sábado, 12 de abril de 2025

Impresión, simplificar textos


“Impresión, sol naciente” (1872), el título de esta famosa obra pictórica de Claude Monet dará nombre al movimiento impresionista. Es uno de los cuadros de Monet que más me llaman e invitan a pensar, también a soñar más allá de las impresiones que el pintor traza en la obra. Me invita a hacerlo mío, a pensar en mi propio amanecer… 


 Hablando de impresión, a la luz del sol naciente, en la publicidad que me saltó por la mañana, en una red social en la que, como en esta u otra, comparto alguna cosa sin importancia, como puedan serlo algunos de mis pensamientos y de mis trabajos, leí un anuncio sobre una Inteligencia Artificial, no recuerdo cuál ni tengo interés en saberlo, porque lo que me impresionó e interesó fue que la empresa de turno animaba al consumidor a simplificar sus textos, ofreciendo a su potencial usuario un servicio gratuito, adjetivo este que, de no estar arropado por mi aceptación de que apenas somos dueños de nuestras vidas y de que somos objetivos y objetos comerciales, me haría temblar, más que pensar en qué intención oculta persigue quien oferta la gratuidad. Obviamente se trata de perseguir un beneficio, pero ¿de qué tipo? No lo dice, tampoco voy a detenerme en ello. Prefiero hablar de la invitación que animaba a “simplifica(r) cualquier texto” con el uso de su inteligencia, como si la simplificación de cualquier texto lo enriqueciese y, de paso, a quien aceptase la simplificación —que no es lo mismo que la sencillez—, cuando, en muchos casos, produce el efecto contrario. A veces, es necesario no simplificar porque el pensamiento implica y precisa desarrollar una complejidad que de limitar el número de palabras —significados y significantes— estaría limitando el número de posibilidades, de ideas y de capacidades intelectuales y emocionales de la persona. ¿Es eso lo que queremos? ¿Mayor limitación para nuestro pensamiento y nuestro corazón, por tanto, para nuestros sueños e idea de libertad? Solo puedo responder por una persona, y tengo clara su negativa y su afirmación “me gusta pensar, soñar y latir”. Ya antes les gustó a muchos, ahora a tantos y después espero que continúe gustando. Y al tiempo que yo lo hago, lo hacéis vosotros, pero ya no se trata de lo que hacemos y queremos hacer, sino de lo que nos hacen querer y creer que debemos hacer, decir y pensar. De andar por ahí Descartes, le diría “a ver, chaval, cuéntame eso de que piensas luego existes…”


El pensamiento parece haber ha perdido su valor liberador, tal vez ya el existencial, el que invita a preguntarse por la propia existencia del yo y el nosotros en la vida. Ahora parece que cuesta hacerlo, que es mejor no “complicarse” y buscar una liberación que nunca libera, tras una larga y cansina jornada laboral, porque al día siguiente se sentirá la misma necesidad de descansar y así hasta el fin de semana, en el que la sensación de liberación quizá aumente, para desaparecer el domingo al atardecer y así en un ciclo vicioso sin fin. Pero eso no es lo único preocupante, sino también el “canibalismo” entre ciertos consumidores que “devoran” a quienes se apartan del plan establecido, que ni siquiera es suyo, de esa homogeneidad que se disfraza de diferente. Si ayer se podía ver claramente en manos de quien estaba el poder, en manos de jerarcas religiosos y políticos absolutistas y totalitarios; hoy, es difícil precisar dónde y quién ostenta tal poder, el de decidir por nosotros. ¿Empresas? ¿Medios? ¿Anónimos? ¿Personajes que asumen un rol cara la galería, pero aceptando en su “casa” que el verdadero es otro? En todo caso, se trata de que ya todos somos parte del consumo, que consumimos a dolor, sin fin, sin detenernos a pensar. Total, ¿para qué?, si ya pensarán otros por nosotros. Ese “pensarán” no es un tiempo futuro, es el presente, porque ya lo hacen, como ya lo hicieron en el pasado. Respecto a esto no hay novedad; la hay en que ahora somos un producto de consumo, somos el contenido del que se alimenta la red, llegando a ser consumidos y engullidos por el vicioso círculo de crear y crear. Pero, ¿para qué? ¿Para quién? ¿Para nosotros? Somos quienes damos el aliento vital a nuestro mundo, también deberíamos darle pensamiento y sentimiento, no la apariencia de ambos. Somos ya adictos de la apariencia, de lo instantáneo y de lo desechable, del automatismo, antes lo éramos de otras cosas, en otra realidad, en otro espejismo en el que sabíamos que no teníamos voz, ahora eso ha cambiado, nos han hecho creer que se nos ve, se nos escucha o se nos lee. Algo así como que somos importantes, ¿lo somos? Sí, pero solo para nosotros y para los pequeños núcleos de los que formamos parte. En esto, como cantaba Julio, la vida sigue igual. Por otra parte, es innegable que llevamos tiempo viviendo el final de una era, en realidad estamos al inicio de otra, cuestión que no se le escapa a nadie, como tampoco que el cambio viene de atrás. La tendencia a reducir en el sistema educativo, donde el alumnado, apoyado por el propio sistema que les concede la sensación de que tienen el poder en sus manos, ya no duda a la hora de exigir a la docencia mayor simplificación en el contenido, o en las redes sociales, en las que se exige silenciosamente no escribir más de cuatro líneas y una idea simple, para evitar leer, ya marca ese periodo de transición con el asentamiento del no pensar y de la defensa del escribir mal y del leer poco, una defensa intransigente que en su intolerancia a la crítica, elimina la autocrítica y se convierte en dictadura, cuando no en reino de terror que persigue y condena a quien llame la atención sobre la necesidad de un uso correcto de la ortografía; ya no de la gramática ni la sintaxis, que esa es otra historia de horror para el pensamiento tranquilo, el que se toma su tiempo, su calma, (auto)crítico y reflexivo, el cual parece encontrarse en peligro de extinción...

viernes, 11 de abril de 2025

Yo, tú, él, ella (1974)


 En cine, dudo que haya habido mejor exhibicionista y mirón que Alfred Hitchcock, que era capaz de atrapar al público en la intimidad de personajes también atrapados en excepcionalidades que les liberan de la tediosa y represiva prisión de rutina que apunta en la pantalla o la insinúa, que todavía funciona mejor, pero de las que los saca para divertirse y divertirnos, aunque su idea de diversión sea la de hacer sufrir a sus héroes y heroínas y jugar con nosotros, y así llevarlos y llevarnos al límite. Para Hitchcock, todos somos mirones que niegan serlo, pero que se sientan en la sala, miran la pantalla, cual ventana indiscreta al mundo de otros, y observan vidas ajenas porque las suyas son más aburridas o les falta algo. ¿Quién no ha querido ser el heroico e inexistente George Kaplan o uno de los pájaros que se rebelan sin necesidad de un por qué ni un para qué? En ambos casos, ¿no se liberan?… Una prisión similar, pero más forzadamente pretenciosa, pedante y aburrida, que asume riesgos y ruptura con el orden, abre la filmografía de largometrajes de Chantal Akerman, cuyo primer largo, Yo, tú, él y ella (Je, tu, il, elle, 1974), propone un ejercicio de exhibicionismo vouyerístico que, como mirón, me lleva a la pregunta ¿para qué observar a esa mujer que durante el primer tercio de metraje se encuentra encerrada en planos fijos que pretenden desnudar de todo artificio su estado, pero consciente de crear un efecto artificial contrario? ¿Qué sucede? ¿Le falta azúcar? ¿Una contradicción? ¿Un desafío? ¿La afirmación de alguien que llega para decir aquí estoy y mi discurso es este, y es innegociable? Akerman desnuda a su principal personaje y también lo intenta simbólicamente cuando fuerza su pensamiento en la escritura de cartas, pero la mujer, el yo del titulo, personaje asumido por la propia directora, no piensa para sí, sino para su público, el mirón y destinatario de la correspondencia, ni por sí, pues por ella piensa Akerman y su guion, digamos que el tú del título, aunque sea el “yo” creativo…


 Tanto ella como su pensamiento son exhibicionistas de la intimidad que la autora fuerza y desea exteriorizar y que expone en planos largos y fijos, en la quietud del presidio gris y monótono en el que se descubre a esa joven que a la media hora de metraje decide abandonar su encierro y salir al exterior donde también se encuentra atrapada, puesto que la compañía del él, el camionero que cobra el físico de Niels Arestrup, no la libera, aunque a él le proporciona tal vez un orgasmo y la posibilidad de hablar y hablar sin pensar escuchar. Habría que esperar a la aparición del personaje ella (Claire Wauthion), la ex-amante que le pide que se vaya, para que se produzca una especie de liberación para la protagonista, para ese yo-tú, al menos desde una perspectiva sexual plena. La primera de las tres partes, la dedicada al tú y creada por el yo (todo creador es en primera persona y la autora es un yo siempre presente en pantalla), planta a la protagonista en la soledad de su cuarto donde, como personaje creado por otra, se exhibe porque su autora sabe que la están mirando y pretende provocar una reacción en el público mirón… ¿Cuál? Akerman no es Hitchcock, no podría serlo porque juegan en diferentes tipos de cine; en ciertos aspectos el del británico es el juego vouyerista de un niño “malo” mientras que el de la belga no puede evitar ser la voz de una exhibicionista que pide que la miren, para decir que está ahí y que tiene algo que contar, esa situación de encierro femenino que su persona logra romper cuando su cuerpo se funde con el de su antigua amante. Akerman llega para provocar y experimentar con las imágenes y los espacios cinematográficos, para dar voz a la mujer, pero ¿a todas? ¿A muchas? ¿A pocas? ¿O solo a así misma? Como creadora que fue, la respuesta apunta a la afirmación de la cuarta opción y de ahí saltaría a la tercera y, tal vez, aunque lo dudo, llegase a la segunda, pero nunca a la totalidad, y de esto es consciente…


miércoles, 9 de abril de 2025

Operación Plus Ultra (1966)


Si forzosamente tuviese que elegir algo destacado de Operación Plus Ultra (1966), que no lo encuentro, sería el “hacer” de José Luis López Vázquez dando vida a Rodríguez, el reportero encargado de cubrir la excursión que da pie al film; por su desparpajo, por su indudable capacidad para transmitir naturalidad a sus recreaciones. La presencia del periodista constata lo que se sabía desde el arranque, con el No-Do informando de un concurso que, sin decirlo, obedece a intereses y finalidad propagandísticas. Pero sin tanta propaganda y sin el abuso de tópicos y sensiblería, con un tercio de metraje menos y un cuádruple de humor más, Operación Plus Ultra podría haber sido algo así como un episodio de Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), pero la película de Pedro Lazaga carece de la gracia, de José Isbert y del atractivo del film de Sáenz de Heredia. La historia que Lazaga cuenta se inspira en la real del concurso que le da título, un programa que premió a un grupo de niñas y niños en 1964. En todo momento, lo que cuenta Lazaga, que había estado más inspirado en otras ocasiones, cae en un pozo sin fondo y se pierde en su caída, la de un viaje a ninguna parte que no sea la propaganda y el paternalismo nacionalcatólico de la época. Por momentos, sus imágenes y sus diálogos me traen a la memoria la no menos insulsa El Pórtico de la Gloria (1954), película que una década atrás había escrito y dirigido Rafael J. Salvia, a partir de una idea del popular tenor mexicano José Mojica. Quizás, en la firma de Salvia en el guion de ambas —aunque en esta de Lazaga comparte autoría con Vicente Coello, Joaquín Peláez y Pedro Masó— se explique el parecido, que se me antoja más que razonable. En todo caso, las dos películas plantean un viaje por distintos lugares de la península Ibérica (y por un instante, también en México D. F. y Roma, respectivamente), por donde reparten ridiculez entre los niños y los adultos protagonistas…


El No-Do informa del concurso patrocinado por la Cadena Ser e Iberia (con regalos del Corte Inglés incluidos), en el que unos niños escogidos por su heroísmo recibirán el premio de viajar por la España del desarrollo, del turismo, del catolicismo y de la dictadura que ya lleva más de un cuarto de siglo imponiendo su cuento. Apunta que cada miembro de la expedición tiene su historia de sacrifico, generosidad y heroicidad, pero, más adelante, los uniforman, porque <<debéis ir todos iguales>>, uniformidad a la que aspira (e impone mediante diferentes usos, entre ellos la fuerza, la censura y la represión) cualquier dictadura y a la que tiende a imponer la mayoría en cualquier sistema democrático. En todo caso, Lazaga hace que las niñas y los niños vivan un sueño, pues eso es el viaje que parte de Madrid y salta a Barcelona, y de la Ciudad Condal a Roma, donde el Papa Pablo VI les echa una parrafada en castellano al uso papal. De ahí a Marín, que son dos días, para que los pequeños jueguen a la guerra en un buque al servicio de la escuela naval. En la localidad de la Ría de Pontevedra suben al autobús y llegan a Santiago de Compostela, donde les reciben a las puertas del Hostal a ritmo de muñeira, sonido folclórico que antecede al respetuoso silencio tras cruzar el Pórtico de la Gloria. En el interior de la catedral compostelana, el Botafumeiro y el Altar Mayor, frente al cual rezan los personajes. Desde Santiago visitan el Pazo de Meirás, en el municipio de Sada —aunque aquí Lazaga no recrea, sino que emplea imágenes televisivas donde las cámaras muestran a un Franco sonriente recibiéndoles—. Tras esto, ya solo queda tomarse unas pastillas contra el mareo o regresar a Madrid y cerrar un recorrido  “circular” durante el cual los niños entablan amistad y los mayores son mejores, tan buenos que para qué contar, si me saltarían las lágrimas y mojaría el papel, aunque sea digital. Cuanta sensiblería, que no sensibilidad ni sentimiento, en Operación Plus Ultra, una película que no puede ser más adecuada para el régimen porque de serlo, ya sería su reencarnación; lo cual no podría ser porque la dictadura todavía era la realidad que mandaba en España. Lo que sí es que encaja a la perfección con la imagen paternalista y cristiana (católica) que el régimen desea proyectar hacia fuera y a su público para fomentar su españolidad, como queda claro durante la estancia de los niños en Marín, entre banderas, desfiles y medias verdades como la historia del crucero Baleares, hundido durante la guerra, aunque el oficial que les habla de <<la gloria de la Marina>> no les cuenta contra quién, solo que fue hundido por defender España. Su omisión resulta más que ambigua, engañosa, aunque no para el régimen, pues, al omitir que fueron otros españoles que también luchaban por España quienes lo hundieron, está continuando su verdad, la afianzada tras la derrota de la II República…




lunes, 7 de abril de 2025

Almanzor, gracias por su visita


La leyenda dice muchas cosas, la historia también. A menudo, ocultan y se confunden, cuando ya una quiere ser la otra, y la otra se convierte en qué. ¿En anécdota? ¿En exaltación? ¿En olvido? Se escucha que un caballo abreva en la pila de la catedral de Santiago o que un anciano ora y ante quien la mano del temible jinete y caudillo andalusí se muestra piadosa en ese santuario prerrománico. Era el segundo, el erigido en tiempos de Alfonso III el Magno, dicen que el más esplendoroso de la Hispania cristiana de la época, aunque pequeño, como sus campanas, que solo podemos imaginar tocar y la fantasía de verlas arrastrar. ¿Quién salva el sepulcro? ¿Quienes reconstruyen la ciudad? ¿Os acordáis de los sin nombre para la historia que lo construyeron? ¿Y de cuál era la realidad de entonces? Qué no os cuenten milongas, fantaseadlas y acudid a los libros, que, en ambos casos, resulta más entretenido y creativo que el tañido ensordecedor, el rayo cegador y las voces de ¡Al arma! Pongamos que, nacido entre los años 938 y 940 en las inmediaciones de Algeciras, la primera ciudad peninsular fundada por los árabes, Abu Amil Muhammad ben Amir al-Ma Afiri se instruyó en Derecho y Letras en la esplendorosa Córdoba donde llegaría a ser canciller del Califato, pero que más se le recuerda por sus cincuenta y seis campañas victoriosas, una de las cuales le llevó a Compostela en el año 997, ciudad a la que llegó para arrasarla después de que el rey Vermudo II de León —también con B—, coronado en Santiago en el año 982, tras ser proclamado rey por la nobleza gallega —asentada entonces al norte y al sur del río Miño—, dejase de pagar sus tributos al estado cordobés. El monarca “berciano”, por su supuesto natalicio en El Bierzo, aprovechó que Almanzor se encontraba en el norte de África, apaciguando la zona; es decir, guerreando. A su regreso a la península, el ambicioso caudillo militar decidió castigar al rey que, a partir del 985, tras la muerte de Raimundo III, ya no solo reinaría en Galicia, sino en todo el reino de León. Mas, en aquel momento alto medieval, la corona leonesa no era tan fiera como lo sería cuando el joven y belicoso condado de Castilla se hiciese reino en el XI, ni era rival para Almanzor, quien, en una de sus “razzias” veraniegas, vio que sería un acto de su buena fe visitar Santiago y dar un golpe de autoridad a la fe cristiana…

Imagen tomada de albertosolana.wordpress.com

Dicen las voces populares que con el bronce catedralicio a cuestas de esclavos que caminaban hacia la bella capital de los Omeya, recordaba a los del norte quien mandaba en las tierras hispanas, incluso en aquellas que no pertenecían territorialmente al Califato. Aparte de Santiago de Compostela, en sus expediciones entre 976 y 1002, año de su muerte, Al Mansur dejó su devastadora tarjeta de visita en Barcelona (984-85), Pamplona (978), Zamora (979) y otras localidades cristianas. Por entonces, con Toledo y Merida andalusíes, Santiago era, a la par de Braga, el centro religioso de la cristiandad peninsular, debido a su templo y al culto apostólico que se estaba erigiendo en uno de los tres más importantes centros de peregrinación del mundo cristiano, de modo que era un lugar idóneo para dar escarmiento y, de paso, hacer rapiña, puesto que la ciudad gallega se estaba enriqueciendo, gracias al sepulcro hallado en la antiquísima necrópolis de la que toma su Compostela —aunque todavía hay quien piensa que procede del “campo de estrellas”—, y toda expedición conlleva gastos y la posibilidad de grandes beneficios económicos. Así, dirigiendo la expedición personalmente y tomando entre sus huestes soldados islámicos y cristianos, Almanzor emprendió el camino por la Vía de la Plata y se desvió hacia Braga —que había sido la capital de la Galicia sueva y durante el breve reinado de Ordoño lI—, desde donde tomó el Camino Portugués para entrar en la Galicia del lado norte del río Miño, que geográfica e históricamente se corresponde con la antigua Gallaecia lucense romana; la bracarense, quedaba al sur y fue donde, un par de siglos después, en el XII, con el matrimonio de Henrique de Borgoña y Teresa, hija ilegítima de Alfonso VI —el monarca responsable de dividir Galicia en dos condados— y hermanastra de Urraca, se originó el reino de Portugal, que tuvo su primer rey en su hijo Afonso Henriques. Pero, como diría el buen barman y mente lúcida de Irma la Dulce (Irma la Douce, Billy Wilder, 1963), esa es otra historia…

La mayoría de los personajes nombrados en el texto asoman por Rincones sin esquinas, pero esa también es otra historia y se puede adquirir en Amazon:



Cuando Almanzor perdió el tambor (1984)

Durante el franquismo, sobre todo entre la segunda mitad de la década de 1940 y los primeros años de la siguiente, hubo una eclosión del llamado cine histórico, aquel del que era tan asiduo Juan de Orduña y aquel de cartón piedra que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem caricaturizan en Esa pareja feliz (1951), su primer largometraje y un soplo de aire fresco para la pantalla española. En ese tipo de cine que bebe de la historia, salvo excepciones, concedía su protagonismo a personajes relacionados con las coronas de Castilla y de Aragón, es decir, con el periodo que se consideraba el esplendor castellano aragonés, aquel que comprende desde los reyes católicos hasta los primeros Austrias (Carlos y su hijo Felipe), que, aunque lograron construir el mayor imperio, también plantaron las semillas de la lenta agonía que los Borbones apuraron cuando accedieron al trono español. Sin embargo, eran biografías en las que la realidad histórica quedaba supeditada a la propaganda del régimen, a su idea de esa grandeza española que tanto le gustaba al dictador. Tras su muerte en 1975, y con la llegada de la democracia, el cine histórico español, que había caído en el olvido, recuperó parte de aquella manía de tergiversar, aunque, en esta ocasión, se hizo, eliminando aquel papanatismo de solemnidad, para satirizar y divertir; si se puede llamar así a las propuestas de Cristóbal Colón, de oficio descubridor (Mariano Ozores, 1982), El Cid cabreador (Angelino Fons, 1983), Juana la loca… de vez en cuando (José Ramón Larraz, 1983) o este despropósito similar titulado Cuando Almanzor perdió el tambor (1984). Pero el film de Luis María Delgado, cineasta que tuvo mayor tino cuando realizó, junto a Fernando Fernán Gómez, Manicomio (1954), tiene la particularidad de conceder el protagonismo a un caudillo ibérico musulmán, algo que durante el franquismo sería poco menos que imposible, ya que había que ser “muy de aquí” para ser un héroe o una heroína de película. Aparte de que Al-Mansur o Almanzor lo era, me refiero de aquí, pues nació en las inmediaciones de Algeciras, resulta que su figura no ha tenido un intento de adaptación a la ficción cinematográfica digno, pues esta comedia de Luis María Delgado solo es el bochornoso intento de hacer reír a toda costa, desde la astracanada cinematográfica, la que bebe de La venganza de don Mendo (1961), la adaptación que Fernán Gómez hizo de la popular comedia de Pedro Muñoz de la Seca…



domingo, 6 de abril de 2025

Mi tierra, de Rosalía de Castro



Mi tierra, de Rosalía de Castro 


   A un tiempo, cual sueño

que halaga y asombra,

de los robles las hojas caían,

del saúco brotaban las hojas.


   Primavera y otoño sin tregua

turnan siempre templando la atmósfera,

sin dejar que no hiele el invierno,

ni agote el estío

las ramas frondosas.


   ¡Y así siempre! en la tierra risueña,

fecunda y hermosa,

surcada de arroyos,

henchida de aromas;


   que es del mundo en el vasto horizonte

la hermosa, la buena, la dulce y la sola;

donde cuantos he amado nacieron,

donde han muerto mi dicha y mis glorias.


   De vuelta está la joven primavera;

mas ¡qué aprisa esta vez y cuán temprano!

¡Y qué hermosos están prados y bosques

desde que ella ha tornado!


   Ha vuelto ya la primavera hermosa;

siempre vuelve la joven y hechicera;

mas ¿en dónde, decidme, se han quedado

los que partieron cuando partió ella?

Esos no tornan nunca,

¡nunca!, si es que nos dejan.


   De sonrosada nieve, salpicada

veo la verde hierba,

son las flores que el viento arranca al árbol

llenas de savia, y de perfumes llenas.


   ¿Por qué siendo tan frescas y tan jóvenes,

a semejanza de las hojas secas

en el otoño, cuando abril sonríe

ellas también sobre la arena ruedan?

¡Por qué mueren los niños,

las flores más hermosas de la tierra!


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   En sueños te di un beso, vida mía,

tan entrañable y largo...

¡Ay!, pero en él de amargo

tanto, mi bien, como de dulce había.


   Tu infantil boca cada vez más fría,

dejó mi sangre para siempre helada,

y sobre tu semblante reclinada,

besándote, sentí que me moría.


   Más tarde, y ya despierta,

con singular empeño,

pensando proseguí que estaba muerta

y que en tanto a tus restos abrazada

dormía para siempre el postrer sueño

soñaba tristemente que vivía

aún de ti, por la muerte separada.


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Sintióse agonizar, mil y mil veces,

de dolor, de vergüenza y de amargura,

mas aunque tantas tras de tantas fueron

no se murió ninguna.


   Embargada de asombro

al ver la resistencia de su vida,

en sus horas sin término pensaba,

llena de horror, si nunca moriría.


   Pero una voz secreta y misteriosa

la dijo un día con acento extraño:

Hasta el momento de tocar la dicha

no se mueren jamás los desdichados.


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En el poema, Rosalía pasa de la alegría a la tristeza, canta la sonrisa vital que regresa cada primavera, llora la pérdida irreparable, su pena y su imposibilidad, pero es esa misma aflicción que la embarga la que, tras encontrar la fortaleza y las palabras adecuadas para expresarla, da forma a la belleza que existe en sus versos. Rosalía no es la melancólica ni el mito que nos llega, el que aceptamos por ignorancia, gusto o interés, si no una mujer poliédrica, condicionada por su época y sus misterios personales, los que solo se discuten con la voz interior, la mujer que planta cara, por su origen, por lo que quiso y no fue, por lo que fue y no quiso, por su maternidad, por su osadía de escribir en gallego cuando no había una gramática sobre la que apoyarse, solo siglos de silencio en la lengua escrita (Séculos Escuros), por su soledad en compañía, por su mente subjetiva, como no puede ser de otra manera, la que dio voz en sus poemas a la tierra que ama, pero que quizá sienta que no le corresponde, a su angustia y a sí misma; es decir, Rosalía canta claroscuros, los que completan y definen la existencia humana. Y es que Rosalía, la mujer real, la existencia que sufre y que también se alegra, probablemente, poco tendría que ver con la idea de la poetisa del romanticismo tardío ni con la voz “lastimera” con la que se evoca o se la asocia en no pocas ocasiones… cuando, en realidad, solo hay que leerla para saber que se trata de una personalidad valiente y reivindicativa. En ninguno de los dos casos esa fue Rosalía la mujer viva, sino la Rosalía mito, la idea icónica que pasa a la historia, la legendaria, romántica, galaica y triste que nos permite representar su ideal. Afortunadamente, para ella y para cualquiera, ningún ideal es de carne y hueso. No es real, aunque se piense como tal, solo la ensoñación y el deseo de lo soñado; y ella fue más que un sueño y un anhelo, fue la persona que, como el resto de los mortales, vivió con sus alegrías y sus tristezas, con sus fortalezas y sus flaquezas, con sus carencias y tenencias, que supo plasmar en su poesía y, en menor grado, en las cinco novelas que conforman su narrativa. Compleja y sencillamente, Rosalía fue ella y lo demás, su obra, la belleza que sentimos y la lectura que queremos… (abajo, el texto en gallego)


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En la fotografía arriba compartida, una imagen del paseo a orillas del río Sarela, a su paso por el parque de Galeras, en Santiago de Compostela, a cuatro minutos da rúa das Hortas, a seis da Porta da Trinidade, una de las antiguas entradas a la ciudad, y a seis minutos y quince segundos, dos arriba o uno abajo, sin incluir parada, del Hostal y del Obradoiro, donde también hay belleza. También asoma a lo largo del paseo fluvial, pero ambas son de otro tipo distinto a la lírica. La del Sarela busca la suya en la naturaleza, y la de la Plaza habita entre la quietud de sus piedras y las emociones e impresiones de quien las contempla sin el apuro de una foto…


No poema, Rosalía pasa da ledicia á tristura, canta o sorriso vital que retorna cada primaveira, chora a perda irreparable, a súa pena e a súa imposibilidade, pero é esa mesma aflición que a fere na alma a que, tras atopar a forza e as palabras axeitadas para expresala, da forma á beleza que existe nos seus versos. Rosalía non é a melancólica nin o mito que nos chega, o que aceptamos por ignorancia, por gosto ou por interese, senón unha muller poliédrica, condicionada pola súa época e os seus misterios persoais, os que só discútense coa voz interior, a muller que da a cara, pola súa orixe, polo que quiso e non foi, polo que foi e non quiso, pola súa maternidad, pola súa ousadía de escribir en galego cando non había una gramática sobre a que apoiarse, somentes catro séculos de silencio na lingua escrita (Séculos Escuros), pola súa soedade en compaña, pola súa mente subxetiva, como non pode ser doutro xeito, a que deu voz nos seus poemas á terra que ama, pero que quizais sinta que no lle corresponde, a súa angustia e a si mesma; é dicir, Rosalía canta claroscuros, os que completan e definen a existencia humana. E é que Rosalía, a muller real, a existencia que sofre e que tamén alédase, probablemente, pouco tería que ver coa idea da poetisa do romanticismo tardío nin coa voz “queixosa” coa que se evoca ou se asocia en non poucas ocasións… cando, en realidade, só hai que lela para saber que trátase dunha personalidade valente. En ningún dos dous casos esa foi Rosalía a muller viva, senón a  Rosalía mito, a idea icónica que pasa á historia, a lexendaria, romántica, galaica e triste que permítenos representar o seu ideal. Afortunadamente, para ela e para calquera, ningún ideal é de carne e oso. Non é real, aínda que se pense como tal, só a ensoñación e o desexo do soñado; e ela foi máis que un soño e un anhelo, foi a persoa que, como o resto de los mortais, viviu coas súas ledicias e as súas tristezas, coas súas fortalezas e as súas fraquezas, con carencias e teñencias, que soubo plasmar na súa poesía e, en menor grao, nas cinco novelas que conforman a súa narrativa. Complexa e sinxelamente, Rosalía foi ela e o demáis, a súa obra, a beleza que sentimos e a lectura que queremos…

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Na fotografía arriba compartida, unha imaxe do paseo a beira do río Sarela, ao seu paso polo parque de Galeras, en Santiago de Compostela, a catro minutos da rúa das Hortas, a seis da Porta da Trinidade, unha das antigas entradas á cidade, e a seis minutos e quince segundos, dous arriba ou un abaixo, sen incluir parada, do Hostal e do Obradoiro, onde tamén hay beleza. Tamén asoma ao longo do paseo fluvial, pero ambas son de outro tipo distinto á lírica. A do Sarela busca a súa na natureza, e a da Praza habita entre a quietude das súas pedras e as emocións e impresións de quen as contempla sen o apuro dunha foto…

El final del camino (2017)

Su ubicación temporal en un periodo concreto de la Baja Edad Media, entre finales del XI y principios del XII, y su título El final del camino (2017) apuntan de qué puede ir esta serie dirigida por Miguel Alcantud, Óscar Pedraza y Miguel Conde, al menos dónde se puede desarrollar y, si gusta la historia peninsular medieval, qué personajes pueden asomar por ella y resultar interesantes. También, al tratarse de una ficción, que ha de alcanzar y contentar al mayor número de público posible, corre el riesgo de caer en más de lo mismo: en el tópico en el que ya caen las sagas literarias con catedrales de fondo que se inician en Los pilares de la tierra (Ken Follet, 1989) y La catedral del mar (Ildefonso Falcones, 2006); o mismamente la popular serie Isabel (2012). Y así sucede en no pocas ocasiones a lo largo de sus ocho episodios, en los que va cobrando fuerza una figura política, religiosa y militar imprescindible de Santiago de Compostela, del reino de Galicia y del de León y Castilla. El obispo y, posteriormente, arzobispo compostelano Diego Gelmírez, a quien la ciudad dedica en la actualidad una calle, dos institutos y un colegio mayor, inspira a uno de los personajes de esta aventura que bebe de lo histórico para caer en lo contemporáneo. Trata a sus personajes como si fuesen actuales, es decir, los ofrece como los prefiere el público mayoritario, la corrección actual y el guion de Alberto Guntín, Xosé Morais y Victoriano Sierra Ferreiro, los creadores de esta historia que, sin profundizar en la otra, la que a veces se escribe con H, como el amor escrito por Jardiel Poncela, llenan su medioevo televisivo y compostelano de personajes que transitan la villanía, la ambición, el arrepentimiento, la superación, la igualación, la sustitución, la reducción y la resolución gráfica,… —perdón, que esta es de otra cuenta— que no difieran a las que podrían caminar los de una serie de superhéroes o de otros estereotipos ambientada en el siglo XX o XXI.

El Gelmírez de El final del camino, tal vez, sea el que resulta más ambiguo de los personajes, por supuesto mucho más que el segundo de los hermanos de Catoira, el que se hace pasar por lo que no es. Pero la aparente ambigüedad de Diego Gelmírez no le libra de caer en el tópico, cuando, casi con certeza, el auténtico sería de todo menos un estereotipo, a tenor de cuanto plausible —engrandeció la ciudad, logró para ella el arzobispado, obligó a sus canónigos a elevar su cultura, ordenó obras que mejoraron el panorama urbano, no solo en Compostelana, sino el los lugares que pertenecían a su área metropolitana y a su señorío— y censurable —sin ir demasiado lejos, el robo de las reliquias de la sede de Braga— llevó a cabo. Desde su primer capítulo, esta serie ambientada en el siglo XII presenta dos partes claramente diferenciadas: la que pretende ser histórica y la que desesperadamente busca ser dramática. Esta última no me interesa, recrea situaciones ya vistas en otros lugares teatrales, televisivos y cinematográficos, e intenta falsear sentimientos y emociones que solo lo son en la estampa. En cambio, su recorrido por ese Santiago de Compostela medieval reconstruido para la ocasión y por el Toledo cortesano, recién recuperado o recién arrebatado, según los intereses de quien lo mire, me resulta más atractivo, si quiera porque me gusta entretenerme con la historia, que algunos estudian con mayor seriedad y profesionalidad, a la que miro con ojos de duda porque las fuentes que nos llegan, aparte de ser mínimas respecto al total, también suele ser un ejercicio de búsqueda y ensayo de los historiadores, quienes realizan un estudio que nunca llega a ser completo ni imparcial. Dicho esto, le resulta atractiva su vertiente histórica porque por ella asoma Urraca, Raimundo de Borgoña, Gelmírez, Peláez, el maestro constructor Bernardo e incluso Alfonso VI, e padre de la primera y también de Teresa, abuelo de Alfonso Raimundez, rey de Galicia y, posteriormente, de Castilla y León, y de Afonso Henriques, primer rey portugués. El monarca, que en la serie asoma con rasgos de villano, dividirá Galicia entre sus dos hijas e incluso dejará la orden de coronar a su nieto, si su madre contrae segundas nupcias. A la legítima, Urraca, le cederá la parte norte y a la ilegítima, Teresa, la sur, que ha de ser vasalla de la del otro lado del Miño; aunque la condesa de Portugal y su marido Henrique de Borgoña tienen otros planes… pero esa es otra historia, la que importa en la serie es la alcoba de la realeza, el triángulo de Catoira y las intrigas de Peláez y los usos de Gelmírez.



sábado, 5 de abril de 2025

Quizás, quizás, quizás…

<<Hay una palabra maravillosa en el idioma, de la que yo abuso hasta límites estilísticamente intolerables: quizás, a veces sustituida por acaso, por tal vez… Es una palabra prestigiosa, la más inteligente, la más razonable de todas. ¡Como que hasta le han puesto música! ¿No la recuerdan?:


¡Quizás, quizás, quizás…!>>*


Claro que la recuerdan, Torrente, y gracias por tu quizás, una palabra de la que también abuso porque creo en ella, y eso que mi “naturaleza” tiende a incrédula, pero también se inclina hacia la duda, a saber que mi idea solo es una posible entre tantos tal vez. La canción fue escrita en 1947 por el compositor cubano Osvaldo Farrés. Esta que comparto es la versión del famoso cantante estadounidense Nat King Cole —hubo muchos otros y otras, tal Los Panchos o Sara Montiel, que la hicieron suya—, que es la elegida por Wong Kar-wai para que suene en su magistral In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2000)…


*Gonzalo Torrente Ballester: “Cotufas en el golfo”. Ediciones Destino, Barcelona, 1986.



viernes, 4 de abril de 2025

Una historia aburrida (1982)


Resulta un tanto simplista decir que Wojciech Jerzy Has fue un gran adaptador literario, como he leído en alguna parte, porque, en realidad, fue un gran creador cinematográfico, de un universo en el que introduce personajes atrapados en sueños y misterios, en el tiempo, en la vida y en la cercanía de la muerte. El suyo está compuesto de posibilidades audiovisuales y de fantasía, también de imposibilidades vitales, de angustia, de un toque de locura, de disgresiones, de interrogantes y dudas como las que logra plasmar en las casi dos horas de tedio que dominan Una historia aburrida (Nieciekova historia, 1982). El suyo es un universo personal onírico y audiovisual, más que literario, el cual, en parte, se inspira en la literatura que le influyó, pero, como ya he dicho, la literatura —y las obras de Jan Potocki, Bruno Schulz, Anton Chéjov o Frederick Tristan que lleva a la gran pantalla— solo es parte de lo que le inspira y de lo que su cine desvela. Inspirándose en el cuento de Chéjov del que toma su título para la película, Wojciech J. Has regresaba a la dirección después de ocho años inactivo, debido al rechazo que su anterior y mejor film había generado en las autoridades. Pero si El sanatorio de la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydia, 1973) es una película más lograda y desbordante, en con Una historia aburrida demostraba que no había perdido su pulso para crear atmósferas, en este caso mucho más plomiza, porque así lo exige la mente del protagonista, ni para jugar con el tiempo y los espacios, generando la sensación de que su personaje central se encuentra atrapado ya no en el lugar físico que ocupa, sino en el mental que le hace ser.


La voz interior del personaje principal desvela parte de qué le sucede al prestigioso profesor de medicina (Gustaw Holoubek) a quien se descubre en su soledad y en su rechazo al mundo que habita, a su familia, a su cotidianidad. En su pensamiento intenta explicarse, responder si todo se reduce a eso, busca huir de la cotidianidad en la que ya  la idea de la muerte asoma y en la que todo semeja igual. ¿A eso se reduce la vida humana? ¿A que un día pueda ser mil y mil ya sea solo uno? ¿De qué le ha valido su esfuerzo y el alcanzar el éxito? La sensación de inmovilidad, de vivir en un presente de inexistencia le lleva a recordar su pasado y a reflexionar sobre la existencia en un ahora en el que ya nada parece liberador, todo lo contrario. Escribió Natalia Ginzburg en su estudio sobre Chéjov que en sus cuentos <<nunca aparecen la felicidad en los matrimonios ni la armonía familiar>>, y eso es lo que también asoma en la película de Has. Tanto el matrimonio como la vida familiar lastran al personaje, que no se plantea si el resto de su familia siente igual. Su visión se limita a sus impresiones y a sus sensaciones; lo cual no deja de ser normal, porque es su pensamiento el que reflexiona sobre la vida y el transcurso del tiempo. Su hija Liza (Elwira Romanczuk) ya no es aquella niña a la que llevaba de paseo y a la heladería y Weronika (Anna Milewska), con quien lleva casado desde la juventud, difiere de la chica bondadosa y de fina inteligencia de quien se enamoró. Ahora, es una persona gris, preocupada por la economía del hogar y otras cuestiones que la desvelan tal vez mezquina, seguro que aburrida como las existencias que Has recrea en un espacio cerrado, tan gris como los personajes, del que es imposible escapar o escuchar una carcajada, ni siquiera descubrir una sonrisa o una chipa que, tal vez, ya no exista en ellos. La sensación que Una historia aburrida depara hace honor a su adjetivo y, con solo describir, una jornada de comprende en qué se ha convertido la vida del protagonista, que ya semeja un fantasma. ¿Qué le queda? Su mente viaja a los lugares del pasado que resultan iguales en el presente, pero él ya no es el mismo, ya no es aquel joven lleno de ilusiones, de metas y de vitalidad. ¿Se ha amargado? ¿Ha perdido la capacidad de sorprenderse? ¿Los años lo han vuelto aburrido y pesimista? ¿Le han robado la alegría o es que el conocimiento sin evolución el que amarga? El profesor apenas habla al mundo exterior, casi siempre piensa y siente sobre sí el peso de la “derrota” existencial, que es el peso más arduo y pesado de llevar…



jueves, 3 de abril de 2025

Memorias inéditas de José Antonio

En su Memorias inéditas de José Antonio (1977), el escritor Carlos Rojas toma la excusa de un ficticio Primo de Rivera que sobrevive a su encierro y fusilamiento alicantino, porque otro muere en su lugar. Este personaje le sirve para hablar y reflexionar no solo sobre la guerra civil española —tema recurrente en la obra de Rojas, por ejemplo en Azaña y La guerra civil vista por los exiliados—, sino también para aproximarse a las controvertidas figuras de Stalin y Trotsky, acercándonos la personalidad y la rivalidad de estos dos personajes obsesivos y totalitarios, fundamentales en el devenir político del siglo XX, en la intimidad, donde afloran las dudas, los miedos y los deseos de prevalecer sobre los otros, tal vez de alcanzar la inmortalidad que saben imposible. De ese modo, Rojas profundiza en la época, que amplía al pasado, antes del duelo a muerte entre Koba y León, y al futuro, que es el presente del narrador, en el cual comparte recuerdos, conocimientos sobre los antagónicos y reflexiones sobre sí mismo, sobre la obra de Goya (en cuyas pinturas desvela y refleja el alma humana) y sobre los hechos que narra. El antaño falangista habla a alguien que le ha descubierto en su nueva vida, bajo otro nombre y sin aspiraciones políticas y revolucionarias. Esa nueva existencia nace en la condena a la que Stalin le lleva tras salvarle de morir en aquella cárcel, para encerrarle en otra y retenerle como prisionero, para saber cómo piensa un fascista —por aquello de conoce a tu enemigo—, pero también para tenerle como reflejo, confidente y conciencia... Jose Antonio es la única persona a la que habla con total sinceridad (y no poca falsedad y cinismo) porque no es nadie, solo su deseo, puesto que él quiso mantenerle con vida. José Antonio recuerda sus conversaciones con el líder soviético, un hombre que conoce en la intimidad de esos encuentros que se producen en algunos momentos puntuales de la Segunda Guerra Mundial, durante los cuales hablan sobre ambos y sobre Trotsky, también sobre aspectos que marcan el devenir del siglo XX. El autor barcelonés, también responsable de la espléndida y no menos reflexiva novela Azaña (1973), sitúa a José Antonio en un tiempo presente, 1975, en el que conversa con ese alguien a quien comparte sus impresiones y sus evocaciones, lo que le permite los viajes no lineales en el tiempo (pues se efectúan en la memoria) y ubicar la acción narrativa entre su secuestro, por orden de su futuro carcelero, y su traslado a Moscú, donde se producen sus charlas con el dictador, hasta ese instante presente que coincide con el año de la muerte de otro dictador: Franco, que supo utilizar el nombre de José Antonio para su propio beneficio y propagada, creando un mito, que, como tal, nada tendría que ver con el individuo real, ni con el ficticio en cuya boca Rojas pone ideas tales como <<el ayer nunca es verdadero y la historia, por lo tanto, no resulta jamás críticamente segura>> y <<sobrevivir en estos tiempos es saberse culpable, porque nuestra bestialidad no admite testigos.>>



miércoles, 2 de abril de 2025

El sanatorio de la clepsidra (1973)

Habían pasado cinco años desde su anterior largometraje, La muñeca (Lalka, 1968), tiempo que Wojciech Jerzy Has dedicó a preparar un proyecto personal y muy querido, pues pretendía adaptar a Bruno Schultz, un escritor cuyos cuentos habían formado parte de sus lecturas de juventud y que influyeron en su cine, haciendo que también él hiciese de sus películas un mundo único y aislado, de atmósferas enrarecidas, atrayentes y sugestivas. A pesar de ser una obra desbordante, de riqueza visual incontestable, El sanatorio de la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973) tuvo una mala acogida entre las autoridades polacas, que decidieron prohibirla. Aún así, Has se las arregló para engañar a los buenos censores estatales y enviarla al festival de Cannes, donde su espléndida, onírica y alucinada fantasía fue premiada con el Premio del Jurado. Claro que su osadía tendría consecuencias, y Has no volvería a dirigir hasta la década siguiente, cuando estrenó Una historia aburrida (Nieciekawa historia, 1982), adaptación de la obra de Anton Chéjov, en la que su protagonista se descubre atrapado en la su amararan e inmutable cotidianidad.

Al inicio de El sanatorio de la clepsidra, Jósez (Jan Nowicki), su protagonista, viaja en un “tren” en el que ya se intuye que se trata de otro de los personajes de Has que se encuentran atrapados en espacios que non pueden abandonar, porque no son solo geográficos, sino también temporales; incluso diría que metafísicos, si supusiera realmente qué es la metafísica (allende la física), más allá de la paja mental que ni se explica ni puede demostrarse, solo volver sobre las divagaciones y cuestiones que siempre van a parar al mismo lugar: las preguntas sin respuesta y así hasta entrar en una espiral, ya sin principio ni final, donde las leyes físicas y lo que se llama sentido no tienen cabida; allí donde la vida y la muerte forman parte de un sueño, tal vez. No, los mejores espacios de Has no son realidades físicas, son oníricos, misteriosos y atemporales que atrapan en la fantasía, en la pesadilla o en la cotidianidad… Este último “espacio” sería el del protagonista de Nudo corredizo (Petla, 1957), pasando por el surrealismo que conduce a dónde, que se lo pregunten al personaje central de El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopois znaleziony w Saragossie, 1965). Son espacios que también atrapan al espectador, gracias al uso que de ellos hace el cineasta, capaz de transmitir con su cámara y su planificación un efecto alucinado único…

Magistral locura, El sanatorio de la clepsidra es un ejemplo de jugar con el tiempo, de ahí la clepsidra del título (reloj de agua y símbolo en obituarios, de un tiempo de búsqueda eterna), y los espacios, igual que lo es la más famosa El manuscrito encontrado en Zaragoza, que confirmaba al cineasta polaco, que había debutado en la posguerra —con el cortometraje Ulica Brzozowa (1947)—, entre lo más destacado de los nuevos cines europeos, aunque, su postura y su elección de mantenerse al margen, lo hacía menos accesible a un público mayoritario, pues, al contrario que Jerzy Kawalerowicz o Andrzej Wajda, o que los cineastas-divos de la Nouvelle Vague, o Milos Forman en Checoslovaquia, de Has sí puede decirse que fue realmente un tipo que creo en su “ciudadela”, de dentro afuera, ajeno a lo mundanal, a lo comercial y a lo estatal, un tipo de creador que, como Sergei Parajanov, decide aislarse del “mundanal ruido” para llevar a cabo su obra, tal vez por ello sus personajes asomen atrapados en soledades, en sus pensamientos y en mundos reales e imaginarios, que en Has son solo uno…



martes, 1 de abril de 2025

El Pórtico de la Gloria (1953)



El título escogido para la película escrita por José Mojica y dirigida por Rafael J. Salvia no debe llevar a engaño, ya que no trata de mostrar el monumento referente ni contar la historia de su construcción, ni la del maestro y quienes trabajaron en la obra entre 1168 y 1188. Siendo preciso, el tema que plantea es que no lo hay, al menos no más allá de la superficialidad y de sus "buenas intenciones”, ambiguas como cualquier buena intención entrecomillada y sin estarlo, puesto que todas asumen que son buenas para el resto. Dicho de modo directo, esconden una ideología y, como tal, no toleran las otras. Ante todo, una buena intención persigue limitar la capacidad de elección y, por tanto, la libertad de quien va dirigida la generosidad del bienintencionado. Tales intenciones determinan y distinguen lo bueno (y el bueno), de ahi que sean buenas, de lo malo (y el malvado), por eso son malas, y no pocas veces silencian las demás con su intolerancia, su cortedad de miras, su censura y su imposibilidad dialogante y asfixiante. Esta parrafada, que ya podéis mandar donde buenamente os plazca, viene a cuento de una idea que me ronda y, cuando me ronda, me marea y debo alejarla. La idea en sí dice que las buenas intenciones persiguen una finalidad, como también las buscan las malas; incluso las que asumen y presumen no perseguir nada… Y ahora que ya se va, podré escribir con mayor serenidad que la vida y el cine, tal vez el cielo, están llenos de bienintencionados. Los censores lo son, así lo dicen, pues saben que conviene al público. Eligen por él, lo quieren inocente; es decir, ignorante. Así que, conscientes de que cualquier película guarda intenciones y persiguen metas, la de Salvia propone el buenísimo discurso moral que se “escucha” a lo largo del metraje. Como corrobora la suma de momentos que la componen, El Pórtico de la Gloria (1953) alcanza su objetivo de ser moralmente buena y conveniente. El rótulo de agradecimiento, que sigue a los títulos de crédito, se impresiona sobre una panorámica de la Catedral y alrededores, tomada desde la Alameda compostelana. Las palabras escritas aclaran una de las intenciones de los responsables del film, las otras se irán descubriendo en las imágenes que, mediante una elipsis —la catedral compostelana da paso a su imagen promocional en la guía turística de la ciudad gallega— traslada la historia a México, país donde Rafael J. Salvia presenta a los protagonistas principales y el destino que han de tomar. Esta ubicación mexicana indica otro de las metas de Cesáreo González, productor y distribuidor del film, pues el dueño de Suevia Films guardaba estrecha relación con México, país que conocía de la emigración y donde había dejado buenos amigos. Sin apenas tiempo para desarrollar los motivos de los personajes, las imágenes vuelven a cruzar el Atlántico, pero, ahora, parecen sacadas del Noticiario Documental. La sucesión de planos de militares, de edificios y carreteras, de vehículos que las circulan y de otros por calles madrileñas se suceden para dar pie a más imágenes típicas de aquellos documentales de obligada proyección en los cines de la España de entonces, imágenes que parecen hechas por la propaganda nacionalcatólica. Ese tono, combinado con su dosis melodramática, ya no abandonará la película, cuyos diálogos y situaciones no dan para mucho más. Pero, por entonces, un film como El Pórtico de la Gloria, que ahora resulta un tanto irrisorio y aburrido, era del gusto de la censura dominante y del cardenal Quiroga Palacios, quien, tras el pase de la película, mostró satisfacción salvo por un pequeño detalle que creyó conveniente comentar en la carta que escribió a Cesáreo. El contenido venía a decir algo así como que la película sería magistral reduciendo el escote en los vestidos de la protagonista femenina. Quizá, esta anécdota sea lo más divertido de un película bisoña, como las canciones, los niños del coro y el papel asumido por José Mojica. En 1940, este famoso tenor y actor había ingresado en la orden franciscana, dejando de lado su exitosa carrera artística. Antes de su ordenación sacerdotal, Mojica había sido una estrella mediática, tanto en Hollywood como en su país natal. Era cantante más actor, aunque en la década de 1930 había protagonizado varias producciones hollywoodienses y mexicanas. Suya fue la idea de la que parte esta historia que no esconde ni sus limitaciones artísticas, ni su postura ideológica —la de sed buenos y haced caso al orden y olvidaros de vosotros, total, ya os tenéis muy vistos—, ni las intenciones de su productor: abrir el mercado internacional para su empresa y, de paso, promocionar el Año Santo Compostelano 1954…




lunes, 31 de marzo de 2025

Producto Local (2025)

Dudo que sirva para divulgar nada, pues ni soy divulgador, ni lo pretendo; de hecho, soy bastante reacio a promocionar cualquier cosa, incluso mi propia obra. Pero sí sé lo ilusionante y frustrante que es intentar llevar a cabo un proyecto creativo al margen, consciente de que apenas nadie le prestará atención ni le dará una oportunidad, lo cual no deja de evidenciar la ausencia de curiosidad y el ninguneo que experimenta la obra de todo autor y autora fuera de un ámbito más o menos mediático. ¿Cómo sobrevivir a dicha invisibilidad? ¿Resignándose? ¿Marginándose más allá de la marginalidad a la que le condena su ilusión y su falta de apoyo mediático y empresarial? Supongo que lo mejor es ignorarla y dar cuerpo visible al proyecto, buscando medios que lo posibiliten y lo den a conocer, cada quien dentro de sus posibilidades y de su capacidad para luchar contra el “imposible” que, con mucho trabajo y no menos fortuna, quizá pierda el “im”. De otro modo, sin la posibilidad de que se conozca, sería como si una creación no existiese o no formase parte del ámbito artístico y cultural al que pertenece; dicho de otro modo: al carecer de apoyo y de canales de difusión, no alcanza a un público amplio. Pero los quijotes de turno no desesperan y continúan lanzándose a la aventura sin más armadura que la ilusión de salir victoriosos, lo cual sí sería toda una gesta, y ese intento ya merece mi respeto y mi simpatía. Además, siempre resulta una satisfacción ver que existen personas que pretenden sacar adelante sus proyectos creativos, pensando menos en la posibilidad de dinero, que en la necesidad de expresarse y dar forma a sus ideas. Esto último parece ser lo pretendido y conseguido por Jaxsa y su equipo artístico y técnico en la serie Producto Local (2025), un grupo que desconozco, pero que imagino quijotesco frente a los numerosos obstáculos que surgen en todo camino creativo a contracorriente. El suyo se inició hacia finales de 2021 —el rodaje se prolongó hasta 2024–, cuando, sin más presupuesto que el que llevaban en el bolsillo, empezaron a trabajar en su serie o película dividida en ocho capítulos. En todo caso, se trata de una historia sobre personas; lo cual, a día de hoy, ya es decir bastante. Esos hombres y mujeres habitan en la Margen Izquierda (Ezkerraldea), cuyo nombre proviene de su situación geográfica en la ría de Bilbao, una zona que supongo sienten suya, pero que también les desubica y ubica a partes iguales, siempre en conflicto… Por lo leído y escuchado sobre la serie, parece que sus personajes intentan sobrevivir en los tiempos que corren, sin poder dejar atrás el pasado, ni alejarse de la depresión económica de una zona antaño de auge industrial, en la que algunos de sus protagonistas sintieron, tal vez, comerse el mundo. En todo caso, sin entrar a valorar el resultado de Producto Local, pues no la he visto, les deseo suerte y la mejor de las recepciones y recorrido para su serie, porque cualquier proyecto creativo en el que se ha invertido ilusión y trabajo merece su oportunidad de llegar al mayor número de personas posible, y que sean estas quienes la juzguen; y no un divulgador, ni un supuesto experto que lo haga en lugar de ellas…

Sinopsis de Producto Local (texto de Jaxsa, el director de la serie):

<<La serie Producto Local explora el resultado (producto) de las vidas de hombres y mujeres que vivieron la realidad de los años 80 y que, en la actualidad, no han logrado adaptarse a los nuevos tiempos. Los protagonistas conforman una familia atípica compuesta por dos hombres y un joven, en un contexto de homosexualidad no aceptada ni socialmente ni por ellos mismos. La realidad de los dos personajes principales, las decisiones tomadas en el pasado y sus consecuencias en la actualidad son el eje central de la historia. Todos ellos buscan escapar de la difícil vida que han arrastrado durante años, con la esperanza de ofrecer un futuro mejor a su “hijo” no biológico.

En la serie se reflejan algunos temas muy presentes en la sociedad actual. Uno de los temas vertebrales de Producto Local es el maltrato estructural hacia la mujer, presente tanto en las protagonistas como en personajes secundarios que también son víctimas de esta lacra. Una joven, madre de una niña de 10 años, se ve obligada a prostituirse para mantener a su familia. En este entorno dramático, los derechos de los niños se ven vulnerados por la falta de cuidados y acompañamiento.

Los personajes de Producto Local viven bajo el umbral de la pobreza debido a la precariedad laboral que sufren. Tanto la paternidad como la maternidad son un foco central de la narrativa, ejercidos de forma torpe y con efectos perniciosos para los hijos. La serie presenta el abandono de los menores a cargo de unas familias que, debido a sus circunstancias, son incapaces de ofrecer apoyo y un entorno seguro para la crianza. Asimismo, se muestran con frecuencia escenarios del pasado industrial de Bizkaia, la margen izquierda y los barrios altos. Donde antes hubo empleo, ahora se desarrollan los trapicheos y la vida cotidiana de los personajes.>>


Entrevista en Tele7Radio7


La canción de la serie: “Viejas glorias”, interpretada por La séptima farola



Una soledad demasiado ruidosa

En 1977, Bohumil Hrabal publicaba otra de sus grandes obras, y uno de los inicios más admirables (que recuerde) sobre los libros y la necesidad lectora, la satírica Una soledad demasiado ruidosa, título que obedece a la mente del protagonista y narrador, una mente a rebosar de lecturas, recuerdos y fantasías, una mente cultivada en la soledad del sótano donde lleva treinta y cinco años prensando, pensando y saboreando libros (y réplicas pictóricas), sus únicos compañeros junto a los ratoncitos ciegos que a veces se cuelan en la prensa y sufren su aplastante y mortal achuchón. Los roedores son inconscientes, como no pocos humanos, todo lo contrario que el personaje que Hrabal expone marginal, culto y lúcido. Su protagonista es todo eso a su pesar —en esto, me recuerda a Filomeno—, aunque queriendo serlo, pues no hay mayor contradicción andante que el ser humano. Su visión del presente es crítica, tal vez la única mirada crítica en un mundo que se despedaza y en la que el humano ya no se plantea, solo se adapta a la modernidad “resultadista” que amenaza al personaje, que no encuentra cabida en ningún lugar que no sea junto a sus libros, su jarra de cerveza de cinco litros y su prensa en esa soledad ruidosa en la que se ha convertido su existencia. Hanta habla de su próximo retiro y de su intención de entonces, que da por segura, la de jubilarse junto a su máquina prensadora, que quiere llevarse consigo e instalarla en el jardín de su tío. Pero, para Hanta, no hay futuro ni presente. Existe entre la fantasía de los tiempos vividos y el utópico venidero, su idea de un futuro junto a su máquina, haciendo paquetitos de libros prensados, por el mero placer que le produce vivir para crear a su manera, y la ensoñación de su pasado: el recordarlo para evocar situaciones que le definen y personajes idealizados, nunca olvidados, tal vez inventados… En 1995, Véra Caïs adaptó esta breve novela a la gran pantalla en Une trop bruyante solitude —existe otra versión posterior, una animada con marionetas, de 17 minutos, filmada en 2007 por Genevieve Anderson—, sin lograr aprehender (en su complejidad) ni expresar las ideas que Hrabal expone, con Philippe Noiret dado vida al personaje, culto a su pesar, que bebe y lee a Kant, Hegel, Nietzsche, Sartre, Camus o Lao Tse, no para disfrutar ni divertirse, sino para que el texto le despierte, para que la lectura le produzca escalofríos y pueda reflexionar sobre sí mismo y pensar el mundo, el suyo interior y el exterior que le deja al margen y del cual también él quiere permanecer apartado porque ya es un lugar al borde de la deshumanización en manos de un sistema sin magia, sin más relaciones humanas que las silenciosamente indicadas por la normalidad imperante, sin lectores reflexivos que penetren en el corazón de los textos, no para divertirse, sino para comprender y comprenderse, para rebelarse contra ellos o hacerlos suyos… 


Inicio de Una soledad demasiado ruidosa:


<<Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de treinta toneladas, soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. Por regla general, prenso unas dos toneladas por mes, y para tener fuerzas para este bendito trabajo, durante treinta y cinco años he bebido tanta cerveza que con ella se podría llenar una piscina olímpica o una buena cantidad de viveros de carpas navideñas. De esta manera, a pesar de mí mismo, me he vuelto sabio y ahora me doy cuenta de que mi cerebro es un fajo de pensamientos prensados en la prensa mecánica, mi cabeza calva es la nuez de Cenicienta, y sé bien que los tiempos en los que el pensamiento estaba inscrito en la memoria humana tenían que ser mucho más hermosos; si en aquel tiempo alguien hubiese querido prensar libros, tendría que haber prensado cabezas humanas, pero tampoco eso habría servido para nada, porque los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo. Me compré una pequeña calculadora, una de esas multiplicadoras extractoras de raíces, una máquina menuda, no más grande que una cartera, y cuando reuní el valor necesario para abrir la parte de atrás con un destornillador, tuve un sobresalto de alegría porque dentro encontré una minúscula placa, no mayor que un sello, no más gruesa que diez hojas de un libro, y aparte de eso sólo aire, aire cargado de variaciones matemáticas. Lo mismo pasa cuando penetro con los ojos un buen libro, cuando despojo el texto de palabras impresas; entonces tampoco queda nada más que pensamientos irracionales que planean en el aire, que yacen en el aire, que se alimentan del aire, de la misma manera que la sangre está y al mismo tiempo no está en la sagrada forma. Hace treinta y cinco años que me dedico a envolver libros y papel viejo, vivo en un país que sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, vivo en un antiguo reino donde siempre ha persistido la costumbre y la obsesión de atiborrarse pacientemente la cabeza con ideas e imágenes que aportan un goce indescriptible y un dolor más grande aún, vivo envuelto entre personas dispuestas a dar incluso la vida por un paquete de ideas bien prensadas. Y ahora todo eso se repite en mis entrañas, hace treinta y cinco años que pulso los botones verde y rojo de mi prensa, y treinta y cinco años que bebo jarras enteras de cerveza, no para emborracharme, los borrachos me horrorizan, sino para poder reflexionar mejor, para penetrar hasta el corazón mismo de los textos, porque no leo para divertirme, ni para pasar el rato, ni para conciliar el sueño; yo, que vivo en un país donde la gente sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, bebo para que el texto me despierte, para que la lectura me produzca escalofríos, y es que comparto la opinión de Hegel de que una persona noble no es necesariamente un aristócrata, ni un criminal un asesino…>>

Bohumil Hrabal: Una soledad demasiado ruidosa (traducción de Monika Zgustová). Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022.