jueves, 23 de octubre de 2025

Cela, la imagen y Viaje a la Alcarria


Desde mi niñez, he guardado aquella imagen de Camilo José Cela, la construida en la mente de un niño que, hacia finales de la década de 1970 y primeros años de la siguiente, lo vio y escuchó en diferentes programas de televisión. La suya era la imagen de un señor mayor, con cara de pocos amigos, repeinado en sus cuatro pelos grises, engreído en su mirar, rebosante de sí. Cada palabra que salía de su boca parecía formar siempre la afirmación “soy el mejor y expreso lo que quiero; puedo ser sabelotodo, burlón, bromista y soez cuando me interesa, pues es privilegio y obligación del literato manejar el idioma en todas sus variantes y registros”. Mi mente le pone palabras que no dijo y que no pensó el niño de entonces; pero ese inconsciente que tantas veces me pierde se empeña en retener aquella imagen. En ella, se dibuja más grueso que delgado, alto, de rostro más huraño que serio, con una papada que le cae sobre el pecho, cuando permanece sentado, y unas gafas acordes a la redondez del tentetieso hacia la que tiende su cuerpo ya cansado y al tono pedante del resto de la proyección mental de aquel recuerdo de la infancia que se niega a abandonarme. ¿Por? No me lo explico. ¿Son prejuicios? No, en tal caso sería un posjuicio, una sentencia a partir de la imagen y de las palabras retransmitidas por el medio que antes era catódico y que desde hace décadas ignoro.


Resulta curioso, si pienso que después de la sentencia llegó el juicio. Hará de ello veinticinco años, con la lectura de La colmena y La familia de Pascual Duarte, y el escritor salió victorioso. Sin embargo, su imagen grotesca continuaba ahí, en mi mente; mas al leer Viaje a la Alcarria, esa figura que yo creía oronda, el autor del libro afirma que es delgada, rejuvenece y se echa al camino. Primero en tren, donde sólo él es el viajero, el resto son un hombre o algún indefinido que se cruza en su camino; a veces va a patas y otras sobre algún carro que le recoge y le acerca hasta algún pueblo de la zona. Debo creerle, pues la que describe es la figura del Cela de 1946, cuando yo no existía, tampoco la televisión en España, y él era un escritor que despierta en medio de la noche, en su piso madrileño, para introducir su itinerario; al menos la idea de su próximo destino: la Alcarria. Tampoco le imaginaba con la mochila a la espalda, sino viajando en Rolls Royce, como se traslada en los anuncios que hizo para la “guía Campsa”; ni tratándose a sí mismo en tercera persona, cuál Julio César en su obra Comentarios a la guerra de las Galias. ¿Creía Cela pertenecer a una estirpe de grandes del pasado, como Patton sentía ser la reencarnación de un Alejandro o de un César? Puede, siempre lo recuerdo presumido, incluso cuando visité con el colegio el ya inexistente museo del ferrocarril en Padrón. Digo incluso, porque, al estar ausente el nieto de John Trulock, aquella imagen de Cela continuó presente.


El escritor recordaba orgulloso que su abuelo materno había sido el primer presidente del primer tren gallego, aquel que unía las estaciones de Cornes —la provisional hasta que se construyese la de Santiago, la cual tardaría más de lo previsto y de lo prometido— y el puerto de Carril, en la Ría de Arousa. Aunque su pariente no fue el primero, sino el segundo y no participó en la gestación del proyecto del tren compostelano. John Trulock llegaría a Galicia tiempo después de la puesta en marcha del ferrocarril, para asumir los intereses de la empresa británica que había adquirido el control de la línea. Pero Cela, como cualquier otro, solo recordaba y, al recordar, uno se fuga que lo que fue. Lo adorna y lo transforma, lo que vendría a ser natural al ser humano, pues humana es la capacidad de inventar y de transformar la realidad; habilidades estas que vienen más que bien a los cuentacuentos, a los escritores, a los timadores y a los políticos.


Lo que no varía entre el ayer y el hoy, es mi idea infantil de su glotonería, la del buen vividor y mejor comedor, tal como pudo serlo Edgar Neville. Esa imagen, la de quien gusta comer y acompañar las viandas con un buen vino, asoma en su viaje a la Alcarria; por ejemplo, cuando llena su cantimplora de un blanco en Taracena antes de caminar bajo el sol y de ser recogido por el carretero, que le acepta un trago mientras conversan. En definitiva, antes de visitar, en su guía y compañía, la Alcarria, la suya era una imagen que me caía mal (y así continúa porque aquella imagen infantil es la que prevalece), pero ese ilusión es privilegio de mi subjetivo y, a buen seguro, nada tendrá que ver con el tipo real que escribe en su primer libro de viajes, publicado en 1948: <<El viajero sigue, con su morral a costillas, por la carretera adelante. A cada hora de marcha, a cada legua, se sienta en la cuneta a beber un trago de vino, a fumar un pitillo y descansar un rato>>. (1) Tampoco empaña mi apreciación de su obra, de lo que le he leído, ni pone en tela de juicio que su ano, sí, sin eñe, fuese capaz de tragarse un libro de agua, aunque solo fuese otras de sus bromas. ¿La gracia? ¿Dónde? ¿En el culo? ¿Quién sabe? Aunque lejos de las cotas de exhibicionismo y parodia de un Dalí en plena forma, con Cela todo era posible, incluso que fuese simpático y grotesco o que escribiese una carta ofreciéndose a acusar a otros escritores —carta reproducida por Andrés Trapiello en su estudio histórico-literario Las armas y las letras—; también capaz de una apropiación indebida —relacionada con su novela La cruz de San Andrés, en la que se le acusaba de plagio, aunque finalmente el se dictaminó “apropiación”— e incluso capaz de dar a la literatura castellana grandes títulos como los  arriba nombrados, que solo son una mínima porción de su extensa obra, la cual sería recompensada con el Nobel en 1989.


(1) Camilo José Cela: Viaje a la Alcarria. Colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1982.

miércoles, 22 de octubre de 2025

State and Main (2000)


El inicio de siglo llevó a David Mamet a la comedia coral sobre el rodaje de una película en una pequeña y tranquila localidad del fronterizo estado de Vermont, al noreste de Estados Unidos, en la que el prestigioso dramaturgo enreda la situación para desvelar, desde un tono irónico, en ocasiones satírico, algunos aspectos que el público desconoce porque no asoman en la pantalla ni en las alfombras rojas. Tampoco los sacan a relucir los departamentos de publicidad de los distintos estudios ni los medios, salvo que alguna revista o programa los descubra y pretenda aumentar sus ventas o su audiencia con titulares y fotos exclusivas que apelen a la morbosidad pública. Así, a lo largo de los minutos, van asomando desde los caprichos de las estrellas hasta la resolución de problemas con las autoridades locales, pasando por el comportamiento del director (William H. Macy), un tipo que puede ser ángel o diablo, según le exija la situación —esas dos caras las muestra, por ejemplo, con su actriz—, y del productor (David Paymer), que es infernal a jornada completa, aparte de abogado, y amenaza con las llamas del infierno a quien ose enfrentársele; o del popular actor (Alec Baldwin) cuyo principal problema es su afición a las menores como Carla (Julia Stiles), que se deja querer sin el menor disimulo, y de la famosa actriz (Sarah Jessica Parker) que no quiere enseñar los pechos en la película —lo cual contradice el comentario de que todo el público podría dibujarlos con los ojos cerrados—, mas no duda en mostrárselos al guionista (Philip Seymour Hoffman) cuando se le presenta en la habitación inesperadamente. Pero Mamet no dramatiza, tampoco ensalza, ni busca como el más mitómano y sentimental François Truffaut en la mítica La noche americana (La nuit Américaine, 1977) un homenaje al cine —y a su amor por el cine y a los cineastas que admiraba—, ni muestra un rostro amable como Alan Alda en Dulce libertad (Sweet Liberty, 1985), que hace algo similar a Mamet, pero siendo más ligero en su critica.


El director de Las cosas cambian (Things Chage, 1988) pretende una crítica y lo hace simpático, empleando su ironía, aunque sus simpatías sean para los representantes del teatro, de quienes hace su héroe y su heroína: Joe, el autor teatral y guionista que debe elegir entre su ambición profesional y su honestidad, y Anne (Rebecca Pidgeon), la librera y directora escénica aficionada que se convierte en la guía moral de la película y del inocente escritor a quien se descubre desorientado, pues se trata de su primer trabajo para el cine; y lo que ve, no sabe cómo explicárselo. Como no podía ser de otra manera, tratándose de una obra de Mamet, en este caso cinematográfica, State and Main (2000) es una película de personajes, de relaciones entre ellos, de diálogos y situaciones en las que lo importante son los aspectos humanos: los comportamientos, las impresiones, las decisiones…, Mas Mamet aprovecha para destacar la importancia del guionista, para que haya historia, al tiempo que muestra que el escritor cinematográfico de Hollywood carece de la relevancia —salvo que seas uno de los grandes directores-guionistas: Preston Sturges, John Huston, Billy Wilder, Robert Rossen, Joseph L. Mankiewicz…— que sí tiene el teatral de Broadway, que sería el eje sobre el que gira la producción escénica. Mamet no se muestra insistente para señalar estas cuestiones, le basta con reírse de ellas.

martes, 21 de octubre de 2025

Kundera, el kitsch y La insoportable levedad del ser

Milan Kundera, 1980; fotografía de Elisa Cabot


Comentaba Kundera en un entrevista para The Paris Review, realizada allá por el año 1984, que la novela <<no es el territorio de las afirmaciones, sino de los juegos y las hipótesis>>. Habrá quien esté en desacuerdo, y quien también rechace que <<la reflexión en el marco de la novela es hipotético por definición>>. Respecto a esto, no tengo nada que añadir, salvo que existen autores que se valen de ese marco novelístico para introducir en él reflexiones filosóficas y subjetivas (dudo que una reflexión pudiese ser de otro modo, pues es el sujeto y no un objeto quien la piensa) que consideran concretas y certeras. Unamuno, que sentía mayores simpatías por Rousseau que por Voltaire, me sirve de ejemplo, pues, más que novelista, era un pensador que escribía novelas en las que rechazaba el racionalismo como base de una filosofía vital válida; sin ir más lejos, esa postura asoma en Amor y pedagogía o en Abel Sánchez. En la primera, en la imposibilidad de una programación para la vida, contradiciendo el Emilio de Jean-Jacques Rosseau, que no era racionalista, más bien se le acusaba de lo contrario, y en la segunda, en los sentimientos que, evidentemente no pueden racionalizarse, determinan comportamientos como el cainismo. Para Unamuno no hay una teoría que posibilite una educación perfecta, que dé una vida perfecta, puesto que la perfección no es un atributo humano; de hecho, dudo que exista lo perfecto más allá del abstracto o de la ilusión de perfección que deseamos sentir real. En todo individuo actúan el sentimiento, las emociones, la posibilidad, la imposibilidad... Y en todos se genera y se acumula mierda. Pero cambiando la novela por la cotidianidad, también la mayoría, por no decir todas las reflexiones (cuestión aparte son los ensayos y los estudios sobre este o aquel tema), parten de hipótesis, de posibilidades, o de concretos que estimulan las ideas que se desarrollan en busca de respuestas, que no tienen que ser válidas, sino convincentes y satisfactorias para el pensador, que posteriormente tenderá a rechazar cualquier crítica a su conclusión. Tampoco resulta extraño que un mismo individuo fusione ambas en su pensamiento, ya que realidad y posibilidad suelen caminar de nuestra mano, incluso confundiéndolas o haciendo de una la otra…


Una de las reflexiones más populares de Kundera fue la sexta parte de La insoportable levedad del ser, una que todavía recuerdo mientras el resto de la novela se difumina en los rincones de la memoria. Aquella parte, titulada La gran marcha, expone su hipótesis sobre el kitsch. Se pregunta y se responde qué es. Para el narrador (y para Kundera), <<el kitsch es la negación absoluta de la mierda>>. Según el escritor checo, <<es provocador>>, pero también <<es un ensayo inconcebible fuera de la novela, pura reflexión novelística>>. Mas habría que añadir que, como él mismo afirma en la entrevista, basado en sus experiencias y en un amplio estudio. Más aún, aunque esto ya en un plano personal, considero que el autor da en el clavo al atribuirle al kitsch (y a quienes lo desarrollan) la negación de la mierda, la que nos rodea y, por su puesto, la propia, esa que a menudo ignoramos porque estamos acostumbrados a ella. No apesta porque es la nuestra. Algo así como aquel que “ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. El kitsch niega creando espacios donde elimina lo negativo y donde todo resulta superficialmente festivo, colorista, estético. Hablar de la mierda resulta tabú e incluso puede llegar a ser la causa de la persecución política, legal, mediática y social de quien se atreve a darla a conocer. El kitsch no solo es una cuestión artística, sino también política e incluso ya de vivir. Elimina lo que se considera nocivo, lo que pueda lastimar, y se decanta por mostrar mundos felices y color de rosa, incluso cuando trata algún tema complejo, polémico o doloroso evita lo complejo, lo polémico y lo doloroso. Prefiere el decorado, el colorido, el sentimiento enlatado, el melodrama con final feliz, la promesa de que todo es maravilloso y bonito, que nada puede marchitar la alegría de vivir ni impedir la conquista de la felicidad perpetua. Pero el kitsch también funciona como espejo que distorsiona la realidad, crea y devuelve una imagen estereotipada que, si la observamos en lo que niega (lo que no expone), en lo que oculta y calla, podemos ver la mierda negada, esa que de no existir implicaría la inexistencia humana o, acaso, ¿una de las funciones humanas no es generarla y expulsarla?




A continuación, varios fragmentos de La gran marcha, en la que el narrador expone qué es el kitsch:


<<5.


La disputa entre quienes afirman que el mundo fue creado por Dios y quienes piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las posibilidades de nuestra razón y nuestra experiencia. Mucho más real es la diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que le fue dado al hombre (por quien quiera que fuera y en la forma que fuera) y los que están incondicionalmente de acuerdo con él.


En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos “acuerdo categórico del ser”.


Si hasta hace poco la palabra mierda, se reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del váter!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.


De eso se desprende que el ideal estético del “acuerdo categórico del ser” es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal se llama “kitsch”.


Es una palabra alemana que nació a mediados del siglo XIX y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso aquel original sentido metafísico, es decir: el kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.>>


[…]


8.


¿Cómo sabía aquel senador que los niños son la felicidad? ¿Acaso podía ver sus almas? ¿Y si en el momento en que desaparecieran de su vista, tres de ellos se lanzaran sobre el cuarto y empezaran a pegarle?


El senador tenía un solo argumento para su afirmación: sus sentimientos. Allí donde habla el corazón es mala educación que la razón lo contradiga. En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón.


Por supuesto el sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsch no puede basarse en una situación inhabitual, sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado, los niños que corren por el césped, la patria mencionada, el recuerdo del primer amor.


El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: “¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!”.


La segunda lágrima dice: “¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!”.


Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch.


La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch.


9.


Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren en seguida hacia el niño más próximo para levantarlo y besarle la mejilla. El kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos.


En una sociedad en la que coexisten diversas corrientes políticas y en la que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición del kitsch; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene todo el poder, nos encontramos de pronto en el Imperio del kitsch “totalitario”.


Cuando digo totalitario quiero decir que todo lo que perturba al kitsch queda excluido de la vida; cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada “amaos y multiplicaos”.


Desde ese punto de vista podemos considerar al denominado gulag como una especie de fosa higiénica a la que el kitsch totalitario arroja los desperdicios.>>


Milan Kundera: “La insoportable levedad del ser” (traducción de Fernando de Valenzuela Villaverde) pp 259-260, 262-264. Colección Maxi. Tusquets Editores, Barcelona, 2008.

lunes, 20 de octubre de 2025

El extranjero (1967)


Albert Camus publicó El extranjero en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial y en plena ocupación alemana de Francia. Por entonces, ya no era ningún niño, contaba con veintinueve años de edad y en su obra ya se observa madurez y una intención filosófica, la de un pensador que, influenciado por autores como Kafka, Nietzsche o Dostoievski, sintió en sí la mezcla de amargura y desesperanza de aquellos, una que, probablemente, compartiesen la mayoría de jóvenes intelectuales de su generación. En la posguerra, se convirtió en uno de los autores y pensadores más admirados de su tiempo. Siete años después de su fallecimiento en accidente de coche, Luchino Visconti realizó la adaptación cinematográfica del texto, uno de los más populares de Camus, con Marcello Mastroianni asumiendo el rol protagonista, aunque la primera elección del cineasta italiano era Alain Delon —y la única, hasta que Delon tuvo sus más y sus menos con el productor Dino de Laurentiis—. Finalmente, Mastroianni encarnó a Meursault, el extranjero en un mundo que le niega la voz y su identidad, un mundo en el que todo parece darle igual, quizás porque se lo han programado o porque haya hecho del nihilismo su filosofía vital…


Decía Joseph L. Mankiewicz (1) a Michael Ciment que el cine y el texto son dos medios que difieren en los sentidos que empleamos para decodificar y sentir los diálogos. El cine es auditivo, comentaba el cineasta, se recibe por el odio, y la literatura es visual. Su idea tiene todo el sentido, ya que el diálogo literario se lee y el cinematográfico se escucha. Esto lo sabían los guionistas de Visconti, Suso Cecchi D’Amico, George Conchon y el propio director, pero les iba a resultar complicado llevarlo a cabo en El extranjero (Lo straniero, 1967), cuyo resultado final dista de ser la adaptación cinematográfica pretendía inicialmente por Visconti. Una de las condiciones impuestas, (2) para trasladar el texto a la pantalla, fue que la película se mantuviera fiel a la fuente literaria. Pero algo falla, pues cualquiera comprende que un creador como Visconti tiene sus propias ideas y hacer que reniegue de ellas no juega a favor de la película. Por otra parte, las frases dichas por Mastroianni son las literales del texto de Camus, pero, si bien funcionan en la literatura, no tienen porque hacerlo en el cine. Semejante literalidad agudiza la fidelidad exigida por Francine Faure, la viuda de Camus, pero entorpece la visión que Visconti tenía en mente y que tuvo que dejar de lado debido a dicha exigencia. Ella exigía máxima fidelidad al texto, lo que jugó contra Visconti y sus guionistas, que buscaban en la novela un punto de partida para plasmar la situación por la que atravesaba la Argelia de la década de 1960. No pudo ser, pero tampoco esa fidelidad implica que, más allá de la apariencia superficial, atrapen el tono filosófico de Camus, o logren darle profundidad, sino que lo tratan en superficie, en su situación y en esos diálogos, donde no logra transmitir el fondo. Ahí reside una de las grandes diferencias entre cine y literatura, en el tiempo de profundizar. El primero exige mayor inmediatez, el audiovisual no se detiene (salvo que te encuentres en casa, o en un aula, y le den a la pausa) mientras que en el segundo, el lector es dueño del tiempo, puede detenerlo para reflexionar lo que ha leído; de modo que le resulta más evidente la soledad del vecino mayor, aquel que encuentra su vía de escape en su perro, hasta que este desaparece; la violencia de Raymond, a quien acabará considerando amigo, tal vez porque el protagonista siempre se deje llevar, pues, para él, negarse a lo que venga carece de sentido. No es quijotesco, carece de expectativas y no se hace ilusiones respecto a la vida. Esa aparente falta se convierte en el motivo que el tribunal juzga, más que el homicidio del joven árabe. A Meursault se le culpa de ser diferente, de no mostrar emociones ni sentimientos reconocibles para aquellos que representan lo aceptado. Su aparente pasividad, su ateísmo confesó, la ausencia de duelo visible ante la muerte materna, le condenan…


Fuentes:


(1) Michel Ciment: Billy y Joe. Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz (traducción David Rodríguez Trueba). Plot Ediciones, Madrid, 1994.


(2) Gaia Servadio: Luchino Visconti. Biografía (traducción de Jorge Bertevoro). Torres de Papel, Madrid, 2014.

domingo, 19 de octubre de 2025

Un lugar llamado Milagro (1988)


El pequeño contra el grande, tal como gusta en Hollywood y como fantasean en la Biblia cuando esa competición se decanta por David sobre Goliat. Desde entonces, ejemplifica la posibilidad de que el insignificante en apariencia venza al evidente gigante. Pero, ya en una casa de apuestas de la realidad mundana, nadie apostaría por ese pequeño, ni siquiera su familia, sus amigos y vecinos, aunque luego algunos se le sumasen a la lucha, otros continuasen impasibles y los hubiera que le trabasen. ¿Y el Estado y las leyes? ¿Apoyan a estos anónimos que, para el sistema, carecen de nombre y atributos que les distinga? Respuestas negativas aparte, solo en el cine y la literatura fantástica tiene todas las de ganar, pues ahí, en el celuloide y en los cuentos de hadas, en la fantasía más que en el mundo real, la victoria del débil frente al fuerte no es inusual, sino una constante que podría hacernos pensar que la victoria de la justicia social resulta más fácil de lo que es. Frank Capra fue uno de los máximos y mejores representantes de esta tendencia a creer posible que los oprimidos salen victoriosos porque en ellos se encuentran la razón moral y el sentido de la democracia que atribuye a lo estadounidense. Esa posibilidad de victoria gusta a quienes sabemos de nuestra pequeñez y soñamos un mundo mejor —supongo que cada quien tendrá su propia utopía al respecto—, pero sus héroes, Deeds, Smith, Doe, representan al individuo, no a la comunidad. Además, se identifica con el anglosajón medio que toma de modelo, el cual, por un instante, se aleja de su anonimato para enfrentarse al sistema y sanarlo; pues no se trata de combatirlo, solo de hacer una limpieza que elimine aquellos elementos que lo ensucian. Para Capra y sus héroes, ese sistema es casi perfecto y solo tiene algunas malas praxis que ellos señalan y corrigen. En Robert Redford, que en Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988), hereda el optimismo de Capra, el héroe y la heroína ya no lucen apellidos ingleses, sino hispanos. Además, no los individualiza, les hace parte de la comunidad; decisión que depara un film coral.


El origen de sus apellidos ha de buscarse al otro lado de la frontera, aunque en el siglo XIX ese lugar llamado Milagro perteneciese a México, igual que pertenecía la práctica totalidad del sur de Estados Unidos, desde California a Texas, pasando por Arizona, Colorado, Nevada y Nuevo México, que es donde se ambienta la película, e incluso Utah. Uno de los individuos, que forma el grupo, es un hombre casado, padre de familia, sin trabajo y con unas tierras que se niega a vender. Responde al nombre de Joe Mondragón (Chick Vennera) y resulta un incordio para los empresarios y constructores, pues él inicia la lucha quijotesca obligado por la necesidad de comer. No lo hace por una cuestión de justicia social, lo hace porque, a falta de empleo que le proporcione un sueldo, necesita cultivar para poder sobrevivir; precisa las judías que plantar y el agua que le permita regarlas. Pero el problema reside en que el agua no le pertenece. Está controlada por la comunidad y esta se encuentra en manos de la promotora del complejo recreativo que, campo de golf incluido, se proyecta levantar en esa zona en la que se corre la voz de la osadía del pequeño. El detonante para que muchos se unan y genera la sensación de estar ante una heredera de La sal de la tierra (Salt of the Earth, Herbert J. Biberman, 1952) con un toque de humor, esperanza y realismo mágico.


El agua es de la naturaleza, así que debería de ser de todo el mundo, pero resulta que tiene dueño, ya que existen leyes que la convierten en propiedad privada y en negocio. No cabe duda que privatizar los recursos naturales (ríos, bosques, fondos marinos,…) es un negocio; y la gestión del agua continental, ríos, pozos, lagos, es uno muy lucrativo; y en Milagro tal vez se guarde para regar el verdor del campo de golf y suministrar agua fresca al lujoso completo proyectado. Así, en su lucha accidental, el pobre Joe está en boca de todos los del pueblo, pues ha desafiado al gigante; mas este no se cruzará de brazos. El grande sabe que tiene las de ganar, que posee la fuerza, el dinero y los políticos necesarios de su parte; como demuestra que la escena donde se conoce al grande sea en la oficina del gobernador del Estado (M. Enmet Walsh). Pero el cine no es la realidad, aunque, esta, en contadas ocasiones, permite soñar y avanzar. Eso hace Robert Redford, sueña y cuenta. Narra sin florituras, con elegancia y desparpajo, menos triste que en su anterior trabajo detrás de las cámaras, con un toque de humor, la historia de esos desheredados, condenados a perder, que somos los más, y a padecer un mundo deshumanizado en manos carentes de corazón que las haga sentir, en cuerpos que no han pasado hambre e ignoran el diario sufrir, en cerebros que ya son calculadoras de beneficios y negocios. Redford se posiciona y, como Capra, ofrece una oportunidad de lucha desde el sistema, pero no es individualista, sino comunitario; en este aspecto se parece más al Vittorio de Sica y al Cesare Zavattini de Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951).


Con los escasos recursos que cuentan, Joe, Ruby Archuleta (Sonia Braga), el vecino centenario y otros Juan Nadie se enfrentan a las trabas y a la violencia que les sale al paso, incluso a la tentación que implica la posterior oferta de empleo que hace dudar a Joe, pero no a su mujer (Julie Carmen) ni a Ruby, quien se erige en el alma de la “revolución” de los desheredados de Milagro. Para vencer disponen de honradez, que de poco vale en mundos deshonestos, de la ayuda mutua, entre semejantes, del espíritu combativo como el de la heroína de Sonia Braga. De esa unión nace la fuerza, que a veces se pierde por la boca, a la que se unen quijotescos que, como el abogado y activista interpretado por John Heard o el universitario a quien da vida Daniel Stern, todavía creen en un mundo mejor dentro de ese sistema que engulle cuanto se cruza en su camino y que oprime al pequeño, al ciudadano que considera numérico, prescindible, de tercera. Pero los héroes y heroínas de Milagro creen en un mundo más justo y libre, y Redford también, creen en uno donde el agua, el aire y la tierra sean fuente de vida y de riqueza para todos, no un negocio lucrativo y exclusivo para las élites que dominan un lugar llamado Milagro y el resto del planeta. Pero ¿y la historia? ¿Puede encontrar algún ejemplo de ese mundo más justo? ¿Qué muestras o pruebas nos ha ofrecido a lo largo de los milenios? ¿Alguna posibilidad real o solo utopías e intentos que depararon nuevas injusticias y los mismos sufridores, aunque sus nombres cambiasen?

sábado, 18 de octubre de 2025

Viktor Frankl y El hombre en busca de sentido


 A veces se escucha la pregunta qué sentido tiene esto o aquello. Las respuestas pueden ser variadas, según la interpretación de quien responda. Pero hay preguntas que carecen de ella o que se convierten en cuestiones que no implican que se respondan, sino que se vivan. Entonces ya se trata de una cuestión vital. La pregunta, ¿cuál es el sentido de la vida? Es personal, cada cual vive la suya y se plantea hacia dónde le conduce. Hay incluso quien lo niega, pues nada encuentra, y quien haya numerosas pistas que quizá le permitan vivir las respuestas. No se trata de una cuestión religiosa ni política, sino humana, la de sentir que hay algo ahí para uno, tal vez un lugar en el mundo o una meta hacia la que caminar. Si luego llega o se desvía es una cuestión que desvela que no siempre somos dueños plenos de nuestra existencia —alguien como yo, podría decir que apenas lo somos, puesto que nuestras opciones se encuentran limitadas, ya no solo por nuestras propias limitaciones— y que esta se ve afectada por factores que nos son impropios, tal como la casualidad, que definiré como “de todas las posibilidades, la que se presenta para sorprendernos”, o la intervención de fuerzas extrañas, como pudieron ser los nazis para los judíos, los gitanos y otros pueblos considerados no arios. Esa pregunta, que es más bien una búsqueda vital, intenta responderla de algún modo Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, un libro cuyo espacio narrativo se ubica en la memoria del narrador, que recuerda su estancia en el campo de exterminio de Auschwitz.


 Al prisionero del Lager se le deshumaniza; se le quitan los objetos personales, la ropa, el cabello, cualquier posesión, toda característica que le diferencie, porque también se le niega el nombre. En su lugar se le asigna un número, que se cose a la ropa sucia y vieja, ya usada, repleta de remiendos, que le entregan en uno de los bloques y se le tatúa en su piel… Esa será la única identidad que tendrán en cuenta sus carceleros, la mayoría presos comunes a los que el “poder” se les sube a la cabeza; y lo demuestran con insultos y otras vejaciones. Ya solo son eso: dígitos, y nada va a cambiarlo. Pero el número respira, sufre, padece debilidad, hambre y sed, teme, ansía sobrevivir, mas solo le resta endurecerse o caer en la apatía que le conducirá a la muerte. Pero ahí, en ese infierno humano, pues lo crearon y los sufrieron humanos, continúa el instinto de supervivencia y en algunos sobrevive la ilusión de ser, de volver a ser, de no dejar de ser. Todo esto lo intenta explicar Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, el libro en el que detalla los aspectos psicológicos del prisionero, también da pinceladas del carcelero, y ejemplos de su propia experiencia como condenado en los campos de exterminio nazi donde, por casualidades, sobrevivió. Digo casualidades porque sobrevivir en un espacio tan deshumanizado no depende de uno, aunque sus decisiones decanten la balanza hacia la vida o la muerte o hacia el seguir siendo persona o el dejar de sentir. A veces, todo dependía del capricho del azar, de ser enviado aquí o allí, de caer en un barracón o en un grupo de trabajo con un jefe más comprensivo, menos violento y letal que tantos que predominaban y que eran escogidos, precisamente, por su capacidad de abuso. A diferencia de, por ejemplo, Eddy De Wind en Auschwitz última etapa, que se inventa un personaje para hablar de su propia experiencia, o de Primo Levi en su Trilogía de Auschwitz, cuya honestidad resulta una excepcional guía por ese infierno que jamás pudo superar ni olvidar —¿quién podría?—, Frankl, psiquiatra de profesión, trata de ofrecer una explicación objetiva y profesional para los distintos estados por los que pasaba el condenado. Pero resulta imposible, ya que su experiencia es personal, fruto de un sinsentido perfectamente calculando —nada de aquello surgió por casualidad, sino que fue proyectado racionalmente por mentes que calcularon hasta el mínimo detalle para crear un horror nunca visto hasta entonces—, y, por mucho que se intente racionalizarla, nunca llega a poder objetivarse. Una experiencia así nunca llega a olvidarse ni a explicarse en su totalidad; entra a formar parte del universo de las pesadillas que ya no dejarán de formar parte de quienes lograron regresar…

viernes, 17 de octubre de 2025

Bohumil Hrabal y Trenes rigurosamente vigilados


La obra de Bohumil Hrabal carece de la pedantería de la de Kundera, de su seriedad, también de la aspiración a transcender del autor de La broma y de ser tomado por un gran intelectual de su tiempo. Eso, a Hrabal, no le interesaba; carecía de tal ambición. Lo suyo no era la aspiración a grandeza, sino el vivir la vida en sí, incluso en la marginalidad y en los más variados oficios, los que fue plasmando en sus libros. De ese modo, sus propias experiencias van asomando por sus páginas, claro que lo hacen sin ser las suyas, pues ya son las de sus personajes, alteradas por la ficción, por la invención y la creación de mundos que parecen escapar del nuestro, pero que lo desvelan con mayor intensidad. Su literatura es humanista, irónica, absurda, kafkiana, no exenta de existencialismo; aunque, más incluso que en Kafka, su mayor influencia quizá la encontrase en Joroslav Hašek y su buen soldado Švejk… Al inicio lo nombré junto a Kundera, comparándolos, lo cual siempre resulta injusto porque, como cualquier buen creador, los dos presentan universos diferentes; aunque sí tienen algo en común, que ambos son figuras clave en la literatura checoslovaca de la segunda mitad del siglo XX y autores a los que me gusta regresar porque, tanto el uno como el otro, me aportan, me hacen pensar sus textos, las ideas que contienen y las que parten de ellos, pero que ya son mías, al tiempo que me transportan a mundos literarios que rebosan creatividad y personalidad propia. Pero en Hrabal encuentro un espacio narrativo en el que me siento cómplice desde que fijo los ojos en sus páginas; allí me reconozco, me siento parte. Así me parece conocer (o reconocer) en la inmediatez del primer encuentro al narrador protagonista de Trenes rigurosamente vigilados o a cualquier otro de sus personajes fundamentales, como puedan serlo el de Yo serví al rey de Inglaterra, el de La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo o el de Una soledad demasiado ruidosa, obras que definen su estilo y también su manera de mirar y de entender el mundo, el cual, no pocas veces, resulta el sinsentido que Miloš descubre cuando habla de que <<aquel trébol de cuatro hojas no le había traído buena suerte a aquel soldado ni a mí, también era un hombre como yo o como el factor Hubička, tampoco tenía condecoraciones, ni rango, y sin embargo nos habíamos disparado…>> porque alguien que no fueron ellos quisieron esa guerra que les toca sufrir; cuando en la vida hay muchas otras cosas que descubrir, sentir y disfrutar, tales como el amor.


 Miloš nos cuenta en primera persona su experiencia vital, lo hace con humor e ironía, aunque sea la de Hrabal, que también toma de la picaresca para presentar los orígenes de su narrador. Mediante la voz de este, lo sitúa en la marginalidad que se atribuye al pertenecer a la familia más odiada de la localidad donde trabaja como aprendiz de factor, en la estación de tren en la que prácticamente desarrolla su historia. Allí, el factor Hubička, su héroe y su ideal a imitar, sella el trasero de la telegrafista durante un momento en el que el hombre y la mujer se divierten. Pero la cosa se desmadra, no por la afición del mujeriego a sellar la totalidad de la superficie nalgar ni por el mapa que ya parecen las nalgas de la muchacha, sino porque se enteran arriba y se genera el escándalo y la consiguiente investigación. Esta historia permite que Miloš hable de la hipocresía, puesto que todos los inquisidores y admiradores querrían ser el factor o haber hecho lo que él; al tiempo que resulta divertida y posibilita que el joven narrador hable de su admiración hacia su superior, a quien atribuye la ausencia de miedo y la capacidad de materializar lo que otros desearían hacer. Para él, Hubička es el ídolo a imitar, aunque el final de todo ídolo es caerse de su pedestal o que lo arrojen del mismo. Miloš nos va contando su cotidianidad en esa estación de paso hacia el frente de batalla, por la que transitan los trenes militares alemanes, que ellos conocen como rigurosamente vigilados. Pero, inicialmente, al joven esos transportes de armas y tropas no le interesan demasiado, pues su preocupación se encuentra en la posibilidad o imposibilidad de ser un hombre; es decir, en el estar, cuerpo a cuerpo, con una mujer que le enseñe, para poder estar con Máša, la muchacha de quien se enamoró en aquella valla que ambos pintaron de rojo. Fue con ella con quien sufrió la <<eyaculatio precocs>> que le atormentó hasta el punto de llevarle al suicidio, porque Miloš ignora y se ve superado emocionalmente. El joven es sensible, pero, sobre todo, le define su ingenuidad, atributo que, en la novela picaresca, el pícaro pierde a base de golpes (que no da la vida, sino la realidad que ha hecho de algunas de sus gentes tipos amorales), mas Miloš la conserva hasta el final; se aferra a esa inocencia que, implicando un tipo de sabiduría especial, tal vez virginal, le hace ver el mundo desde una perspectiva que, a pesar de que no sea consciente, desvela con una mirada curiosa, honesta, sencilla, la de un niño que descubre y al tiempo se descubre…

jueves, 16 de octubre de 2025

Rincones sin esquinas, entre la realidad y la irrealidad

Hay imágenes que se graban en la memoria individual, en la colectiva, en la histórica, en la urbana,…, aunque, en realidad, no se graben, sino que se dibujan en la irrealidad, a partir de la realidad que fue y de la fantasía hacia la que evolucionaron; o en la que nacieron. En todo caso, la mezcla de lo que fue, lo que pudo ser y lo que no se dio forma parte de la identidad de nuestros lugares y de nosotros mismos, que no somos testigos de nuestro nacimiento. Lo protagonizamos, pero solo lo recordamos a través de otros que lo presenciaron y que lo adornaron en su memoria. No pocos orígenes se pierden en la niebla de los tiempos y eso exige caminar a través de la bruma que los envuelve y les quita el color; aunque, al tiempo, esa misma capa que desdibuja permite que la imaginación, la literatura, el cine, las leyendas… pinten de cualquier tono que se antoje a quien construya o reconstruya espacios, historias y personajes. Un escritor es un constructor y destructor de mundos. Es un soñador que sueña historias, personajes, tal vez a sí mismo en un intento de huir del despertar que le atrape en el mundo dibujado por otros. Así, en el recorrido propuesto en Rincones sin esquinas* me convierto en personaje, en un reflejo, en un caminante y en mi propia memoria en busca de otras muchas mientras recorro escenas e imágenes históricas, literarias, cinematográficas, diurnas, nocturnas, lluviosas y no pocas soleadas. Algunas las quiero de olores, otras de colores verdosos y pardos que apunten el paso del verano al otoño, también hay aquellas que me recuerdan que no debo andar por las ramas, sino por el tiempo, rompiendo sus barreras, dando saltos por lugares, encuentros y momentos. La mayoría son en mi ciudad, aunque también las hay de otros lares, incluso de fantasía y de sueños... así asoma Santiago de Compostela en el libro, nacida entre la historia y la leyenda, apurada por la necesidad política y asentada sobre el mito alrededor del cual se creó un culto que alcanza nuestros días. La condición de situarse entre dos mundos, el histórico y el legendario, hace de Santiago de Compostela una ciudad única, como única pueda serlo Roma y otras ciudades cuyo origen se sitúa entre la fantasía y los hechos ocultos por esas brumas que no solo envuelven la historia, sino que están ahí, en nuestra memoria. De esa realidad e irrealidad surge el caminante de Rincones sin esquinas, nace en una ciudad por la que camina y le depara encuentros y reflexiones, así como la posibilidad de transitar por la historia, la leyenda, la cultura, el arte y encontrarse con personajes cuyos nombres todavía resuenan y con otros que forman parte de la larga y desconocida lista de anónimos…

*El título, Rincones sin esquinas, surgió al pensar en los lugares de la memoria donde se guardan y crean los recuerdos, a partir de la realidad y de la fantasía, de la historia que fue, de la que nos contaron y de las leyendas que pasaron a formar parte de esa misma memoria, donde no hay esquinas, donde la niebla permite entrever y también construir las imágenes que deparan nuestros recuerdos y buena parte de nuestras identidades.

En el enlace, la página del libro; en la que también se pueden leer las primeras páginas (en la opción kindle)

https://www.amazon.es/Rincones-sin-esquinas-Antonio-Pardines/dp/B0DW4D4MRP

Sirât (2025)


<<Existe un puente llamado Sirât que une infierno y paraíso. Se advierte al que lo cruza que su paso es más estrecho que una hebra de cabello. Más afilado que una espada>>, pero ese puente es mitología y, por tanto, siempre existe un héroe o heroína de caminar fino y liviano que podrá cruzarlo y culminar así su camino y alcanzar su catarsis, esa plenitud que llega tras el sufrimiento, la pérdida, la culpa… Y si es cine, ni te cuento. Mas en la perspectiva asumida por Oliver Laxe en Sirât. Trance en el desierto (2025) no hay cabida para heroísmos, ni siquiera para que los no héroes sean conscientes de lo que les rodea más allá de la fiesta electrónica o de un campo de minas en la pantalla. Allende, se sitúa la realidad sobre la que bailamos hasta que estalla y revienta nuestro mundo y, con él, nuestra idea del mismo. Para exponer tal impacto, por el que se decanta la película, así como la aventura, la irrealidad que envuelve a los personajes y las relaciones humanas entre dos familias diferentes, una de sangre y la otra de afinidades, a las puertas de su descomposición, el cineasta toma la excusa de la búsqueda emprendida por Luis (Sergi López), Eduardo (Bruno Núñez Arjona) y Pipa (desconozco el nombre real), padre, hijo y mascota canina, que llegan al desierto marroquí preguntando por la hija, hermana, dueña o amiga; de quien no tienen noticias desde cinco meses atrás. Pero resulta que ese desierto está lleno de hombres y mujeres que danzan día y noche cual zombies al ritmo de la música electrónica que resuena en las rocas y a través de los altavoces, la misma música que, avanzado el metraje, Jade (Jade Oukid) dice que no está hecha para escuchar sino para bailar. Que así sea, pues, pero ese mismo baile que, amenizado por hierbas y otras sustancias, dura horas y horas se ve interrumpido por la llegada de un contingente militar que anuncia el estallido de un conflicto bélico en la zona. Los militares ordenan a los europeos que los sigan, pues tienen la misión de escoltarlos hasta un lugar seguro. Mas Jade, después de orinar delante de un soldado, para demostrarle lo que significan para ella sus órdenes, Steff (Stefania Gadda), Bigui (Richard “Bigui” Bellamy), Tonin (Tonin Janvier) y Josh (Joshua Liam Henderson) desoyen la voz marcial y se dan a la fuga en sus vehículos-hogares (un camión que ya quisiera Luis para su tránsito por el desierto y un autobús que vendría muy bien para el transporte de niños y niñas saharauis o mauritanos a la escuela; claro que antes habría que construirla) por una extensión arenosa por donde Luis, Eduardo y Pipa salen tras ellos, con la esperanza de que esa familia alternativa, fiestera, nómada, que vive la ilusión de su marginalidad respecto al sistema (que, para ellos, representan tanto Luis como los militares, tal vez no sean conscientes de que su música, su gasolina o sus fiestas también forman parte de ese sistema del que se apartan, de su negocio), les conduzcan a otra fiesta donde podría estar la desaparecida. Así se inicia ese trance por el desierto que se anuncia en el subtítulo de la película, un trance que me resulta menos atractivo que el expuesto por Laxe en O que arde (2021), una película que, personalmente, me ofrece más libertad para transitar imágenes y sonidos que me llevan a reflexionar; en todo caso, siento en aquella mejores momentos para que pueda hacerlo, para que pueda perderme y divagar a partir de sus imágenes…