sábado, 12 de julio de 2025
Fronte a Bonaval
viernes, 11 de julio de 2025
Javier María y su Travesía del horizonte
Como tantas obras tempranas, Travesía del horizonte, escrita entre julio de 1971 y septiembre de 1972, cuando Javier Marías vivía sus primeros veinte años, es al tiempo ambiciosa y superficial, ya que no voy a decir que fallida, puesto que no descartó que el fallo que encuentro en ella y el desinterés que me genera lo sea de mi lectura y de mi interpretación, que la encuentra aburrida y llena de estereotipos. Aunque ni la ambición (necesaria para un creador) ni la superficialidad del relato y de sus pobladores —de la que ya no quedaría rastro en Corazón tan blanco, publicada dos décadas después— restan al espacio creativo y narrativo del escritor, que reúne influencias juveniles, tal vez para imitarlas, superarlas o madurarlas, en busca de su propia voz. El resultado se ofrece al lector en forma de novela dentro de una novela, la cual, a su vez, contiene otros relatos, como sería la carta en la que Esmond Handl le cuenta a su amigo Víctor Arledge lo que Bayham dijo sobre su secuestro. Esta concentración de historias, que a nosotros los lectores nos relata un hombre que acude a la lectura del manuscrito, permite a Marias introducir, parodiar y homenajear estilos tan reconocibles en la literatura de aventuras como puedan serlo el de Joseph Conrad, cuyos personajes parecían estar más vivos y en posesión de una vida interior de la que carecen los de Marias en esta novela, o el detectivesco de Arthur Conan Doyle, que asoman prácticamente desde el inicio; e incluso el de Robert Louis Stevenson sobrevuela ese horizonte que complementa la travesía para hacerla inalcanzable. La influencia de Conrad cobra mayor presencia cuando la lectura del manuscrito describa el viaje marítimo, la expedición del Tallahasse a la Antártida que sirve de excusa para poner en marcha el juego propuesto por el escritor, aunque no se detenga en la vida marinera, tan del interés del autor británico-polaco. Del creador de Sherlock Holmes asume la superficialidad psicológica de los personajes, aparte del recurso de introducir historias dentro de la historia del narrador, a quien inicialmente no le interesa ni la lectura del manuscrito ni el misterio que parece encerrar; lo cual puedo entender perfectamente…
jueves, 10 de julio de 2025
Azaña y El jardín de los frailes
El devenir histórico lo aupó a lo más alto de la historia de España, no por su vocación literaria ni siquiera por la política, ni por su sobrada y reconocida oratoria. Fueron los hechos que se sucedieron contra su voluntad los que situaron a Manuel Azaña en el centro de la historia española y de la tormenta que iba a sacudirla durante los años en los que fue hombre público y máxima figura del republicanismo hispano. Político, burgués, ateneista, escritor, Azaña, como apuntan sus Diarios, El jardín de los frailes o La velada de Benicarló, era un tipo reflexivo, inteligente, culto, de aspiraciones literarias, también políticas, claro, que habría sido un excelente presidente para una república burguesa —como dijo de él Claudio Sánchez Albornoz—, una como la francesa. Pero España no era ni es Francia, ni esta aquella, ni la Segunda República (1931-1939) era la Tercera francesa (1870-1940), a pesar de que guardasen ciertas similitudes, aunque ya solo fuese la de compartir y sufrir el auge de los totalitarismos que pondrían fin a ambas; sin olvidar las responsabilidades propias de ambos sistemas, porque conviene recordar y reflexionar los errores propios, acostumbrados como estamos a solo señalar y criticar los ajenos. Así, olvidando lo nuestro y criticando lo del resto, solo mal hacemos medio trabajo, y la posibilidad de mejora se reduce a la mitad, cuando no a cero. La diferencia, una entre tantas, pero fundamental, se percibía en que la francesa se había consolidado mientras que la española todavía era inmadura y se encontraba amenazada desde su nacimiento aquel 14 de abril de 1931. Cuando Azaña escribe El jardín de los frailes nada sabe de esto. Todavía es tiempo de Alfonso XIII y de Miguel Primo de Rivera. El país vive en la dictadura, que muchos comprenderán blanda cuando llegue la franquista, la que puso fin a la República de la que el escritor llegó a ser presidente en 1936. Con anterioridad, durante el primer tramo republicano, había presidido el Consejo de Ministros del Gobierno; era la esperanza reformista, la que traería consigo soluciones para el apremiante problema agrario y cambios en la educación, que la Constitución de 1931 había hecho laica, y en el Ministerio de Guerra, cambios que no hicieron más que cabrear a quienes ya estaban molestos, que serían aquellos grupos que, anarquistas aparte, a pesar de sus diferencias se unieron en la reacción que depararía un enemigo mortal para la República.
Hombre de palabra y reflexión, más que de acción, mejor ensayista que novelista y que narrador, de lenguaje y estilo muy rebuscados y trabajados para que ambos suenen cultos, Azaña habla en esta obra autobiográfica e intimista, escrita en 1926, de su etapa de estudiante, interno, en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Fue un periodo que mira con ojo crítico, no hay nostalgia ni idealización. Se aleja de cualquier sentimentalismo y abraza o cae en una narrativa cerebral no exenta de cierta pedantería literaria. <<No tengo por qué alabar la sociedad del colegio. El fastidio de tantas horas vacías devorado en común…>>, dice en el párrafo que sigue al que inicia con <<Hay que ser bárbaro para complacerse en la camaradería estudiantil>>. Lo que expone en estos y tantos otros párrafos son pensamientos, reflexiones, opiniones, sentimientos y experiencias que delatan su rechazo a ese sistema educativo en manos religiosas que no cuenta con el alumno, salvo como mente que uniformar y donde meter conocimientos, pero, como apunto en un capítulo de Rincones sin esquinas, sin mejora, din capacidad de asimilar y de rechazar, sin evolución, sin abrir las mentes al caminar el aprendizaje propio, ese conocimiento no implica avance. Azaña era diferente a la mayoría de sus compañeros. Resalta más allá de que yo lo diga en estas líneas; cualquiera que lo lea llegará a la misma conclusión. Y esa diferencia que ya se marca en ese periodo juvenil, también se observará más adelante. Para él, ni su niñez ni su pasado adolescente son paraísos perdidos, tan solo pasos obligados hacia la liberación que será el ser adulto e iniciar una educación que libere, no que atrape y reduzca las mentes. Pensando en algunas partes de su libro, me digo que puede que Azaña hubiese preferido nacer adulto, pero reflexionando sobre ello concluyó con un “lo dudo”, puesto que su meta era madurar y construir. Solo que, como intelectual y político, no pudo ni supo llevar sus ideas a la práctica, no tuvo tiempo, ni había contado con los numerosos obstáculos de una realidad entre “dos fuegos”…
martes, 8 de julio de 2025
Josefina Aldecoa e Historia de una maestra
Tras la riqueza literaria de la que España disfrutó durante el reinado de Alfonso XIII, incluida la dictadura de Primo de Rivera, y la Segunda República, llegó un periodo de silencio, de exilio exterior e interior, que también se asentó en las Letras. Fueron años de penumbra, de represión y de represalias, de autarquía, de temor, de bocas cerradas, de cerebros sin cultivar y de estómagos más hambrientos que en las etapas anteriores. Fue una posguerra dura y larga, de hambruna, de tiempos enlutados y oscuros, de mutismo que afectaba a la literatura, pues, con miedo y sin libertad expresiva, las mentes creativas y críticas poco podían hacer al enfrentarse a un folio en blanco. ¿De qué escribir? ¿Sobre qué, si la censura vigilaba y amenazaba, para velar por los intereses del régimen que se impuso tras la guerra civil? De los veteranos que permanecieron en España no se podía esperar una renovación grupal o un cara a cara con la realidad del país, solo veteranas islas literarias o adeptos al régimen. Incluso entre los jóvenes que se lanzaron a la aventura de escribir no había una intención de mirar la realidad, salvo desde la excepción y la mirada introspectiva. Alguien como Carmen Laforet vio claro sobre qué en su intimista Nada (1944), Miguel Delibes transitó su propio camino en La sombra del ciprés es alargada (1947) o Ana María Matute hizo lo propio en Los Abel (1948), autoras y obras clave en el resurgir literario que se confirmaría en la segunda mitad de la década de 1950, cuando, en 1955, España es aceptada en la ONU, gracias al apoyo interesado estadounidense. A partir de ese momento, que explica en parte la “relajación” de la dictadura, se observa la mejora en la narrativa que tiene como protagonistas a varios autores cuyas novelas, muchas de las cuales asumían un realismo hasta entonces ausente en la literatura producida en los años de dictadura, cambiaron el panorama narrativo español. Fue el momento de Jesús Fernández Santos y Los bravos (1954), de Rafael Sánchez Ferlosio y El Jarama (1955), de Carmen Martín Gaite y Entre visillos (1957) o de Ignacio Aldecoa y El fulgor y la sangre (1954)… La realidad literaria apuntaba un despertar del letargo en el que habían caído las letras durante el primer periodo franquista. Entre aquellos nuevos valores literarios se encontraba Josefina Rodríguez Álvarez, conocida como Josefina Aldecoa, apellido de su marido Ignacio, fallecido en 1969, autor de las notables Gran Sol (1958) y Con el viento solano (1961). Por su parte, Josefina no publicó de manera continuada hasta la década de 1980, aunque, con anterioridad, ya había escrito El arte del niño (1960) y A ninguna parte (1961).
<<La historia es ficticia pero todo lo que sucede en ella es real>>, dice la autora, <<es testimonio histórico que sirve además para conocer las durísimas condiciones de trabajo de los maestros rurales y el papel tan importante que desempeñaron haciendo gala de una constante muestra de vocación.>>, escribe en 2005, quince años después de la primera edición de Historia de una maestra. En 1990, Josefina Aldecoa publicaba esta novela que rendía homenaje a su madre y a los maestros de la República, <<a su esfuerzo y dedicación en unos momentos de nuestra historia en los que su sacrificio estaba justificado por la necesidad que recibieron>>, e impulsados por la ilusión y la esperanza de alcanzar una mejora social a partir de la educación y el aprendizaje. La autora habla de vocación, de una lucha heroica de la que Gabriela, Ezequiel y tantos docentes en la realidad no esperaban sacar nada para sí, salvo la satisfacción de cumplir su cometido, para la protagonista su sueño de <<educarlos para que sean libres, para que sepan elegir por sí mismos cuando sean adultos.>> Heroica porque su día a día consistía en superar obstáculos físicos, el espacio escolar, personales, sus dudas, sus temores, su propia carestía, pues el sueldo era irrisorio, morales y sociales: el desprestigio de su oficio y la oposición nacida de la ignorancia o de los intereses contrarios… El dicho “pasas más hambre que un maestro” recorre las páginas de Historia de una maestra, aunque más el hambre de las gentes de los pueblos donde Gabriela y Ezequiel ejercen su magisterio. Hambre de alimentos, hambre de mejora. Como ella misma apunta, fue la primera novela de una trilogía no premeditada: <<Después vivieron Mujeres de Negro y La fuerza del destino, las otras novelas que completan la trilogía y que, lejos de formar parte de un plan preestablecido, fueron surgiendo poco a poco, gracias al aliento de la gente que me animaba a seguro con esa historia.>> Pero más que de ese ánimo, se trataba de que todavía tenía que contar sobre Gabriela, su hija Juana y el devenir histórico que, indudablemente, les afecta: <<Y también porque me pareció justo permitir a la madre e hija que protagonizan la novela seguir con sus vidas sobre el telón de fondo de los cambios que fue experimentando España a lo largo del siglo XX.>>
Narrada en primera persona, en tiempo pasado, como unas memorias, la narradora de Historia de una maestra recuerda su sueño, su comienzo y su conclusión. El resultado depara una lectura cómoda, no por su narración lineal y previsible, sino por el uso del párrafo corto y de una escritura sencilla y cuidada que divide en las tres partes arriba aludidas. Son la suma de sus pasos por el precario sistema educativo, también sus experiencias vitales, aquellas que vive en una aldea de montaña, en la isla Fernando Poo (Guinea Ecuatorial) o en el pueblo donde vive sus matrimonio y el nacimiento de su hija, el 14 de abril de 1931, el mismo día del advenimiento de la Segunda República, a la que ella y su marido Ezequiel se adhieren de inmediato porque aviva la esperanza, para ellos la posibilidad por la que luchan a diario: la mejora educativa que libere las mentes del miedo y de la ignorancia, que posibilite las mejoras sociales que tanto precisa un país anclado en la miseria y con una tasa de analfabetismo que supera el treinta por ciento. Era el tiempo de las Misiones Pedagógicas puestas en marcha por Manuel B. Cossio, uno de los discípulos aventajados de Francisco Giner de los Ríos, el célebre impulsor de la Institución Libre de Enseñanza… Mas esas Misiones no eran la cotidianidad, sino la excepción y, por tanto, más allá del gesto, tan efímero como extraordinario —llegaban a los pueblos en sus medios de transportes, con sus bártulos y su afán de regalar cultura, y rompían la monotonía local durante un par de días—, se necesitaba establecer mejoras educativas, sin embargo, en el rural la reforma era más compleja y difícil de llevar a cabo.
sábado, 5 de julio de 2025
Rincones sin esquinas: 50 y 1
Durante ese medio siglo, me busqué, me encontré, me perdí y me reencontré para seguir buscándome y perdiéndome. En los dos momentos (y en las diferentes etapas que los compusieron) hice más lo que quise que lo que pude porque ese querer obedecía a mi intención de ser de mi pertenencia, aunque esta me alejase de cualquier grupo, organización o sistema que restringiese el ser o lo negase. Me importaba y me importa bien poco la aceptación grupal, más si cabe cuando se exige sumisión a la apariencia, a la moda y a sus normas impuestas, de las que nadie te explica (sin pensar que seas idiota y que tragarás lo que te cuenten) su porqué y su para qué. Me importaba e importa mi propia aceptación, que para algo soy quien más tiempo me aguanta, convencido de que cualquier grupo funciona saludable cuando cada miembro que lo compone es y permite a los restantes ser, estableciendo colaboración y tolerancia mutuas, fruto del respeto y de la generosidad —la que no se pregona ni de la que se presume, la que suele pasar desapercibida porque resulta natural a algunas personas, a quienes otras toman por tontas porque la practican sin esperar un aplauso o un monumento—, lo cual, vista la historia de la humanidad, no deja de ser una utopía o, dependiendo de quién, el humo que se intenta vender para obtener fines que no se corresponden con la supuesta meta. Aunque no por utópica, habría que dejar de caminar hacia ella, puesto que su imposibilidad —al igual que un sueño, una utopía es un ideal sin posibilidad de materializarse, salvo en esbozo irreconocible— no impide que pueda darse una mejora constante.
Soy consciente de haber podido hacer mucho más, dentro de lo poco que se nos permite hacer, pero queda claro que ese más no era lo que mi mente me pedía, consciente de que si no pensaba y elegía, me restaría ya no libertad, en la que no creo como la definen los libros de leyes y de texto, sino el ser entre esos dos extremos vitales a los que nadie escapa. Fueron cincuenta años en los que mi pensamiento evolucionaba y su desarrollo me ha conducido al punto donde ahora me encuentro, pero en el que ya no estaré mañana, o eso espero, porque la inquietud y la curiosidad me obligan a estar en continuo movimiento, aun con mi cuerpo en reposo… Dicho esto, aquí dejo el enlace de Rincones sin esquinas, mi antepenúltima querencia literaria y mi último libro publicado hasta la fecha, en el que evoco, transito ajeno a la linealidad temporal y fantaseo memoria urbana, personal y cultural, por si alguien quiere disfrutar este verano de una lectura que seguro encontrará diferente...
Rincones sin esquinas, en Amazon: https://www.amazon.es/dp/B0DW4D4MRP?ref_=pe_93986420_774957520
jueves, 3 de julio de 2025
Suso de Toro e Tic-Tac
martes, 1 de julio de 2025
Mussolini habla (1933)
Antes de que Leni Riefenstahl realizase su documental El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934), título que toma los sustantivos “triunfo” (triumph) y “voluntad” (willens) para darles un carácter plenamente nazi, de marcialidad, uniformidad y fanatismo —en sus imágenes se celebra y vitorea el “triunfo” de la irracionalidad y la “voluntad” del megalómano idolatrado por los miles de uniformados que llenan el recinto de Núremberg—, otro film sonoro, producido por la Columbia Pictures de Harry Cohn, montado por su hermano Jack, narrado por el periodista Lowell Thomas, quien había hecho famoso a T. E. Lawrence durante la Primera Guerra Mundial, y dirigido por el austrohúngaro Edgar G. Ulmer, cuyo nombre no asoma en los créditos, alardeaba, homenajeaba y daba voz cinematográfica a la figura de otro dictador: el fascista Benito Mussolini. Este documental, que contó con el beneplácito del líder italiano, venía a conmemorar el décimo aniversario de la “Marcha sobre Roma” de 1922 y se estrenó en Italia, y he de suponer que en Alemania, por la época en la que se producía el auge del partido nazi, que alcanzaría el poder en 1933. Me tienta el decir que la gestualidad del dictador italiano y las imágenes de Mussolini habla (Mussolini Speaks!, 1933) influirían en la realización de la directora alemana cuando, junto al arquitecto y ministro nazi Albert Speer, inició el megalómano proyecto sobre Hitler, autócrata de compostura y retórica más febriles que las de Mussolini, y el congreso nacionalsocialista celebrado en Núremberg en 1934, cuyo acabado daría la vuelta al mundo y sería aplaudido por su aspecto formal; y tanto en la Alemania nacionalsocialista como en otros lares, también por el ideológico… Así andaban las cosas en 1933 y 1934, con el auge fascista en distintos puntos del planeta y el miedo al comunismo soviético (otro totalitarismo de mucho cuidado) por parte de las potencias democráticas y capitalistas, sobre todo Reino Unido, Francia y Estados Unidos, e irían de mal en peor, elevando y dando rienda suelta a ídolos peligrosos, en un mundo idiotizado, entre el fanatismo y la estupidez que caracteriza a la especie, aunque, en nuestro narcisismo, presumamos inteligencia.
Esta película documental y propagandística puede ser la aludida por Victor Klemplerer en su ensayo LTI, sobre el lenguaje del Tercer Reich, al que por fortuna pudo sobrevivir, cuando cuenta que en octubre de 1932 vio la película “Diez años de fascismo” —que supongo la de Ulmer, porque, a pesar de haber buscado, no localizo otra que responda a la descripción que sigue— y comenta que <<por primera vez veo y oigo hablar al Duce. La película es un logro artístico. Mussolini habla desde el balcón del palacio de Nápoles a la multitud; tomas de masa y primeros planos del orador, las palabras de Mussolini y los sonidos de respuesta de los interpelados. Se ve como el Duce se infla literalmente para pronunciar cada frase, como frena el impulso un momento para crear luego una expresión facial y corporal de suma energía y tensión, se oye la entonación ritual, eclesiástica de sermón apasionado, donde siempre suelta solo frases breves a las que todos reaccionan afectivamente, sin realizar ningún esfuerzo intelectual, aunque no entiendan el sentido o, mejor dicho, precisamente cuando no lo entienden.>> Esa teatralidad y gestualidad de Mussolini, ambas preparadas y ensayadas, así como los saludos y la ausencia de esfuerzo intelectual por parte de la masa, han sido emuladas hasta la saciedad y hasta la actualidad, lo que viene a corroborar lo poco que hemos pensado en ello y, por tanto, en su significado, en cómo nos afecta y nos manipulan como individuos y como sociedad…
domingo, 29 de junio de 2025
La mano en la trampa (1960)
Como parte del régimen de coproducción en el que rodó La mano en la trampa (1961), Leopoldo Torre Nilsson contó con el actor español Francisco Rabal, quien, de ese modo, se unía a un reparto encabezado por Elsa Daniel y Leonardo Favio, que no tardaría en debutar en la dirección con el cortometraje El señor Fernández (1958). Sin duda, se trata de uno de los grandes films de Torre Nilsson, <<un hombre leído, de gran cultura>> —recordaba Rabal en sus memorias, tituladas Si yo te contara—, por lo que hubo quien vio en el a un cineasta literario, más interesado en el texto que en el aspecto que cobra en la pantalla. Lo cual tampoco es cierto, ya que el cine es audiovisual y, si bien los diálogos aportan en ocasiones, no sustituye a la atmósfera creada por Torre Nilsson para ubicar su trama en un espacio físico y psicológico acotado, enrarecido.
La mano en la trampa es de sus mejores largometrajes y una de las grandes películas del cine argentino, en la que Torre Nilsson continuaba el camino iniciado en Graciela (1956), la adaptación de la novela de Carmen Laforet “Nada”, en la que había contado con la colaboración en el guion de Beatriz Guido, <<una mujer de una inteligencia privilegiada […], de una simpatía grande>> (Rabal). Por entonces, la escritora estaba casada con el cineasta —habían contraído matrimonio en 1951—, quien, en esta coproducción hispano-argentina, adaptaba a la pantalla la novela homónima de la propia Guido y lograba una película que, siguiendo la senda transitada con anterioridad, evoluciona los temas y el estilo del cine de Torre Nilsson de aquellos años que depararon su mejor periodo cinematográfico… Con influencias de Buñuel y del Hitchcock de Rebeca (1940), Torre Nilsson enrarece el ambiente, por momentos misterioso y claustrofóbico, para conceder el protagonismo a una adolescente confundida, ya no solo por el entorno y sus extraños personajes, sino por su pertenencia de clase (burguesa) y su educación católica, en extremo represiva y opresiva, que inculca la culpa incluso antes de cometer la acción por la cual sentir culpabilidad…
viernes, 27 de junio de 2025
La tercera generación (1979)
miércoles, 25 de junio de 2025
Madurez en pañales
Nunca me pregunto nada porque carezco de crítica y de más inquietudes que la curiosidad por esos colores que me llaman, por las texturas que me llevo a la boca, con los pies y las manos, y por los ruidos que no me dejan dormir. Que pesados se ponen esos dos gigantes cuando me achuchan, babosean y me hablan con voz de pito. No sé qué quieren de mí; ni yo de ellos, salvo que me atiendan cuando quiera. Están ahí desde siempre, pero tampoco voy a gastar mi tiempo despierto en pensar qué significa siempre o que esa pareja que me encima se encuentre ahí por mí y para ella. Me gusta disfrutar mi mundo de sensaciones. Claro que lo mejor de todo es babear. La saliva no me refresca, aunque moja, y me divierte ver las babas resbalando de mis labios y manchándome la ropita que otros me eligen, pues todavía no tengo edad para decidir ni pensar por mí mismo. Ni siquiera puedo sentir que voy a vivir para siempre, tal como hacen los grandullones, incluyo a los que me atosigan cuando les parece y que, sin éxito, simulan olvidarse de mí cuando les llamo con mis llantos. A veces les dedico un silencio para comprobar sus reacciones y si les veo acudir, pataleo y sonrío como si no hubiera mañana. Ya tendré tiempo para reflexionar sobre el tiempo y para conocerme y exclamar quién diablos es ese desconocido que llevo dentro. Vivo estos días de descubrimiento, de impacto, de dolor a ratos y de risas fáciles e inexplicables, como jornadas de imágenes que todavía no logro discernir con claridad entre la luz y la oscuridad que veo cada vez que abro y cierro los ojos. Inmóvil, camino claroscuros. Ahí están a diario, me acompañan durante la brevedad que no logro precisar su principio ni su fin…
Se está tan protegido y a gusto aquí, entre las sábanas, los barrotes de madera y las cremitas hidratantes que los titanes me extienden cada dos por tres mientras me castigan con sobredosis de cursilería. Prefiero huir de mí mismo, hacer caca y pis en los pañales y aparcar cualquier otra realidad maloliente para días de mayores. Dejo para otros las cuestiones existenciales y las más comunes las paso por alto, incluso las triviales no las digiero porque aún no me conducen a interrogantes como qué tal día hará hoy, cuando ya se ve por la ventana el día que hace, o cómo alguien ajeno al guion de una película sabe que está bien escrito, sencillamente por lo que ve en la pantalla. Como nada me pregunto, nada busco. Me anclo en la aparente inmovilidad de los nueve meses de edad, cuando la escritura no es ni una idea por venir, puesto que todavía carezco de la habilidad que aúna la imagen y la palabra, una habilidad de la que los grandes presumen, pero que no muestran cuando se acercan y dicen algo que me suena a purrupurrupurrru. Aún ignoro que el audiovisual, lo que veo y escucho, difiere en expresión y lenguaje de lo que imagino, también de la lengua escrita, ya no digamos de la literaria. Supongo que algún día comprenderé lo que los demás dan por hecho y que “todo” será sencillo o complicado, porque “todo” tendrá el sentido adulto del que carecemos los bebés, que no podemos valorar el resultado ni siquiera de nuestros lloros ni de nuestras risas, aunque vamos viendo que llaman la atención de los mayores. Qué tontos son, dejándose engañar, tanto o más por sí mismos que por mí y por el resto. Pero mejor así… Ahhh Se me abre la boca, los párpados pesan más que antes, ahora se cierran sin que pueda evitarlo… Se está tan cómodo y tranquilo aquí, lejos de cualquier realidad que no sea mi pequeño mundo...
martes, 24 de junio de 2025
Kurt Vonnegut y la doble lectura
lunes, 23 de junio de 2025
Séneca y los ociosos
En un momento puntual de su ensayo Sobre la brevedad de la vida, Lucio Anneo Séneca comenta que el <<ocioso es quien tiene el sentimiento de su ocio>> y que escoge entre sus amigos a los pensadores del pasado, para que le guíen en su aprendizaje, que es la vida en sí. El ensayista, natural de Córdoba, advierte que <<Nadie te devolverá los años, nadie te entregará otra vez a ti mismo. La vida seguirá por donde empezó, no revocará su curso ni lo suprimirá. No habrá ruido ni avisará de su velocidad. Fluirá en silencio. No se alargará por orden del rey ni en favor del pueblo. Correrá tal como empezó el primer día, no se desviará ni detendrá. ¿Qué sucederá? Tú estás ocupado, la vida se da prisa. Con todo, vendrá la muerte, a la que, quieras o no, hay que entregar el tiempo.>> Cierto, hay que entregárselo, aunque no pocos ya lo hayan entregado antes de morir.
Este popular pensador romano, que alcanzó notoriedad en tiempos de Calígula, Nerón y Claudio, afirma a su lector que la vida solo es breve para quienes no la viven, que son aquellos que llama ocupados. Es decir, se refiere a las personas que ocupan el tiempo de su existencia como si este no se acabase nunca. Estos ocupados solo ven su vacío cuando les alcanza la vejez o una enfermedad que los sitúa al final del camino. Entonces, comprenden que su tiempo se ha agotado sin apenas haberlo vivido, puesto que solo lo han existido sin hacerlo suyo. <<Nada hay menos propio del hombre ocupado que el vivir>>, asevera el escritor casi dos mil años antes de que esto lo descubra, por ejemplo, el protagonista de Ikiru (1952), la magistral obra de Akira Kurosawa en la que un funcionario comprende, hacia el final de su vida, cuando le detectan una enfermedad terminal, que se había olvidado de vivir. ¡Quién le diera entonces su tiempo no vivido!
<<Muy breve y trabajosa es la vida de quienes olvidan el pasado, descuidan el presente y temen el futuro. Cuando lleguen a la hora postrera, demasiado tarde comprenderán lo infelices que, en tanto tiempo como estuvieron ocupados, no hicieron nada.>> Para el autor de Fedra estos individuos tratan su tiempo como si no tuviese más valor que para derrocharlo haciendo fortuna, manteniendo disputas o entregándoselo al vino, al desenfreno, a la guerra o a cualquiera que no sea uno mismo. <<¿Cuál es entonces la causa de todo eso? Vivís como si fuerais a vivir siempre, nunca recordáis vuestra fragilidad, no observáis cuánto tiempo ha pasado ya. Lo perdéis como si dispusierais de un depósito lleno y rebosante, cuando puede que precisamente ese día dedicado a un hombre o una cosa sea el último. Teméis todo, como si fuerais mortales, y deseáis todo, como si fuerais inmortales.>>
El filósofo advierte que no se trata de entregarse al hedonismo, impensable en un pensador como él, salvo que el placer lo proporcione el propio pensar, algo que imagino que sí le generaba el reflexionar sobre la vida y la muerte —aprender a vivir y aprender a morir—, sino en el consciente de que solo entregándose al ocio, que invita y permite el conocerse, se puede hacer que el tiempo concedido sea aprovechado al máximo… <<Solo son ociosos aquellos que tienen tiempo para la sabiduría, solo ellos viven, porque no solo preservan su vida, sino que le añaden todas las demás, y todo lo acaecido antes que ellos les resulta ser una adquisición.>> Claro que, aún conforme con el pensamiento de Séneca, no puedo más que dudar de su imposibilidad de llevarlo a la práctica en esta época actual en la que se exige a las personas que sean parte de un engranaje del que apenas son conscientes, de tan ocupados en alimentar el sistema que los despersonaliza y esclaviza, en la que el ocio se confunde con el placer hedonista y en la que el aprender a vivir ha caído en desuso, puesto que ya apenas nadie piensa en que <<a vivir hay que aprender toda la vida y, lo que quizá te admire más, hay que aprender a morir toda la vida.>>
viernes, 20 de junio de 2025
Suso de Toro e Polaroid
O primeiro libro que lin de Suso de Toro non foi unha elección, senón unha imposición durante o meu primeiro curso no instituto —o mesmo centro compostelano onde el daría clase nunha época posterior a miña de estudante, máis de tute que de tomar notas, pero esa é outra historia—. Tal vez, por iso, no lle prestei atención e non volvese ler nada do autor de Polaroid ata que, pasadas máis de tres décadas, abrín Trece Badaladas, a raíz da miña decisión de escribir sobre Santiago no cine, na lenda, na historia, na literatura e na miña memoria, dándolle a forma dun camiñar literario, fantasioso, persoal e histórico en tempo presente ou ausente que titulei Rincones sin esquinas. Aquel primeiro libro o tiña esquecido nunha das estanterías cheas doutros que chegaron antes (os menos) e despóis (os máis). Ao descubrilo alí, sentinme tentado. Quen pode negar con probas na man que a tentación non é unha das grandes contradiccións e paixóns humanas? E eu, que son contradictorio, paixonal a intres e humano todo o tempo, por natureza, herdanza e inclinación, non me resisto a realidade de atoparme entre o freo e o desenfreo, o pracer e a culpabilidade... Por entón, o meu libro favorito (daquela aínda cría na predilección, hoxe só no favoritismo que non practico nin practican conmigo) era El señor de las moscas, de William Goldwyn, e o meu escritor preferido en galego, Álvaro Cunqueiro, de quen só lera Os outros feriantes” e “Xente de aquí e acolá”, en exemplares que tamén conservo e que chegaron antes. Ao mindoniense tamén fixéronmo ler, pero foi na escola, sendo máis cativo e mellor disposto aos contos e as fantasías nas que descubría un sentido do humor moi atraente para o neno que era aos doce ou trece anos. As de Cunqueiro chagáronme dentro porque o tipo divertíame e invitávame a fantasear as miñas propias historias, pero xa no instituto os meus intereses pasaron a ser outros e o meu ritmo lector sufriu un descenso; non aconteceu así co consumo de películas e de saír de troula.
O certo e que, ata hai pouco, apenas lembraba nada do texto de Polaroid, agás a idea que entón corría polo instituto, a de que a obra era rara de narices ou desfasada, é dicir, que saíase do “normal” ou que molaba porque o seu escritor semellaba “un kamikaze que emprega un estilo no que chama merda a merda e non se anda con hostias”, ou algo polo estilo dicíase. Supoño que moitos compañeiros riron sen entender. Non lembro se eu tamén, é posible, pero o dubido. Non me sorprendeu o seu uso dunha linguaxe que non me era descoñecida, pois, durante aqueles anos, era un devoto á inclinación adolescente polos tacos e polos malos hábitos, que consistían en facer todo o que nos dera a gana, pensando que o universo era noso, cando noso só era aquel pequeno mundo cun día sería dos seguintes. Outro conto era que só uns poucos puxéramos en práctica con maior ou menor éxito ese “dera a gana”. Eu o intentaba sen esforzo, con éxito? Si, pero a custo dunha morea de suspensos. A min non ma daba o ler o que un docente me impusese sen contar conmigo. Iso non entraba dentro do meu “todo” e facía canto estaba na miña man para levar a contraria. O caso ven sendo que entón fun ben parvo, e gustábame selo, e non lle prestei a atención que calquera libro que nace do ventre do seu autor merece. Pero fai uns días abrín a súas páxinas, non tan amareladas como poidera aventurar os seus máis de trinta e cinco anos de estar conmigo, dende 1988, e díxenme nótase a súa boa pasta e díxenlle a ver que instantáneas e aspectos sombríos da vida cotiá desvélasme vello compañeiro… Abrín a primeira páxina e redescubrín unha breve demostración da súa cultura, gustos e influenzas, así como a súa capacidade para crear diálogos que impactan de tanto que remiten á realidade. Ao remate da lectura, díxenlle ao meu exemplar: que cabronazo, mantesche mellor ca min ou son eu que che leva a costas? Como cho conto, nin máis nin menos, teu contido segue de bo ver. A túa colección de instantáneas literarias teñen seu aquel, tal vez o reflexo dun tipo ben singular que xa apunta ao home que escribe Parado na tormenta. En ambos casos, é un escritor desprexuizado, con gañas de escribir e falar da vida, é a vida non deixa de ser a suma de instantes que nos fixeron (e desfixeron), nos fan (e desfan) e nos farán (e desfarán) ata o final de cada camiño. En Polaroid, este escritor aguerrido chega con gañas de chámala atención. É xoven, ten talento, medra no “tardofranquismo” e ten a rebeldía por bandeira e parece dicir que “vouno facer, voume rebelar, pois é mellor facelo que mandalo”. E por que non, se rebelarse non é do peor que podemos facer?
jueves, 19 de junio de 2025
Kutuzov 1812 (1943)
Atendiendo a concretos históricos, la guerra que la propaganda soviética llamó la Gran Guerra Patria no fue en defensa de la humanidad, como tampoco lo fue la guerra napoleónica, aunque posteriormente hubo y hay quien así pregone que la Unión Soviética asumió la Segunda Guerra Mundial, tal vez por ignorancia, tal vez por interés o por falta de tiempo para reflexionar sus afirmaciones y encontrar una visión de la historia más amplia e imparcial, a la que se llegaría con la suma de las unidades o pequeñas partes de las que habla Tolstoi en Guerra y paz. No pongo en duda la entrega de los distintos pueblos que formaban las repúblicas soviéticas, cuya población se echó el conflicto a la espalda y dio su sangre para liberar su país de la ocupación germana —claro que no todos se opusieron, pues hubo minorías que se posicionaron contra Stalin y otros que, como este, vieron la guerra lejos de los campos de batalla—. Después llegaría el avance hacia Berlín, y la decisión de los tres grandes líderes aliados (Churchill, Roosevelt y Stalin) que fuesen los soviéticos quienes entrasen primero en la capital del Reich. Era el modo de reconocer el sacrificio del pueblo soviético, que no solo era ruso. Además, eso de que fue en defensa de la humanidad suena exagerado, a propaganda y a olvido. ¿O no formaban parte de la humanidad los finlandeses y los polacos a los que atacaron los soviéticos durante el pacto de no agresión con los nazis? ¿Katyn fue un invento de la propaganda occidental durante la guerra fría o los allí asesinados no eran humanos? ¿Y quienes padecían, morían o sobrevivían, en el gulag la política estalinista?
El pacto Ribbentrop-Molotov, fuese una estrategia para ganar tiempo o para evitar ser atacado, creyendo que su rival se conformaría con parte de Polonia (la otra era para Stalin), con Austria y con Checoslovaquia, que previo al Tratado de Múnich contaba con el ejército más moderno de Europa, ¿qué significaba? El pacto germano-soviético evidencia la idea que Koba, que así dieron en llamarle algunos camaradas en el pasado, tenía de “humanidad”; o sea, que era como la de cualquier político totalitario: la suya era la única visión posible de “humanidad”. Al igual que a su homólogo alemán, la firma de aquel tratado solo contemplaba intereses propios, todo lo demás se supeditaba a ellos. Así es la política, capaz de meter en la misma cama a enemigos declarados e irreconciliables. Pero el idilio no podía continuar, puesto que ambos tendían a la infidelidad. La cuestión era quién iba a ser el primero en dar el paso. Parecía claro que Hitler, ya que Stalin pretendía arreglar primero en casa y en sus inmediaciones. Tal vez por ello, al líder soviético, la operación Barbarroja le pillase por sorpresa, como parece indicar su silencio y su reacción tardía. A la hora de reaccionar, cuando le comunicaron la invasión, hubo silencio y la consecuencia fue ese instante de vacío de poder que nadie supo llenar. Una idea de lo sucedido la da Manuel Tagüeña en sus memorias: <<La única explicación posible era que ningún escalón de mando, por muy preocupado que estuviera, se atrevía a tomar medidas si la decisión no venía del propio Stalin, que evidentemente no creyó llegado el momento. La autosuficiencia del dictador (genial e infalible según la propaganda) puso a la Unión Soviética en peligro y le causó pérdidas incalculables en vidas y bienes materiales. Al error de dejar a los alemanes el privilegio de escoger el día, la hora y el terreno de combate, se sumó el de que las tropas soviéticas no estuvieran listas para recibir al enemigo. Claro está que entonces, aunque vi esto claramente, no se me pasó por la cabeza culpar a Stalin, y achacamos la derrota a la burocrática incapacidad de sus subordinados.>> (Testimonio de dos guerras. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2021, pp. 491-492)
Finalmente, tras su silencio y el consecuente vacío de poder, dio el paso adelante, pero se encontraba condicionado por sus propios actos previos, puesto que se había cargado a gran parte de la oficialidad del Ejército Rojo durante sus purgas. Menos mal que por ahí aún andaba el general Zhukov, a quien se comparó con Kutuzov, y algún otro oficial que pudiese asumir responsabilidades de mando. Tampoco se puede olvidar que la logística alemana fue un despropósito, así como algunas de las decisiones tomadas por aquel que Chaplin caricaturizó con brillantez en El gran dictador (The Great Dictator, 1940). Y tampoco olvidemos que la soviética frente a los nazis fue una guerra de supervivencia. Es decir, carecían de más alternativa: o luchaban o perecían. De ese modo, conscientes de su situación extrema, se enfrentaron a los alemanes a partir de que estos los atacaron en junio de 1941, cuando la guerra, en algunos puntos de Europa, ya llevaba casi dos años. Otra historia es si la guerra pudo evitarse y que (hacia mediados de la década de 1930) los soviéticos habían intentado crear un frente común contra los fascismos, pero Reino Unido, por entonces todavía el abanderado mundial del capitalismo, no se fiaba de una ideología en las antípodas de la suya; Francia, tampoco, que hacía lo que le indicaba Londres —como se había visto durante la guerra civil española—, y Estados Unidos vivía en su aislacionismo, su política de andar por casa; aunque “disimuladamente” enviaba material bélico a los británicos. Más adelante, avanzada la guerra, haría lo propio con la Unión Soviética y China, apoyándose en lo establecido por la Ley de Préstamo y Arriendo aprobada en marzo de 1941.
Los movimientos históricos no pueden separarse, aunque se estudien por separado, para lograr mayor comodidad, pues de otra forma sería prácticamente imposible un análisis que nos acercase a la totalidad. Ninguno de esos movimientos nacen por generación espontánea, sino de las cuestiones que se van tejiendo a lo largo de la propia historia. Sin ir más lejos, encontramos una de estas circunstancias previas en los distintos conflictos que se dieron con anterioridad, cuando las democracias permitieron, con su política permisiva y temerosa, que el líder nazi fuese aumentando sus “apuestas”. Ya con el pacto de Múnich, se supo ganador. En nada de esto tuvo culpa la Unión Soviética, aunque su política amedrentaba a esas potencias que parecían más dispuestas a aceptar al bigote alemán que al bigote soviético… Pero estaba cantado que Hitler no se detendría, ya no por lo que escribió o le escribieron en su Mein Kampf, sino por que se creía invencible e infalible, lo cual no deja de ser el reflejo de la majadería de un psicópata al que permitieron llegar al poder —la baja burguesía le apoyó y las grandes fortunas veían en él un muro de contención contra la amenaza comunistas— y al que le dejaron estar en él, cuestión que da para un estudio de la época, no solo en Alemania sino el el resto del globo…
En 1943, las tornas habían cambiado y Stalin era el hombre fuerte que hacía retroceder a los alemanes, a quienes los británicos y estadounidenses habían echado de África y acosaban en la península italiana. Eso hacían dos frentes, aunque el líder soviético demandase un “segundo”, que sería el tercero y que aún tendría que esperar hasta junio de 1944. Durante ese periodo bélico, la propaganda cinematográfica vivió su esplendor en varios de los países implicados, siendo el soviético un ejemplo de crear la figura del héroe que se echa a la espalda la pesada carga de liderar al resto. Esa figura señala claramente a Stalin, a quien se empieza a vender como el padre de la nación, y en Kutuzov (1943), ambientada en 1812, en plena guerra contra Napoleón, se hace más evidente si cabe que años atrás, cuando Stalin asume definitivamente e poder absoluto y Sergei Eisenstein rueda su panfletaria Aleksandr Nevski (1938)… Pero ¿donde estaban el riesgo, la modernidad, el movimiento del cine silente soviético? Habían transcurrido muchas cosas desde una y otra —la guerra de Abisinia, la guerra civil española, la invasión japonesa de China, el tratado de Múnich, las purgas estalinistas, la repartición de Polonia y la invasión alemana de la Unión Soviética…—, pero la figura del líder de acero seguía ahí, en apariencia inmutable, para salvaguardar la patria. Esa figura cobra la imagen del general Mijail Kutuzov en el film de Vladimir Petrov, pero el militar fílmico solo es un trasunto de la imagen que se le atribuía al viejo camarada Koba, tal como ya había hecho el propio Petrov unos años atrás en Pyotr pervyy (1937-1939), su díptico biográfico sobre Pedro el Grande. En todo caso, la película sobre el héroe que asoma por las páginas de la magistral Guerra y paz peca de aburrida, de solemne y teatral, en su significado peyorativo desde una perspectiva cinematográfica, pero entonces el cine no obedecía a razones de entretenimiento, aunque también se produjesen films escapistas, sino de propaganda…