jueves, 21 de agosto de 2025

Factótum (2005)


Alter ego literario de Charles Bukowski, Henry Chinaski (Matt Dillon) no se rebela contra la vida, sencillamente es alguien que va por libre, tal vez huyendo de ella para no verse atrapado y devorado. Habita en los bares, en los asilos, en pensiones de mala muerte, entre otros lugares marginales donde comprende que la comedia de la vida es el drama y que el drama es su comedia. Chinaski asume que dicha comedia consiste en ir dando tumbos, en sobrevivir, en beber, en escribir, en tener sexo y en seguir golpeándose. <<Me parece que la vida está totalmente desprovista de interés —comenta Bukowski en Lo que más me gusta rascarme los sobacos—, y esto sucedía especialmente cuando trabajaba ocho o doce horas al día. Y la mayor parte de los hombres trabajan ocho horas por día un mínimo de cinco días a la semana. Y tampoco ellos aman la vida. No hay ninguna razón para amar la vida para alguien que trabaja ocho horas al día, porque es un derrotado. Duermes ocho horas, trabajas ocho, vas de un lado a otro con todas las tonterías que tienes que hacer. Una vez discutimos esto con un amigo y vimos que uno que trabaja ocho horas al día con todas las restantes cosas que tiene que hacer, recoger el permiso de conducir, comprar neumáticos nuevos para el coche, pelearse con la novia, comprar comida: a alguien que trabaja ocho horas al día le quedan solo dos horas o una hora y media libres para sí mismo. Puede vivir de veras solo hora y media al día. ¿Cómo es posible amar la vida si solo se vive una hora y media por día y se pierden todas las demás horas? Y esto es lo que yo he hecho durante toda la vida. Y no la he amado. Creo que si hay alguien que la ama es un enorme idiota. No hay manera de poder amar este tipo de vida.>>* De hecho, el Chinaski cinematográfico de Factótum (Bent Hamer, 2005), también el de Barfly (Barbet Schroeder, 1987) y el literario, no ama ese tipo de vida programada por otros y cuyo esfuerzo (y beneficio) es para otros, de horarios laborales y cansancio o vacío existencial que no le permiten existir en plenitud; tal vez, por ello, se decante por la bebida, el sexo y la escritura, por la marginalidad y la filosofía de la barra de bar, pues estas le alejan de esa cotidianidad que esclaviza y que él rechaza, aunque a veces deba vivir en ella.



*Charles Bukowski: Lo que más me gusta es rascarme los sobacos.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Green Zone: Distrito protegido (2009)


Un soldado que hace preguntas, que duda de lo que le dice el mando, es un mal soldado, puesto que obedece antes a su pensamiento crítico que al total acatamiento del discurso de sus “superiores”. Si uno acepta tal afirmación y se atiene a ella, podría decirse que el alférez Miller (Matt Damon) es uno pésimo, porque resulta que piensa y reflexiona, cuestiona en alta voz y quiere conocer la verdad sobre las causas que han deparado la guerra y la intervención estadounidense en Iraq. Para él, los motivos lo son todo, es decir, ha de haber una justificación para que estén allí, a miles de kilómetros de sus fronteras y de sus hogares; en los hogares de otros, matando y muriendo. Pero esa causa que, a sus ojos, legitima no aparece más que sobre el papel y en las palabras de Clark Poundstone (Greg Kinnear), el maquiavélico funcionario de Defensa encargado de conducir la situación hacia donde le interesa; maquiavélico porque para el político el fin lo es todo y todo vale para alcanzarlo, aunque tal final no depare más que un cambio en el conflicto. De modo que no sorprende que Miller acepte trabajar para Martin Brown (Brendan Gleeson), el agente de la CIA en Bagdad; pues esta colaboración le brinda la oportunidad de descubrir qué se esconde tras tantos “palos de ciego” por territorio iraquí, sin que las “armas de destrucción masiva” aparezcan. Miller quiere encontrarlas, de hecho, su equipo se encarga de la búsqueda, pero los resultados son estériles. No hay ni rastro, tal como ya habían apuntado los investigadores enviados por la ONU antes del ataque estadounidense sobre Bagdad que sirve de prólogo para Green Zone: Distrito protegido (Green Zone, 2009). Pero, como le dice el agente, <<la cosa es más compleja>>…

Al igual que hizo en las películas de la saga Jason Bourne, Paul Greengrass prioriza en Green Zone la acción adrenalítica o, como suele decirse, no concede un momento de respiro al público, aunque en el film haya algo más que pirotecnia, como lo hay en Domingo sangriento (Bloody Sunday, 2002), en United 93 (2006) o en 22 de julio (2018), también en Capitán Phillips (Captain Phillips, 2013). Las cinco beben de la historia contemporánea y reproducen cinco momentos puntuales en los que la violencia y el terror cobran protagonismo. En ellas, se detallan los hechos en presente, cual reportaje sobre el terreno, pero, en cierta medida, en Green Zone dicha crónica expone el instante presente como una ventana al pasado en el que se gesta la excusa que, cara Miller y el resto de la opinión pública, había legitimado la guerra de Iraq en 2003; esa “casus belli” que da vía libre a lo que sucedió después. Es decir, dicha causa depara el ahora durante el cual Miller deambula por el caos en compañía de Freddy (Khalid Abdalla). La situación resultante es fruto de la mentira que se hizo pasar por verdad, para legitimar la intervención y la guerra, la de Bush, hijo, la continuación de aquella de 1991 liderada por su padre; aunque ahora poniendo fin al viejo amigo americano Sadam, el mismo que habían apoyado en la década de 1980, para que les sirviese de colaborador en Oriente Medio, sin juzgar ni censurar sus brutales métodos totalitarios.

La “casus belli” no es novedad del siglo XX. Existe desde las primeras guerras y siempre suele ser similar, aunque adaptada a la época y a los actores. Sus variantes no exigen excesiva inventiva. Sus creadores y promotores solo aprovechan la posibilidad que se presenta a su alrededor o las que ellos mismos apuran para justificar su agresión o su decisión. La diferencia reside en la propaganda y en los medios disponibles. En la actualidad, las herramientas de la propaganda son numerosas y capaces de borrar de la memoria general lo que se dijo unos minutos antes para afirmar, segundos después, lo contrario. Pero más curioso todavía, lo que me llama más la atención, es el porqué la gente se deja arrastrar por esa propaganda. ¿Por qué la cree y no la duda? ¿Por qué la obedece y a quién beneficia esa obediencia ciega que, de tan común, ya pasa desapercibida? ¿Cuales son los fines que persiguen? Hay tantas preguntas que se nos escapan, que alguien como el personaje de Matt Damon no se plantea las suyas hasta que duda, entonces deja de acatar y actúa como individuo pensante, también como héroe, ya que en el cine de Greengrass los héroes (o la actitud heroica) existen, surgen en determinados momentos, cuando la situación lo exige. La búsqueda infructuosa, la ausencia de la causa bélica que justificaba la intervención y su sacrificio (para él, el de todos los soldados), le plantea interrogantes que necesitan respuestas veraces, precisas y reales, y precipita su toma de conciencia: el ser persona consciente de qué la teoría (la versión oficial) y la práctica (la realidad que vive sobre el terreno) difieren. Así, su deambular por Irak cambia, más si cabe al conocer al personaje que le hará las veces de guía y traductor. Un hombre que solo pretende lo que cualquiera: vivir sin miedo; y que le dice <<no eres tú quien tiene que decidir qué tiene que pasar aquí>>. Obviamente, las palabras de Freddy pretenden hacerse oír más allá del alférez; se dirigen al público, también a un país que ha intervenido fuera de sus fronteras justificando u ocultando, de forma amistosa o belicosa, poniendo y deponiendo, a la luz y en la sombra…

lunes, 18 de agosto de 2025

Werner Herzog y el camino


Siempre que camino, pienso; y siempre que pienso, camino. ¿Son dos actividades distintas, aún cuando van acompasadas? Me cuesta encontrar respuestas, a menudo ni las quiero, porque me gusta el caminar y pensar sin precisar objetivos, sin explicarme finalidades en las que solo veo etapas que transitar o de las que alejarse. No me obsesionan las metas, no son importantes; solo hacen e insisten en que lo parezcan. Me decanto por dar pasos propios que en ocasiones siento extraños. Antonio Machado versificó <<Caminante no hay camino, se hace camino al andar…>>, y no le faltaba razón ni sentimiento al poeta al escribirlo, pues la existencia humana no deja de ser un sendero repleto de curvas y de ramificaciones que cada quien ha de andar hasta que deje de hacerlo. Tal como el poeta, muchos otros lo hemos visto así y vivimos conscientes de estar caminando, en la quietud y en movimiento. ¿Cuál es nuestro destino? La respuesta no es importante, lo importante es el caminar. <<Mi primer paso es firme. Y la tierra tiembla. Cuando camino, es un bisonte el que camina. Cuando descanso, es una montaña la que reposa>>, dice Werner Herzog una vez en marcha. Así es su vida y su cine: un constante caminar, lo que quiere decir, que se encuentra dispuesto al movimiento, al viaje, a aceptar los imprevistos del camino, intentando superar los obstáculos no siempre salvables, tantas veces sin rumbo fijo, avanzando o retrocediendo, pues, en ocasiones, regresar sobre los pasos dados posibilita el descubrir nuevos caminos o aquellos que, con anterioridad, pasaron desapercibidos. También el descansar forma parte de cualquier viaje, es necesario el detenerse y contemplarnos y contemplar nuestro alrededor. ¿Qué queda atrás? ¿Qué hay delante? A menudo ignoramos el pretérito y fantaseamos el porvenir en un presente siempre en fuga. Por mucho que caminemos atrapados en él, se nos escapa. Nacido en 1942, en Múnich, cuando el curso de la guerra anunciaba un cambio en el devenir del conflicto mundial, los aliados ya bombardeaban suelo alemán y uno de esos devastadores ataques aéreos convenció a la madre de Herzog para salir de la capital bávara y establecerse en las montañas de Sachrang, en el pueblo más remoto de Baviera, situado en un estrecho valle junto a la frontera con Austria. Allí creció el niño, en contacto con la naturaleza, con la tierra, lejos del mar, con sus costumbres y sus misterios, hasta que a los trece años regresaron a Múnich y descubrió la ciudad. Herzog inició su etapa educativa formal, mas esta no le atraía. La suya era la informal: el vivir en esa educación que uno comprende que nunca se completa, porque es la humana, la que se va haciendo y deshaciendo a lo largo de caminos que conducen a ninguna parte, a paradas imprevistas, a otras esperadas, y a encrucijadas donde elegir sin saber qué se esconde tras el horizonte, si picos o depresiones, si valles fértiles o desiertos en los que alguna fata morgana nos engaña, tal vez para hacernos ver que la vida es sueño o que soñamos vivir hasta que nuestro devenir nos despierte a orillas del fin del mundo o del mar manriqueño…

domingo, 17 de agosto de 2025

El fugitivo (1993)


Primero la televisión bebió del cine y después este lo hizo de aquella, cuando acudió a las series para inspirarse y jugar (lo que las productoras suponían) una apuesta segura, al menos a priori, puesto que se trataba de adaptar seriales cuya popularidad atrajera a las salas a su público, a menudo nostálgico —y el de la nostalgia es un buen negocio—, y a otro tipo de espectadores. Valgan de ejemplo Star Trek (Robert Wise, 1979), La familia Addams (The Addams Family, Barry Sonnenfeld, 1991), Maverick (Richard Donner, 1994), Misión imposible (Mission Imposible, Brian de Palma, 1996), Corrupción en Miami (Miami Vice, Michael Mann, 2006) o El equipo A (The A-Team, Joe Carnahan, 2010). Salvo excepciones, los resultados no deparan películas que se alejen de la mediocridad imperante en los medios de expresión más populares: cine, cómic, música o narrativa. Tal vez por gusto, más que por una mirada objetiva, diría que Misión imposible y Traffic (Steven Soderbergh, 2000) superan la media, y que algunas logran conquistar al público: la saga de Agárralo como puedas (The Naked Gun, David Zucker, 1988) o la de Misión imposible. Una de las más exitosas adaptaciones de teleseries a la gran pantalla ha sido El fugitivo (The Fugitive, 1993), basada en los personajes creados por Roy Huggins, también productor ejecutivo de la película dirigida por Andrew Davis, a partir del guion de David Twohy y de Jeb Stuart. La trama fílmica recoge la propuesta del falso culpable, Richard Kimball (Harrison Ford), que escapa para dar con el verdadero asesino de su mujer y demostrar su inocencia, pues fue hallado culpable de asesinato. La policía apunta que su móvil fue el dinero, pero esto choca con la realidad económica del buen doctor, en la que su labor de neurocirujano le permitía ganarse muy bien la vida. ¿Qué más quería, si tenía cuanto necesitaba? Sobre todo, para el público, resulta chocante tal idea, la descarta porque, desde el primer instante, Davis muestra la inocencia de un personaje enamorado de la víctima. Así nos posiciona a favor del protagonista, simpatizamos con él…

Las pruebas le señalan, a pesar de ser inocente, porque esa es la interpretación de la policía, del tribunal y se supone que del jurado (que no vemos en pantalla). El veredicto dictamina su culpabilidad y se le condena a muerte. Así, de ejecutarse la sentencia, no dejaría de ser un homicidio a sangre fría, un asesinato no muy diferente del que le acusan. La ley, sus ejecutores, estaría matando a una persona que, además, resulta ser inocente. En este punto surge una de tantas contradicciones “legales”, pero lo que prima en El fugitivo es la acción, la persecución, la fiesta; no el entrar a debatir cuestiones incómodas como el matar bajo el amparo de la ley, tema que sí abordaría Tim Robbins en Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995). A Davis, que venía de rodar dos thrillers de acción con Tommy Lee Jones, A la caza del lobo rojo (The Package, 1989) y Alerta máxima (Under Siege, 1992), (y a los guionistas) le interesa poner trabas en el recorrido del héroe inocente hacia su meta: dar con el verdadero culpable; hasta entonces, lo único que Kimball puede hacer es huir e investigar por su cuenta. Escapa aprovechando la situación generada por varios convictos, los que intentan fugarse del autobús que los traslada, y así el falso culpable también se convierte en fugitivo y en perseguido. Ahí, en la persecución, entra en juego Samuel Gerard (Tommy Lee Jones), una mezcla de cazador, asesino legal y agente federal a quien no le importa si su presa es culpable o inocente.

Cinco años después del estreno de El fugitivo, Gerard tendría su propia película, la menos afortunada US Marshall (Stuart Baird, 1998), pero en esta el protagonista es Harrison Ford, y la misión de Jones es la de ser su antagonista, aquel que debe atraparle y devolverle al corredor de la muerte. Aunque implacable, el agente no es un obcecado, ni un inepto, sino un tipo duro (y un personaje un poquito menos simple que Kimball, aunque para nada poliédrico) que va reflexionando el caso durante la búsqueda; al fin y al cabo, un poco de reflexión es lo que debería exigir cualquier búsqueda. Como en todos estas películas, el culpable ya ha salido al inicio, de modo que todo gira alrededor de la sorpresa que implica el descubrimiento de lo inesperado; aparte, resultan fundamentales el montaje, para conferir al conjunto apariencia de tensión, y el fondo musical de James Newton Howard, similar a tantos otros de la época, que abandona el fondo y, en no pocas ocasiones, cobra estruendo para enfatizar y condicionar esta película dirigida por Andrew Davis, responsable de varios éxitos comerciales en los 90, siendo El fugitivo la más exitosa de todas las suyas; aunque, si uno se detiene y contempla más allá del espectáculo y el ruido propuestos, ¿que queda? ¿Algo?

sábado, 16 de agosto de 2025

Rincones sin esquinas (historias)

<<Todos tenemos una historia detrás, a los lados y ante nosotros. También las ciudades poseen su propia historia y sus historias. Y todas son especiales y corrientes, y no hay nada de extraordinario en ser ambas, aunque el hecho de ser, lo sea. Dolor, felicidad, aflicción, esperanza, pérdida, culpa, búsqueda, memoria, sangre, amor, olvido,… existen en las piedras y en las casas, sobre el asfalto de hoy, en la tierra de ayer y en el aire de mañana. Caminan sus distancias, acompañando a los viandantes o aguardando en la siguiente esquina, en soledad acompañada o en compañía de la soledad. Las historias viajan con cada existencia, acuden a ella y forman parte de ella. A veces, la memoria las evoca o las rescata, otras aparecen cual fantasma que asusta, algunas llegan cual caricia que nos saca una o diez sonrisas. Las hay que recuperan lugares y personas, queridas y perdidas, olvidos que regresan en el sueño o en la vigilia. Las imágenes que preferimos nos traen dicha, viejos amigos y épocas en la que no logramos enfocarnos con nitidez porque ya son ensoñaciones. Nuestro rostro es la suma de las caras del ayer y del hoy, reflejos de interiores cambiantes. Las ciudades, los pueblos, el campo, la montaña, el mar, el río cercano, nos reflejan, nos acompañan y nos cambian, forman parte de nuestra identidad o, mejor dicho, nos identificamos con sus espacios, que son los nuestros o los creemos nuestros, según por donde se mueva nuestra cotidianidad y nuestra fantasía, puesto que cualquier lugar mezcla lo que es y lo que deseamos sentir que es…>>


El fragmento pertenece al libro Rincones sin esquinas, pp. 21-22.


Rincones sin esquinas se puede adquirir en el siguiente enlace: https://www.amazon.es/dp/B0DW4D4MRP?ref_=pe_93986420_774957520

viernes, 15 de agosto de 2025

Todo es mentira (1994)

El personaje de Coque Malla en El columpio (1993), el cortometraje con el que Álvaro Fernández Armero debutaba en la dirección, introduce el pensamiento de su personaje en la pantalla, afirmando <<Si es que todo es mentira…>>, para ir dejando escuchar su manera de pensar y de sentir hacia la desconocida interpretada por Ariadna Gil, quien, a su vez, piensa para sí y ambos para que los escuchemos. De esa manera, Fernández Armero nos hace testigos del diálogo entre dos interioridades que se desean, pero que temen dar el paso y descubrir la atracción que el uno despierta en la otra, y viceversa. Entre ellos, se establece un diálogo sin voz, sus cuerpos se muestran inseguros y evasivos, mientras que sus voces interiores dejan ver la atracción mutua que sienten. Es una relación efímera, solo posible en ese instante, hay que dar el paso o ya será demasiado tarde cuando el tren llegue a la estación y de allí arranque y los separe. Este tono de comedia juvenil, de pareja, de casualidad, agudiza el aparente hastío del personaje masculino en Todo es mentira (1994), el primer largometraje de Fernández Armero, en el que Coque Malla asume un papel similar, probablemente el mismo joven que en El columpio, que también siente hastío. Está harto de su entorno y asume la idea de irse a Cuenca, como idea de abandonar su vida madrileña, la cotidianidad que le aburre y en la que se encuentra a <<tías bordes y a tíos babosos>>. Pero Pablo, que así se llama el personaje, no se decide a emprender el cambio que, posiblemente, ni siquiera sepa hacia dónde orientar, salvo en la idea de cambiar, el “Cuenca” idealizado, aunque se verá obligado a un cambio real, cuando inicia su relación con Lucía (Penélope Cruz)…

jueves, 14 de agosto de 2025

Luces de candilejas (1954)



Alguna vez he leído que el musical es el género de la alegría y de la felicidad. Supongo que así será para quien eso piense, mas no para quienes lo ven como el género del kitsch (junto con las comedias de teléfono blanco, o rosa, y las más inaguantables: las protagonizadas por Doris Day), y quien no descubre la ensoñación rítmica prometida, la que presume fugarse de las leyes no escritas de la cotidianidad porque el protagonista habla al público o al vecino cantando, mientras una orquesta invisible musicaliza la partitura, o baila en las barbas a la policía que le sale al paso para imponerle su regreso a la falsa realidad. A veces, con excesiva frecuencia, se me atraganta el género, por insípido. Salvo sus canciones y el baile por el baile (la coreografía), ¿tiene algo más que expresar? ¿Alegría? ¿La transmite? ¿La contagia? Depende de quien conteste o en que películas se piense, pero, a veces, ni los ritmos ni las coreografías funcionan; tal vez porque hay ocasiones en las que ni siquiera los temas musicales ni las danzas pueden cubrir la ausencia de una farsa o de una fantasía que cantar y con la que atrapar la atención y la ilusión de quien contempla y escucha a los personajes cantando y bailando.


Cantar y bailar forman parte de la cotidianidad del musical, un género en el que la frivolidad también es cotidiana, y en el que la ñoñería suele reinar; aunque a veces lo hace con estilo, diría que también con cierta sabiduría, y un saber fugarse de la realidad digno de aplauso. Algunas de sus mejores obras escapan de la mediocridad y se asientan y deleitan en el espacio artificial  donde sitúan su ritmo y su sobrado magisterio. En esos casos, que son los menos y suelen estar en manos de los mismos creadores (Arthur Fred, Stanley Donen, Gene Kelly, Vincente Minnelli, Mark Sandrich, Alan Jay Lerner…) hay magia cinematográfica y el género regala un Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1934), que supera la mediocridad y la pesadez para ser ligera como los pasos de Fred Astaire, un Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), en la que, bailes y canciones aparte, se ofrece una caricatura (para nada hiriente) del paso del cine silente al sonoro, o un Camelot (Joshua Logan, 1967). Otras, también poseen renombre, pero no deparan la ilusión de estos dos títulos. Se tornan plomizas y la supuesta magia aburre hasta provocar el bostezo en los más aguerridos y el terror en quienes no tenemos ni el aguante ni la valentía para enfrentarnos a Brigadoon (Vincente Minnelli, 1954) o Luces de candilejas (There’s No Business Lilke Show Business, Walter Lang, 1954) y salir con la satisfacción y la sensación de haber vencido. Ante películas como estas, no puedo más que pensar que me divertiría más conversando con la mosca que acaba de entrar en la habitación. Pero ya se ha ido, así que regreso al musical, para decir que es un género complicado de llevar a la pantalla (y a un escenario). Precisa equilibrar bailes, canciones, humor o dramatismo, personajes e historia, si la tiene, y mostrar un todo homogéneo donde no desentonen ninguna de sus partes. Dicho equilibrio lo encontramos en El pirata (The Pirate, Vincente Minnelli, 1948), West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) o en la ya citada Cantando bajo la lluvia, sin embargo, se encuentra ausente en Luces de candilejas. Aun así, este musical dirigido por Walter Lang se sitúa entre los mejores realizados en la 20th Century Fox, aunque tampoco es mucho decir, pues el de Darryl F. Zanuck no era un estudio que destacase precisamente por sus aportaciones al género...

miércoles, 13 de agosto de 2025

Arthur Schopenhauer y El arte de tener razón


Tener razón no siempre incluye el estar en posesión de la verdad, puesto que se puede razonar para alcanzar la validez de nuestras tesis, aun cuando estas sean falsas y desvirtúen la verdad expresa por otros. Esto puede lograrse de varias maneras, incluso hay expertos en la materia, en el cine encontramos ejemplos de abogados y políticos; en la realidad, también. A temprana edad, el imponerse o el imponer criterios se deja ver en los parques infantiles y en los patios de las escuelas, donde los niños se enzarzan en discusiones en las que recurren a diferentes mecanismos y estrategias para lograrlo, desde la burla a las manos, pasando por el insulto, el dame la pelota que es mía o el hacer pasar por idiota al rival, para ganarse las simpatías de los compañeros que observan y así verse vencedor ante su público, el cual tampoco sería capaz de ver la verdad, porque no la reconocería; y de hacerlo, tal vez no le importase. Tanto unos y otros, ya sea en la infancia o en la edad adulta, son capaces de hacer pasar por falso lo ajeno y por verdadero lo propio. Siendo sinceros, entre dos o más litigantes, ¿es la verdad la finalidad de su discusión o de su debate? ¿Importa la verdad, incomoda si es otro quien la posee o solo se busca salir victorioso, aunque venza lo falso? En realidad, visto lo visto, y aquí no se trata de cinismo ni de pesimismo, sino de una realidad que se encuentra allí donde dos, tres o cinco discutan, si me pregunto a quién le importa la verdad, si esta va contra la razón de una u otra de las partes que litiga (o incluso de ambas), ¿qué responder? ¿A una minoría menguante, tan reducida que apenas tiene voz pública? ¿A una gota en el océano? ¿Quién acepta su error, sin antes rebatir, insistir, tergiversar, insultar, “morir” o “matar” en el intento de defenderlo a toda costa?

Somos de natural ignorante, pero no del ignorante que siente curiosidad y deseo de aprender, sino de aquel tipo embrutecido en el que ya lo sabemos todo o lo que sabemos es la suma de razones y apariencias que asumimos como verdades incuestionables. Lo cual no deja de ser cuestionable, aparte de evidenciar que el querer tener razón es innato al ser humano; mas no lo son las técnicas para imponerla. Así, quien domine la dialéctica puede hacer pasar por erróneo aquello que vaya en contra de sus tesis, de su política, de sus afirmaciones. Para analizar esto y ofrecer estratagemas que puedan prevenir el ataque y ayudar a vencerlo, Arthur Schopenhauer escribió 38 maneras a las que recurrir. Pero lo interesante de su breve propuesta no reside en las soluciones u opciones que ofrece, sino en la diferencia que establece entre verdad y la apariencia de verdad, así como afirma una realidad incontestable: que todos queremos tener la razón y pocos queremos reconocer nuestros errores o la falsedad de nuestras afirmaciones. Antes somos capaces de hacer lo posible y lo imposible para hacerlos pasar por aciertos y, de paso, descalificar lo dicho por aquel que contradiga lo nuestro. Hay quién es capaz de desbaratar ideas verdaderas mediante el uso de la dialéctica, para el filósofo el arte de tener razón, y de hacer pasar por mentiroso a quien dice la verdad. Pero esto no es novedoso, lo llevamos impreso de fábrica, tal vez sea debido a lo que el alemán llama vanidad innata o que en algún punto de nuestra evolución empezamos a priorizar lo del uno sobre lo del otro, porque ese uno éramos nosotros…

Schopenhauer inicia su breve tratado definiendo la dialéctica erística como el arte de discutir y matiza que se trata de discutir de tal manera que se tenga la “razón” tanto lícita como ilícitamente, claro que esto sucede porque reconoce que al ser humano le cuesta aceptar que la verdad la tiene otro y que la tesis que defiende es errónea, incluso una tontería. Pero eso da igual, sea verdadera o falsa, todos quieren tener razón y así muchos se enzarzan en discusiones cuyo mayor ejemplo mediático pueden ser en la actualidad los debates públicos entre políticos o sucedáneos. ¿Y por qué se da esa necesidad de tener razón, sin importar si la verdad está de nuestra parte?, se pregunta el filósofo alemán, para responderse que por <<la maldad natural del género humano>>. No duda en expresarlo, ha prestado atención al asunto y comprende que <<si no fuera así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliera a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si esta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro…>> Acusa a nuestra vanidad natural, belicosa cuando se siente atacada, aunque nadie la ataque, de querer imponerse ante lo que siente como amenaza, de ahí que lo de menos sea que las ideas y opiniones que defendamos sean falsas y las del oponente verdaderas. En ese enfrentamiento dialéctico, discusión en la que unos y otros pretenden imponerse, sin tener en cuenta dónde se encuentra la verdad o quién la posee, <<lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.>>…

martes, 12 de agosto de 2025

The Man Who Thought Life (1969)

La década de 1910 fue esplendorosa para la cinematografía danesa, que iba a la cabeza de la evolución cinematográfica, pero mediado el decenio, en parte debido a la situación bélica que atravesaba Europa, fue decayendo hasta pasar desapercibida para el resto del mundo, en el que se iba imponiendo el cine estadounidense. Sin embargo, la danesa nunca dejó de producir, mas sus películas no eran distribuidas en la mayoría de países. Así, su pequeña industria cinematográfica ha pasado desapercibida en otras latitudes, lo mismo que sucede con otras muchas, y títulos como The Man Who Thought Life (Manden der tænkte ting, 1969) no fueron estrenados en España, ni en Portugal, ni en Latinoamérica, entre otros lugares del globo; ya no digamos en otros planetas, que es un mercado al que aspiran el cine chino, el indio y el estadounidense. Descubrirla, pues, me parecía una idea atractiva, pero la primera impresión que me produjo, la deparada por sus primeros minutos, fue la de “esto ya lo he visto antes”. Posiblemente, se debiera a sus influencias, las que se dejan notar de las nuevas corrientes cinematográficas europeas, sobre todo de la nouvelle vague. Entonces, pensé que en esa época (la de los años sesenta) el director de cine quiere ser artista, que se le reconozca como tal, y para ello debe insistir en su obra. Así que lo de menos parece ser centrarse en los personajes y en la historia a contar. Se prioriza la forma, algunas de las cuales habían sido descartadas en el período silente, incluso hay que ni siquiera pretenden contar historia alguna. “¿Para qué insistir, si siempre son los mismos temas?”, quizá se plantease alguno y se respondiese que “hay que dejar claro que se conoce la técnica, que la cámara me obedece y mis planos aspiran a ser obras de arte”. Pero no por pretenderlo se consigue ni arte ni obras maestras. ¿Cuantas existen de estas? Muy pocas. ¿Una entre cada mil películas producidas?

El Hollywood clásico (y el actual, también) parecían tener un par de moldes de donde salían la mayoría de sus productos, salvo la de ciertos cineastas, unas y otras podrían pasar por obras de cualquiera y todas productos de su industria. Tal sensación de repetición también me la producen las producciones salidas de los nuevos cines u olas. Muchas me parecen salidas del mismo patrón. Es inevitable, tras la novedad, o lo novedoso, a base de repetirse, esta se convierte en hábito. No resulta complicado ubicarlas en el tiempo, ya sea por su iluminación, por sus ángulos de cámara o por planos filmados desde la Luna o allí donde el cineasta cree que lucirá su pericia e inspiración, que luego será elevada en un montaje al que no le importa parecer brusco. Esto iba pensando mientras contemplaba este film del danés Jens Ravn basado en la novela de Valdemar Holst, por lo tanto, también me dije que si tenía base novelística tendría que tener historia. Efectivamente, The Man Who Thought Life la tiene, igual que posee los rasgos característicos de los cines de los sesenta. Ravs mezcla géneros para hablar de la fantasía, la realidad y la locura. Introduce la idea de que todo lo que salga de la normalidad, que es aquello que se da por válido y ordenado, de la explicación aparentemente racional, está condenado al rechazo, a generar temor, al menos hasta que logre incorporarse a lo habitual y explicable dentro del orden que anteriormente lo habían rechazado. La excusa para hablar de ello la encuentra en el cerebro, ese íntimo desconocido desde el cual nos identificamos e interpretamos el mundo. El del antagonista es capaz de crear materia. La crea a su antojo, para su placer, salvo que no puede crear un ser humano y mantenerlo en el tiempo como sí hace con sus puros y su coñac. Por ello necesita la ayuda del doctor Max Holst (Preben Neergaard), un prestigioso neurocirujano, a quien cuenta su secreto y a quien presionará para que lo opera y así lograr liberar esa parte del cerebro que le posibilite que sus criaturas sobrevivan en el tiempo como cualquier otro ser vivo. Con su poder, Steinmetz (John Price) puede lograr comodidades materiales, pero, tal vez, aspire a tener compañía, pues la vida que crea no puede mantenerla más allá de un instante. Es efímera, mucho más efímera que la natural, y su deseo es que perdure. En realidad, su deseo y su aspiración es la de ser Dios y, para lograrlo, necesita la ayuda que el psiquiatra le niega. Esta negativa cambia el tono del film, introduce la intriga, la que depara la suplantación de identidad que despoja a Holst de cuanto es, salvo de sí mismo. Ya nadie lo reconoce como él, ni siquiera Susanne (Lotte Tarp), su prometida, que ahora está apunto de casarse con otro él, el que Steinmetz crea una y otra vez para presionarle y lograr lo que se propone…

viernes, 8 de agosto de 2025

Colors (1988)


El cine de policías de la década de 1980 toma la pareja de contrarios para crear sus héroes dispares, más o menos cómicos en la oposición de sus rasgos y comportamientos, en films que no pretenden ser un reflejo de la cotidianidad policial ni delictiva en las calles. Más bien, buscan la adrenalina, algún chiste fácil, la evasión de la realidad y el aumento del consumo de palomitas. Para ello, se potencia una imagen policial y urbana, que ya había asomado en “los setenta” en largometrajes como El rastro de un suave perfume (Hickey & Boggs, Robert Culp, 1972), en las antípodas del policiaco del decenio anterior, que era más amargo, pesimista y nada condescendiente con el público al que exigía un esfuerzo y al que situaba ante situaciones hirientes de una realidad en la que el “sueño americano” ya no tenía cabida.


Si hago un pequeño esfuerzo memorístico logro recuperar títulos de los ochenta como Límite 48 horas (48 Hours, Walter Hill, 1982), aunque en esta uno de los miembros del dúo es “caco”, Arma letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1985), Danko: calor rojo (Red Heat, Walter Hill, 1988), Tango & Cash (Andrei Konchalovsky, 1989), Socios y sabuesos (Turner & Hooch, Roger Spottiswoode, 1989), de pareja humana y canina, o El principiante (The Rookie, Clint Eastwood, 1990), que si bien está realizada en los 90 no desentona dentro de este puñado de títulos, al que también se podría añadir films posteriores; por ejemplo Colegas a la fuerza (The Hard Way, John Badham, 1991), en la que el dúo lo forman un policía y un actor que busca en su relación con el anterior su personaje para su próxima interpretación. Pero las únicas que me vienen a la memoria que pretenden tomarse en serio la relación entre policías, de estos con su oficio y con la realidad de las calles son Distrito Apache: el Bronx (Fort Apache, the Bronx, Daniel Petrie, 1981), que tiene más de los 70 que de los 80, y Colors (Dennis Hopper, 1988), que parece querer recoger el testigo de películas como Los nuevos centuriones (The New Centurions, Richard Fleischer, 1974), aunque no alcance el nivel de contundencia y pesimismo del film de Fleischer, cuya capacidad narrativa va por delante de la de Hopper, cuya película más popular fue su primer largometraje: Easy Rider (1969), en la que la pareja protagónica se encontraba al margen ya no solo de la “ley”, sino de la sociedad, en el desencanto y la huida…


En Colors, Hopper, que ya no era ni tan joven ni tan rebelde con o sin causa, cambia de lado y se posiciona dentro del orden. En concreto, concede el protagonismo a una típica pareja de policía, formada por un veterano y un novato cuyas veteranía y bisoñez ya quedan definidas en su primer encuentro; e irán desvelando sus modos de entender el oficio y las calles de una ciudad como Los Ángeles. El rótulo inicial habla de más de seiscientas bandas callejeras y de al menos setenta mil pandilleros. Ante esa cantidad de guerrilleros urbanos, jóvenes que nada tienen que perder, nihilistas de barrio, que encuentran en los colores de las pandillas la sensación de pertenencia que les niega una sociedad marcada por las diferencias de oportunidades, por las raciales, las educativas y las economías. Para ellos, las bandas, sus miembros, son sus familias, dicho de otro modo: el último refugio frente a una sociedad, un sistema y una situación que sienten les condenan a la marginalidad, a la violencia y, finalmente, a la criminalidad. Ante este elevado número de pandilleros, tanto la policía local como la oficina del sheriff han creado cuerpos especiales para combatir este tipo de crimen, en muchas ocasiones, relacionado con el narcotráfico y que depara la lucha entre bandas. A uno de estos cuerpos especiales, el C.R.A.S.H., pertenecen Bob (Robert Duvall) y Danny (Sean Penn), en quienes se descubren las dos perspectivas que Hopper nos acerca: el primero, conoce las calles y su oficio, su visión es amarga, pues comprende que la vida allí también lo es; el segundo presenta un aire chulesco, es vital, desconocedor de la realidad de esas mismas calles angelinas donde la marginalidad y las armas son parte del paisaje humano, esas mismas calles que unos interpretan de una manera y otros de otra diferente…

miércoles, 6 de agosto de 2025

Rapa Nui (1994)

Los temas y las situaciones se repiten en novelas, teatro o cine, pues todo parece reducirse a una serie de cuestiones humanas que van desde el amor a la venganza, pasando por las costumbres, la hipocresía social, la lucha contra las injusticias, la supervivencia, las supersticiones, el miedo a morir y, por ende, a vivir o la búsqueda de uno mismo en una vida que no sabemos si es sueño o pesadilla, o la mezcla de ambas. Vamos, lo que ya se encuentra en el teatro de Shakespeare y en el de Calderón, en el Quijote cervantino o con mayor burla en Gargantúa y Pantagruel. Todo ello se desarrolla en los más diversos espacios, algunos reales otros inventados, urbanos, marítimos y rurales, incluso en desiertos áridos o helados y, por supuesto, en paraísos insulares como los de Moana (Robert J. Flaherty, 1926), Tabú (Friedrich W. Murnau, 1931), Ave del Paraíso (Birth of Paradise, King Vidor, 1932) o mismamente King Kong (Ernest B. Schoedsack y  Merian C. Cooper, 1933), que no dejan de ser los hogares cotidianos de sus moradores. Aparte, estas películas acercan a la gran pantalla las costumbres y los espacios isleños. Se hace con intenciones documentales en la de Flaherty y, en menor medida, en la de Murnau, que también iba a ser de Flaherty, mas en las cuatro se desarrollan ficciones, más o menos familiares para el público continental. No dejan de plantear historias humanamente comunes, ya sean de maduración, de amor o de rivalidades que podrían ubicarse en otros lugares, en otras islas, tal que la de Rapa Nui (1994). Hubo otras islas cinematográficas entre medias, hasta que, sesenta años después, Kevin Reynolds, producido por otro Kevin, Costner, con quien ya había colaborado con anterioridad en Fandango (1985) y Robin Hood (1991), realizó su viaje cinematográfico a una isla remota, la de Pascua (Chile), pero su distancia no era solo la que la separa del suelo continental sino la que le alejaba de nuestros días…


Reynolds sitúa su historia siglos atrás, además aísla el espacio como si el mundo se redujese a esa tierra y al agua que la rodea. Y tiene lógica, pues nadie, salvo el padre de Noro, ha salido de la isla. Todo se reduce a Rapa Nui, que tal nombre recibe por parte de sus habitantes, que se dividen en dos pueblos: los orejas cortas y los orejas largas. Los primeros son la clase trabajadora, prácticamente esclava, y los segundos, la clase dominante, la que manda en la isla, pues solo un representan de alguno de sus clanes podrá gobernar; esa es la tradición, el deseo de los dioses. La elección del “hombre pájaro” no es democrática, es competitiva, es decir, uno de los nobles accede al poder tras la victoria de su representante en la competición anual. Noro (Jason Scott Lee) será quien represente a los suyos, quien participará por su abuelo, supersticioso e infantil, que podría pasar por idiota a ojos de cualquier individuo continental de la época. Pero la explicación de su comportamiento reside en la propia manera de entender el mundo, por parte de la población insular y también porque así se describe en el guion de Reynolds y de Tim Rose Price. Respecto a esto, solo Maki (Esai Morales) muestra un comportamiento diferente, cercano al de Espartaco o al de un revolucionario marxista de finales del XIX o de buena parte del XX. Maki y Noro son amigos de la infancia, y ambos están enamorados de la misma mujer: Ramana (Sandrine Holt), pero esta ya ha decidido que su amor es para el segundo, lo cual resulta un problema para ellos, pues pertenecen a distintas clases sociales. Esta situación, así como que se vive en la isla, posibilita a Reynolds introducir entre la acción notas de racismo, clasismo, injusticia social, competición, sacrificio, revolución, salvajismo y amor. Pero, de eliminar el paisaje y la construcción de los moais, las  famosas figuras pétreas de la Isla de Pascua, el romance y la aventura no dejarían de ser dos más entre los miles ya filmados…

lunes, 4 de agosto de 2025

Miguel Gila y Un poco de nada

Hoy, 13 de diciembre de 2024, el cartero ha sido como una especie de Papa Noel, tal como aquellos que Miguel Gila recordaba de su niñez. Otros días es como una persona más, aunque vestida de uniforme azul y amarillo. Pero valga que en ambos casos herede, humanice y profesionalice por oposición el viejo cometido del olímpico Hermes. Mas el cartero es terrenal, bien lo sabía Bukowski, por ajeno al contenido de sus entregas, y cotidiano en su recorrido por calles, edificios y puertas a las que llamar. Casi siempre ignora quién le da acceso a los buzones, salvo que entregue en portería o establezca una relación como la mantenida con Neruda, a través de Antonio Skármeta en su Ardiente paciencia, o con algún vecino anónimo que sabe le abrirá porque siempre está en casa. Ignora si porta buenas o malas noticias, cumple su cometido y desaparece hasta la jornada siguiente. Esta mañana timbró y me trajo ilusión en formato tangible. Suena raro, pero a veces un objeto puede transportarla en su interior. Así de materialistas somos, incluso cuando respiramos, tal vez también cuando soñamos... Se trataba de un paquete bien embalado, así que no respeté el envoltorio y lo abrí lo más rápido que pude. Sabía que era un libro; de ahí las prisas y la ilusión que me desbordaba y que tuve que recoger para que nadie la pisara. No podía equivocarme: ¡qué forma tan insinuante!, mi vista y mi tacto así me lo comunicaban. El paquete envolvía un libro de tantos que ya me cuesta encontrar en las librerías físicas, salvo en las de segunda mano y descatalogados. ¿Cómo se puede descatalogar un libro? Suena triste. Pero hoy es un día alegre porque se trata de Un poco de nada, escrito por Gila, de quien había leído con anterioridad Y entonces nací yo. Memorias de un desmemoriado y Encuentros del más allá…

Ya por la tarde, avanzaba por sus páginas con la sensación de que Un poco de nada me recordaba en su estilo “libre” a mi libro Rincones sin esquinas, lo que me venía a recordar que existen similitudes creativas y emocionales entre desconocidos, más allá de espacio y el tiempo, son aquellas que nos hacen familiares y, contrariamente a lo que las similitudes apuntan, también únicos. Se trataba de un texto imaginativo, pero realista, sin una narración lineal, pero sincera y directa a las cuestiones que plantea. Gila es mucho más que un humorista, es alguien que se expresa desde el humor, que hace de él una herramienta para abordar cuestiones carentes de gracia, como el momento en el que lo fusilaron y sobrevivió. Su lectura me deparó un instante humano que me acercaba a la persona y a su pensamiento, plasmado en escenas que existen entre lo que sucedió, el recuerdo y la evocación del protagonista: el propio cómico que recuerda sus inicios y su transitar abriendo vías y posibilidades. Gila no se limita a una narración habitual, eso sería atípico en un creador que no se limita ni reduce su historia a la sucesión de anécdotas ni al capricho sospechoso de un resultadista que quiera aprovechar su nombre para vender un título; pero resulta que Un poco de nada no es más de lo mismo si no un posible viaje por la evocación literaria e imaginativa de un tipo singular en quien más allá de lo contable está lo incontable: la sensibilidad, la honestidad, el talento y una pizca de amargura y de humor con la que aderezar la historia, la suya. Sus páginas me depararon instantes vitales, que son los que me llenan, los que me hacen reflexionar. Ahora, si alguien me preguntase un solo motivo por el que volvería a leer este libro, no le respondería al momento, pero me quedaría pensando y, tal vez, concluyese que la motivación para releer este viaje escrito por la memoria y por el pensamiento de Gila reside en su cercanía, en encontrarme de lleno en un espacio literario y emocional honesto, reflexivo, abierto a experiencias y a ideas compartidas, a otras ya leídas, algunas que en un primer momento me pasaron desapercibidas, las que pasan de largo en una primera lectura. Volvería a sus páginas porque se trata de una persona y de una obra que me valen la pena reencontrar. Soy de los que dicen lo que hoy no he visto, lo veré cuando vuelva, no tengo prisa en los viajes físicos ni el los literarios, no porque tenga más tiempo que el resto, sino porque el vivir los momentos que me deparan tipos como Gila, sin acelere ni objetivos, más allá de la propia lectura, me permite el transitar que deseo, incluso me permite volver a lugares y líneas recorridas en el pasado, un pretérito que ahora, en el presente en el que escribo, ya es otra, ya es diferente, ya es un poco de nada y tanto de mucho…

domingo, 3 de agosto de 2025

Leones por corderos (2007)


Durante una de las escenas de Leones por corderos (Lions for Lambs, 2007), el profesor de Ciencias Políticas Stephen Malley (Robert Redford) le viene a decir a su díscolo alumno Todd Hayes (Andrew Gardfield) que participar del supuesto proceso democrático —acudiendo a manifestaciones y desfiles o pegando sellos y carteles, supongo que en campañas electorales— es mucho mejor que su escepticismo crítico, casi nihilismo, con el que critica la política de su país. Pero, acaso ¿la crítica y la autocrítica no son indispensables para señalar aquello que no funciona? ¿Se equivoca el alumno o el profesor? ¿Sin una actitud crítica, que ciertamente implica algo de pesimismo y de escepticismo, cómo mejorar el sistema, hacer de él lo que presume ser? En realidad, quiere hacerle pensar, que salga de una actitud apática, pues la crítica implica que luche por un futuro, que demuestre su valía posicionándose, no a favor de los políticos, sino de la democracia; no a favor de la guerra, sino de la lucha pacífica por unos ideales perdidos u olvidados en los que Redford cree, pues cree en su país, en los valores que dice representar, en la prensa, aunque tal vez no recuerde que hay ocasiones en las que esta calla o se centra en noticias que desvían la atención —Ay, Redford, no siempre sucede como en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976)—, y en el heroísmo que ve en la juventud, a la que se envía a la guerra o que decide ir sin comprender que hay mucho que arreglar en casa. Tal vez sea el caso de sus antiguos alumnos Rodríguez (Michael Peña) y Finch (Derek Luke), que se presentaron voluntarios para combatir el mal…


Por su fe en el sistema, Redford quizá ya dé la respuesta a las cuestiones que plantea y a la duda que siembra en el alumno de su personaje, aunque parezca que quiere abrir un debate sobre si se persigue alguna mejora, si esta es posible, o si todo (incluida la postura aparentemente rebelde del alumno) se sitúa dentro del orden establecido por un poder cuya meta es perpetuarse, pero no analizarse en busca de sus males, de sus contradicciones y de sus fantasmas internos. Este encuentro entre docente y universitario abre uno de los tres espacios desde el que Robert Redford, a partir del guion de Matthew Michael Carnahan, aborda la política internacional estadounidense, la que desde la Doctrina Monroe (1823) aplica una especie de intervencionismo amigable —en el que parece decir: “haz lo que te digo y así no tendré que enfadarme”— allí donde los intereses llamen. Mientras que el no amigable depararía presiones, bloqueos, actos en la sombra y, finalmente, si nada de lo anterior funciona, la intervención directa.


Las primeras actividades de este estilo datan del siglo XIX, cuando se desata la colonización del oeste y la expansión meridional en la que arrebatan Texas, Nuevo México y Alta California al vecino del sur. Años después, se precipita la guerra hispano-estadounidense, que implantaría su influencia sobre Puerto Rico y Cuba, que se revelaría décadas más tarde, deparando una situación de inestabilidad para las pretensiones de la potencia del norte, que decidió en época de Kennedy el bloqueo estratégico y asfixia económica de la isla caribeña. Pero aquel 1898 también fue el año de la anexión de las islas Hawaii, las cuales, junto a las Filipinas, abrían la puerta al dominio del Pacífico. Su política internacional empezaba a cobrar cuerpo en el continente americano y aumentaba su presencia en el Pacífico, donde la japonesa, otra potencia en auge, tenía sus planes de expansión. ¿Era presumible que los intereses de ambas chocasen?


Del “América para los americanos”, o dicho sin americanismos, “el continente para los estadounidenses”, se pasó a “el mundo libre para nosotros y el que no lo quiera así, lo liberaremos a la fuerza”. Esta política tuvo su periodo de pausa entre guerras, cuando la política que dominaba era el aislacionismo y el New Deal. Aun así, algunas de sus empresas abastecieron combustible a los rebeldes franquistas durante la guerra civil española (1936-1939) o, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Roosvelt logró aprobar la “ley de préstamo y arriendo” con la que suministrar armas a Reino Unido y a la Unión Soviética, respectivamente su aliada de siempre y su enemiga natural. Tras la conclusión del conflicto y con la victoria aliada, la expansión estadounidense y la soviética cobraron nuevos bríos. La geopolítica había cambiado, se creaban dos grandes bloques.


Una demostración del nuevo poderío norteamericano fueron las bases en Alemania Occidental y Japón, que le permitían una mayor presencia sobre el terreno en Centroeuropa, al borde mismo de su rival, y en el Extremo Oriente (geográficamente, visto desde aquí). De paso, establecía una puerta de entrada para sus productos, que no tardarían en dominar los mercados nacionales de medio mundo y cambiar los usos de sus habitantes —la forma de vestir, jeans, camisetas, zapatillas deportivas, medias de nylon, nuevos hábitos, refrescos de cola, chocolatinas, goma de mascar o el jazz y el rock, sirvan de ejemplos de su colonización mercantil y “cultural”—, se pretendía guiar la política y la economía de sus países “amigos” e intentaba por la fuerza o por medios cuestionables marcar las del resto. Para ello siempre sirve la excusa de la seguridad del país y de sus ciudadanos, tal como sucedió con la intervención en Vietnam, un país al otro lado del Pacífico, adonde cientos de miles de soldados estadounidenses llegaron con la idea de estar defendiendo su modo de vida, pero no había ningún enemigo ocupando su suelo soberano, ni amenazaba con hacerlo...


Mirando de pasada la historia del siglo XIX y XX, Estados Unidos es la única potencia moderna que no ha sufrido una ocupación extranjera —al contrario que China, India, dominada por la corona británica, la Unión Soviética, Alemania, Japón o Francia— ni una serie continuada de ataques militares a su territorio —tal como los bombardeos alemanes sobre Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial o mismamente los aliados sobre Francia, antes y durante el desembarco de Normandía—. Su único ataque militar lo sufrió el 7 de enero de 1941, en Pearl Harbor, el que deparó su entrada en La Segunda Guerra Mundial, de la cual salió reforzada como la nueva gran potencia capitalista, sustituyendo a la británica. Desde entonces parece que Estados Unidos quiere llevar su ideología y sus marcas al resto del mundo, obtener recursos y controlarlos, escudándose tras el abstracto “libertad” —en palabras del senador Irving: <<como impulsor de la justicia y la rectitud>>—, pero sin contar con las ideas de aquellos a los que impone su política, apoyando, aupando o deponiendo a sus gobernantes. La historia aún recuerda muchos de esos manejos, solo basta buscarlos, pero la postura del senador republicano Jesper Irving (Tom Cruise) apela al presente, rechaza mirar ese pasado del que le habla la periodista Jannine Roth (Meryl Streep), a quien, por su ideología liberal de izquierdas, quiere convencer porque tenerla de su parte eliminaría cualquier duda, respecto a su política, por parte de la opinión pública. En todo esto, la meta no difiere de la perseguida por anteriores imperios que se expandían y ocupaban territorios en busca de aumentar su poder, su influencia y su economía…


Durante el siglo XX, ese movimiento imperialista estadounidense tuvo su reflejo antagónico en el practicado por la Unión Soviética en sus países satélites. Pero desaparecido el imperio soviético en 1991, el enemigo a señalar se había difuminado, ya podía ser cualquiera o ninguno, pero era inevitable encontrar alguno. Uno de ellos había sido un aliado cuyo comportamiento disgustó cuando invadió Kuwait en 1990; estaba claro que eso no se podía permitir, no por la invasión de un estado soberano —ya en 1979 la URSS había invadido Afganistán y en la década de 1980, en 1983, Reagan había ordenado la invasión de la isla de Granada, más que nada, quizás para tapar las operaciones militares clandestinas que se estaban llevando a cabo en algunos países de Centroamérica; nadie dijo ni pio, excepto Johnny en Rambo III (Peter MacDonald, 1988), que apoyó a los talibanes frente a los soviéticos, tal vez porque vivía día a día—, sino por la situación estratégica y su principal materia prima: el petróleo. Esta invasión por parte del líder iraquí era injustificable, pero también los crímenes cometidos por su régimen cuando todavía era amigo y se dedicaba a acabar con parte de la población del país que gobernaba dictatorialmente, en buena medida porque la política estadounidense lo quiso ahí, y nadie de fuera protestaba —obviamente, en un régimen totalitario como aquel, dentro, tampoco—. Era su aliado, hasta que se le fue de las manos y desafió a quien no debía.


Tras la guerra del golfo, Sadam continuó en el poder, puesto que todavía podía ser útil; mas no resultó así y hubo que deponerlo de una vez por todas. Así que en 2003, apenas una década después de la guerra liderada por George Bush, padre, el hijo, W., tuvo la suya en el mismo lugar que su progenitor y, para ello, necesitaba una justificación, su propia casus belli. La suya fue la supuesta tenencia iraquí de armas de destrucción masiva. Para tales justificaciones, la prensa resultaría determinante, puesto que la opinión pública —manejada por los medios— era la testigo de los hechos que había que legitimar de algún modo. De ahí que en el presente de Leones por corderos, con la guerra de Afganistán llamando a las puertas, el senador Irving conceda una entrevista a Jannine Roth, a quien quiere venderle una realidad que justifique el intervencionismo bélico estadounidense en Oriente Medio, apelando a la guerra contra el terrorismo que se desata tras el 11 de septiembre de 2001. Esta fecha, clave en el devenir mundial, suena en el film en boca de varios personajes. Aquel trágico día, el mundo estaba del lado estadounidense, tal como Jannine le recuerda al senador, las naciones le ofrecían su pesar y las simpatías internacionales que se fueron dilapidando tras los hechos y las decisiones que salieron a la luz más adelante; algunas han sido expuestas en el cine posterior, que se ha hecho eco de situaciones como la caza de terroristas, las instalaciones de Guantánamo o las intervenciones como la que cuenta Redford en el tercer espacio de su film: sobre el terreno, atendiendo a los dos soldados sitiados en algún punto de Afganistán, cuando en su despacho, el senador Irving habla de la guerra contra el terrorismo, la que afirma deben ganar a cualquier precio, tal vez para insistir en su poderío o que este no se ha visto mermado, una guerra en la que su tecnología y sus fuerzas especiales se enfrentan, según afirma, a un enemigo que considera medieval y fácil de derrotar. Algo similar debieron suponer aquellos que en la década de 1960 ocupaban cargos similares al suyo respecto al ejército de Vietnam del Norte…

sábado, 2 de agosto de 2025

Del vicio de caminar


Caminar es un vicio que practico desde que di los primeros pasos y no me arrepiento ni de la práctica ni de mi adicción. Al contrario, abuso de ella siempre que el tiempo me lo permite y supongo que algún día tal exceso me pasará factura. Mas por ahora, pongo un pie tras otro, en alternancia regular y continuada, sin tener que pensar que se trata de un movimiento mecánico que me libera de prestarle atención y permite que mi pensamiento piense en otras cosas. Las más, tonterías relacionadas con lo que hay alrededor, con sueños que se repiten, pero que ya no son iguales, con fantasías, realidades, alegrías y frustraciones que van quedando atrás, a la espera de las nuevas que lleguen, pero también me acompañan otras estupideces que llevo dentro. Así, me digo, todo parece igual, pero basta con detenerse un instante para ver que siempre se producen pequeños cambios, y que debido a su aparente insignificancia no nos sacan de la cotidianidad. No nos alarman ni asustan. Son los inesperados, aquellos que atribuimos a la buena o mala suerte, a los grandes acontecimientos de la vida, los que nos tambalean o los que simplemente cobran apariencia novedosa, esa que nos confirma que algo cambia a nuestro alrededor o mismamente en nosotros. Caminar me hace pensar en los pequeños detalles, en las casi invisibles evoluciones e involuciones que se producen en nuestra marcha. Tampoco voy a negar que, a veces, tengo mayores aspiraciones reflexivas y que pienso en cuestiones en apariencia más grandes. De esto iba hablando conmigo mismo ayer por la tarde, al tiempo que avanzaba en la lectura de Vida líquida, en la que Zygmunt Bauman ensaya sobre un mundo en constante fuga, más que en cambio, en el que nada perdura porque ya nada resulta ser sólido. Tal vez su lectura inspirase o guiase mi pensamiento, pero quizá no fuesen las páginas, sino ese puente ante el que me detuve un instante tal vez para decirme que ni siquiera la forma pétrea que tengo delante es inmune a los cambios, ese mismo puente que unos pasos después veo detrás o del otro lado. Al tiempo que lo pensaba, caminaba bajo uno de sus arcos y sin darme apenas cuenta la construcción no tardó en convertirse en la imagen pasajera que me costaba recordar…



viernes, 1 de agosto de 2025

Emil Cioran y Del inconveniente de haber nacido


Seguro que Emil Cioran no fue el primero en decirse que el nacer trae sus inconvenientes, ya solo fuera porque te obliga a morir y a pocos nos gusta tal idea, y no os digo el tener que estar sujeto a sufrirla (y a sufrir la de otros), cuando todavía uno está aprendiendo a lidiar con las paradojas de la vida. Cierto que pocos intentan tal aprendizaje, pues en mayor número se limitan a dejarse estar, hasta que dejen de estar, sin pensar que han estado… Pero, bien o mal mirado, tal vez estos sean los más sabios. Así es el contrasentido de la vida, que naces y al final te mueres, y ya no sabrás qué tiempo hará el día siguiente ni quien caminará sobre la Tierra un lustro, un siglo o un millón de años más tarde, pues, para quien muere, no habrá más jornadas, ni un antes ni un después. Esto queda para los vivos. Y Cioran, que lo era mucho en su lucidez, fue uno de quienes mejor pensaron y escribieron sobre las contradicciones de la vida, desde una postura crítica, un tanto nihilista, no exenta de humorismo, de honestidad y de claridad, por ejemplo en un libro que tituló Del inconveniente de haber nacido, publicado por primera vez en 1973, el cual depara una lectura de aforismos y reflexiones entre pesimistas e irónicas que desvelan lo bien que pensaba este exiliado rumano, asentado en Francia, pero que nunca se encontró en ningún lado, salvo cuando reflexionaba y escribía perlas como <<la lucidez es el único vicio que hace al hombre libre: libre en un desierto>> o <<siempre tenemos la impresión de que podríamos hacer mejor lo que otros hacen. Desgraciadamente, no tenemos el mismo sentimiento hacia lo que nosotros mismos hacemos.>> Acaso, ¿no? ¿Quién puede decir que estaba errado? De cualquier modo, en el desierto nadie te escucha. Pero no por ello la lucidez deja de tener valor. Al contrario, ya que se trata de una rareza adictiva que, quien da con ella, se engancha y ya no quiere dejar de pensar y descubrir el mundo que le rodea, al que pertenece no por decisión, sino porque ha llegado a él sin escoger ni la fecha ni el lugar, ni la familia, ni la ideología de esta ni su posición económica.

<<El pensamiento no es nunca inocente. Porque es implacable, porque es agresión, nos ayuda a romper nuestras trabas. Si se suprimiera lo que entraña de maldad, e incluso de demoníaco, habría que renunciar también al concepto de liberación.>> La lucidez es vicio que rompe cadenas y que no gusta a lo políticamente correcto, al orden establecido, ni a las multitudes que lo acatan fuera de ese desierto donde vaga quien disiente no por el hecho de disentir, sino por pensar y ver que no todo va bien, e intentar <<romper nuestras trabas>>. Claro que si al menos se callara, pero no, la mayoría de los lúcidos, van y hablan. Ay, presumidos de vuestro luminoso vicio, ¿cómo no vais a caminar por el desierto o permanecer en él cual Simón? O mismamente vivir aislados, en un cuarto de baño, en un intento de apartarse del mundo. Tal vez, por similar lucidez, ya sabe el dicho “dios los cría y ellos se juntan”, a Buñuel le diese por colaborar con Julio Alejandro y rodar Simón del desierto (1964) y a Juan Estelrich, partiendo del guion de Rafael Azcona, El anacoreta (1976). Y es que a Cioran tampoco le falta humor para hablar de la vida, ni sinceridad para abordar la no la muerte y decir que <<es imposible sentir que hubo un tiempo en que uno no existía. De ahí ese apego al personaje que se era antes de nacer>>. El verdadero inconveniente de haber nacido no es morir, que sí, por supuesto, aunque una vez muerto, ya siempre seremos el <<personaje que se era antes de nacer>>. Cioran habla de la vida, de como pueden arrebatarte la libertad, de como se puede vivir a ciegas o cegado, algunos menos buscando una posible luz que pueda evitar la sensación de que algo falla en todo este tinglado. Incluso llega a decir que <<el sabio es aquel que consiente en todo porque no se identifica con nada. Un oportunista sin deseo.>> ¿A qué se refiere? ¿A la postura de Lao Tsé o a donde hemos llegado, a la indiferencia? En cualquier caso, su visión, la expuesta en este tratado, contempla lo fanáticos e idiotas que somos y lo expresa sin vergüenza. Faltaría, pues Cioran es un auténtico vicioso de la lucidez y un tipo al que no le falta arte para exponer los resultados de su vicio…


El entrecomillado pertenece a Emil Cioran: Del inconveniente de haber nacido (traducción de Esther Seligson). Editorial Taurus, Madrid, 1981.

jueves, 31 de julio de 2025

No hay salida (1987)

En una de sus conversaciones con Henry Jaglom, Orson Welles comenta que <<cuando ves una película a la edad adecuada, la ves de otra manera; la valoras en su justa medida, la ves como realmente es>>. (1) Pero me pregunto cuándo es la edad adecuada, ¿antes o después? ¿Cómo saberlo? Pero tengo más preguntas, siempre me asaltan cuando más protegido de ellas me creo. Otra que me viene a la mente es cuánto tiempo puede permanecer bajo la cama el negativo de una Polaroid en una casa pulcra y en la que todo parece estar colocado en su sitio, incluso ese negativo, que permanece ahí abajo para que Scott Pritchard (Will Patton), un amigo, un admirador, un esclavo del secretario de Defensa David Brice (Gene Hackman), lo encuentre; sino, adiós suspense y a la carrera contrarreloj que se producirá lejos de esa habitación donde el mobiliario se ha preparado para que luzca en escena, tal vez porque a Roger Donaldson solo le preocupe el efecto y el ir preparando, abonando y sementando el terreno, para luego recoger el fruto. En cualquier caso, diría que ese cuarto se limpia con bastante frecuencia y que esa fotografía velada, en la que el rostro del fotografiado resulta irreconocible a simple vista, no ha sido dejada ahí por despiste, sino por la decisión de quien quería que todo sucediese así. Estoy por acusar al guionista Robert Garland, más que a Donaldson, el director, pero lo dejo estar y regreso a la cuestión de limpieza, porque en No hay salida (No Way Out, 1987) no dejan ni huella. Bueno, alguna sí, porque son necesarias para la buena marcha de la intriga. Lo cual tampoco resulta extraordinario, me refiero de nuevo a cuestiones de limpieza, más si cabe si un ministro, allí se dice secretario, paga el alquiler y supongo que el mantenimiento de su nidito de amor fuera del lecho conyugal donde, quizás, su mujer se la esté pegando con otro, ¿por qué no? ¿O, por ser político, solo él va a saber de engaños e infidelidades? Pero esto no importa, solo es relleno para el texto, como también lo fue la pregunta que me permitió introducir el negativo y abrir el camino para decir lo que sigue, que es un breve comentario sobre No hay salida.

Se trata de un thriller tramposo, en el sentido de que todo gira y transita en busca de la sorpresa final que, insinuada al inicio, deje al público con la boca abierta, tal vez para descubrir quienes han devorado más palomitas. Pero esto lo pienso ahora. Cuando la vi por primera vez, allá hacia finales de la década de 1980, me pareció un film entretenido, de los que me mantenían sentado y con la mente pendiente, uno que, inicialmente, me había llamado la atención por su reparto. Hoy, tengo mis dudas al respecto, incluso dudo de qué es entretenido. Me refiero a que no todos encontramos el entretenimiento en los mismos lugares; ni lo definiríamos de modo similar. El gran reloj, la popular novela negra de Kenneth Fearing, publicada e 1946, ha dado pie a tres versiones cinematográficas muy distintas: una se desarrolla con la precisión de un relojero, me refiero a El reloj asesino (The Big Clock, John Farrow, 1948), otra es Policía Python 357 (Alain Corneau, 1975), que también me resulta una gozada, y la otra, No hay salida, que hoy la veo más tramposa que en mi adolescencia y como la peor película de las tres. Pensando en qué trampa hacer para dar la campanada, Donaldson se pasa media película preparando la otra mitad —lo mismo podría decirse de Farrow y Corneau, pero a ellos se les nota menos—, la que se mete de lleno en la carrera contra el reloj del comandante Tom Farrell (Kevin Costner), en su búsqueda del asesino de Susan Atwell (Sean Young), a quien, para adaptar la película a los tiempos finales de la guerra fría, acusan posmortem de ser la amante de un espía soviético, pero Tom sabe que no es el asesino ni el único amante de Susan. Hay otro, y ese otro es su jefe, el secretario de defensa y el verdadero asesino…

(1) Peter Biskind (Ed.): Mis almuerzos con Orson Welles. Conversaciones entre Henry Jaglom y Orson Welles (traducción de Amado Diéguez Rodríguez). Editorial Anagrama, Barcelona, 2015.

miércoles, 30 de julio de 2025

Jenofonte recuerda a Sócrates

¿Cuántos son los personajes (históricos) de la Antigüedad que pueden presumir de llegar hasta nuestros días? De viva voz, ninguno, pero si ya es mediante fuentes propias o impropias, Sócrates es uno. Mas no se le puede culpar, pues lo hizo sin querer; nunca pretendió ni imaginó que su nombre se escucharía casi dos mil quinientos años después de pasearse en toga y sandalias por la Acrópolis, cuando en este conjunto arquitectónico resplandecía el mármol y no era objeto de la visita masiva de turistas, ni que un tipo cualquiera escribiese sobre él mediada la tercera década del siglo XXI. No dejó testimonio de su puño y letra, no escribió ninguna de sus ideas ni pregunta alguna. Lo que sabemos de él nos llega por el testimonio de otros. Por una parte está su filosofía, la que Platón le atribuye en sus obras para desarrollar la suya. Por otra, hay constancia de su juicio, de su sentencia a muerte y de su suicidio.


La condena a muerte de Sócrates ha pasado a la historia como una de las grandes injusticias cometidas por un tribunal de Justicia, —suena contradictorio enfrentar ambos opuestos en la anterior afirmación, mas la historia se ha encargado de reiterar que no en pocas ocasiones se confunden—, tal vez por la fama que le procuraron los textos de Platón, pues este poeta hizo del primer filósofo ateniense el protagonista de sus diálogos. Y a la fama milenaria del discípulo, debemos la “inmortalidad” del maestro. Sin embargo, el máximo culpable, el autor de La República, no fue el único en dejar constancia de la existencia de quien nunca reconoció ser maestro de alguien y sí un constante aprendiz de todo, siempre preguntando, en busca del conocimiento y de encontrar la verdad. Pero ¿cómo distinguir el uno y la otra entre las sombras? A esto respondería convencido el de las anchas espaldas.


Como ya he dicho, el pensamiento y personalidad de Sócrates nos llegan de forma indirecta, es decir a través del filtro de quienes lo nombran en sus obras, que son autores que lo admiran y hacen de él uno de los grandes héroes de la historia humana. ¿O acaso no suena a heroicidad el dar la vida por evolucionar el pensamiento, no solo el suyo, sino el de la humanidad? Sócrates no dejó nada escrito, primero porque la filosofía era entonces hablada, en su caso dialogada  a base de preguntas que conducirían a la respuesta adecuada. Claro que si bien no se consideraba maestro, es imposible pensar que no fuese un guía de sus amigos, entre ellos el joven Platón y Jenofonte, quien dejó constancia de Sócrates en varios textos: Recuerdos de Sócrates, Apología o defensa ante el jurado y Económica, en el que da cuenta de las precarias finanzas del “maestro”. El historiador, pues tal era la ocupación de Jenofonte cuando escribió Anábasis, comenta con otras palabras y en otro idioma (hoy, lengua muerta, aunque todavía objeto de estudio) que no era Sócrates alguien a quien le interesasen los bienes materiales; lo suyo era la búsqueda del conocimiento y se puede decir que él marca el inicio de la filosofía, aunque con anterioridad existiesen otros filósofos, a quienes se conoce como presocráticos. Sin embargo, estos estaban más preocupados por explicar la naturaleza, mientras que él se centró en el ser humano.

Jenofonte expone al inicio de sus Recuerdos la acusación socrática: <<Es Sócrates reo de delito de no reconocer los dioses que el Estado reconoce y de introducir otros genios o espíritus extraños: y asimismo del delito de corromper a nuestros jóvenes.>> Jenofonte rebate tales acusaciones explicando las costumbres del filósofo, por ejemplo su constante ir y venir por la ciudad ateniense hablando con cualquiera que quisiera escucharle y establecer diálogo; tal como expuso Rossellini en la biografía televisiva en la que se acerca a la figura del filósofo. En principio, no puede decirse que fuese un tipo peligroso. No obstante, no hay mayor peligro para el orden que quien se hace preguntas y Sócrates no paraba de preguntarse acerca de todo lo relacionado con el ser humano, su comportamiento, su naturaleza, su pensamiento, su política... Esto no era habitual, más bien resulta extraordinario, incluso en la actualidad, en la que presumimos de avanzados, y quizá eso fue lo que entusiasmó al joven Platón, quien llevó hasta el extremo el pensamiento del hombre que admiraba y creó el suyo propio, aquel en el que la idea es principio y fin. Luego llegaría Aristóteles de Macedonia, para rebatir a su maestro platónico y ponerle al asunto algo de cuerpo, de forma y de materia…