viernes, 7 de marzo de 2025

Odio contra odio (1957)



 No creo desvelar gran cosa al afirmar que Joseph H. Lewis era un excelente narrador cinematográfico, cuya precisión se fue perfeccionando en la serie B, a la que dio varios títulos memorables. Dicha precisión le permitió decir mucho con pocos medios, pero con talento innegable y conocimientos de cine que ya quisieran muchos de mayor renombre para reducir su verborrea. Un ejemplo más de la concisión de Lewis, aunque menos referido que títulos como las negras Mi nombre es Julia Ross (My Name Is Julia Ross, 1945), Relato criminal (The Undercover Man, 1949), El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950) o Agente especial (The Big Combo, 1955), es el western Odio contra Odio (The Halliday Brand, 1957), en el que en menos de ochenta minutos expone un entorno patriarcal en el que abre varios frentes que giran en torno a la figura de un padre despótico, intransigente, racista, que asume ser amo y señor de todo y todos cuantos le rodean. Daniel padre (Ward Bond) es el shérif, su placa forma parte de su cuerpo y de su mente. También ha enraizado en él el hacha enterrada en sus posesiones, símbolo que recuerda a propios y a extraños que pacificó la zona y levantó la ciudad. <<Yo soy la ley>>, afirma en un momento del recuerdo de Daniel (Joseph Cotten), su hijo mayor que regresa al rancho después de negarse. En ese primer instante, se confirma que no guarda buena relación con su padre. ¿A qué se debe? Todavía es pronto para las respuestas, para Lewis basta que se sepa que el “viejo” le ha mandado llamar en su agonía; según le dice Clay (Bill Williams) a su hermano, para perdonarle y que todo vuelva a ser como antes; aunque no tarda en comprenderse que, más que la petición de un moribundo, es la imposición de un déspota.



 Los primeros minutos de Odio contra odio se desarrollan en tiempo presente, con el encuentro de los dos hermanos Halliday y el regreso de ambos al hogar paterno, donde Martha (Betsy Blair), la hermana viste de negro. Ella cuida del padre. Parece una mujer deprimida, condenada, tal vez el negro sea el color con el que expresa su pesar, sus dolor, su pérdida. Pronto conocemos más sobre esa familia, cuando Lewis introduce la analepsis que abarca la mayor parte del metraje. Daniel recuerda los hechos que acontecieron seis meses atrás y se comprendan muchas cuestiones que esos primeros minutos plantean: el distanciamiento entre padre e hijo, la condena de Martha, la sumisión de Clay, o la idea que Aleta (Viveca Lindfords) ya comenta antes de que suceda, la de que el hijo se separa del padre para acercarse a él, para ser como él. Esto lo aventura Aleta, cuando expresa un dicho indio. Ella es la hermana de Jívaro, el hombre enamorado de Martha, a quien han linchado sin que Dan hijo pudiese hacer nada para impedirlo. Solo su padre habría podido frenar a la jauría que asaltó la cárcel. La ruptura tiene su origen ahí, cuando el muchacho es linchado debido a la permisividad del shérif, que así logra su propósito de impedir que un Hallyday cruce su sangre con un mestizo. <<Tienen el mismo derecho a vivir que nosotros, pero cuando se trata de mezclar la sangre es ir demasiado lejos>>, le dice a al hijo en quien quiere verse a sí mismo, su sustituto, quien perpetuará su nombre y su ley…




jueves, 6 de marzo de 2025

En la palma de tu mano (1951)


Con su bigote a lo Ronald Colman, ¿o será a lo Douglas Fairbanks?, ¿o a lo Lawrence Olivier en Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940) o de capricho original?, Arturo de Córdova supo dar rostro, ambigüedad, elegancia y personalidad a sus personajes. De los suyos, siempre me vienen a la mente dos que, en mi memoria, resaltan sobre el resto. Se trata de los protagonistas de Él (Luis Buñuel, 1952) y Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955). En ambas logra transmitir más de lo que aparenta a simple vista. Crea interioridades heridas, obsesivas, extrañas, las que tanto Buñuel como Nieves Conde precisan para enrarecer el exterior que asoma en la pantalla y así, desde la interioridad, generar un ambiente insano, onírico, cargado de misterio, incluso de pesadilla espectral y existencial. El que interpreta en En la palma de tu mano (Roberto Gavaldón, 1951) apenas necesita que lo evoque porque lo tengo reciente. Y la idea que prevalece es que tampoco tiene desperdicio. Se gana la vida engañando, aprovechándose del miedo y del anhelo de sus clientas, que desean conocer qué les deparará el futuro para ilusionarse y llenar con fantasías los vacíos de su presente. Huyen del ahora y sueñan el mañana guiadas por las palabras de Karin mientras el presente avanza, se convierte en pasado, y el futuro continúa impredecible hacia su único porvenir seguro e inamovible; la única respuesta certera, la que el personaje no contempla cuando decide chantajear a Ada Romano (Leticia Palma), viuda de un millonario y alumna aplicada de la inolvidable mujer fatal de Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944)…



Partiendo de la historia original de Luis Spota, Gavaldón desarrolla el guion de En la palma de tu mano en colaboración de José Revueltas, pero no menos importante resulta la colaboración de Alex Phillips, cuya iluminación logra un tono que remite al cine negro estadounidense de la década de 1940. La iluminación de Phillips resalta esa sensación de oscuridad y tinieblas que impiden al protagonista ver la amenaza y la fatalidad que él mismo se busca cuando se deja llevar por su ambición y la ilusión de prever sus pasos y los que dará el resto. Presume de profesor, aunque no pretende explicar ni responder. Lo suyo consiste en manipular y guiar allí donde le interesa que vayan sus víctimas. Se aprovecha de la superstición, de la ignorancia y de la credulidad de sus clientas, cuya predisposición a creer, sin plantearse la posibilidad de estar siendo engañadas por un embaucador profesional, es total. El profesor Karin se anuncia y presume de poderes sobrenaturales. Ciertamente, sabe representar su papel y aprovecha al máximo la información que Clara (Carmen Montejo), peluquera de la mayoría de sus clientas y único personaje de entidad que resulta positivo, le transmite. Karin hace un perfil de las mujeres que acuden a su consultorio. Su conocimiento previo es fuente de poder y de dinero, pues le permite adelantarse a las incautas que le visitan, sorprenderlas y convencerlas de su autenticidad y de sus vaticinios. Pero Kin solo es un actor, un estafador de sueños, incapaz de adivinar cualquier porvenir; ni si quiera es capaz de prever que su decisión de chantajear a Ada y a su cómplice León Romero (Ramón Gay), le conducirá no solo a él a la perdición…




miércoles, 5 de marzo de 2025

La soldatesse (1965)


La guerra vista en la pantalla desde una perspectiva inusual, como no podía ser de otra manera al ser la novela de Ugo Pirro la fuente literaria original y Valerio Zurlini el director responsable de llevarla a la pantalla, a partir de la adaptación que escribió junto a Leo Benvenuti y Piero De Bernardi. Diferente porque Le soldatesse (1965) expone el conflicto bélico desde el viaje de doce mujeres enroladas como auxiliares del ejército italiano, eufemismo con el que el coronel evita referirse a ellas como prostitutas para los burdeles castrenses, que deben ser llevadas de Grecia a Albania, donde su destino será desahogar a los soldados del frente. La misión de transportarlas, pues las ven más como ganado que como seres humanos, le corresponde al teniente Martino (Tomas Milian) y a su sargento (Mario Adorf), a los que se les une un comandante fascista (Aleksandar Gavric) que lleva su mismo camino. Zurlini inicia su recorrido por los Balcanes explicando la situación previa, cuando Mussolini, narcisista empedernido y ávido de superar a Hitler, megalómano casi sin par, decide en 1940 invadir Grecia; pero los griegos resisten la envestida italiana y les hacen retroceder hasta tierras albanas. Un año después, el ejército alemán se impone en Grecia. Ese es el entonces en el que Zurlini ubica su drama humano y arranca el viaje de las desesperadas, adjetivo que indica que han vivido la desesperación.


 El hambre y la miseria bélicas les empujan a ejercer una actividad que les disgusta, pero a la que la situación les obliga para conseguir alimentos y lograr sobrevivir. ¿Qué elección tienen? Juzgar la conducta y las decisiones ajenas es una demostración de presunción y de estupidez, pues se hace desde el prejuicio y la ignorancia. Se desconoce su pasado, su presente, sus circunstancias; se desconoce la práctica totalidad que les condiciona. Zurlini lo comprende y no juzga a sus personajes. Recrea su situación, expone su evolución e invita a la reflexión a través de un recorrido plagado de contratiempos, pero también de contacto humano y de una crítica que no duda en señalar quiénes son las víctimas y simpatizar con ellas; convirtiéndolas de ese modo en las heroínas condenadas a superar las circunstancias de esa guerra que las condena… Vistas como meros objetos sexuales, que aligeren la tensión de los soldados, como si fuesen cigarrillos o alcohol, las heroínas de Zurlini son mujeres que han sufrido y que sufren, han pasado por situaciones desesperadas, generadas por la guerra, y todavía tendrán que vivir otras tragicómicas que van asomando en la pantalla. Zurlini las muestra en su crudeza, simpatizando con el grupo, salvo con el oficial de la camisa negra que desvela su filiación política, también su arribismo y su cobardía criminal. Por contra, el teniente, culto, sensible, joven, enamoradizo, carece de interés en la política y su perspectiva choca con la masculina dominante. Su sensibilidad queda reflejada en varios momentos, sobre todo en su relación con dos de las mujeres del grupo, Elenitza (Anna Karina) y Eftikia (Marie Laforêt), a quienes le une algo más que la misión. Junto a Ebe (Valeria Moriconi) son ellas las que quizá mejor exponen el pesar y la situación de estas mujeres; no en vano Elenitza es quien le habla del hambre, quien le dice que no es igual verla que sentirla. Ellas la han sentido, por eso están ahí ahora, sufriendo la humillación de ser tratadas como objetos sexuales a cambio de pan y latas de conservas. <<Nos han humillado>>, dice Eftikia en la intimidad que comparte con el teniente, a lo que añade que <<tratan a nuestro pueblo como bestias>>. También le susurra que lo peor de todo no es que les maten, pues el humano muere igual que nace, sino el no poder mirarse a los ojos, el que hayan desterrado la compasión, el humanitarismo y la solidaridad del significado de humanidad, el no tener respuestas a preguntas que ella hace en ese instante de amor imposible, pero real. <<Cuando todo esto acabe, ¿quién nos devolverá los años? ¿Acabará todo esto? ¿Podremos olvidar? ¿Y todas esas cosas que nos han inculcado desde la infancia? La amabilidad, la dignidad, el respeto a los débiles, el amor al prójimo…>> 


martes, 4 de marzo de 2025

El horror y otros parecidos irrazonables




Recordando las apariencias de Tom Cruise y Brad Pitt en Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, Neil Jordan, 1994), podría sustituir la de Cruise por la de Antonio Banderas y la impresión apenas variaría, me vino a la memoria la imagen de los Bee Gibbs, pero la descarté de inmediato y los mandé a freír espárragos con Manero; que dicho así, suena a receta. Su lugar lo ocupó un dúo musical de la década de 1980. Busqué en internet algún retrato de Modern Talking y, aparte de ver que, más temprano que tarde, cualquier moda y modernidad son demodé y obsoletas, para su futuro incluso ridículas, me encontré con un encadenamiento de ideas irrazonable que me llevó a la conclusión de que no habría mejor entrevista vampírica que a Nosferatu, el silente, claro. Sus respuestas, más que elocuentes, podrían ser desgarradoras y sangrantes. Sin palabras innecesarias para explicarse, y sin falsetes ni coros nos haría comprender que es un condenado a perpetuidad. ¿Y quién podría abandonar las sombras y sonreír siéndolo? Aun así, con su pena y su ataúd a cuestas, con sus dientes amenazantes y sus garras afiladas, vagando de levante a poniente y de norte a sur, que gran cantante habría sido, superando con su silencio y sin dificultad el listón musical de los últimos tiempos; por supuesto también el cinematográfico. Por lo general, ambos listones se encuentran a ras de suelo. Así andamos ahora, a gatas, cuando no nos da por imitar a la babosa, tal vez al caracol, del que no copiamos su lentitud, ni su decidido aferrarse a la superficie por la que se desliza, ni su rastro brillante, sino ese arrastrarse entre cansino y perezoso que parece situarla en el mismo lugar y en la misma postura eternamente, como si el avanzar no fuese con ella. La babosa, más que el caracol, parece anclarse en una aparente eternidad que me devuelve al tema de los vampiros, cuya evolución se me antoja difícil y ya imposible, si uno se atiene a la realidad de que no están vivos, pues la falta de vida parece complicar cualquier posibilidad de respirar y de ir hacia alguna parte. No obstante, Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922) lo hizo, salió de una idea y dio uno o dos pasos adelante


 El resto de vampiros caminaron sobre la senda de celuloide desde entonces abierta. Lo hicieron con voces propias como la de Terence Fisher o la de Werner Herzog; o Browning y Coppola, que en sus intentos no encontraron su mejor tono, pero superan al de otros muchos que hicieron del vampiro un producto sin sangre. ¿Y qué es un vampiro sin sangre y siendo producto de consumo? ¿Una de sus víctimas? Cualquier vampiro posterior a aquel conde Orloff cuya vestimenta, delgadez y calva me recuerda a un hermano lasaliano de mi infancia carece de la voz del mudo y de la partitura de Murnau, compositor de la magistral sinfonía del horror que suena en imágenes. Miedo, terror, desolación, destrucción, locura, el horror atruena en la realidad humana y mundana. Nunca la abandona. La propia humanidad parece llevarlo consigo. Es su cruz, pero ¿cuál es su cara?


 En su particular, cómico y negro “yo acuso”, Monsieur Verdoux (1947), Chaplin acusa la hipocresía y la guerra. Son usos y abusos que ni el no vivo puede soñar, si a un vampiro se le concede la posibilidad del sueño. Tal vez en las horas diurnas pueda huir de su pesadilla. Mudo antes que orador, Verdoux poco sabe de vampiros, pero sí de humanismo. Ya cuando era vagabundo sacaba los colores a una sociedad construida sobre las espaldas de sus sometidos, las víctimas, las desigualdades e injusticias de entornos insolidarios, aunque Madariaga expresase que la solidaridad era la tendencia internacional, salvo en España. Tal vez estuviese equivocado. Por su parte, Verdoux-Chaplin señala el doble rasero de sus jueces. Les acusa de que le juzgan a él pero no se juzga a los criminales que juegan las grandes ligas, que es muy fácil juzgar y condenar a un don nadie. A fin de cuentas, condenarle no amenaza el orden de las cosas y sosiega las mentes bienpensantes. Verdoux se siente agraviado y se lo piensa antes de hablar y expresar a viva voz lo que no puede decir ningún silente. Entonces se marca un discurso chaplinesco que aún hoy no ha perdido vigencia, uno que si bien no es tan famoso como el de El gran dictador (The Great Dictator, 1940), pues aquí la propaganda y la política jugaban a su favor, no le anda a la zaga en la claridad expositiva y discursiva. Qué bien habla el que antes era mudo. Habla de la criminalidad, de las guerras, de quienes las desatan y las llevan a cabo justificándose con palabras y abstractos a los que confieren el sentido que les interesa. Pero Verdoux ve el truco; tal vez no haya vivido la guerra, mas comprende el horror que implica todo enfrentamiento bélico, el horror que enloquece a Kurtz en Apocalypse Now (1979), en la que Coppola sí encuentra el tono y da de lleno, cuando ve su rostro reflejado en él y comprende algo más, que no solo es su reflejo lo que ve. Ve todo un mundo reflejado y atrapado. Siente la necesidad de expresar qué es el horror para comprenderlo y desterrarlo, pero le resulta imposible reducirlo a palabras y, al no encontrar explicación posible, esa ausencia, la imposibilidad de racionalizar el horror, le lleva al límite humano. Solo puede sentirlo, sufrirlo, verse consumido en él y por él. El horror, el horror..., repite mientras desliza su mano por su cabeza afeitada, a la espera del golpe de gracia que lleve su corazón lejos de las tinieblas que quedarán ahí, para los Willard y otros servidores de vampiros distintos al condenado que deambula entre las sombras del ayer en el ahora y del hoy en una jornada anterior a otra que quizá esté por venir o ya sea solo otra camino del olvido…


lunes, 3 de marzo de 2025

Al caer el sol (1998)

Ya el título apunta de que va la cosa, de cansancio y ocaso, también de estar de vuelta y de saber tomarse la vida con cierta ironía y un tanto de resignación. Ese anochecer remite al detective crepuscular, mas no por ello menos efectivo que uno en su amanecer o en su mediodía, aunque la mitad de la película ande desorientado, buscando respuestas e intentando ayudar a sus amigos; en realidad, resulta más efectivo que los jóvenes que le amenazan o intentan colaborar con él. No se trata tanto de reivindicar la experiencia, el factor humano y la edad como dos años después hará Clint Eastwood en el espacio de Space Cowboys (2000), sino de homenajear y hacer un tipo de thriller diferente al que podía verse en las pantallas de fíneles del siglo XX. Harry Ross (Paul Newman) bien podría haber sido Harper tres décadas atrás, pero entonces Ross era policía, oficio al que dedicó veinte años tras los cuales ejerció la investigación privada y se dio a la bebida, superado por una vida de pérdida: su mujer y su hija. Su oficio de detective le acerca a los Marlowe, Hammer y Spade, pero no a los de los cinematográficos de los años cuarenta y cincuenta, a estos se parece más el Marlowe de James Caan en la televisiva Poodle Springs (Bob Rafelson, 1998), pues el protagonista de Al caer el Sol (Twilight, 1998) bebe de otros investigadores privados. Habría que buscarlos en el cine policiaco de los setenta, un “subgénero” o momento cinematográfico en el que varios de los actores que asoman en este film de Robert Benton dejaron su impronta. Me refiero a Paul Newman, protagonista de las dos películas del detective Harper, Gene Hackman, que aparece en el reparto de Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967), semilla del policíaco setentero, y en referentes como las dos entregas de French Connection y La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1974), y James Garner, en Marlowe, detective muy privado (Marlowe, Paul Bogart, 1969), un trío de tipos duros entonces y que en el film de Benton, otro nombre propio del cine de los setenta y del policiaco (suyo fue el guion de Bonnie and Clyde), beben los vientos por el personaje de Susan Sarandon, actriz igual de imprescindible que sus tres compañeros de reparto y que se deja ver por aquellos años al lado de Jack Lemmon y Walter Matthau en Primera plana (The Front Page, Billy Wilder, 1974); aunque, particularmente, la prefiero en la posterior Atlantic City (Louis Malle, 1980), viviendo un romance otoñal con otro grande del cine hollywoodiense, Burt Lancaster, por entonces también crepuscular. No me olvido de Stockard Channing, otra actriz que remite al la década de 1970, en su caso al musical juvenil en Grease (Randall Kleiser, 1978), dando vida a la teniente de policía que había sido la compañera de Harry. Ella aporta un tono diferente, incluso podría decir que algo pícaro que apunta una relación con su excompañero más allá de la profesional que mantuvieron en el pasado, un periodo al que siempre remite el film, ya sea porque está narrado en una analepsis o porque fantasmas pretéritos resurjan en ese momento crepuscular de los personajes principales. En definitiva, mucho de lo que veo en las imágenes me lleva a pensar en esa época dorada del policiaco, uno contundente y pesimista, que dejaba ver espacios depresivos y personajes marginales, incluso los que estaban al servicio de la ley. Pero Harry Ross ya no trabaja para el estado, ahora lo hace para sus amigos Jack y Catherine Ross, a quienes conoció dos años antes, cuando le encargaron localizar y devolver a casa a su hija (Reese Witherspoon), menor de edad y fugada con un vividor (Liev Schreiber). Desde entonces vive con ellos, y desde entonces no puede evitar sentir algo más que amistad por esa mujer, estrella de la pantalla, cuyo atractivo gana en las distancias cortas en las que Harry suspira por ella…



domingo, 2 de marzo de 2025

A la deriva (1956)

Mikio Naruse, Keisuke Kinoshita y Kenji Mizoguchi son tres de los grandes cineastas japoneses que pusieron a la mujer en el centro de muchas de sus películas, no pocas de las cuales contaron con el protagonismo de Kinuyo Tanaka, quien seguro aprendió de ellos y tomó nota para más adelante, cuando debutó en la dirección en Cartas de amor (Koibumi, 1953) y se convirtió en una espléndida cineasta. En A la deriva (Nagareru, 1956), la actriz y, por entonces, ya directora da vida a Rike, que al inicio de la película se presenta en la casa de geishas de Otsuta (Isuzu Yamada) solicitando el empleo de criada. Ella es una de las mujeres en el cine de Naruse, una de las personas que viven el drama de ser mujer en una época y en un lugar que reducen sus oportunidades y las limita a lo poco que les dejan ser. El suyo parece más limitado si cabe, condenada a permanecer en un segundo plano. Pero, al contrario que las otras, muestra una sonrisa serena. Tal vez se deba a la experiencia o a que, para ella, las opciones se reducen todavía más que para el resto. En todo caso, su silencio y su rostro parecen indicar que la vida y la pérdida le han enseñado y obligado a resignarse. La juventud le queda a la espalda, y tal vez nunca pudiese disfrutarla. Tiene cuarenta y cinco años, es viuda y su hijo ha muerto. Ahora se ve obligada a buscar trabajo, carece de más experiencia que no sea la doméstica. Ha sufrido, pero nada en su comportamiento ni en sus gestos lo atestigua. Calla, vive para adentro, sin embargo no tenemos acceso a su pensamiento. ¿Qué piensa? ¿Por qué se muestra sumisa? Rike, a la que Otsuta cambia el nombre para hacerlo más cómodo para ella, es una mujer que ha sufrido, pero, sobre todo, es la imagen de la mujer sacrificada, la del ama de casa que se entrega al cuidado de otros, al de su familia, en ese presente lo sería Otsuta, su hija Katsuyo (Hideko Takamine) y el resto de moradoras de la casa…

Rike no protesta al perder su nombre, pues ella sabe quien es, tampoco piensa en ella misma. Su entrega es encomiable, pero también desvela la situación de las mujeres japonesas de mediana edad en la década de 1950. Lo curioso del personaje, y uno de los aciertos de Naruse y también de la interpretación de Tanaka es hacer que la presencia de Rike pase desapercibida, al menos a primera vista, como si solo fuese testigo del drama del resto. Sin embargo, ella vive su propio drama, al tempo que asume el de las demás sin entrometerse, pero siempre entregándose. Son pocas las opciones que se les presentan a las mujeres de mediana edad; tampoco son muchas más las que encuentra alguien joven como Katsuyo, quien no piensa seguir los pasos de su madre, a quien ama sin reserva y con quien vive el drama, tal vez imposibilidad, de ser mujer en A la deriva, un espléndido film en el que Naruse adapta la novela de Aya Kôda, cuyo guion corrió a cargo de Toshirô Ide y Sumie Tanaka, y consigue un melodrama femenino ejemplar, a la vez crudo y sereno, que no rehuye la crítica ni le niega humanidad a los personajes. No los fuerza, tampoco apura la situación que las desborda, pero en la que mantienen el tipo; incluso asoma la rebeldía en Katsuyo, que busca abrirse un camino que no sea el señalado de antemano por su condición femenina. ¿Cuáles son las oportunidades para ella y para tantas más? ¿Ser geishas, amas de casa, criadas o moneda de cambio en matrimonios convenidos por terceros? Las heroínas de A la deriva lo son porque encaran su cotidianidad con dignidad, intentando salir adelante en un entorno de obstáculos y de mezquindad, no toda representada en los personajes masculinos, sino también en otras mujeres, tal que Otoyo (Natsuko Kahara), la hermana mayor de Otsuta, Las moradoras de la casa de geishas de Otsuta son mujeres sin hombres, jóvenes como Katsuyo, distinta al resto de las habitantes del hogar, en realidad cada una de ellas es diferente al resto, lo que amplía el abanico de retratos femeninos que, en buena medida, explican la situación de la mujer en el Japón de la mitad del siglo XX, mujeres como Rike o como Otsuta, una geisha con problemas económicos porque ha hipotecado su casa a su hermanastra; lo ha hecho por amor a un hombre que no corresponde su generosidad ni sus sentimientos…



sábado, 1 de marzo de 2025

De volta a casa

<<Que vou facer eu! Nin sequera cincuenta putos céntimos!>>, escoitei hoxe na rúa de San Pedro, cando ía de camiño a casa e mentras deceas de turistas e veciños pasaban ao carón do corpo que movíase derrotado, quizais resacoso, e laiándose a viva voz. Pouco despois, xa á altura da Cruz de San Pedro, dúas señoras de entre sesenta e setenta anos, pode que un par menos ou catro máis, estaban a tomar uns churros nunha das dúas mesas que cobren ese anaco de beirarúa que fai as veces de terraza do local. O vento protestaba de seu, tal vez enoxado porque non o convidaban, e con saña levantou a bolsa de plástico e o papel que envolvían cinco ou seis churros que caeron o chan, liberando os envoltorios. O plástico e o papel que aquel levaba dentro sairon voando e deixáronse arrastrar costa abaixo. Eu os perseguín, quería devolvelos ás súas lexítimas propietarias, pero cada vez que daba un paso ao seu encontro, a bolsa mailo papel afastábanse máis e máis. Xogaban conmigo. Sentinme parvo, non era a primeira vez nin nego que tamén o sexa decotío, nin que outros o sexan aínda máis. Desistín do meu empeño. É dicir, vinme superado e rendinme. Avergoñado e derrotado polo vento, din a volta e o que vin foi as dúas donas dando boa conta da larpeirada, que xa recolleran do chan. As benditas limpaban e comían sen unha ollada de adeus nin de preocupación ao lixo perdido, xogetón e voador, de movementos desacompasados, agora lentos, agora veloces, que en nada se parecían aos da bolsa que danza armoniosa ao compás dun vento creado pola man humana para embelecer o momento en American Beauty (Sam Mendes, 1999). Tampouco miraron para o parvo, nin unha palabra para quen, no lugar delas, que preferían zampar os churros, saíu tras algo que lles pertencía e correspondía… Continuei andando e máis adiante, onde o camiño francés xa case deixa ver os Concheiros, un corpo de costas aos camiñantes, de crequenas e arrimado á parede, recollía cabichas. Nese intre veume á mente Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956) e a imaxe do neno protagonista. Díxenme que aqueles eran outros tempos: si, afirmei de novo, aínda que os males de hoxe quizais non sexan tan distintos os de onte e antonte. Así, chea de luces e sombras, é a cidade que tanto paseo. Non moi distinta ás demáis. Non hai nada nin ninguén perfecto, dime ela. Seino, respóndolle ao tempo que deixo escapar un sorriso, só a ensoñación de que poda selo…

Rincones sin esquinas (“el Casto”)


La historia, en la que hay quien cree encontrar respuestas y quien descubre preguntas, que incluyen el para qué, el quién, el porqué, y que puede ser un tanto caprichosa, cuentista, partidista, olvidadiza respecto al pasado que estudia y explica, pues resulta de la invención humana y humana es su interpretación y su escritura, no pocas veces interesada, ha querido que uno de los responsables populares de los orígenes de Santiago de Compostela y, como consecuencia, del libro “Rincones sin esquinas” (y tantos escritos sobre la ciudad y por otros vecinos de la localidad), haya pasado con el sobrenombre “el Casto”. Se dice que porque los chismosos de la época y de posteriores desconocen que mantuviese relaciones sexuales, aunque bien pudo haber sido otro su apodo, tal como “el primer rey peregrino” que luce en la placa de su estatua en la rúa compostelana Entrepraciñas. Se trata de Alfonso II, el rey astur que ciñe la corona asturiana sobre su regia testa en la parte final del siglo VIII y las primeras décadas del IX. Cierto que su cabeza no era de forma muy distinta a la de cualquiera, pero ser monarca concedía privilegios, aunque diferentes a los actuales. Eran los tiempos en los que el obispo iriense Teodomiro se traslada a la necrópolis donde se descubre un sepulcro que ambos quieren apostólico. Estos personajes asoman por las páginas del libro, pues no podía ser de otro modo, al tratarse de una memoria de la ciudad, aunque sea una personal o precisamente por serlo. Mas, en realidad, sea urbana o rural, histórica o legendaria, literaria o cinematográfica, ¿qué memoria no lo es? Uno de los encuentros que se producen en el libro es tan breve como los demás, pues el tiempo se fuga al instante, sin apenas dejar que presente y pasado se encuentren en evocaciones que no dejan de ser la fantasía de lo que pudo ser o el deseo de que fuese…

<<Apuro y serpenteo el paso, pero alguien me detiene y me dice que gallegos y asturianos somos primos hermanos. Quien pronuncia el parentesco no me explica si es lo mismo ser vecino o pariente carnal. No le hace falta. Le basta un gesto que señala la estatua situada en la calle paralela, en la intersección que separa el mercado nuevo del mercado viejo. La curiosidad me empuja hasta Entrepraciñas, apenas me faltan diez metros para llegar junto Alfonso Il el Casto, la escultura que la ciudad de Oviedo regala a la de Santiago con motivo de la celebración del Año Santo de 1965. El <<Primer Rey Peregrino»> me tienta a regresar al siglo IX, pero decido retroceder a otro tiempo y trasladarme al lugar donde, en la distancia, descubro una muralla romana y al yerno de don Pelayo.

Alfonso I pasea al frente y a la retaguardia de sus huestes, que rodean las defensas lucenses para poner fin a la ocupación musulmana de la ciudad. Corre el 741 y, mes a mes, año a año, Lugo se repuebla y recupera su tradición romana-visigoda; aunque en tierras gallegas lo visigodo no es tradicional. Por estos lares, la herencia germánica tiende a sueva. Tampoco se puede hablar de herencia mozárabe, ya que Galicia queda lejos del Califato y de su área de influencia. Salvo incursiones esporádicas por mar y la terrestre nombrada en paseos previos, el clima y la geografía gallega no atraen a los Omeya…>>


Rincones sin esquinas, en Amazon

https://www.amazon.es/Rincones-sin-esquinas-Antonio-Pardines/dp/B0DW4D4MRP


En el siguiente enlace pueden leerse o descargarse las primeras páginas de Rincones sin esquinas:

https://vadevagos.blogspot.com/2025/02/rincones-sin-esquinas-paginas.html?m=1




viernes, 28 de febrero de 2025

La noche avanza (1952)



Versificaba Manrique sobre lo efímero de la fama y de la vida; no se equivocaba el poeta al expresarlo. Somos existencias y suspiros del tiempo, aunque haya nombres que sobrevivan un periodo más largo que el de las dos o tres vidas que puedan recordarnos más allá de la nuestra. Los planos finales de La noche avanza (1952) muestran un cartel publicitario con el nombre del protagonista del film. El letrero vuela por la acción del viento y en la sucesión de planos con la que Roberto Gavaldón cierra su película se expresa a la perfección lo efímero de la fama, lo poco que esta significa para el perro que orina encima del nombre de quien minutos antes era el ídolo del frontón o para la propia humanidad, que admira al tiempo que olvida y sustituye lo admirado porque en el devenir nada suyo permanece ni el tiempo le pertenece. Tal vez por ello crease la ilusión de la historia, que no deja de ser la pretensión de perpetuarse, y de los dioses, consciente de su imposibilidad, de su miedo, de su incapacidad de comprender sus actos y así justificarse sin tener que responsabilizarse. Pero la acción se inicia ochenta minutos antes, cuando Marcos (Pedro Armendáriz) es el rey en la cancha y las ovaciones le rinden tributo. La prensa necesita crear ídolos, pues estos venden periódicos y atraen oyentes a los aparatos de radio, lo que se traduce en dinero; y el público desea creer en ellos, levantarles pedestales para admirarlos y también para derribarlos…


<<Un auténtico fenómeno del frontón>>, afirma el locutor acerca de Marcos, quien se considera un triunfador porque gana sus duelos deportivos y la gente que acude a verle le reconoce y aplaude. En la cancha se cree invencible, pero no solo en la pista presume el protagonista de La noche avanza de su superioridad, sino que lo hace en cada una de sus expresiones y de sus relaciones, las sexuales que mantiene con tres mujeres o las rivalidades con hombres como Marcial (José María Linares Rivas) o Armando (Carlos Múnquiz), el hermano de Rebeca (Rebeca Iturbide). Para Marcos, <<los débiles no cuentan>>, <<el mundo es de los vencedores, nunca de los vencidos>>, tal como le dice a Sara (Anita Blanch), una de sus tres amantes y, como Rebeca y Lucrecia (Eva Martino), también enamorada de quien no las ama y se muestra cruel con ellas, porque siente que puede serlo. Todo se le consiente porque es un “triunfador”. Quizá haya quien piense que Marcos esté en lo cierto, y el mundo sea de los vencedores, pero ¿quiénes lo son? Él, no. En realidad, nadie vence al mundo ni al tiempo, y visto desde esta perspectiva, tal vez, ni como especie que intenta sobrevivir en el tiempo seamos más que la ilusión de una que finalmente será derrotada. No tiene en cuenta que pasar de triunfador a derrotado no hay más distancia que la situación y la interpretación de la misma; como demostrará su realidad, la de ser un ídolo de barro, un fantoche en manos del destino, un tipo que se siente valiente, pero que no deja de ser un cobarde cuando Rebeca se presenta y le dice que está embarazada. La cobardía de Marcos es la de esconderse detrás de la mentira y escapar, la de no respetar a nadie que no sea la imagen que tiene de sí mismo. Pero nadie escapa eternamente, ni existe un vencedor que no encuentre su derrota…




jueves, 27 de febrero de 2025

Días de otoño (1963)


La soltería femenina o el matrimonio, tema que a primera vista plantea Días de otoño (1964), puede sonar desfasada en la sociedad actual, que presume de liberal, aunque no dice que solo lo es donde consiente serlo, pero, aunque fuera así, queda el talento narrativo y melodramático de Roberto Galvaldón, cuyas atmósferas en La otra (1946), La diosa arrodillada (1947), Macario (1960) o Días de otoño se enrarecen a la par que se hacen oníricas, incluso espectrales, para ir más allá del exterior que envuelven. Dicho onirismo, que también puede rastrearse en otros guiones de Julio Alejandro, coguionista junto a Emilo Carballido del guion de Días de otoño (la cuarta colaboración de Alejandro y Gavaldón), cobra maestría en la iluminación de Gabriel Figueroa y en el rostro, en la mirada y los gestos, de Pina Pellicer, que da vida a Luisa, una mujer introvertida que llega a la ciudad donde, gracias a la recomendación escrita por su tía, encuentra trabajo en la pastelería de don Albino (Ignacio López Tarso). Allí se la descubre soñadora, sueña con el amor, el matrimonio y los hijos, y crea la mentira que la conduce al autoengaño, ¿o es este el que depara su invención?


La sucesión de ilusiones y mentiras depara los mejores momentos de Días de otoño; por ejemplo, en el parque de atracciones donde quiere ver su deseo hecho realidad en la doble sombra que se proyecta sobre el suelo o cuando se viste de novia y acude a la iglesia entre convencida de que allí le aguarda el novio, esperanzada cuando le sonríen los supuestos invitados y temerosa de que cuanto cree sea falso. En ese instante, cual Quijote, personaje cervantino que Gavaldón adaptará en la de década de 1970 a partir del guion de Carlos Blanco, a quien también se debe el guion de la magistral Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955), con la que este melodrama guarda relación espectral, Luisa inventa un mundo a la media de su ilusión. Lleva al límite su sueño, su esperanza, que no es más que la defensa ante su frustración creciente, la que le genera la imposibilidad de hacer real su deseo, y lo confunde con la realidad… Es su defensa frente al exterior, pero también su elección ante la disyuntiva íntima que se plantea cuando piensa que <<un día acabará el olvido o acabará la esperanza>>. Ese pensamiento hace del personaje y de la película algo más que un film sobre la situación de la mujer en un determinado momento. Luisa no solo representa la huida de la soltería y del que dirán, puesto que la situación de la heroína, su autoengaño y su ensoñación, desvelan su interioridad humana y accede a  aspectos atemporales como puedan serlo la soledad hiriente, el temor al olvido, el deseo de amor y de ser amada o la fantasía como vía de escape hacia donde Luisa también se descubre atrapada…



martes, 25 de febrero de 2025

O carro e o home (1940)

Dicía Chano Piñeiro que <<calquera cultura que queira sobrevivir precisa do cine. Como precisou do idioma escrito a literatura galega. A cultura de que eu falo é a que ten as súas raíces na noite dos tempos. Eses refráns, cantigas, lendas e tradicións que século tras século foron pasando de pais a fillos, sobre todo de nais a fillas. De boca a boca sen linguaxe escrita. Nós somos, queirámolo ou non, o resultado de todos estes costumes que fan de Galicia un pobo diferente e universal. E atrévome a dicir que somos uns ignorantes que desprezamos e descoñecemos a nosa inmensa riqueza que día a día estamos deixando morrer ou destruir.>> (1) Defensor desa riqueza foi, entre outros grandes e ilustres “teimudos”, Xaquín Lorenzo, Xocas. E falar de Xocas é referirse, alén da cultura galega, a un home que viuse empapado dela. Sentiu a súa terra é as súas xentes de tal xeito que quiso coñecelos e dar a coñecer. Nun artigo publicado en maio de 2022, no xornal La Región, Fernando Ramos lembra que <<como todos los hombres sabios, tenía la cordial sencillez de los que saben y acogía, a la hora que fuese, a quien nos acercábamos a su casa a preguntarle sobre cualquier aspecto de nuestra cultura.>> Tal era o seu coñecemento sobre Galicia, que moitos acudían a él; pois, sen dúbida, tratábase dun dos máximos exponentes no estudo da etnografía e das costumes galegas. O seu interese polo país pode apreciarse dende a súa mocidade, incluso antes de decantarse pola rama de historia na universidade compostelán na que iniciou os seus estudos universitarios e cando entrou a formar parte do grupo Nós. Xa naquela mocidade, chea de promesas e esperanza, e de nomes inesquecibles na reivindicación da cultura e identidade galegas (Vicente Risco, Otero Pedrayo, Castelao ou Florentino López Cuevillas), realizou un dos seus traballos fundamentáis: o “Carro gallego”, que sería levado a pantalla polo tamén ourensá Antonio Román en O carro e o home (1940).

Esta curtametraxe documental, de presuposto irrisorio (8000 pesetas) e influenciada polos traballos realizados polo tamén auriense Carlos Velo e o seu socio Fernando G. Mantilla, sobre todo o filme Galicia (1936), pero sen o discurso político deste, e polo cine documental do soviético Dziga Vertov e do poético Aleksandr Dovzhenko de Tierra (1930), máis o humanismo de Flaherty, iniciou a súa rodaxe en 1940, na aldea de Facós, na provincia de Ourense, no municipio de Lobeira, onde Lorenzo falecería en 1989. O filme, estreado en 1945, foi dirixido por Román, que filmou cunha cámara de seu, antes de darse a coñecer no cine da posguerra coas propagandísticas Escuadrilla (1941) e Boda en el infierno (1942), a curiosa Intriga (1942) e a exitosa Los últimos de Filipinas (1945). O guion correu a cargo de Lorenzo, quen, aparte dos campesiños, mellor coñecía a importancia do carro galego na vida cotiá no agro, e do propio Román, que volvía a contar, como xa acontecera en Madrid (1935), Al borde del gran viaje (1940) ou en Mérida (1940), coa colaboración de Carlos Serrano de Osma. Máis a súa sonorización non foi feita ata 1980, cando Eloi Lozano, en colaboración do Museo do Pobo Galego, a restaurou a partir dunha copia gardada xeica por Xocas; que é cando se engade o poético texto de Lorenzo, que a súa voz expresa para nós. Xa no século XXI, foi dixitalizada para a súa mellor conservación e a súa proxección no MICE, a mostra internacional de cinema etnográfico celebrada no Museo do Pobo Galego, cuio patronato foi presidido por Lorenzo, quen tamén foi un dos máximos impulsores para a creación desta institución. A obra é de indudable importancia documental e etnográfica, xa que a súa metraxe adéntrase no rural, un rural xa desaparecido —agás nas imaxes e na memoria—, e apunta a presenza protagonista que nel tiña o carro, fose tirado por bois ou vacas; unha presenza secular, ou milenaria, cotiá, familiar, que aínda na miña infancia podíase ver nas leiras, nos camiños, nos outeiros e tamén transitando as estradas a ritmo alleo aos dos motores que, impacientes, agardaban adiantalo…


(1) Chano Piñeiro: A luz dun soño e outros textos de cine. Xunta de Galicia, A Coruña, 1995.




lunes, 24 de febrero de 2025

Leningrado Cowboys Go America (1989)

El surrealismo (y también la parodia) nace para ir contra el orden y liberar no solo el arte, sino al individuo de las cadenas que lo imposibilitan en sociedad o dentro de un orden social, también artístico, que lo limita a un estado racional deshumanizado; una especie de esclavitud a la que los surrealistas y los naturales del absurdo quieren poner fin. En ese aspecto, me gusta cuando André Breton sueña con que <<hay un hombre a quien la ventana ha partido por la mitad>> y da pistoletazo de salida al movimiento al que se adscribe Luis Buñuel en sus años mozos en París. Además, siento simpatía por quien va a contracorriente, porque el ir allí donde nadie más acude es la inclinación de su naturaleza; sin embargo, no conecto con quien lo intenta dando el cante, para llamar la atención sobre su figura y forzar una situación o una imagen que imponer y vender, pero que resulta pesadamente artificial. Por eso, no todos los surrealistas me convencen; sobre todo aquellos que, como Dalí, crean un modelo exagerado de sí para vender su imagen como parte de su obra. Se exageran como artistas e individuos, intentando confundir la persona con el personaje. En cualquier caso, unos han ido de y otros lo han sido, mientras que también se encuentra quien, al menos así me lo parece, ha logrado, más o menos, equilibrar el ser en la sociedad que se le impone con el crear su propio espacio, su realidad enfrentada, sin que se note demasiado que se trata de una fantasía, la suya, no la de un personaje asumido que resulta grotesco, más que surrealista. En el cine, me gustan tipos como Buñuel o Fellini, que si bien no es surrealista se aleja de la realidad para crear su espacio onírico-cinematográfico. Ambos, me conquistan; también otros como Fernando Regueiro o los más cercanos en el tiempo Aki Kaurismäki y Jim Jarmusch, quienes, si bien no son surrealistas, ni buñuelescos ni fellinescos, toman un poco de aquellos y de otros para ser ellos, que son dos rebeldes de cine que se distancian de las modas cinematográficas para crear su propio espacio fílmico y discursivo, mayoritariamente subversivo…

La idea arriba escrita la aprecio a lo largo de sus obras, desde sus primeros trabajos hasta los últimos. Por ejemplo, en Leningrado Cowboys Go America (1989) Kaurismäki, aparte de contar con Jarmusch en un pequeño papel, toma del género musical y de las películas de carretera para realizar una comedia paródica que avanza su descaro y su ausencia de compromiso con la realidad y con la corrección burguesa y capitalista establecida (que era el foco de ataque surrealista) para establecer su caos, su burla y su modo de transitarlo desde la fría Siberia hasta el cálido México, al otro lado de la frontera del país que el grupo musical protagonista recorre de norte de Sur, de Nueva York a Texas, haciendo alto en Louisiana, para dar como resultado una película que el propio Kaurismäki asume mala, pero que tiene encanto y que el cineasta finlandés realiza sin renegar de su modo de entender el cine, fiel a su humor, solo que los parodia hasta límites insospechados con anterioridad, salvo en los films relacionados con ese grupo musical cuyos miembros lucen tupé, que desafía y vence a la gravedad, y calzan zapatos de “chúpame la punta” que se alargan hasta que lo imposible deja de serlo, como si fuesen la sombra de los peinados que el tonto del pueblo desea para sí, porque su máxima en la vida es ser uno de ellos, ser un Leningrado Cowboy dejándose llevar de gira por lugares irreales o de la realidad vista a través de la mirada nunca tan abiertamente burlona de Kaurismäki…



domingo, 23 de febrero de 2025

Rosalía está de cumpre

Dende que teño memoria, lembro a presenza de Rosalía de Castro; e así, a sua idea asoma no meu libro Rincones sin esquinas. Polas súas páxinas reaparece a poetisa, sexa nun verso, no nome do instituto onde cursei bacharalato o nun encontro temporal imposible, porque, non hai dúbida, o seu legado forma parte da miña identidade. Hoxe, en Galicia e, polo tanto, tamén na cidade onde ela naceu o 23 de febreiro de 1837 —na sua biografía Xesús Alonso Montero apunta que o 24—, celébrase o seu día, pero no creo que unha soa xornada poida celebrar a arte e a humanidade desta xenial poetisa que chega a nos como unha das voces máis sobresaintes da poesía galega e castelán; e certo que tamén escribiu prosa…

Desde que tengo memoria, recuerdo la presencia de Rosalía De Castro; y así, su idea asoma en mi libro Rincones sin esquinas. Por sus páginas reaparece la poetisa, sea en un verso, en el nombre del instituto donde cursé bachillerato o en un encuentro temporal imposible, porque, no hay duda, su legado forma parte de mi identidad… Hoy, en Galicia y, por lo tanto, también en la ciudad donde ella nació el 23 de febrero de 1837 —en su biografía Xesús Alonso Montero apunta que el 24—, se celebra su día, pero no creo que una sola jornada pueda celebrar el arte y la humanidad de esta genial poetisa que llega a nosotros como una de las voces más sobresalientes de la poesía gallega y castellana; y cierto que también escribió prosa…

sábado, 22 de febrero de 2025

Leyendas de pasión (1994)

El fondo musical compuesto por James Horner, el título, el paisaje natural de Montana fotografiado por John Troll y su equipo, la voz en off del anciano que recuerda la historia, de la que en su mayor parte ni siquiera es testigo, son algunos de los recursos empleados por Edward Zwick para agudizar la evocación que pretende para la historia narrada en Leyendas de pasión (Leyends of the Fall, 1994), una historia mil veces vista, que juega cartas similares a las de Memorias de África (Out of Africa, Sidney Pollack, 1985), pero haciéndolo todavía peor, más insistente, sensiblero y cursi que Pollack. Esa insistencia resta, cansa, apunta el bostezo que me sorprende cinco minutos después de iniciado el metraje, a pesar de que se supone que dichos recursos están ahí para emocionarme, manipularme y conducirme junto al resto del público al estado de complicidad que nos conecte con personajes que, en mi subjetivo, siento sin sangre e igualo a los muñecos de los que me valía de niño aquellas tardes de lluvia en la que no podía salir a la calle y dejarme llevar por la libertad infantil que implicaba la improvisación, correr, jugar, pelearse, ensuciarse, olvidarse de tener que regresar a casa y escuchar la censura tras la aventura primaveral o estival... Nada de eso se observa en Leyendas de pasión, ni en el amor ni en la guerra por la que se pasea durante unos minutos, ni en el distanciamiento entre hermanos ni en cualquier otra idea que Zwick pretenda expresar en pantalla o fuera de ella. Ni idea tengo de la novela de Jim Harrison en la que se basa el film, de modo que no puedo atribuirle la insustancialidad de una película que, si hay una palabra que la defina, es desapasionada, contradiciendo el título con el que se estrenó en España. Promete pasión, pero esta no se descubre por ninguna parte, ni siquiera en la idea superficial de un romance, de una familia o del distanciamiento entre hermanos en un entorno donde el coronel Ludlow (Anthony Hopkins), sus hijos, Alfred (Aidan Quinn), Tristan (Brad Pitt) y Samuel (Henry Thomas), y Susannah (Julia Ormond) ni son leyendas ni apasionados, sencillamente son estereotipos que, si nos alejamos de los caramelos, aburren incluso a ellos mismos…



viernes, 21 de febrero de 2025

Rob Roy (1995)

A finales del siglo pasado visité Edimburgo y subí al castillo, tal vez empujado por la circunstancia de estar allí o puede que guiado por la curiosidad de pisar y recorrer parte de la historia escocesa, la cual, por aquel entonces, se había popularizado más allá de las fronteras de Escocia en los personajes de William Wallace y Robert the Bruce, vistos a través de la recreación que Mel Gibson hizo de los reales en su exitosa Braveheart (1995). Después de contemplar el panorama desde las murallas de la fortaleza y antes de regresar a Glasgow, decidí pasear las calles que ya había caminado antes, cuando me encontré de frente con el monumento que la ciudad dedica a Walter Scott. Previo a aquel encuentro que me obligó a elevar la mirada y que me hizo sonreír, había leído Ivanhoe y El talismán, lecturas que explican mi simpatía hacia el escritor, de los más grandes autores de la novela histórica y fuente de orgullo para sus paisanos y su localidad. No cabe duda, me dije, aquella obra erigida en Princess Street celebra y homenajea a uno de sus ilustres vecinos e indudable genio literario, a la par de Robert Louis Stevenson, otro escritor imprescindible y natural de Edimburgo, de quien también se pueden encontrar rastros por las calles de la capital escocesa que el autor de La isla del tesoro evoca en Edimburgo: Notas pintorescas. De Scott, todavía no había leído su Rob Roy, ni la biografía novelada que del mismo personaje había escrito casi un siglo antes Daniel Dafoe, aunque había visto la adaptación cinematográfica que Harold French realizó en 1953, con Richard Todd haciendo las veces del rebelde montañés que da título al film producido por Walt Disney, el mismo héroe de las Highlands que inspira el guion del escocés Alan Sharp, guionista de las espléndidas y contundentes Fuga sin fin (The Last Run, Richard Fleischer, 1971), La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, Robert Aldrich, 1972) y La noche se mueve (Nights Moves, Arthur Penn, 1975), que el también escocés Michael Caton Jones convirtió en imágenes en su Rob Roy (1995), un film que, si bien no adapta a Scott, bebe algún sorbo de los clásicos de capa y espada, aunque asimilando en su propuesta los gustos de su época de rodaje, cuando ya las aventuras de capa y espada lucen o deslucen de otra manera muy distinta a 1953… Así, diferente al Rob Roy (Rob Roy: The Highland Rogue, 1953) de French, y mucho más ajeno al de las dos primeras versiones del personaje, rodadas en 1911 y 1913, asoma en la pantalla el héroe montañés encarnado por Liam Neeson, un héroe que habla de honor pero que no sabe explicar en qué consiste, quizá porque es la idea subjetiva, que cree inamovible, sobre la que gira su razón de ser. Una fecha, 1713, sitúa la acción en la Escocia de inicios del XVIII, una tierra de Highlands y Lowlands, habitada por las diferencias de clase, por arribistas, nobles, siervos, jacobinas y paisanos; con villanos y héroes, claro que los primeros son los aristócratas y sus secuaces, y los buenos, aquellos como Rob y Mary (Jessica Lange), la heroína ultrajada por el arribista, vividor, amoral e inglés Archibald Cunningham (Tim Roth), quien se confabula con el no menos villano Killearn (Brian Cox) para hacerse con las mil libras escocesas que el marqués Monrose (John Hurt) presta en usura a Rob Roy, líder del clan MacGregor, propietario de trescientos acres, que pasarán a manos del aristócrata, si no le devuelve el préstamo más intereses, y futuro proscrito y héroe de leyenda…