncio sobre una Inteligencia Artificial, no recuerdo cuál ni tengo interés en saberlo, porque lo que me impresionó e interesó fue que la empresa de turno animaba al consumidor a simplificar sus textos, ofreciendo a su potencial usuario un servicio gratuito, adjetivo este que, de no estar arropado por mi aceptación de que apenas somos dueños de nuestras vidas y de que somos objetivos y objetos comerciales, me haría temblar, más que pensar en qué intención oculta persigue quien oferta la gratuidad. Obviamente se trata de perseguir un beneficio, pero ¿de qué tipo? No lo dice, tampoco voy a detenerme en ello. Prefiero hablar de la invitación que animaba a “simplifica(r) cualquier texto” con el uso de su inteligencia, como si la simplificación de cualquier texto lo enriqueciese y, de paso, a quien aceptase la simplificación —que no es lo mismo que la sencillez—, cuando, en muchos casos, produce el efecto contrario. A veces, es necesario no simplificar porque el pensamiento implica y precisa desarrollar una complejidad que de limitar el número de palabras —significados y significantes— estaría limitando el número de posibilidades, de ideas y de capacidades intelectuales y emocionales de la persona. ¿Es eso lo que queremos? ¿Mayor limitación para nuestro pensamiento y nuestro corazón, por tanto, para nuestros sueños e idea de libertad? Solo puedo responder por una persona, y tengo clara su negativa y su afirmación “me gusta pensar, soñar y latir”. Ya antes les gustó a muchos, ahora a tantos y después espero que continúe gustando. Y al tiempo que yo lo hago, lo hacéis vosotros, pero ya no se trata de lo que hacemos y queremos hacer, sino de lo que nos hacen querer y creer que debemos hacer, decir y pensar. De andar por ahí Descartes, le diría “a ver, chaval, cuéntame eso de que piensas luego existes…”
El pensamiento parece haber ha perdido su valor liberador, tal vez ya el existencial, el que invita a preguntarse por la propia existencia del yo y el nosotros en la vida. Ahora parece que cuesta hacerlo, que es mejor no “complicarse” y buscar una liberación que nunca libera, tras una larga y cansina jornada laboral, porque al día siguiente se sentirá la misma necesidad de descansar y así hasta el fin de semana, en el que la sensación de liberación quizá aumente, para desaparecer el domingo al atardecer y así en un ciclo vicioso sin fin. Pero eso no es lo único preocupante, sino también el “canibalismo” entre ciertos consumidores que “devoran” a quienes se apartan del plan establecido, que ni siquiera es suyo, de esa homogeneidad que se disfraza de diferente. Si ayer se podía ver claramente en manos de quien estaba el poder, en manos de jerarcas religiosos y políticos absolutistas y totalitarios; hoy, es difícil precisar dónde y quién ostenta tal poder, el de decidir por nosotros. ¿Empresas? ¿Medios? ¿Anónimos? ¿Personajes que asumen un rol cara la galería, pero aceptando en su “casa” que el verdadero es otro? En todo caso, se trata de que ya todos somos parte del consumo, que consumimos a dolor, sin fin, sin detenernos a pensar. Total, ¿para qué?, si ya pensarán otros por nosotros. Ese “pensarán” no es un tiempo futuro, es el presente, porque ya lo hacen, como ya lo hicieron en el pasado. Respecto a esto no hay novedad; la hay en que ahora somos un producto de consumo, somos el contenido del que se alimenta la red, llegando a ser consumidos y engullidos por el vicioso círculo de crear y crear. Pero, ¿para qué? ¿Para quién? ¿Para nosotros? Somos quienes damos el aliento vital a nuestro mundo, también deberíamos darle pensamiento y sentimiento, no la apariencia de ambos. Somos ya adictos de la apariencia, de lo instantáneo y de lo desechable, del automatismo, antes lo éramos de otras cosas, en otra realidad, en otro espejismo en el que sabíamos que no teníamos voz, ahora eso ha cambiado, nos han hecho creer que se nos ve, se nos escucha o se nos lee. Algo así como que somos importantes, ¿lo somos? Sí, pero solo para nosotros y para los pequeños núcleos de los que formamos parte. En esto, como cantaba Julio, la vida sigue igual. Por otra parte, es innegable que llevamos tiempo viviendo el final de una era, en realidad estamos al inicio de otra, cuestión que no se le escapa a nadie, como tampoco que el cambio viene de atrás. La tendencia a reducir en el sistema educativo, donde el alumnado, apoyado por el propio sistema que les concede la sensación de que tienen el poder en sus manos, ya no duda a la hora de exigir a la docencia mayor simplificación en el contenido, o en las redes sociales, en las que se exige silenciosamente no escribir más de cuatro líneas y una idea simple, para evitar leer, ya marca ese periodo de transición con el asentamiento del no pensar y de la defensa del escribir mal y del leer poco, una defensa intransigente que en su intolerancia a la crítica, elimina la autocrítica y se convierte en dictadura, cuando no en reino de terror que persigue y condena a quien llame la atención sobre la necesidad de un uso correcto de la ortografía; ya no de la gramática ni la sintaxis, que esa es otra historia de horror para el pensamiento tranquilo, el que se toma su tiempo, su calma, (auto)crítico y reflexivo, el cual parece encontrarse en peligro de extinción...