jueves, 11 de septiembre de 2025

Mystery Train (1989)


La importancia que Jim Jarmusch da a la música transciende el cine, forma parte de su vida y así lo demuestra que ya antes de lanzarse a la dirección hiciese sus pinitos musicales y que nunca haya abandonado su afición. En todo caso, la música se encuentra ahí, siempre presente, como también lo está en el de su colega Aki Kaurismäki cuando bromea con los Leningrado Cowboys. En su obra cinematográfica incluso adquiere rostro en la presencia de Tom Waits, Iggy Pop, John Lurie o Neil Young. En su cuarto largometraje, Mystery Train (1989), título de la canción de Junior Parker y del libro sobre el rock escrito por Greil Marcus, le tocó el turno a Joe Strummer, Screamin’ Jay Hawkins y Rufus Thomas; mientras que Waits se deja oír en la radio, pues presta su voz al Dj radiofónico que funciona tanto para introducir en las ondas el tema Blue Moon como de nexo entre las historias, uno de los lazos, pues la ciudad, el hotel barato, el tren nocturno sobre el paso a nivel en las proximidades, un disparo al amanecer o, mismamente, el mito Elvis, son otros puntos que sitúan las tres historias de Mystery Train en el mismo marco espacio-temporal: la misma jornada en Memphis, pero no la ciudad de postal que podría esperarse cuando alguien piensa en Graceland o en estudios musicales como el mítico Sun Records visitado por la pareja que llega de Yokohama. Jarmusch desmitifica, no deifica ni considera a Elvis ningún rey, tampoco niega que fuese un buen intérprete que supo vender un estilo y una voz que causaron furor y desataron la mitomanía. Al menos esa es la impresión que depara esta comedia roquera y urbana, en el sentido que pueda serlo un film de Jarmusch, es decir lejos de un retrato realista y anodino de las calles y de las imágenes de postal.


Se ambienta en Memphis, la cuna de Elvis Presley, el rey del rock, dice Mitzuko (Yûki Kudô), aunque Jun (Masatoshi Nagase) exprese su preferencia: Carl Perkins —autor, entre muchas otras, de la popular Blue Suedes Shoes que Elvis Presley cantaría un año después—, aunque bien podría ambientarse en Nueva Orleans o en cualquier ciudad. Mitzuko le calla insistiendo más en su Elvis, aunque no dice que este nunca compuso las letras de las canciones que interpretó; al contrario que la gemela del segundo episodio de Coffee & Cigarettes (2003), quien no duda en expresar su rechazo a Elvis, afirmando que “robó” las letras a Carl Perkins o a Otis Blackwell por diez dólares. Mystery Train cuenta tres historias que encuentran su comunión en la (des)mitificación de Elvis y en la ciudad de Tennessee, estado sueño cuya capital, Nashville, es otra localidad famosa por la música —y que Robert Altman hizo centro de una de sus sátiras cinematográficas más populares—, aunque, en el caso capitalino, por la Country. La primera procede de Yokohama y llega en tren a una vieja estación, semi vacía, que en nada se parece a la moderna de la ciudad de donde proceden. Esta realidad ya crea una primera diferencia entre lo que han imaginado y lo que ven, pero ellos son personajes de Jarmusch y no desesperan, más bien, esperan encontrarse una ciudad donde brille el mito, pues en ella se encuentra Graceland, que aguardan visitar. Elvis fue un negocio en vida y lo es en muerte, pero la ciudad que deambula la pareja japonesa o la generosa y fantasiosa romana a quien da vida Nicoletta Braschi, o Johnny (Joe Strummer), el novio inglés de Dee Dee (Elizabeth Bracco), se detiene en cafeterías, bares, licorerías y en ese hotel de “mala muerte” situado en una ciudad con calles y locales en descomposición, una localidad que recuerda más al Nueva Orleans de los primeros minutos de Bajo el peso de la ley (Down By Law, 1986) que a la idílica estampa que vende la leyenda y el negocio…




miércoles, 10 de septiembre de 2025

Kurt Vonnegut y Las sirenas de Titán


Saber que tu destino está escrito y que acabará en el mayor de los satélites de Saturno, que recibe su nombre de aquel titán que en mitología romana devoró a sus hijos, salvo a Zeus, que era griego y tal vez eso despistase a la deidad latina, pasando antes por Marte, donde se prepara una invasión al planeta Azul, Mercurio y de nuevo la Tierra, no ha de ser peor que el que nos depara el viajar a cualquier isla o playa y pasarse la estancia tumbado en la arena o sobre la hamaca de un hotel resort en el que las actividades y las atracciones se programan y preparan, incluidas las bebidas, para que todos consuman lo mismo y, a ser posible, a la misma hora. No digo que los turistas que algún día futuro acudan a Titán pasen sus horas en la piscina, con el extra de contar con un chiringuito dentro, en los restaurantes temáticos o en cualquier espacio donde dejar su dinero a la cadena hotelera que lo regente; eso sí, llevándose de vuelta a sus hogares y a sus rutinas la sensación de haber vivido una experiencia única y fugaz que no podrían haber disfrutado en la bañera de su casa, pero casi. Así que tampoco hay que asustarse por lanzarse al espacio en compañía de Kurt Vonnegut, que es quien se encargó de escribir el destino de Malachi y Beatriz, también el del primer marido de esta mujer aristocrática e inteligente que se negaba a ese mismo destino que la alcanza, la sube a un platillo marciano y la obliga a casarse con Malachi Constant, de Hollywood, fiestero y vulgar, ignorante y desvergonzado, pero poseedor de una suerte pasmosa, la cual, como su fortuna y el resto de los adjetivos anteriores, la heredó de su padre, quien tampoco tenía mucho más de que presumir. Pero, igual que Beatriz, Malachi se convierte en exmultimillonario de la noche a la mañana —en su caso tras más de cincuenta días de fiesta alcoholizada y continuada—, por una mala jugada de ese sino que Vonnegut se empeñó en tejer para ellos hacia finales de la década de 1950. El destino se selló en 1959, con la publicación de Las sirenas de Titán, claro que Vonnegut también lo hizo para poder comer, que un escritor no solo vive del aire ni del cuento, ni de su talento ni de su esfuerzo, aunque ambos ayuden, y para deleitar a sus lectores, a quienes regala, por un módico precio el ejemplar, una sátira de ciencia-ficción que no tiene desperdicio. Su humor, no pocas veces negro, e ironía no esconden la capacidad de un autor irreverente, humanista, pesimista, pues la vida enseña a serlo, y anarquista a su manera, capaz de hacer pasar muy buenos momentos literarios sin poner en duda la inteligencia lectora. Todo lo contrario, exige que se active, que haga su labor e interprete un texto en el que el destino, el control y la alienación son rivales a batir. Ay, imagino que suspiro mientras me digo qué bien me cae y que bien sientan las lecturas de este Kurt, pues también Kurt se llamaba el padre, de quien no sé qué heredó el hijo, más allá del nombre y de una parte de la genética que le dio forma…

martes, 9 de septiembre de 2025

Adorno, desde la vida dañada

El subtítulo “Reflexiones desde la vida dañada” responde con bastante precisión a la pregunta de qué va “Minima Moralia”. Este libro escrito por Theodor W. Adorno entre 1944 y 1945 iba a serlo también de su colega Max Horkheimer, a quien le dedica la obra, pues la idea inicial era la de realizar un diálogo entre ambos filósofos, junto a Herbert Marcuse y Erich Fromm, máximos representantes de la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Pero, no pocas veces, las intenciones se ven truncadas por circunstancias externas. En el prólogo del libro, Adorno explica de la siguiente manera que <<la ocasión inmediata para componer este libro me la brindó el cincuenta cumpleaños de Max Horkheimer el 14 de febrero de 1945. Su elaboración coincidió con una fase en la que, debido a circunstancias externas, tuvimos que interrumpir el trabajo en común>>.

Si se continúa leyendo más allá de esas primeras páginas, se sabrá sobre qué ideas giran sus reflexiones y cuáles son las conclusiones a las se llega este pensador alemán cuya escritura desvela sinceridad, claridad expositiva, resistencia frente a una sociedad que oprime —con permisividad controlada, estudiada, impuesta—, y crítica hacia su presente, el cual, andado el tiempo, ha deparado el nuestro; sus palabras lo descubren intentando ser una mente libre en un mundo que, evidentemente, lo impide. No voy a insistir aquí en lo que expresa, sólo escribir una idea suya que llamó mi atención, una de tantas reflexiones suyas que lo hicieron. Dice así: <<El que ofrece algo único que nadie quiere ya comprar personifica, aun contra su voluntad, la libertad de cambio>> En nuestros días, la idea de Adorno sigue vigente, tal vez haya cobrado mayor fuerza, pues quien ofrece algo único se convierte hoy en un ser ninguneado por esa multitud que solo da visibilidad a quienes generan productos de consumo de masas, que suelen ser poco elaborados, repetitivos e insípidos, pero fáciles de masticar, de ahí uno de los factores de su éxito… Y esto que parece tan corriente e inocente, no deja de ser un peligro mortal para el pensamiento, que es el primer paso en la manera humana de (re)plantearse, cambiar y evolucionar…

lunes, 8 de septiembre de 2025

Dead Man (1995)


Camino del más allá, deambula un hombre muerto que comparte el nombre con William Blake, el poeta y pintor inglés que en los últimos años de su vida ilustró la Comedia de Dante y que siempre se encuentra presente en Dead Man (1995), sea en un poema o en las citas que Jim Jarmusch pone en boca de Nadie (Gary Farmer). Blake (Johnny Deep) viaja sin reconocer su inexistencia, su nueva existencia, ni la espectralidad que le rodea y que irá percibiendo a lo largo de su recorrido por el blanco y negro fantasmal, fotografiado por Robby Müller y musicalizado con acordes de Neil Young, donde se producen encuentros que desvelan el choque entre el nuevo y el viejo mundo (el físico y el espiritual) al que William, contable procedente de Cleveland, llega en tren. El caballo de hierro avanza de este a oeste y permite al hombre blanco acercar distancias para apurar su beneficio y el fin de los búfalos —todos los pasajeros, salvo William, disparan sobre los bóvidos desde el vagón—, del “salvaje” oeste y de los pueblos nativos que lo han habitado hasta su llegada. El contable aparece en la pantalla en el interior del vagón donde este hipnótico western, en el que el tiempo parece no existir, se abre al humor de Jarmusch, a su encanto guasón, poético y rebelde, con el que viaja al origen y al final del western, género cinematográfico estadounidense por excelencia…


Nadie le dice al moribundo William, <<algunos nacen a la noche eterna>> y hacia esa eternidad común, aunque más que común es la del hombre muerto que encuentra en el indio a su guía —como Dante lo halló en Virgilio—, caminan mientras tránsitan por un mundo de espíritus, puede que perdidos o de camino al infierno, al purgatorio o al paraíso. Cual Virgilio con Dante, “El que habla alto y nada dice”, verdadero nombre de “Nadie”, que también podría ser el nombre que el embustero de Ulises da al cíclope Polifemo —aunque, al contrario que el héroe homérico, es un errante sin Ítaca a la que regresar—, lo acompaña en su tránsito final. Nadie habla al de Cleveland, que escucha perdido en su ignorancia y en la sorpresa, extrañeza, que le genera su entorno y sus moradores. Le cuenta su propio deambular, le refiere su viaja a Inglaterra, donde supo de William Blake, el poeta y pintor admirador de Dante y de su Comedia, también le habla del hombre blanco, el que décadas antes no existiría para los pueblos nativos, salvo por las historias susurradas a través del viento. Ese hombre blanco se fue apoderando del territorio, de este a oeste, de norte a sur, ocupando todo, desbrozando, eliminando, transformando, para crear su mundo, el supuestamente civilizado y primitivamente industrializado como el que domina Dickinson —a quien dio vida Robert Mitchum, en su último papel para el cine—, el amo y señor de Machine que pone precio a la cabeza de William, el hombre muerto que lleva la muerte consigo y para el resto…




domingo, 7 de septiembre de 2025

Regreso al futuro III (1990)

Hay varios aspectos que se repiten a lo largo de la trilogía Regreso al futuro, desde algunas fechas a las que la historia regresa, la de 1955 y la 1985, hasta el reloj del ayuntamiento, pasando por la inmadurez de Marty, la cual parece decir adiós una vez de vuelta del salvaje oeste en el que se ambienta esta tercera parte, cuando Doc les expresa (a Marty y a Jennifer) una doble sentencia que bien podría considerarse la moraleja de la serie, al menos la más evidente y quizá también la más falsa: <<Vuestro futuro no está escrito, solo depende de vosotros>>. Escuchar esto me genera no pocas dudas, porque una mirada alrededor y al interior parece confirmar que en cada individuo existen factores y actores externos que le condicionan y que condicionarán ese futuro que, según en científico, solo depende de ellos. Pero solo se trata de una frase de película y, tal vez, la moraleja más interesante sea aquella que Zemeckis no expresa, sino que muestra desde el inicio y que cuestiona para qué la ciencia sin corazón, y de esto último pueden presumir tanto “Doc” como Marty. Parece pregúntaselo a lo largo de su filmografía, en la que juega con el tiempo y con la tecnología. En Regreso al futuro parte III (Back to the Future Part III, 1990) lo hace desenfadado, tal como había hecho en las dos anteriores entregas, pero viajando al viejo oeste, el del cine, el nacido de las historias y de la leyenda, regresa al western, al de John Ford, también al satirizados por los hermanos Marx y al italianizado de Leone, a cuyos spaghettis Zemeckis rinde homenaje en varias escenas; por ejemplo: el travelling ascendente que supera la estación para abrirse al nuevo y viejo mundo al que accede Marty, quien, en 1885, asume para sí el nombre de Clint Eastwood. En esta parte III, Zemeckis amplia su radio de acción, abarcando de este modo desde 1885 hasta 2015, para cerrar el círculo que se abre y cierra en 1985, cuando el protagonista adolescente ya ha madurado, pues ya no confunde el valor con tener que demostrar que no teme a nadie. Y en ese punto hay otra moraleja, más sincera o real que la expresada por Doc, la del futuro no escrito y que solo depende de uno, que vendría a decir que todos tenemos algún miedo, y no hay nada malo en ello, puesto que, en su estado natural, es incluso una defensa contra posibles peligros que represente el medio. Otra cuestión resulta cuando se transforma en obsesión y terror, pero en Regreso al futuro no hay cabida para ese aspecto psicológico, sino para otros como el amor, aquel que, en su vertiente amistosa, une a Marty y a Doc, y el que despierta entre el científico y Clara en 1885, pues ambos siente una atracción intelectual a primera vista que les desnuda la materia gris y les lleva al deseo, el que Marty no ve con buenos ojos porque podría trastocar su misión de regresar a 1985 y poner en orden aquellos desbarajustes temporales que le han llevado a recorrer distintos puntos del continuo espacio-tiempo…



viernes, 5 de septiembre de 2025

Byung Chul Han y el cansancio

De regreso, tras despedirme de unos amigos, ya a punto de subir las escaleras de la Quintana, me descubrí rodeado de quietud y pensando en el popular ensayo de Byung-Chul Han sobre la sociedad actual, que él dice del cansancio y del rendimiento, aunque podría haberla llamado de consumo, de la imagen de cara la galería, de las deidades minúsculas —pues ya todos, en nuestra pequeñez, nos sentimos el centro del universo— y del estar en la rueda, de la cual no se pueda salir, a riesgo de quedarse fuera. Recordaba que el autor insistía en la misma idea, la de una sociedad en la que todo se ha igualado, en la que ya nada es extraño, por lo que no es necesaria una reacción contraria. Evocando a Marcuse, hamos perdido nuestro pensamiento bidimensional. Pensando en el texto, se cruzaron con el recuerdo de las líneas ideas propias, basadas en influencias y en observaciones, ideas como la de que, en sociedades que presumen de liberales y democráticas —aún peor sería en las abiertamente totalitarias—, el individuo que logra abrir los ojos (y se mira a sí mismo y a su alrededor) se descubre esclavo de todo, incluso de uno mismo, y lo que es peor, a menudo contento de su esclavitud, tal vez porque sus cadenas sean invisibles o encadenen disfrazadas de comodidad, inclusión y bienestar.

Arriba, en la de Vivos, frente a la Casa de la Parra, me planteé si el individuo ya no puede dejar de producir ni de consumir, ni de exigirse más y más trabajo y consumo porque la directriz que se ha fijado vendría a insistirle en que todo es posible si trabaja para adquirir esto y aquello, si es un ser activo, útil, productivo —lo que no dice es para quién lo es—, no pensante, que luzca en un posado, que compita en la superficie y que llegue a casa cansado, después de su jornada laboral o de su visita al gimnasio; ya tendrá el fin de semana para recuperarse, para acercarse al centro comercial, para zapatearse en el sofá o darse un homenaje, y hacerlo siempre igual. Día tras día, año tras año, hasta que llegue el momento de festejar su jubilación o su ausencia de júbilo. Además, ese espejismo de ser especial, único, un ganador nato, inconsciente de formar parte prescindible del engranaje de una sociedad estándar, homogénea, programada, aunque viva en la pérdida de su libertad, esa fantasía “positiva” juega en su contra, ya que le aleja de la realidad que implicaría el enfrentarse a esa misma realidad de ser un objeto en manos invisibles que acaricia porque le posibilita la idea de ser lo más grande; se premia la igualación, la reducción y la sustitución (y no hablo de la resolución de sistemas matemáticos), también la imitación y la repetición.

Para la sociedad moderna, ya no hay una disciplina ni una deidad controladora a la que agradecer o culpar, una que indique, a través de sus “elegidos”, qué y qué no hacer, con la promesa de una recompensa futura. Ahora, sombras manipuladoras e igual de controladoras sustituyen lo viejo y constituyen la nueva divinidad. El sometimiento y la esclavitud no han desaparecido, solo han cambiado sus formas, lo vienen haciendo desde las primeras décadas de siglo XX, y la del XXI semeja más cruel que la anterior realidad porque, vendiendo progreso y mejoras sociales, incluyo nuevas esperanzas, apenas existe en ella esperanza alguna que se concrete, ya que ha creado desesperados y desamparados, desesperanzados que se aíslan en su visibilidad —antes todos éramos anónimos, hoy creemos no serlo debido a las redes sociales y a internet— y que ya solo pueden ver su ahora, el que, apoyándose en la sugestión del miedo y la búsqueda del placer en la inmediatez, les exige “trabaja, gana dinero, gástalo, trabaja, lo necesitas para poder vivir y existir, puesto que de no tenerlo, no existes, no consumes, estarás fuera, en la miseria”. En cierto modo, se intenta huir de la realidad apostando por lo aparente, sin comprender que se huye sin posibilidad de escape, pues toda realidad se lleva consigo, y cuando uno se enfrente a ella, si es que llega a hacerlo, tal vez sea demasiado tarde o comprenda que su vida no ha sido suya.

Abandonando la plaza, regresaron las líneas en las que Byung Chul Han insiste en la ausencia de “otredad” y el dominio de la positividad en nuestros días, una falta y una tenencia que nos afectan y en la que vive la sociedad del siglo XXI. A esta idea, el filósofo germano-coreano vuelve una y otra vez, tal vez porque necesite sentir que se explica o por la tendencia que se descubre en no pocos autores a expresar una misma idea de diferentes formas, como si el lector fuese idiota, que en la mayoría de los casos no niego ni afirmo que lo sea, o puede que se gusten o que lo hagan con el fin de llenar más páginas o de encontrar la mejor manera posible de comunicarse. No obstante, esto implica el riesgo de perder al lector, y que este cierre el libro y opte por hurgarse la nariz, como suele hacer cuando detiene su automóvil ante un semáforo en rojo, o que se dedique a pensar en otros libros y en otros autores en quienes leería ideas similares sobre una sociedad que, más del cansancio, cansa de tanta superficialidad e imbecilidad que premia, ensalza y eleva como si así fuese menos estúpida. En todo caso, “La sociedad del cansancio” me genera la sensación de que podría haber dado para otra forma, me refiero a explicarse en menos o en más páginas pero más fluida y suelta a la hora de desarrollar la idea que se repite y que ya se encuentra en otros autores anteriores a este reconocido filósofo de origen coreano que escribe sus obras en el idioma de Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Walter Benjamin y Hannah Arendt, influencias y referencias que asoman por el texto. Mas ya al alcanzar Cervantes, tempo atrás llamada plaza del Pan, me dije que lo pensado podría darme para un breve ensayo sobre un ensayo y unas ideas, uno que no busca tener razón solo la posibilidad de desarrollar un pensamiento que, como tal, sé incompleto e imperfecto, abierto al error y a la continua negación y corrección…

jueves, 4 de septiembre de 2025

El informe Pelícano (1993)

Una de las premisas que posibilitaba el thriller de Hollywood era (y todavía es dominante) que los buenos fuesen interpretados por estrellas y que venciesen a los malos, que solían ser actores y actrices de menor renombre, tal vez porque así no costase aceptar su derrota. Para el público, las estrellas brillaban más, aunque no por tal motivo fuesen mejores en su trabajo actoral, solo que atraían más, lucían mejor en las portadas, vendían más entradas y llenaban las salas. Por ejemplo, dudo que un excelente actor como Cary Grant fuese mejor que James Mason, pero sí era mucho más popular, caía mejor y lucía un porte que no daba para malo. Al contrario, Mason no daría el pego siendo el héroe de Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), ni Grant sería capaz de hacernos creíble que era el malo de la función y, además, su estatus estelar podría verse cuestionado por un público que siempre pretendía de él (y le exigía) un galán cómico o el héroe de turno, aunque en Sospecha (Suspicion, 1941) y en Charada (Charade, 1963), Alfred Hitchcock y Stanley Donen, respectivamente, intentasen conferirle un toque ambigüo que nadie se toma en serio, sobre todo en esta última, pues se ríe descaradamente de la idea que descarta para Grant y encaja a la perfección en Walter Matthau, un magnífico actor que sí daba para ambigüedades. Aparte, en el cine sí es posible esa victoria del bien sobre el mal, sobre todo en un cine ajeno a ambigüedades y a las zonas grises como suele ser el comercial. En la mayoría de las producciones hechas en Hollywood (y en otras industrias cinematográficas) queda perfectamente señalado quienes son unos y quienes otros. El informe Pelícano (The Pelican Brief, 1993) la cumple. Presenta un reparto plagado de nombres conocidos —desde Sam Shepard hasta John Lithgow, pasando por John Heard, Robert Culp, Stanley Tucci o Hume Cronyn— y dos estrellas que lo encabezan y asoman en los roles de heroína y héroe, Julia Roberts y Denzel Washington, y así, desde el inicio, se establece hacia quienes sentir simpatías y de quienes recelar.

Pakula hace que su heroína, Darby Shaw, una estudiante de Derecho que inicialmente es la víctima potencial de una conspiración que ella ha descubierto por casualidad, y su héroe, Gray Grantham, un periodista que cubre la información política en Washington, no puedan ser derrotados por los gigantes, cuyos recursos para vencerles parecen ilimitados. En la intriga propuesta, que se inicia a raíz del asesinato de dos jueces del Supremo, están implicados un multimillonario amigo del presidente, sus abogados y los profesionales que estos contratan. Incluso la teoría apunta que alcanza hasta la mismísima Casa Blanca donde el presidente y su asesor se ponen nerviosos cuando reciben el informe escrito por Darby, la joven que, aún en su estado inicial de shock, les lleva ventaja a todos. Queda claro que Alan J. Pakula pisaba terreno conocido: el thriller, un género al que regresó una y otra vez desde Klute (1971), su segundo largometraje, hasta La sombra del diablo (Devil’s Own, 1997), el último. Y en todos ellos jugaba la baza de contar siempre con estrellas de primer orden dando vida a personajes al límite, pero heroicos, por ejemplo: Jane Fonda en Klute y en Una mujer de negocios (Rollover, 1981), Warren Beatty en El último testigo (The Parallax View, 1974) o con Dustin Hoffman y Robert Redford en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976), el que quizá sea el más popular de los suyos. Años después de aquel popular film que entremezcla investigación periodística y thriller político, Pakula volvió a mezclar ambas y, para darle mayor brillo, reunió a Julia Roberts y a Denzel Washington. Pero, tras los destellos, queda otra intriga político-periodística más de lo mismo, aunque esta ocasión no se basaba en un caso real (el Watergate) sino en una de las novelas de John Grisham y, como la mayoría de sus intrigas y de las películas que originaron, las pautas se repiten. Me pregunto ¿para qué tanto suspense, por ejemplo, en la escena del automóvil, cuando en todo momento se sabe que al héroe y a la heroína no les va a pasar nada, que saldrán indemnes y acabarán victoriosos? Y me digo que el cine es un lugar bonito, tal vez el único posible, junto a la novela de autores como Grisham, Brown o Follet y a los seriales televisivos, donde los buenos triunfan y los malos pierden; y que por el camino caen algunos personajes de reparto para crear el espejismo de que el camino hacia la victoria de los héroes es más difícil y menos aburrida que nuestra cotidianidad. En esto, El informe pelícano mantiene el tipo hasta la parte final, que cae en la inevitable resolución: la victoria de la pareja heroica que lucha en desigualdad de condiciones, pero con la certeza de ser los buenos; y esta cualidad cuenta mucho a la hora de decantar la balanza. Y este punto, el penúltimo film de Pakula no deja de ser igual de previsible que tantas otras películas basadas y no basadas en novelas de Grisham, cuyo máximo esplendor cinematográfico fue durante aquellos años noventa en los que cineastas como Sydney Pollack, en La tapadera (The Firm, 1993), Joel Schumacher, en El cliente (The Client, 1994) y Tiempo de morir (Time to Kill, 1995) o Francis Ford Coppola, en Legítima defensa (The Rainmaker, 1997), las llevaron a la gran pantalla…



miércoles, 3 de septiembre de 2025

Regreso al futuro II (1989)


La primera entrega de la serie dejó abierta la puerta a la segunda, la cual no sería factible sin el enorme éxito de taquilla que cosechó Regreso al futuro (Back to the Future, 1985) y sus ya icónicos personajes Marty McFly (Michael J. Fox) y “Doc” Brown (Christopher Lloyd). Ambos retoman el hilo temporal en Regreso al futuro II (Back to the Future Part II, 1989), viajando primero a 2015, cuando Marty ya tiene 47 años, para regresar al presente de 1985, a los 17 de McFly, y después al pasado de 1955, cuando tiene -13, obligado a este nuevo retroceso porque su presente ya no es el que le gusta y pretende devolverlo a la línea temporal que prefiere, aquella cuya forma deparó su primer viaje. Ahí no le importó cambiar el devenir, puesto que mejoraba sus condiciones de vida, las que se observaban al principio. En este aspecto, Marty es un manipulador y un jugador de ventaja que logró en su viaje inicial sacar provecho para él y su familia, convirtiendo el núcleo en descomposición en uno modélico, en cuanto acorde con lo que se espera de la clase media estadounidense. Sin embargo, en su segunda aventura la trama se enreda y entrelaza más tiempos, al viajar entre 1985, el futuro de 2015, que ya es pasado en el presente alternativo al que regresan y que les obliga volver al pretérito ya conocido en busca de cerrar el círculo que se inicia con el final abierto de la primera entrega de la saga. El lío, aparte de la excusa que lo posibilita (el viajar para salvar a su hijo), se origina debido a la ambición de Marty y le deparará una nueva lección de vida, que para eso tiene al bueno de “Doc” como mentor y Pepito Grillo.


En 2015, cuando los coches vuelan, los adolescentes de la década de 1980 serían hombres y mujeres maduras con poder adquisitivo en ese ahora durante el cual se estrena Tiburón 19, dirigida por Max Spielberg, nacido en 1985 e hijo del popular director de E. T. (1982) —que, junto a sus socios Frank Marshall y Kathleen Kennedy, fue uno de los productores ejecutivos de esta saga—. Y dicho poder adquisitivo origina la industria y el negocio de la nostalgia “ochentera”, que encuentran su producto de consumo en los “recuerdos” e iconos de la década —más o menos como viene sucediendo en nuestra realidad—. En ese futuro, a Marty se le ocurre la brillante idea de sacar tajada apostando sobre seguro cuando regrese a su presente. Su ambición monetaria es la que depara el nuevo embrollo, puesto que el almanaque con los resultados de las competiciones deportivas celebradas entre 1950 y 2000 cae en manos de Biff (Thomas F. Wilson), que no hace otra cosa que lo pretendido por ese héroe adolescente que todavía no comprende las implicaciones ya no de viajar en el tiempo sino de tomar decisiones, que es otra forma de viaje que, si bien corresponden a todas las edades, en la edad adulta (que es la que llama a su puerta) son el continuo espacio-tiempo en el que no pocos se descubren atrapados.


En cierta medida, siempre estamos dando pasos a cambios espacio-temporales, recorriendo realidades alternativas que se concretan y se fijan en nuestra historia con cada elección que tomamos, pues queda claro que antes de elegir se abrían varias opciones que, unas descartadas y otras caminadas, darían (supuestamente) resultados distintos. Todo esto posibilita a Zemeckis jugar con el tiempo en el cine, lo cual parece gustarle, pero también le permite desarrollar temas como la familia, la amistad, la superación y la maduración personal sin por ello perder cierta ingenuidad infantil, que reaparecen en su filmografía, así como el aplicar las nuevas tecnologías, para integrarlas como parte de la historia a contar. En esta II parte se puede observar brevemente a Biff junto a Marilyn, siendo la primera de las ocasiones —Forrest Gump (1994) o Contact (1997)— en las que el cineasta posiciona a sus personajes ficticios con otros reales. Pero hay otros aspectos que Zemeckis maneja a la perfección, que serían el ritmo y el entretenimiento, el ponerse serio le llegaría más adelante, en su adaptación de la novela de Carl Sagan, en Náufrago (Cast Away, 2000) o en El vuelo (The Flight, 2013)… Y como todo viaje que se precie, la saga al completo de Regreso al futuro es uno sobre el aprendizaje de un adolescente a las puertas de la edad adulta, a la que se le supone una madurez que sólo logrará alcanzar al final del recorrido iniciado por Zemeckis en 1985, pero esa conclusión queda para la tercera parte…




martes, 2 de septiembre de 2025

El embrollón (1973)

En cine, la autoría no queda clara, pues no en pocas ocasiones se discute si es obra de uno (el director) o un trabajo de equipo, cuando no los productores afirman que la película es suya, sobre todo en Hollywood —por ejemplo, Samuel Goldwyn tenía claro que las películas que producía le pertenecían, aunque el director fuese William Wyler, quien a su vez tendría igual de cristalino que el film era suyo—, o el público mayoritario se la atribuye a los actores y actrices populares que participan en ella —pensando en Goldwyn, en sus películas, muchas de ellas serían “tal o cual película de Gary Cooper”, el actor estrella del estudio—; al resto, aquellos que no tienen el estatus de estrella mediática, no, tal vez porque ni siquiera se conozcan sus nombres o no los asocien con los rostros, o mismamente porque decir una película del mítico Walter Brennan, estando Cooper de por medio, no vendería igual de bien que atribuírsela al protagonista de Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). Por su parte, los guionistas la asumen suya, aunque es difícil saber hasta dónde, cuando el guion pasa por varias manos hasta que los directores lo asumen como propio y le dan forma audiovisual —ejemplo evidente de esto lo podemos encontrar en el cine italiano de la segunda mitad del siglo XX, en cuyas películas no era infrecuente que los créditos del guion se atribuyesen a cinco o seis escritores por los que había pasado el texto—. Al contrario de lo que sucede con el cine, en el teatro no hay discusión posible, pues al dramaturgo o comediógrafo se le considera el único autor del asunto. Una obra es de Shakespeare, Calderón, Molière, Pirandello, Brecht o Mamet, siendo indiferente quien la dirija y la intérprete; aunque esto no quiere decir que los directores escénicos no influyan en el resultado o adapten el drama y la comedia a su gusto.

Lo dicho arriba me vale para introducir esta coproducción franco-italiana escrita por Francis Veber, que es el primer nombre que asoma en los créditos, lo cual da una ligera pista o idea de a quién se le atribuye la película. No en vano, El embrollón (L’emmerdeur, 1973) nace de su exitosa obra teatral Le Contrat. Así pues, parece que la presencia de Édouard Molinaro, el director del film, cae a un puesto secundario que no lo es; ya que la función de Molinaro es principal y consiste en dar imagen a la trama, confiriéndole el ritmo, el tono y el sentido cinematográficos que, aquí, logra a medias, en mi opinión lastrado por la presencia de Jacques Brel, un cantante popular que solo era actor ocasional, y en quien veo una capacidad dramática y cómica más cercana a la de Bing Crosby, que también era mejor cantante que actor, que a la capacidad actoral de Yves Montand o Frank Sinatra, que eran buenos en sus dos facetas artísticas. Lo mejor de El embrollón lo encuentro en la presencia de Lino Ventura, que caricaturiza su rol habitual de tipo duro, de mirada y rasgos que imponen, y hace de él un chiste, que sea bueno o malo ya es otra historia, más su presencia le da un plus a la trama que une a François (Jacques Brel), un llorón tan pesado como el héroe de Aterriza como puedas (Airplane!, David Zucker, Jim Abrahams y Jerry Zucker, 1980), no el piloto de goma, el otro, y a Milán, el personaje de Ventura, quien confiere un tono paródico a su asesino profesional, el mismo que llega al hotel, frente al juzgado de Montpellier, contratado para acabar con el testigo cuyo testimonio podría condenar a quienes le han contratado. Ocho años después, Billy Wilder adaptaría la obra de Veber, Le Contrat, en Aquí, un amigo (Buddy, Buddy, 1981), que a la postre sería la última película del autor de El apartamento (The Apartment, 1960), y digo autor con la certeza de que Wilder era de esos pocos directores de Hollywood de los que pude decirse que las películas que dirigió eran suyas. Las escribía, las dirigía y, a partir de El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951), también las producía; aunque, para el público siguiesen siendo películas de Marilyn, Bogart o Cooper. Ya en el siglo XXI, el propio Veber dirigiría una nueva adaptación de su comedia a la gran pantalla en Querido asesino (L’emmerdeur, 2008), que me resulta la peor de las tres.

lunes, 1 de septiembre de 2025

Contacto, entre Carl Sagan y Robert Zemeckis


Veo pasar a Marty McFly en el coche de Doc, viaja a la velocidad de la luz en el tiempo, impulsado por un combustible que ni es plutonio ni restos orgánicos, tal vez su auto ya funcione con sueños o con algún otro material por descubrir y desechar. Exclama a los cuatro vientos que su destino será algún punto de los albores humanos. No te vayas a estrellar ni aterrices antes del enfriamiento, le advierto. Dudo que me escuche y pienso que adonde va, una vez alcanzado el pasado, a falta de circuitos y de guitarras eléctricas, no sorprenderá a nuestros antepasados con un tema de Chuck Berry. Supongo que allí no observará monolitos negros, prismas de formas geométricas perfectas, ni mensajes extraterrestres que se inicien con números primos, ni primates golpeando la cabeza de rivales con un hueso que, al tiempo que sirve para destruir y someter a otros simios, evoluciona la humanidad hacia el 2001, año que ya nos queda atrás. Sin máquina temporal, a nosotros nos arrastra y vamos en el tiempo; mas este periodo de “una odisea del espacio” no será pasado para el viajero del DeLorean, atrapado momentáneamente en un pretérito que nadie recuerda. Lo que allí descubrirá, me digo, serán grupos dispersos en su tránsito del nomadismo al asentamiento donde asoman los primeros pensantes con capacidad para la abstracción.

El sedentarismo les posibilita un primer momento de ocio, pero Marty, desconocedor de lenguas olvidadas por las muertas y las vivas, ignora que el vaguear provechoso posibilita la reflexión; también ignorará los sonidos de los prehistóricos parientes y qué hacen mirando al cielo. A mayores, lo que McFly quizás también desconozca sea que los menos de aquellos antepasados lejanos están cuestionándose y planteándose interrogantes y dudas que más adelante alguien llamará filosóficas y existenciales. Pero ni Marty, ni Doc, que se encuentra en el futuro, tal vez en el salvaje y viejo oeste, ni siquiera Bubba, que lo sabía todo sobre gambas y que cae en Vietnam, a miles de kilómetros de su hogar, tampoco nosotros, podríamos responder con cierta precisión cuándo el ser humano, el singular es literal, pues calculo que se lo plantearían uno, dos,… , a lo sumo diez o cien individuos —como ha venido sucediendo desde entonces hasta la actualidad—, empezó a preguntarse qué hace aquí, en la vida, en la Tierra, en la mortalidad… puede que también cuestionasen respecto al universo, aunque lo dudo, ya que la inmensidad espacial sería insignificante en el pensamiento humano de aquellos días del neolítico visitados por McFly…

En aquel momento de la prehistoria (y después, de parte de la historia hasta el Renacimiento), la presencia celeste obedecería a la del planeta que ocupamos, el mismo astro al que, sin apenas mostrarle consideración, intentamos modificar a nuestro antojo desde tiempos remotos y plastificar desde el siglo XX. Supongo que el bueno de Gump, Forrest Gump, pensaría que lo hacemos para conservarlo mejor, o para que no se moje los días de lluvia, que en latitudes y longitudes vietnamitas cae de arriba-abajo, de lado, oblicua y de abajo-arriba, o no se ensucie más de lo que nosotros lo llenamos de odio, de abusos, de basura, de contaminación, de embustes —claro que también de lo contrario, si no, apañados íbamos—, porque hemos asumido que podemos hacer de él y con él lo que nos venga en gana. Siendo así, mejor corre, Forrest, corre sin rumbo y sin saber porqué, hasta que te descubras fuera de tiempo y comprendas que eres náufrago entre tu antes y tu después de arribar a esa isla desierta que te obliga a plantearte tu relación con Wilson, contigo mismo y también con el mundo que queda atrás y delante. ¿Quién eres? ¿Realmente estás solo en un espacio que se antoja infinito y te hace sentir minúsculo, tan menguante como aquel hombre-partícula que acabará formando parte del todo y de la nada?

No me dio tiempo a decirle: mira, Marty, la humanidad no se ancló porque, primero, la necesidad apretaba y, después, porque muchos alguien dieron pasos a contracorriente de lo establecido como dogma político y de fe, aun a riesgo de ser cazados por los reaccionarios y defensores de cada momento, que definiré como la suma de costumbres, ignorancias, intereses y creencias que determinan y dominan el instante que puede prolongarse años o durante siglos. Pero el paso estaba dado y ya nada podía frenar la evolución humana; no porque avanzase con frenos locos, sino impulsada por la curiosidad y la inquietud. Salvo ella misma, si se aferraba al miedo y a su habitual pereza mental, ninguna otra especie terrestre zancadillearía su avance. La lógica era aprovechar lo que dimos en llamar inteligencia; de la cual tampoco deberíamos estar tan seguros, al menos tantos de quienes la presumen sin practicarla…

Miedo y pereza, ignorancia y fenómenos que sorprendían, nos llevaron a la superstición, que sería una especie de “sedante” frente a la idea de la muerte y ante otras cuestiones desconocidas que nos costaba explicar. La superstición nace como respuesta absoluta a la ausencia de respuestas, algunas de las cuales han ido llegando con la ayuda del sentido común, de la lógica y de la ciencia, la cual no asomó en nuestra evolución hasta ya entrada la historia. Aunque tardarían miles de años en planteárselo, unos pocos se cuestionaron quienes eran al contemplar el firmamento y a quién tenían al lado, ese conocido tan extraño. Puede que en esos instantes sintiesen un cosquilleo que no sabrían explicarse. ¿Sería el vecino con una pluma? No estaban seguros, pero, al mirar a su alrededor, en busca de una prueba tangible, no observaron a nadie cerca. ¿Dónde estaba fulano? Y se encogieron de hombros. Tal vez alguno pensase que era cosa de espíritus o de brujas, puesto que la superstición se había asentado como parte propia de la humanidad, pero también lo era aquella sensación “cosquilleante”, de curiosidad, que nacía del interior al observar el mundo exterior: cielo, mar, tierra, piedras, hombres, mujeres, animales, plantas…

Por entonces, basándose en las apariencias, alguien dedujo que el planeta que habitamos era el más grande que existía. La prueba, le pidieron algunos. Y la respuesta: solo hay que mirar el suelo y compararlo con los puntitos brillantes que salpican la bóveda celeste, para comprenderlo así. Esta fue una de tantas respuestas humanas, siempre incompletas y abiertas al error, a la posibilidad de corrección y de evolución antes de toparse de bruces con sus límites. El límite del geocentrismo estaba ahí, a nuestro alrededor, del que formábamos y formamos parte.

El cielo quedaba arriba y las estrellas que se veían, seguramente distintas a las que vemos hoy, así como el satélite que por fases periódicas aparecía o no al atardecer, eran insignificantes en su aparente tamaño. Para orgullo de sus moradores humanos, la Tierra era el centro y todo giraba a su alrededor. Todo bajo ella, pues desde cualquier minúsculo punto del resto del universo se vería gigantesca, imponente, azul y reluciente. El firmamento no significaría tal como hoy lo sentimos y comprendemos, pues resultaba menor en su comparación con la esfera terrestre, la cual supongo que ninguno de los observados por McFly pensarían en su forma esférica. En la Grecia de la Antigüedad, supieron los pitagóricos que la tierra no era plana, Eratóstenes calculó el radio terrestre e incluso antes de tan sorprendente cálculo Demócrito había dicho que todo estaba formado por átomos. Claro que aún quedaban muchos siglos por delante para llegar a las teorías atómicas, al electrón y a sus órbitas, al protón, al neutrón, a los quarks...

La teoría geocéntrica aparecería mucho antes de nosotros y tiempo después de que Marty viese aquel grupo de gente asentándose en un lugar que adaptaron para vivir. Pero, a pesar de los siglos que perduró la idea de la Tierra como centro del universo, que sirvió para afianzar religiones como las que se inician con su Génesis compartido, la cosa se aceleró y se minimizó la importancia planetaria a raíz de Copérnico, quien, aparte de científico, podemos decir que fue un aguafiestas para los ombliguistas del mundo y un paso más en el conocimiento y la evolución de nuestro desconocimiento.

<<La ignorancia da la felicidad>>, puso Updike en boca del centauro, cuyas formas fueron contempladas en el cielo por algunos griegos antiguos de imaginación exagerada. Así se bautizó esa constelación, una entra tantas existentes en aquel firmamento que Copérnico nos revolucionó para empequeñecernos, pues su revelación (basada en conocimientos previos y en los suyos propios) nos apartaba de ser los habitantes del centro del universo. La duda de nuestra importancia germinó y se transmitió a mayor velocidad gracias a la imprenta, aunque todavía frenada por la ignorancia, el fanatismo y la superstición, a veces vestidas de dogmas religiosos. No obstante, gracias a la “Revolución” copernicana, dimos uno de esos grandes saltos en la historia de la humanidad, uno mayor en significado que el dado por Armstrong cuando pisó la Luna en 1969, y de similar intensidad, a la hora de hacer tambalear los cimientos establecidos, al dado por Darwin con su teoría sobre la evolución de las especies. Pero nuestro mundo se vería reducido más aún, cuando los físicos modernos empezaron a estudiar el átomo y las partículas subatómicas cuya energía y fuerza destructiva, inversamente proporcional a su tamaño, se desvelaron terroríficas hacia mediados del siglo XX, en concreto el 6 de agosto de 1945, cuando un bombardero estadounidense soltó una bomba atómica sobre Hiroshima y, tres días más tarde, un aparato distinto, otra sobre Nagasaki.

Nada en la ciencia viaja solo; ni la ciencia, por sí sola, va a respondernos esas cuestiones humanas que originaron la religión y la filosofía, la cual, de algún modo, surgió por necesidad, cuando alguien la sintió para responderse más allá del mito. Los filósofos buscaban la verdad y esta también es la supuestamente pretendida por la ciencia, la cual aparece tiempo después, como consecuencia de la propia filosofía, cuando esta ramifica sus preguntas y amplía sus intereses. Desde el nacimiento de la filosofía occidental hasta la actualidad han sido millones los individuos que cuestionaron y buscaron, solo que nuestra escasa memoria retiene unos pocos nombres, quizá los más grandes o los que hicieron con sus preguntas y sus sistemas que otros les negasen, después de reflexionarlos, y así hasta alcanzar nuevos estados en el desarrollo de los mismos interrogantes.

Algunas de aquellas cuestiones se fueron concretando, en busca de responder los problemas físicos, naturales, que se plantearon los primeros científicos, entre ellos Aristóteles, empeñado en clasificar la naturaleza. Son primeros pasos, luego llegan los siguientes, y después, otros y más científicos reales y aquellos ficticios como la doctora Ellie Arroway, inspirada en la real Jill Tarter. Ellie es la protagonista de Contacto, la única novela del científico y divulgador Carl Sagan —novela que tiene su origen en un guion que escribió junto a su mujer, Ann Druyan, en 1979—, y de la película homónima que Robert Zemeckis rodó entre 1996 y 1997, una película que resulta ejemplar en cuanto a cómo sintetizar el original literario en su paso a guion cinematográfico  —en su primera versión fue escrito por James V. Hart y, más adelante, Michael Goldberg trabajaría aquellos aspectos que no convencían al director— sin perder la esencia de lo pretendido por Sagan: mantenerse dentro de la posibilidad científica y de los dilemas que, en cuanto a uso y a cómo usarla, plantea; ni renegar de los intereses de Zemeckis: el drama y el uso de la tecnología como medio de lograrlo, no como un fin en sí misma.

¿Sabes, McFly? Al igual que tú, Ellie no se rinde ante la adversidad; es luchadora, obsesionada y agnóstica, viajará en el espacio-tiempo. Esta doctora dirige el equipo que descubre el primer contacto que la Tierra escucha de una inteligencia extraterrestre. La señal proviene de Vega, una estrella no muy lejana a nuestro sistema solar, a veintiséis años luz, que dos milenios atrás marcaba el norte geográfico terrestre. Hoy, la guía que nos indica septentrión es la Polar; y dentro de varios milenios, tal honor recaerá en otra distinta. Estos cambios, que en una vida humana no son observables, sí lo son para la ciencia, a lo largo de la historia. Así, gracias a la suma de conocimientos acumulados, Sagan y su personaje pueden saberlo, como también el popular astrónomo comprende que la ciencia y la religión no tienen que estar reñidas, como sí sucede en algún momento novelístico y cinematográfico de Contacto

La fugacidad humana determina nuestra comprensión del pasado, del presente y del futuro, que se minimiza a plazos comprensibles y vivibles para el ser humano. Tal fugacidad provoca que la mayoría de los individuos sean incapaces de pensar a largo plazo, en periodos más allá de sus años de vida, como parte del devenir humano. Tal vez habría que ser viajeros en el tiempo para comprobar y comprender los cambios, sus aciertos y sus errores, su lentitud, su vértigo, su marcha imparable. Marty todavía no lo comprende del todo y eso que ha tenido tres experiencias temporales; tampoco sabe si la tecnología nos ha liberado o atrapado. Pero no es el único, ¿cuántos comprenden que formamos un todo con la historia del universo, de la tierra y de la humanidad, una historia que, aunque nos la den en fascículos, es continuada? La fata de esta perspectiva temporal se agudiza en los políticos electos, que tienen prisa, pues su tiempo de mandato se deduce a unos pocos años, que son los que tienen para hacer y deshacer. Aunque prudente, la presidenta en la novela y el asesor en la película piensan a corto plazo y no comprenden como Elli el hecho que pone patas arriba el mundo y corresponde encararlo a todo el planeta no a un solo país, que sin colaboración del resto no podría completar los tres momentos en los Sagan divide la trama: el mensaje, la máquina y la galaxia.

domingo, 31 de agosto de 2025

La virgen de los sicarios (1999)


La única novela que he leído de Fernando Vallejo, El desbarrancadero, apenas la recuerdo. Por mucho que intente recuperar la impresión que me produjo entonces, solo me llega la idea de que su narrativa buscaba ser diferente, “a trompicones”, incomoda, sin refinamientos ni concesiones al lector. En definitiva, lo único que recuerdo, o quizá sea fruto de la propia evocación, es que el escritor pretendía tener voz propia, sin disimular que la forzaba. Barbet Schroeder también la persigue a lo largo de su obra. Quiere un cine suyo, tal vez por ello no se adapte al comercial y busqué exigir a su público una actitud que abandone la comodidad en la que se sitúa el cine mayoritario. Pero no siempre me convence, ni me estimula, que sería el caso de La Virgen de los sicarios (1999), la adaptación que realiza de la novela de Vallejo; aunque no le niego sus momentos, ni su intención de ser distinta ni su humor negro, que funciona. Al contrario, me parecen aciertos, puesto que esas intenciones son las que mantienen a flote la relación que se expone en la pantalla, tanto la paterna-filial entre amantes como la de estos con el espacio violento que transitan para hacernos partícipes de una ciudad (un ambiente, una sociedad, un mundo) donde la vida no vale un peso y la muerte se visibiliza en los asesinatos callejeros o en cualquier lugar donde los disparos y los cadáveres ya forman parte del panorama urbano y humano. Y no me convence porque, y esto es evidentemente subjetivo, se me hace un tanto plomiza en su insistencia, la cual no mata, al contrario que el plomo de las balas que el joven amante de Fernando “regala” a quienes les molestan, pero, por momentos, sí me rompe la conexión con esos dos personajes que recorren Medellín y que comparten lecho y amor en el espacio cerrado donde el maduro escritor, que acaba de regresar a su país natal, asume el rol de Pigmalión del joven prostituto del que se enamora y que le corresponde mientras vemos que la vida alrededor no se respeta, no se ama, no florece, pues en la marginalidad, la violencia, la corrupción, la delincuencia, el desarraigo…, parece que, salvo milagro, ya vale nada.

viernes, 29 de agosto de 2025

Billy Wilder habla (2006)

En 1988, por la época en la que Volker Schlölondorff se encontraba trabajando en Hollywood, su primera producción estadounidense fue Muerte de un viajante (Death of a Salesman, 1985), tuvo la suerte de poder entrevistar a Billy Wilder, suerte porque el director y guionista nacido en Galitzia, en la actual Polonia, era bastante reacio a ser filmado y a conceder entrevistas, tal vez porque conocía el periodismo de primera mano, suya es una de las mejores películas que abordan la profesión, El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951), por su relación con la crítica o por el motivo que fuese. Lo hizo en varios encuentros que depararon la miniserie documental Billy Wilder, wie haben Sie’s gemacht? que la televisión alemana emitiría en enero de 1992. De esos encuentros, años después, se haría un montaje de una hora y diez minutos de duración para el canal TCM, estrenado como Billy Wilder habla (Billy Wilder Speaks, 2006) —en el que también intervino Gisele Grischow, que ya había codirigido la serie—, en el que el director de Perdición (Double Indemnity, 1944) habla de sus experiencia cinematográfica y las comenta con su ingenio y humor habituales. Scholöndorff y Wilder, también andaba por allí el crítico Hellmut Karasek, hablan en inglés y en alemán, idioma materno de ambos, sobre toda la filmografía estadounidense del responsable de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), incluso hablando de su película documental, nunca exhibida en salas comerciales, sobre los campos de exterminio nazis…

Fábricas de muerte (Death Mills, 1945) fue un documento producido por el ejército estadounidense del que Wilder formaba parte por entonces, cuando fue enviado a Europa con el grado de coronel y con la misión de ayudar a reconstruir la industria cinematográfica alemana. Empleando imágenes reales, tal vez algunas filmadas por George Stevens, que fue el cineasta que, también formando parte del ejército, junto a su equipo descubrió y filmó Dachau, sus recintos, los hornos, los cuerpos, mostraba el crimen cometido por los nazis en los campos de la muerte. En uno de ellos, murieron la madre, el padrastro y la abuela de Wilder, que se enteró de la suerte que corrieron millones de personas, entre ellas sus seres queridos, al descubrir esa realidad oculta, aunque sospechada y, probablemente, conocida por muchos de los que decían que no sabían nada. El desparpajo de Wilder domina en la pantalla, es el protagonista indiscutible, quien ocupa el centro de la escena y acapara nuestra atención, como antes lo hicieron los protagonistas de sus veintiséis películas de ficción, aunque Schlöndorff dice veinticinco, pues deja fuera Curvas peligrosas (Mauvaise graine, 1933), la comedia que Wilder rodó en París, antes de partir para Hollywood e iniciar una nueva vida, la cual comenzó en la sección de guionistas de 20th Century Fox, para pasar de inmediato a Paramount, donde conocería a Charles Brackett y donde ambos trabajarían para Ernst Lubitsch en La octava mujer de Barbaazul (Bluebeard’s Eighth Wife, 1938) y Ninotchka (1939). Fueron dieciocho años en los que Wilder se convirtió, primero, en uno de los guionistas más exitosos del estudio y, más adelante, en uno de sus directores estrella. Posteriormente, tras el conflicto que surgió a raíz de Traidor en el infierno (Stalag 17, 1952), Wilder asumiría un nuevo rumbo que, a partir de Ariane (Love in the Afternoon, 1957), le llevaría a trabajar con Izzy Diamond y en la empresa de los hermanos Mirisch… En todo caso, estamos ante un cineasta de los que sí puede decirse único, irrepetible, irreverente, creativo… de los <<más entrañables y talentosos del cine>>.



jueves, 28 de agosto de 2025

Unha idea breve e imprecisa de Galicia


Se pretendese facerme unha idea breve e imprecisa de Galicia, aínda poética, humana e histórica, acudiría ao terreo, mais no meu caso xa estou nel, ou aos numerosos libros que falan sobre esta fermosa terra ubicada no noroeste da península Ibérica; ou, como mínimo, dubidaría dalgúns textos e comentarios que corren polas redes sociais e acudiría a fontes máis fiables e elaboradas, pois en ditas liñas noto a intención de condicionar apelando á sensiblería e ao mito, pero a un que expón ao servicio da finalidade dos autores en non ás lendas e supersticións galegas. O que leo, detrás de cada un deses textos, é a intención de captar a atención para acadar seguidores e acumular “me gusta”. Pero, e que hai de acercar Galicia, a súa realidade, a súa historia, os seus mitos, as súas xentes, tan dispares como noutros lugares, con lazos comúns como o poídan ser a súa propia historia e os seus contos, os que tantos xa ignoran? O que segue só é un intento de percorrer, no menor espacio posible, para maior amplitude xa teño un libro, algúns deses aspectos que soen confundirse adrede ou por ignorancia, como ese que asegura e presume das raíces celtas de Galicia. Neste punto, esquécese que nunca foron probadas, só cantadas e exaltadas a partir do nacionalismo decimonónico propulsado por Faraldo, Rosalía, Aguirre, Murguía e máis precursores do Rexurdimento —máis adiante, xa no XX, tamén por autores como Otero Pedrayo— que atoparía en Curros e Pondal dúas puntas de lanza que unirse á poetisa de Follas Novas, a súa mellor obra en lingua galega, e Cantares Gallegos, o título que inicia e reivindica literariamente a identidade galega moderna…

Xeográficamente, Galicia presume dunha costa tan variada que hai prácticamente todo tipo de paisaxe, dende os acantilados da Capelada (en Cedeira), os máis altos da faciana atlántica europea, á rasa lucense, que irmana a galega coa costa de Asturias, pasando pola desembocadura do Xallas, que cae ao mar formando unha cascada única en Europa, aínda que o auxe hidroeléctrico da década de 1960 quiso impedirllo, polas dunas de Corrubedo que na nenez servíanos de lugar de xogo, por tanto entrante e saínte costeiro que nos deparan kilómetros e kilómetros de praías que acumúlanse fora e dentro das rías Baixas, Medias e Altas, sendo a máis extensa a de Arousa, na provincia de Pontevedra. Nesa ría desemboca o Ulla e por este río, conta a tradición xacobea, os discípulos de Santiago trouxeron o seu corpo terra adentro, tras a viaxe marítima dende Jaiffa, en Palestina, atravesando o Mediterráneo. Foi un percorrido imaxinario por un mar que quédanos lonxano. O que baña Galicia é o océano Atlántico, pero, ao contrario que acontece no Caribe ou nas Canarias, aquí a agua atlántica chéganos fría, mais non tanto que impida o chapuzón. Tampouco da medo, aínda que, en ocasións, cóbrese vidas e depare a dor e o pranto dun pobo costeiro. Nós non o tememos porque o coñecenos, o amamos polo que nos da e non o odiamos polo que nos quita. Só os tolos, os inconscientes ou os suicidas o desafiarían cando roxe na costa de mar aberto. O das rías é de augas tranquilas. En todo caso, dentro ou fora delas, flúe vida mariña e humana, a pesar dos excesos que as veces cometemos cos nosos tesouros naturais, que, en realidade, non son nosos, pois, por idade e espazo, porque xa estaban antes e estarán despóis, somos nós quen lles pertencemos. No plano persoal, o anaco de costa máis cercano, aquel co que rápidamente me identifico, exténdese entre os cabos Fisterra e Roncudo, ampliando a súa superficie ao norte ata Malpica de Bergantiños e cara o sur ata Carnota. A esa franxa costeira a chamamos “Costa da Morte”, pero o seu nome xa non significa morte, senón que converteuse nunha especie de orgullo vital dos distintos lugares e xentes que a conforman…

Galegas e galegos somos igual de festeiros que en calquer lugar, ou iso imaxino, só que celebramos as nosas festas de xeito distinto ao diferente doutros lares. Aínda que sospeito que iso era antes; agora todo tende a homoxeneizarse. Entón, perdimos parte da nosa tradición ou a evolucionaron por nós? Supoño que todo cambia e que todo esquécese e que o novo chega para sustituir o de onte, incluso sen que algúns, sobre todo ás novas xeneracións, coñezan que algo cambiou. Isto non é triste nin alegre, só forma parte dese devir histórico non escrito. Mais se o penso, quizais no fondo non cambiase tanto, pois todo xira arredor da vida e da morte: a unha celébrase con romerías, festas e cotidianidade, é a outra asúmese malamente con enterros, dor e pranto...

A nosa historia está infestada de distintos estratos, froito do contacto das diferentes civilizacións e pobos que nos visitaron e ficaron; dende os prerromanos, como os castrexos, ata os xermanos, os suevos fundaron aquí o seu reino, con capital en Braga; entremedias o amplo dominio romano. Na Alta Idade Media, Galicia ábrese ao Camiño que percorre polo norte, de este a oeste, a península Ibérica, dende os Pirineos (e alén) ata a tumba que Teodomiro, o bispo de Iria Flavia (se non me equivoco, a única sé episcopal en territorio cristiano, cando se encontra a tumba en Compostela, o resto, Mérida, Ossonoba, Toledo,… atopábase en terra andalusí), a poderosa orde monacal francesa de Cluny e o monarca astur Alfonso II, o Casto, quixeron apostólica en Santiago de Compostela…

Galicia nunca foi castelán, xa era antes de que nacera Castela, aínda que os seus reis e raiñas quixeron dominala e anexionarona ao seu reino; claro que, debido á teima do noso silencio, non puideron facer máis que esquecela, o tal vez asfixiala ou acantoala, nos séculos que chamamos Escuros e noutros que se supoñen máis claros. Antes de formarse a España (política) actual, o topónimo tiña un significado de diversidade de pobos e reinos, cristiáns e musulmáns, mozárabes e mudéxares, o de Galicia foi reino, con capital en Santiago, en cuxa catedral o Arcebispo Xelmírez coroou ao neno Alfonso Raimúndez rei galego, posteriormente o xoven monarca preferiría lucir a coroa de León co nome de Alfonso VII…

Cando se fala de que os pobos celtas deixaron os castros circulares cáese nun erro común, pode que froito da paixón celtista ou dun celtismo que escurece a figura dos castrexos, que foron os seus constructores e non os celtas, que tampouco aportaron nin ritos nin gaitas, que aquí soan distintas ás que sopran en Escocía ou en Irlanda. Non fai tanto, en Galicia, as supersticións e a realidade fundíanse para crear lendas, contos, lubisomes, sacaúntos, meigas, santa compaña, trasnos, bruxas, mouros e mouras. Pero, entre o mito e a realidade, moito antes tamén formouse unha identidade que atopa unha das súas pedras angulares no idioma galego, unha lingua que asoma polo século XI e que, debido a independencia do condado portugués, dará orixe ao galego e ao portugués actuais; polo que pódese dicir que o galaico-portugués sería a nai de ambos idiomas. Digo nai porque en Portugal, antes de ser reino (o que abarcaba a súa zona norte, posto que o resto era territorio musulmán) e tamén tempo despóis da coroación de Afonso Henriques, falábase este idioma que derivou do latín, o mesmo que se falaba en Galicia, que xa fora reino independiente con García (e incluso con anterioridade a este), eran no século XI dos dous condados nos que Alfonso VI dividiu a antiga Gallaecia romana. Galicia entregoulla a Urraca e Portugal a Teresa, a filla ilexítima que casou con Enrique de Borgoña, o curmán de Raimundo, a quen o VI enlazaría coa lexítima. Entre tanto enlace, Teresa e Enrique debían vasalaxe ao condado gobernado por Urraca e Raimundo de Borgoña; aparte, a Igrexia Bracarense sentíase nun plano de inferioridade respecto á Compostelana, que lle quitou protagonismo (e tamén certo número de reliquias que, posteriormente, seríanlles devoltas), e as rivalidades no tardaron en actuar e definir o futuro, xa pasado, xa historia.

O galaicoportugués foi o idioma dos trovadores medievales peninsulares, tamén o escollido por Alfonso X o Sabio para a súa poesía. Na Idade Media brillaron os Meendiño, Airas Nunes, Joan Airas, Martín Códax,… era tempo de cancioneiros, de cantigas de amor, de amigo, de escarnio e maldicir. Logo, coa subida ao poder dos Trastámara, casa-título que nace en Galicia, “tras do Tambre”, o idioma foi silenciado durante o que dimos en chamar Séculos Escuros. Se o idioma sobreviviu, lembra Castelao, foi grazas ás persoas, ao pobo, ás xentes dos campos e das vilas costeiras como o seu Rianxo natal. A mesma Rosalía o aprendería na parroquia de Ortoño, de nena, onde pasaría varios anos antes de regresar a Santiago xunto a su nai. Hoxe, agardo que por moito tempo, o galego se escoita (en igualdade a o castelán) nas rúas e prazas de cidades e pobos, nas aldeas, nas voces de nenos e de maiores… tamén asoma na literatura, no cine e na televisión.

Galicia mestura paisaxe de costa e de interior, marítimo e rural, é de xeografía de sube e baixas mareante, de montes, vales, depresións como a de Ourense, de límites naturais como Os Ancares e O Caurel, regada por numerosos ríos, sendo o de maior kilometraxe o Miño, que lévase a fama, mentras o dito continúa e di que o Sil, que nace na provincia de León, leva a agua. Ata fai apenas setenta anos, como moito, en Galicia a terra e o mar eran os medios de vida, había minufundio, caciquismo, conserveras, unha industria cuxa orixe remóntase ao XIX e a emprendedores cataláns, bosques —algúns equivocadamente repoblados con eucaliptos, especie foránea de veloz medrar e de non menor velocidad de combustión—, montes, máis ríos, rápidos e pequenos, perfectos para os saltos de agua, aislamiento, esquecemento, marxinalidade, á que foi condeada polo centralismo, emigración, máis realidades e as mesmas lendas, aínda adaptándose aos novos tempos e aos novos contistas, entre eles dous imprescindibles: Rafael Dieste e Álvaro Cunqueiro. O primeiro foi un dos centos de miles que cruzaron o Atlántico, pois quedaba máis a man que o Pacífico o o Índico, para chegar a América. Algúns, a maioría, tiveron que partir obrigados polas necesidades económicas, outros, supoño que os menos, por afán de aventura, e non poucos para fuxir das represalias da dictadura franquista que se impoñía trala guerra civil (1936-1939). Dieste foi destos últimos, tamén Castelao, dous rianxeiros que chegaron a Buenos Aires, unha cidade a miudo ambigua cos galegos, pois se ben os acolleu, nunca recoñeceu a importancia que estos tiveron no seu desenvolvemento; máis ben, os galegos convertíronse en centro de burlas, sendo moitos dos burladores descendentes dos burlados. Pero os destinos da emigración foron do máis diverso, pois non só Arxentina abriu as súas portas, tamén o fixeron Venezuela, México ou Cuba. Máis adiante chegaría a migración a países europeos como Suiza, Reino Unido ou Alemania…

O escrito arriba só é un breve e impreciso percorrido pola historia da terra que os romanos chamaron Gallaecia, onde descubriron un dos seus finisterrae, aínda que, en realidade, o cabo Fisterra non sexa o punto xeográfico máis occidental de Galicia nin da península, tal honra recae no cabo Touriñán; pero na tradición permañece e o fin do mundo, a onde algúns peregrinos acércanse, é Fisterra. Alí, tamén en Touriñán e noutros cabos atlánticos, como poída ser o portugués de San Vicente, unha posta de sol ben merece retrasar o regreso aos fogares…

Una idea breve e imprecisa de Galicia

Si pretendiese hacerme una idea breve e imprecisa de Galicia, aunque poética, humana e histórica, acudiría al terreno, aunque en mi caso ya lo estoy, o a los numerosos libros que hablan sobre esta hermosa tierra ubicada en el noroeste de la península Ibérica; o, como mínimo, dudaría de algunos comentarios que corren por la redes sociales y acudiría a fuentes más fiables y elaboradas, pues en dichas líneas noto la intención de condicionar apelando a la sensiblería y al mito, pero a uno que se expone al servicio de la finalidad de los autores y no a las leyendas y supersticiones gallegas. Lo que leo, detrás de cada uno de esos textos, es la intención de captar la atención para lograr seguidores y acumular “me gusta”. Pero ¿y que hay de acercar Galicia, su realidad, su historia, sus mitos, sus gentes, tan dispares como en otros lugares, con lazos comunes como pueda ser su propia historia y sus cuentos, los que tantos ya ignoran? Lo que sigue solo es un intento de recorrer, en el menor espacio posible, para mayor amplitud ya tengo un libro, algunos de esos aspectos que suelen confundirse adrede o por ignorancia, como ese que asegura y presume de las raíces celtas de Galicia. En este punto, se olvidan que nunca han sido probadas, solo cantadas y exaltadas a partir del nacionalismo decimonónico propulsado por Faraldo, Rosalía, Aguirre, Murguía y más precursores del Rexurdimento —más adelante, ya en el XX, también por autores como Otero Pedrayo— que encontraría en Curros y Pondal dos puntas de lanza que unirse a la poetisa de Follas Novas, su mejor obra en lengua gallega, y Cantares Gallegos, el título que inicia y reivindica literariamente la identidad gallega moderna...

Geográficamente, Galicia presume de una costa tan variada que hay prácticamente todo tipo de paisaje, desde los acantilados da Capelada (en Cedeira), los más altos de la fachada atlántica europea, a la rasa lucense, que nos hermana con la costa de Asturias, pasando por la desembocadura del Xallas, que cae al mar formando una cascada única en Europa, aunque el auge hidroeléctrico de la década de 1960 quiso impedírselo, por las dunas de Corrubedo que en la niñez nos servían de lugar de juego, por tanto entrante y saliente costero que nos deparan kilómetros y kilómetros de playas que se acumulan fuera y dentro de las rías Baixas, Medias y Altas, siendo la más extensa la de Arousa, en la provincia de Pontevedra. En esta ría desemboca el Ulla y por este río, cuenta la tradición xacobea, los discípulos de Santiago trajeron su cuerpo tierra adentro, tras el viaje marítimo desde Jaiffa, en Palestina, atravesando el Mediterráneo. Fue un recorrido imaginario por un mar que nos queda lejano. El que baña Galicia es el océano Atlántico, pero, al contrario que sucede en el Caribe o en las Canarias, aquí el agua atlántica nos llega fría, aunque no tanto que impida el chapuzón. Tampoco da miedo, aunque, en ocasiones, se haya cobrado vidas y deparado el dolor y el llando de un pueblo costero. Nosotros no lo tememos porque lo conocemos, lo amamos por lo que nos da y no lo odiamos por lo que nos quita. Solo los locos, los inconscientes o los suicidas lo desafiarían cuando ruge en la costa de mar abierto. El de la rías es de aguas tranquilas. En todo caso, dentro o fuera, fluye la vida marina y humana, a pesar de los excesos que a veces cometemos con nuestros tesoros naturales, que, en realidad, no son nuestros, pues, por edad y espacio, porque ya estaban antes y estarán después, somos nosotros quienes le pertenecemos. En un plano más personal, el trozo de costa más cercano, aquel con el que más me identifico, se extienden entre los cabos Fisterra y Roncudo, ampliando su superficie al norte hasta Malpica de Bergantiños y hacia el sur hasta Carnota. A esa franja costera la llamamos “Costa da Morte”, pero su nombre ya no significa muerte, sino que se ha convertido en una especie de orgullo vital de los distintos lugares y gentes que la conforman…

Gallegas y gallegos somos igual de fiesteros que en cualquier lugar, o eso imagino, solo que celebramos nuestras fiestas de modo distinto al diferente de otros lares. Aunque sospecho que eso era antes; ahora todo tiende a homogeneizarse. Entonces, ¿hemos perdido parte de nuestra tradición o nos la han evolucionado? Supongo que todo cambia y que todo se olvida y que lo nuevo llega para sustituir lo de ayer, incluso sin que algunos, sobre todo las nuevas generaciones, sepan que algo haya cambiado. Esto ni es triste ni alegre, solo forma parte de ese devenir histórico no escrito. Mas si lo pienso, quizá en el fondo no haya cambiado tanto, pues todo gira alrededor de la vida y de la muerte: la una se celebra con romerías, fiestas y cotidianidad, y la otra se asume malamente con entierros, dolor y llanto.

Nuestra historia está plagada de distintos estratos, fruto del contacto de las diferentes civilizaciones y pueblos que nos visitaron y se quedaron; desde los prerromanos, como los castrexos, hasta los germanos, los suevos fundaron aquí su reino, con capital en Braga; entremedias el amplio dominio de los romanos. En la Alta Edad Media, Galicia se abre al Camino que recorre por el norte, de este a oeste, la península Ibérica, desde los Pirineos (y allende) hasta la tumba que Teodomiro, el obispo de Iria Flavia (si no me equivoco, la única sede episcopal en territorio cristiano, cuando se halla la tumba en Compostela, el resto, Mérida, Ossonoba, Toledo,… se encontraban en zona andalusí), la poderosa orden monacal francesa de Cluny y el monarca astur Alfonso II, el Casto, quisieron apostólica en Santiago de Compostela.

Galicia nunca fue castellana, ya era antes de que naciera Castilla, aunque sus reyes y reinas quisieron dominarla y la anexionaron a su reino; claro que, debido a la terquedad de nuestro silencio, no pudieron hacer más que olvidarla, o tal vez asfixiarla o arrinconarla, en los siglos que llamamos Oscuros y en otros que se suponen más claros. Antes de formarse la España actual, el topónimo tenía un significado de diversidad de pueblos y reinos, cristianos y musulmanes, mozárabes y mudéjares, el de Galicia fue reino, con capital en Santiago, en cuya catedral el Arzobispo Gelmírez coronó al niño Alfonso Raimúndez rey gallego, posteriormente el joven monarca preferiría lucir la corona de León con el nombre de Alfonso VII.

Cuando se habla de que los pueblos celtas dejaron los castros circulares se cae en un error común, puede que fruto de la pasión celtista o de un celtismo que oscurece la figura de los castrexos, que fueron sus constructores y no los celtas, que tampoco aportaron ni ritos ni gaitas, que aquí suenan distintas a las que soplan en Escocía o en Irlanda. No hace tanto, en Galicia las supersticiones y la realidad se fundían para crear leyendas, cuentos, lubisomes, sacaúntos, meigas, santa compaña, trasnos, bruxas, mouros e mouras. Pero, entre el mito y la realidad, mucho antes se formó una identidad que encuentra una de sus piedras angulares en el idioma gallego, una lengua que asoma por el siglo XI y que, debido a la independencia del condado portugués, dará origen al gallego y al portugués actuales; por lo que se puede decir que el galaico-portugués sería la madre de ambos idiomas. Digo madre porque en Portugal, antes de ser reino (el que abarcaba su zona norte, puesto que el resto era territorio musulmán) y también tiempo después de la coronación de Afonso Henriques, se hablaba este idioma que derivó del latín, el mismo se hablaba en Galicia, que ya había sido reino independiente con García (incluso con anterioridad a este), eran en el siglo XI los dos condados en los que Alfonso VI dividió la antigua Gallaecia romana. Galicia se la entregó a Urraca y Portugal a Teresa, la hija ilegítima que casó con Enrique de Borgoña, el primo de Raimundo, a quien el VI enlazaría con la legítima. Entre tanto enlace, Teresa y Enrique debían vasallaje al condado gobernado por Urraca y Raimundo de Borgoña; aparte, la Iglesia Bracarense se sentía en un plano de inferioridad respecto a la Compostelana, que le había quitado protagonismo (y también cierto número de reliquias que, posteriormente, les serían devueltas), y las rivalidades no tardaron en actuar y definir el futuro, ya pasado, ya historia…

El galaicoportugués fue idioma de los trovadores medievales peninsulares, también el escogido por Alfonso X el Sabio para su poesía. En la Edad Media brillaron los Meendiño, Airas Nunes o Martín Códax, era tempo de cancioneiros, de cantigas de amor, de amigo, de escarnio e maldicir. Luego, con la subida al poder de los Trastámara, casa-título que nace en Galicia, “tras del Trambre”, el idioma fue silenciado durante lo que dimos en llamar Séculos Escuros. Si el idioma sobrevivió, recuerda Castelao, fue gracias a las personas, al pueblo, a las gentes de los campos y de los pueblos costeros como su Rianxo natal. La misma Rosalía lo aprendería en la parroquia de Ortoño, de niña, donde pasaría varios años antes de regresar a Santiago junto a su madre. Hoy, espero que por mucho tiempo, el gallego se escucha en (en igualdad de condiciones al castellano) las rúas y plazas de ciudades y pueblos, en las aldeas, en las voces de niños y de mayores… y también asoma en literatura, cine y televisión.

Galicia mezcla paisaje de costa y de interior, marítimo y rural, es de geografía de sube y bajas mareante, de montes, valles, depresiones como la de Ourense, de límites naturales como Os Ancares e O Caurel, regada por numerosos ríos, siendo el de mayor kilometraje el Miño, que se lleva la fama, mientras el dicho continúa y dice que el Sil, que nace en la provincia de León, lleva el agua. Hasta hace apenas setenta años, como mucho, en Galicia la tierra y el mar eran los medios de vida, había minufundio, caciquismo, conserveras, una industria cuyo origen se remonta al XIX y a emprendedores catalanes, bosques —algunos equivocadamente repoblados con eucaliptos, especie de veloz crecimiento y de no menor velocidad de combustión—, montes, más ríos, rápidos y pequeños, perfectos para los saltos de agua, aislamiento, olvido, marginalidad a la que fue condenada por el centralismo, emigración, más realidades y las mismas leyendas, aunque adaptándose a los nuevos tiempos y a los nuevos cuentistas, entre ellos dos imprescindibles: Rafael Dieste y Álvaro Cunqueiro. El primero fue uno de los cientos de miles que cruzaron el Atlántico, pues les quedaba más a mano que el Pacífico o el Índico, para llegar a América. Algunos, la mayoría, tuvieron que partir obligados por las necesidades económicas, otros, supongo que los menos, por afán de aventura, y no pocos para huir de las represalias de la dictadura franquista que se imponía tras la guerra civil (1936-1939). Dieste fue de estos últimos, también Castelao, dos rianxeiros que llegaron a Buenos Aires, una ciudad a menudo ambigua con los gallegos, pues si bien los acogió, nunca reconoció la importancia que estos tuvieron en su desarrollo; más bien, los gallegos se convirtieron en centro de burlas, siendo muchos de los burladores descendientes de los burlados. Pero los destinos de la emigración fueron de lo más diverso, pues no solo Argentina le abrió sus puertas, también lo hicieron Venezuela, México o Cuba. Más adelante llegaría la migración a países europeos como Suiza, Reino Unido o Alemania…

Lo escrito arriba solo es un breve e impreciso recorrido por la historia de la tierra que los romanos llamaron Gallaecia, donde descubrieron uno de sus finisterrae, aunque, en realidad, el cabo Fisterra no sea el punto geográfico más occidental de Galicia ni de la península, tal honor recae en el cabo Touriñán; pero la tradición ha permanecido y el fin del mundo, adonde algunos peregrinos se acercan, es Fisterra. Allí, también en Touriñán y en otros cabos atlánticos, como pueda ser el portugués de San Vicente, una puesta de sol bien merece el retrasar el regreso a los hogares…