viernes, 30 de septiembre de 2022

Arte oficial y Arte disidente

Maksim Gorki

El realismo socialista quiso matar el arte que sus seguidores llamaron burgués e imperialista, pero el arte no nace de la ideología que pretenda imponer el régimen de turno ni del sistema económico de su época, aunque la época influya en los artistas de forma dispar. El arte nace de la expresión individual de la persona, de sus inquietudes y experiencias vitales, de la lucha entre su yo interior y el nosotros exterior, del enfrentamiento razón, emoción, ilusión, de lo inasible, digamos el alma donde suenan por primera vez las notas musicales o los versos que compondrán los poemas, donde se dibujan las líneas y colores que serán otros sobre el lienzo o donde se da a luz a los personajes que van madurando sobre el papel hasta cobrar su forma definitiva en su mundo de novela. Incluso en Maksim Gorki, a quien se considera fundador del realismo socialista literario, existe la contradicción y un arte que no podría llamarse ni burgués ni proletario, sencillamente habría que llamarle el arte de Gorki.

Isaac Bábel

El realismo socialista pretendido por los soviéticos, exigido por Stalin y aceptado a regañadientes por unos y por convicción de otros, no evitó sino que creó disidentes como Isaak Bábel, quien inicialmente estaba de acuerdo con las ideas literarias de Gorki y después sería ejecutado en una de las purgas estalinistas (en 1940); Osip Mandelstam, que enloqueció camino del gulag; Boris Pasternak, acusado de subjetividad y de falta de perspectiva social; Mijaíl Bulgákov, amenazado y condenado al ostracismo; o el propio Gorki, quien, tras el asesinato de Kirov a finales de 1935, empezó a despertar del silencio cómplice en el que había caído tras su regreso de Italia (en 1932). Aunque estos fueron los menos, y en su mayoría fueron apartados; algunos de manera drástica, el caso de Bábel; mediante la censura de sus obras, las mejores novelas de Vasili Grossman; la detención y deportación, destino de la poetisa Anna Ajmátova, tras ser acusada de traición, o de Evgenia Ginzburg, quien narraría su paso por el gulag en “El vértigo”; el exilio, opción que se le dio a Yevgueni Zamiatin; o por trabas para realizar la actividad artística: a Vsiévolod Mayerhold se le clausuró su teatro, más adelante seria encarcelado, y, para sobrevivir, Pasternak tuvo que dedicarse a la traducción de obras de autores como Shakespeare.

Boris Pasternak

Cualquier política, movimiento, corriente o teoría que pretenda delimitar y codificar el arte está condenando al propio arte, que no se puede prever y menos establecer aunque se desee. Su búsqueda está ahí, siempre presente en la humanidad, desde que esta cobra conciencia de ser. Se busca en cada tiempo, desde las cavernas hasta la actualidad, con sus circunstancias, pero siempre hay un factor determinante que se repite: el ser humano que lo crea, ya que el arte como expresión de la belleza o de las miserias, de las distintas realidades de los artistas, de sus estados de ánimo, del miedo a la muerte o a la vida, de la búsqueda, del deseo y de tantos abstractos como puedan formarlo no puede ser objeto cosificado.

Anna Ajmátova

El arte no es una ciencia, aunque Stalin dijese aquello de que <<los escritores son los ingenieros del alma humana>>, o se hable, por ejemplo, de las Artes y de las Ciencias Cinematográficas. El alma humana no es una máquina que los escritores deban o puedan arreglar o hacer funcionar al gusto de ideologías de poder y el arte no es científico ni mecánico, aunque tengan sus formas —para emplearlas, para cambiarlas, para romperlas—, ni obedece a fórmulas matemáticas. De ser así, no sería arte, sería álgebra, análisis, estadística, geometría; seria el tipo de cine, literatura, pintura o música que repiten fórmulas y adormecen mentes. El arte no tiene que ver con la razón pura ni con la experimentación científica. El arte realista no es realista puro, porque no puede ser una realidad pura —imposible para el ser humano que vive y reflexiona cuanto vive—, sino la interpretación que del mundo hacen los diferentes autores, como tampoco el romanticismo, el expresionismo, el dadaísmo o el surrealismo pudieron escapar de la realidad de sus autores, que desafiaron, deformaron o destruyeron las reglas del arte dominante para crear sus propias realidades artísticas hasta que estas perdieron su razón e ilusión de ser.

Evgenia Ginzburg

No hay movimiento artístico que pueda limitar el arte, porque no puede limitar el alma humana que lo crea. No hay gurú ni maestro que pueda imponerle sus condiciones y sus restricciones. Los límites están en el propio artista, si es verdaderamente artista, en su sensibilidad, en sus riesgos, en su febril necesidad, incluso en su imposibilidad. Es su modo de expresar su sentir, su disentir, de exteriorizar emociones que, a veces, forman parte de un infierno interior que, de no ser expresado en obras artísticas, erosionaría o desangraría su ser; son sus tensiones, sus contradicciones, su realidad, la cual puede diferir de la de sus contemporáneos —eso que algunos erróneamente llaman adelantarse a su tiempo. El caso más claro o el más conocido es el de Van Gogh, vivía su tiempo e hizo su arte, que remitía directamente a su interioridad herida, desesperada. Pero hay muchos otros ejemplos. Miguel Ángel, Mozart, Shakespeare, Beethoven, Goethe y los primeros románticos alemanes, que vieron en Rousseau un ejemplo desbordante de pasión y de locura frente al racionalismo dominante de la época, Pushkin, Goya, Dostoievski, Rosalía de Castro, Gauguin, Joyce, Darío... de no romper con las normas que se les intentaba imponer en el arte, posiblemente también rompiendo muchos convencionalismos sociales y pagando el precio, ninguno habría existido, no habrían existido como los artistas que hoy consideramos genios. Hubiesen sido otra cosa, y sus nombres y su paso por la historia habrían caído en el olvido. No imagino o no quiero pensar el vacío que hubiese dejado la ausencia artística de los nombrados y de tantos otros.

Vladimir Maiakovski

El realismo socialista oficial no nacía en el alma del artista, ni pasión ni razón, no mezclaba contrarios en eterna lucha, más bien desbordaba devoción y sumisión por el mito proletario y popular que se pretendía imponer, el ideal ya no de la revolución bolchevique, sino del estalinismo posterior. Porque una cosa eran las ideas de Gorki y otras distintas las que se fueron imponiendo en los primeros años de la década de 1930 para crear un arte impersonal y disfrazar la propaganda de arte, que se convirtió en el arte oficial de la Unión Soviética —¡qué mal lo hubiese pasado Mayakovski!—, y posteriormente lo sería de los países satélites, lo que precipitó dos tendencias: el estancamiento del arte oficial y el brote clandestino del arte desesperado, disidente e incomprendido, en ocasiones suicida y loco, pero siempre vivo.

jueves, 29 de septiembre de 2022

Mario Monicelli. Ironía a la italiana


El deseo como motor existencial es fundamental para poner en marcha a las personas. Si la situación es de precariedad, se desea una mejora y esto lleva a activar las neuronas y buscar opciones y soluciones. Los personajes de Mario Monicelli viven condicionados por su entorno, por la situaciones que les empujan a intentar dejar atrás la miseria o la guerra, los apuros y el hambre. Lo suyo es sobrevivir en busca de mejores condiciones y, para ello, suelen emplear la picaresca. Pero ni los más pícaros de los suyos logran esquivar el fracaso o ver cumplido su objetivo. Son quijotescos en su empeño, egoístas en su miedo, cobardes en su temor a perder lo poco que tienen o sencillamente no pueden dejar de ser los ignorados, los prescindibles, la carne de cañón, ya sean cómicos, guardias, ladrones, héroes de nuestro tiempo, soldados, caballeros andantes, pequeñoburgueses u obreros de una fábrica. <<Me di cuenta con los años, analizando los trabajos que había ido realIzando, que casi siempre tendía a hacer la misma película: la del grupo de personas solas, abandonadas, que se juntan para llevar a cabo una empresa que les permita cambiar de vida. Esa es la historia de I soliti ignoti: un grupo de desesperados que se juntan para llevar a cabo un atraco a un banco. Pero la empresa es más grande que ellos y fracasan. La historia no tiene un final feliz, pero de su trayectoria surge la diversión. También en L’armata Brancaleone, un grupo se juntan para conseguir un feudo y fracasa también. Pasa lo mismo en Amici miei. Y así sucede también en I compagni. Los obreros se unen porque quieren mejorar su condición. Se organizan ante el capataz, llevan a cabo una huelga con todo lo que ello comporta, y después fracasan. Así es la comedia a la italiana.>>* Al tiempo que expresaba amargura e imposibilidad, esta comedia alegró el cine durante parte de la segunda mitad del siglo XX con sus picaros y granujas de medio pelo, sus oprimidos y cobardes, charlatanes y truhanes, solitarios y condenados, personajes que pueblan muchas de las películas de la extensa obra cinematográfica de Monicelli, películas que hacen de este director y guionista, nacido en Roma en 1915, uno de los más grandes cineastas italianos de todos los tiempos; lo que ya es mucho decir, aunque para nada exagerado.


Monicelli tomó contacto con el cine profesional gracias al premio obtenido en por una película aficionada que realizó junto a su primo. Sus primeros trabajos fueron de ayudante de dirección, él recordaba que encendiendo el cigarrillo del director o ayudándole a ponerse el abrigo. Eran trabajos que si bien no estaban relacionados con el cine propiamente dicho si le situaban en primera línea de rodaje. Pero esto ya es anecdótico, lo cinematográficamente importante de aquellos primeros años es su contacto con otros profesionales —<<En los años cuarenta, hacia 1945 o 1946, después de la Segunda Guerra Mundial, había en Roma una comunidad de jóvenes que queríamos hacer cine y éramos amigos. Había escritores cinematográficos, directores prometedores, también actores. Estábamos muy unidos, íbamos a los mismos restaurantes, a los mismos bares y cafés. Está manos siempre juntos y trabajábamos juntos.>>*— y su participación en diversos guiones para directores como Riccardo Freda. En uno de los films dirigidos por este, Águila negra (Aquila nera, 1946), inició su colaboración con Stefano Vanzini, conocido por Steno, con quien realizaría nueve películas. Siendo la primera de ellas Totò busca piso (Totò cerca casa, 1949).



Si en la primera mitad de la década de 1910, el cine italiano iba un paso por delante, el que se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial puede presumir de haber dado al cine mundial talentos tales Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Cesare Zavattini, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Marco Ferreri o Pier Paolo Pasolini, entre otros de importancia y renombre internacional. Y Monicelli es uno de ellos. A la altura de cualquiera de los considerados de los más grandes, su humorismo es una de las grandes aportaciones al cine, así lo atestigua en la mezcla de humor, patetismo, amargura, pesimismo, lucidez y envidiable ironía, a menudo satírica, que recorre sus mejores películas, en las que también emplea formas cinematográficas envidiables, como las de La Gran Guerra, siempre al servicio de la historia que cuenta. Tal mezcolanza —características propias del cineasta, sus temas y las formas empleadas en sus películas— se une a su desbordante capacidad para deformar la realidad, enmascarándola tras una careta cómica, accede a la realidad menos glamourosa donde muestra la cotidianidad de gente corriente, de guardias y ladrones, de artistas condenados a vidas de perros, de camaradas que tendrán que dejar de serlo.



El bueno de Monicelli miraba la realidad y la descubría brutal, patética, más que injusta sin posibilidad de ser justa, pero también la observaba humana, en la amplitud del término. Humanidad, de eso hay en su cine puesto de cuanto hablan sus películas guarda relación con nuestra condición humana. Su mirada deformadora desnuda la realidad de mentiras y la viste satírica, divertida, sí, pero amarga y pesimista, también. Y en ese punto, entre el humor, la ironía, la sátira y el patetismo, expresaba situaciones reales con personajes que, más allá del disfraz, poseen alma, aunque sea mezquina o sencilla o mismamente asustada y cobarde como la de Un héroe de nuestro tiempo. No recuerdo una película sobre la Primera Guerra Mundial que me impactases tanto como La Gran Guerra; y eso que he visto muchas películas, desde Corazones del mundo de Griffith hasta 1917 (Sam Mendes, 2019), pasando por el antibelicismo expuesto por Chaplin, Abel Gence, King Vidor, Raoul Walsh, John Ford, Georg Wilhelm Pabst, Lewis Milestone, Raymond Bernard o Stanley Kubrick. Ni un film sobre “don nadies” tan entrañablemente, divertido y pesimista como Rufufú; o su cruda e irónica visión del tipo corriente en Un burgués pequeño, muy pequeño, su patetismo y su condena; o como aprovecha la divertida e inolvidable persecución de Guardias y ladrones para mostrar la precariedad de los espacios humanos por donde transitan Totò y Fabrizi. Con Steno y sin él, Monicelli era más que un director de comedias. Miraba la vida y encontraba que dejaba mucho que desear bajo el disfraz de desarrollo, bienestar y consumo. Como cineasta, asumió el humor como medio para desenmascarar en sus películas hipocresía, ambiciones, miedos, dolor, sueños rotos. En definitiva, no se conformaba con encogerse de hombros y realizar comedias y chistes fáciles, sino que se valió de la tragicomedia, del humor amargo y de la ironía, para reflejarnos en la pantalla, en obras tan grandes como las nombradas y muchas otras que faltan por nombrar.


*De la entrevista publicada en el monográfico Mario Monicelli. Filmoteca/Festival Internacional de Cine de San Sebastián.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

Continental (1989)


Resulta un tanto arriesgado e incluso confuso apuntar un origen concreto, aunque haya que establecer un punto de arranque por razones de comodidad referencial; es decir, para hablar de un tema a veces se necesita establecer una referencia histórica en la cual señalar un instante concreto que nos permita ubicar un antes y un después. Durante los primeros años de la década de 1980, se produjo un despertar cinematográfico en Galicia que dio fruto a una serie de cortometrajes, entre ellos Mamasunción (Chano Piñeiro, 1984) y Morrer no mar (Alfredo García Pinal, 1984), que ya indicaban la intención de realizar cine autóctono, pero la historia del cine gallego reconoce en Sempre Xonxa (Chano Piñeiro, 1989), Urxa (Alfredo García Pinal y Carlos López Piñeiro, 1989) y Continental (Xavier Villaverde, 1989) la terna de largometrajes seminales del cine gallego. ¿Es cierto esto? Oficial y popularmente, sí, pero hubo films que podrían poner en duda lo dicho o al menos que indicasen un intento real de hacer cine gallego, por ejemplo Eu, o tolo (1978-1982), rodada por Chano Piñeiro, y Malapata (1979), de López Piñeiro. Pero, apuntado esto, decir que Sempre Xonxa y Urxa desarrollan sus historias en espacios abiertos y rurales, aunque en el segundo film uno de los episodios se encierra en espacios acotados. Buscan las raíces, la magia, la cercanía popular, mientras que Continental transita la irrealidad nocturna, la portuaria y la del interior del local que da nombre a la película de Xavier Villaverde, su primer largo tras varios cortometrajes. Esta ubicación espacial marca distancias respecto a los otros dos films vitales en el audiovisual gallego, dos películas con protagonismo de actores y actrices gallegas y habladas en gallego —Continental tuvo dos versiones, en castellano y gallego. Esto no sucede en Continental, que escoge alejarse de la magia y del terruño que asoman en Xonxa y Urxa, y encuentra sus referentes en el cine y la novela negras —Stemberg, Welles y Cosecha roja, de Dashiell Hammett, entre otros—, pero no logra negrura, solo ser un film que transita su cansancio por decorados nocturnos dominados por tonalidades rojas y azules que buscan el contraste entre el rojo sangre y el gélido azulado, entre la vida y la muerte.



La oscuridad reinante, constantemente salpicada de esos rojos de pasión y sangre que corren en un ambiente de criminalidad y prostitución, nos abren a un espacio visceral de sexo, muertes y amistades fallidas que pretende ser shakespeariano pero sin lograr desarrollar las emociones que siempre asoman en los mejores dramas de Shakespeare, aunque el inglés no aparezca entre las referencias de Villaverde. El vino que fluye de las barricas durante el prólogo anuncia la sangre que se derramará a lo largo del film, rojo que seguirá presente en la blusa que Anabel (Cristina Marcos) viste en su presentación, en el neón del Continental —el mismo neón que introduce bajo el nombre el contraste azulado dancing—, en las solapas de los smoking de los miembros de la orquesta, en manteles, vestidos o la luz de la bengala. Son rojos que insisten y redundan en que estamos ante una historia de pasiones, ambiciones y muerte, también de supuesta vida, pero, más que aportar, esta insistencia estética resta a la atmósfera de imposibilidad y de encierro, de amores y de amistades truncadas y traicionadas, de un film que transita entre el realismo poético, el cine de gánsteres y el intento de profundizar en la psicología de los personajes, no sólo atrapados en la imposibilidad de la noche, sino también en un guion que les resta precisamente la psicología pretendida.


martes, 27 de septiembre de 2022

Velvet Goldmine (1998)


Por alguna razón, no me identifico con las modas, ni comerciales ni “culturales”; ni siquiera con la moda de rechazar las modas. Sencillamente, me resultan tan indiferentes que pasan de largo o, dicho de otro modo, no las consumo y no me consumen. Algo similar me sucede cuando se trata de “estrellas” e ídolos de masas. No soy mitómano. Un actor y una actriz son profesionales de la escena. Los hay mejores e incluso los hay que son muy buenos y otros que solo son la expresión de los mismos tics y gestos que se repiten a lo largo de su carrera; igual sucede con cantantes y compositores o con los escritores, que escriben mejores o peores libros. Pero todos ellos hacen su trabajo, el que se supone diferente porque tiende a artístico, y a veces alguno incluso crea arte o algo que se le parece. De los artistas, solo me interesa su arte, su creatividad, el “mundo” que crean y ofrecen en sus obras. A menudo, quienes se dicen serlo, no lo son, pero no negaré que en las décadas de 1960 y 1970 algunas estrellas de rock y pop eran más que músicos. Aquellos como Bob Dylan, The Beatles, The Rolling Stones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Led Zeppelin, The Who, con Keith Moon en la batería, Marc Bolan y T.Rex, David Bowie, Iggy Pop, Lou Reed y tantos otros eran más que su música y su espectáculo; eran ídolos para la juventud que veía en ellos la apariencia de la modernidad, el desenfado, la rebeldía, las ganas de cambiar el mundo y la vitalidad que no descubrían en el conservadurismo y conformismo que atribuían a sus mayores, similares a los que la siguiente generación les atribuiría a ellos. Eran sus iconos, héroes y heroínas a quienes adorar e imitar, aunque esto suena más a fanatismo que a liberación. Los adoraban en la distancia de un aparato que acercaba las canciones, en la cercanía de los conciertos y en pósteres colgados en habitaciones donde la música de sus discos agudizaba sueños e inspiración para sus formas. Aquellos músicos de melenas al viento o descuidadas, de cabellos más cortos o rizados, de rostros andróginos, femeninos y masculinos, maquillados o sin maquillar, camino de ser viejas glorias olvidadas, leyendas atemporales o mitos vivientes, fueron, en su momento, vías hacia la rebeldía y la liberación sexual y expresiva de la juventud que los idolatraba. Pero, aparte de medio de expresión, esa música y esos músicos no dejaban de formar parte de un negocio lucrativo que en ocasiones empleaba la provocación para atraer al consumidor que, como el Arthur adolescente de Velvet Goldmine (1998), compra los discos de sus ídolos, les imita el vestir, el caminar, los gestos o el peinado y abarrota sus conciertos.



Pero la década que separa la juventud del personaje de Christian Bale de su presente en 1984, le ha transformado en alguien distinto. Ahora es un tipo corriente que trabaja de periodista sin atisbo de la ensoñación de su yo del ayer, un yo en las antípodas del incondicional admirador que era de Brian Slade (Jonathan Rhys Meyers), el cantante que simuló su asesinato para promocionarse y de quien tiene que descubrir su paradero actual. El trabajo periodístico sirve de excusa para que en su tercer largometraje Todd Haynes se adentre en los orígenes del Glam Rock y se acerque de manera apócrifa a las figuras de David Bowie, Iggy Pop y Lou Reed, pero lo hace desde los saltos temporales y desde la fantasía similar a la asumida por los propios protagonistas, cuyo estilo, vestuario, maquillaje son formas de expresar su liberación sexual y sus ganas de cambiar el mundo. Haynes crea su cuento musical de reyes del glam al tiempo que realiza su ciudadano Brian Slade tomando como punto de partida la muerte ficticia del personaje y como referencia reconocible la estructura narrativa y temporal de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Y del mismo modo que Welles encontró inspiración en una figura real, la del magnate William Randolph Hearst, Haynes la encuentra en los cantantes arriba aludidos. Pero Ciudadano Kane no es la única influencia que se rastrea en Velvet Goldmine (1998), pues en ella también se descubren la de Oscar Wilde, la del músico Brian Eno, la de Cabaret (Bob Fosse, 1972) e incluso la de Lola Montes (Max Ophüls, 1955); aunque el resultado de Velvet Goldmine, titulo tomado de uno de los éxitos de Bowie, es inferior a los cualquiera de los tres films nombrados. No obstante, se trata de una película arriesgada, incluso podría decirse que diferente en su aire retro-festivo, en la que Haynes apunta la búsqueda de la identidad y la reconstrucción tanto de la época como de los personajes; y a partir de esto mostrar la historia de amor de Curt Wild (Ewan McGregor) y Slade y la liberación sexual del momento, así como el negocio de la música, la cara visible e invisible del mito, el olvido y la memoria que el Arthur Stuart periodista (Christian Bale) intenta rellenar mediante entrevistas a testigos, al tiempo que se reencuentra con su pasado (y consigo mismo)




lunes, 26 de septiembre de 2022

Néstor Almendros y el ICAIC


Nacido en Barcelona en 1930, Néstor Almendros fue otro de los afectados de la dictadura franquista, lo que le llevó a abandonar su país e iniciar su recorrido por diversos puntos del globo, entre ellos Cuba, donde fue testigo de los primeros tiempos de la revolución castrista. Tras su paso por la isla caribeña, Almendros viajaría a Francia y allí se convertiría en el operador habitual de Eric Rohmer y de François Truffaut. Y ya a su paso por Estados Unidos, sería reconocido mundialmente por su trabajo en Días de cielo (Days of Heaven, Terrence Malick, 1977). Pero antes de alcanzar dicha fama, inició su carrera profesional en Cuba, en el ICAIC, y de esta experiencia escribe en varias páginas de su libro Días de una cámara:


<<Hice mis primeras películas profesionales en la Cuba castrista. Rodé allí cerca de veinte documentales. El gobierno revolucionario había creado un departamento de producción cinematográfico, el ICAIC. La situación política era en principio confusa. La revolución no se había declarado todavía comunista, aunque de hecho las gentes que dirigían el ICAIC —Espinosa, Alea, Alfredo Guevara— eran casi todos de militancia marxista. No sé muy bien cómo, pero de alguna manera fui contratado como operador y director.


Mi antigua amistad con Gutiérrez Alea debió de pesar en la balanza; por otra parte, yo tenía un buen dossier político de doblemente exiliado, por antifranquista y por antibatistano. También contaba a mí favor el trabajo del viejo cineclub, los estudios de cine en Nueva York y Roma y la cámara Bolex que poseía, pues en aquellos primeros meses el material técnico del ICAIC era escaso, aún no o habían llegado las grandes nacionalizaciones.>>


<<Empezaron a producirse películas de temas políticos y educativos, algo muy normal en un país que acaba de hacer una revolución: películas sobre reforma agraria, sobre realizaciones y proyectos del gobierno, proyectos de higiene, de agricultura, de educación. Filmábamos mucho en el campo, poco en La Habana. Colaboré principalmente como operador con jóvenes directores que después se destacarían: por ejemplo con Fausto Canel en Tomate y Cooperativas Agropecuarias, con Manuel Octavio Gómez (que años más tarde realzaría La primera carga al machete) en El agua).>>


<<Dirigí también algunas películas cortas: Ritmo de Cuba y Escuela rural. Pero el ICAIC comenzaba ya a estar muy burocratizado y compartimentado. En cada película exigía que hubiese un director y un operador. No se tenia en cuenta que había fotografiado yo mismo mis películas de Nueva York, no se me permitía acumular las funciones, ni siquiera en películas documentales. Los operadores que me asignaron contra mi voluntad se pasaban el tiempo diciéndome: “No, esto no se puede hacer”, “Esto es imposible”, “Esto es técnicamente incorrecto”. Como yo sabía que era falso, me desesperaba. Comprendí entonces hasta qué punto los técnicos, los operadores, pueden frustrar las ideas de un realizador.>>


<<Trabajar en el ICAIC me gustaba al principio, porque en líneas generales era entonces partidario de la revolución. Pero, con la repetición obligatoria de los mismos temas triunfalistas, empezaron a sobrarme algunas exigencias y ciertas sumisiones. En 1961, después de la frustrada invasión de Bahía Cochinos, la industria cinematográfica cubana fue al fin totalmente nacionalizada y quedó prácticamente en manos de un solo hombre. Alfredo Guevara Valdés […] controlaba personalmente la producción, la distribución, los cines, la importación de materias primas, los laboratorios e, incluso, la única revista cinematográfica. Al igual que Shumyatsky, el tristemente famoso ministro cinematográfico de Stalin, Guevara Valdés imponía su voluntad absoluta. Terminé por darme cuenta de que estaba trabajando no para el pueblo, como se pretendía, sino para un monopolio estatal, y que la autoridad de turno actúa como cualquier productor capitalista e impone sus caprichos de la misma manera y aún peor, solo que recurriendo a pretextos falsamente sociales.>>


Entrecomillado de Néstor Almendros: Días de una cámara. Seix Barral, Barcelona, 1996.

sábado, 24 de septiembre de 2022

La leyenda de la fortaleza de Suram (1985)


Existen grandísimos cineastas que firman su presencia en cada imagen. El cine de Federico Fellini, Orson Welles o Ingmar Bergman no podría ser de otra manera, porque ellos son la película. Su estilo es su historia, y las imágenes son parte de ellos (aunque haya un guion; el algunos casos solo sería una especie de guía). Hay un equilibrio entre lo que vemos y no vemos, entre sus formas aparentes y las ocultas o las que están fuera, un equilibrio que solo está al alcance de privilegiados como ellos. En un comentario que publiqué en el blog, hablé de cineastas “bumerán”. Aparte de los arriba nombrados, recuerdo que también incluí a Pier Paolo Pasolini, Luis Buñuel, Andrei Tarkovski y a otros como Rossellini o Bresson; y expresaba algo así como que su cine nace en ellos, es el reflejo de ellos que nos golpea o deslumbra y finalmente vuelve a ellos. No hay nadie que pueda imitar sus estilos, aunque lo intenten, porque nadie más son ellos. Nosotros somos testigos de sus inquietudes existenciales íntimas (de Bergman, por ejemplo) y culturales y humanas (de Pasolini), de sus obsesiones y manipulaciones (de Hitchcock), de realidades y sueños (de Fellini) y misterios y fetiches (de Buñuel), según el caso. Por contra, otros igual de grandes, tal cual John Ford, Ernst Lubitsch, Raoul Walsh, Akira Kurosawa, Fritz Lang, Billy Wilder o Howard Hawks, aunque también son inimitables, son más narradores, más sencillos en sus formas cinematográficas, buscan, ante todo, contar una historia y a partir de ella pueden introducir sus temas. En tanto los Fellini, Bergman o Tarkovski emplean el audiovisual para exteriorizarse a sí mismos y sacar algo al exterior que no es una historia propiamente dicha; creo, más bien, que son subjetividades y estados de ánimo hechos película. Entre estos cineastas “bumerán”, también incluí a Sergei Paradjanov, uno de los cineastas soviéticos “malditos” porque su cine era su manera de expresarse, era su forma de liberar su intimidad artística y creativa. Esto lo dejó claro en títulos de referencia, aunque poco conocidos entre el gran público, como Los corceles de fuego (Tini zabutykh predkiv, 1965) o El color de las granadas (Sayat Nova, 1969), quizá sus dos films más conocidos y alabados. Pero también en La leyenda de la fortaleza de Suram (Ambavi Suramis tsikhitsa, 1985), en la que su personalidad artística prima sobre cualquier posibilidad narrativa; o lo que sería lo mismo, su estética está por encima de cualquier opción de contar una historia popular georgiana. Habían pasado dieciséis años desde su último largometraje, El color de las granadas, y años de presidio —fue encarcelando por las autoridades soviéticas porque veían en él a un cineasta subversivo—, hasta que llegó la perestroika de Gorvachov y pudo rodar de nuevo; y vaya si lo hizo. Paradjanov no había perdido su capacidad y personalidad creativa audiovisual, ese modo tan suyo de entender el cine como medio difusor de la cultura popular de los pueblos y las etnias, en este caso el pueblo georgiano, que tomaban en su cine el relevo del ucraniano y el armenio de sus dos largometrajes anteriores. Desconozco las labores de dirección asumidas por el codirector Dodo Abashidzes en el film, pero, ya desde la aparición del primer plano del Rey que dice ser un igual entre los suyos, el estilo es Paradjanov. El cineasta impone su cámara estática, salvo en breves momentos puntuales —en los que sigue algún movimiento de traslación— y confirma en sucesivos encuadres que compone un film de cuadros cinematográficos en los que pinta su historia. Para él, el arte y el cine como tal no son naturales, son creación, reproducción, representación cultural de pueblos y de los individuos que los forman, pero, en La leyenda de la fortaleza de Suram, sus formas pictórico-folclóricas ya no sorprenden como sí pudieron haberlo hecho las de sus otras dos películas citadas arriba, en el texto, pero no por ello desmerecen ni dejan de funcionar.




viernes, 23 de septiembre de 2022

El extraño caso de Mr. Bukowski y Mr. Chinaski

<<Jimmy Hatcher se sentaba a mi lado. El director estaba dando su discursito y realmente arañaba el fondo del viejo barril de mierda.


—America es la gran tierra de la Oportunidad y cualquier hombre o mujer que lo desee tendrá éxito…


—Lavaplatos —dije yo.


—Perrero —replicó Jimmy.


—Ladrón —dije.


—Basurero —siguió Jimmy.


—Celador de un manicomio —dije.


—América es valerosa. América fue construida por los valientes… La nuestra es una sociedad justa.


—Justa para unos pocos —dijo Jimmy.


—… una sociedad decente, y todos los que buscan el tesoro que yace al final del arco iris hallarán…


—Una mierda arrastrándose sobre patas peludas —sugerí.


—¡… y puedo decir, sin vacilar, que en particular esta Clase del Verano de 1939, apenas una década posterior a la gran Depresión, esta promoción del Verano de 1939 ha madurado más en las virtudes del coraje, el talento y el amor que “ninguna” otra clase que yo haya tenido el placer de ser testigo!


Los padres, madres y parientes aplaudieron frenéticamente; tan solo unos pocos estudiantes secundaron la ovación.


[…]


Subí y crucé el escenario, cogí el diploma y estreché la mano del director. Era viscosa como el interior de una pecera sucia. (Dos años más tarde se descubrió que manipulaba los fondos del colegio. Pasó por el tribunal, fue declarado culpable y acabó en la cárcel.)


[…]


Jimmy se levantó y obtuvo su diploma. Yo aplaudí fuertemente. Cualquiera que pudiera vivir con una madre como la suya merecía un espaldarazo. Volvió a su sitio y pudimos ver cómo todos esos chicos y chicas forrados de pasta se levantaban y obtenía los suyos.


—No puedes culparles porque sean ricos —dijo Jimmy.


—No, a quienes acuso es a sus padres.


—Y a sus abuelos.


—Sí, y me encantaría coger sus coches nuevos y sus lindas chavalas y darle por el culo a la justicia social.


—Sí —dijo Jimmy—, creo que la gente solo piensa en las injusticias cuando les suceden a ellos.>>

“La senda del perdedor”


<<Escribir nunca me ha costado trabajo. Que yo recuerde, siempre ha sido así: buscar una emisora de música clásica en la radio, encender un cigarrillo o un puro, abrir una botella. La máquina de escribir hacía el resto. Lo único que yo tenía que hacer era estar allí. Todo el proceso me permitía continuar cuando la vida en sí misma ofrecía muy poco, cuando la vida en sí misma era un espectáculo terrorífico. Siempre estaba la máquina de escribir para calmarme, para hablarme, para entretenerme, para salvarme el culo. Esencialmente era por eso por lo que escribía: para salvarme el culo, para salvarme del manicomio, de las calles, de mí mismo.>>

“Hollywood”


<<La poesía siempre es lo más fácil de escribir, porque se puede escribir cuando uno está completamente borracho o completamente feliz o completamente desgraciado. Siempre se puede escribir un poema. Así que un poema es algo muy cómodo, es una expresión emotiva que salta fuera. La narrativa, o el relato, debes sentir mucho para escribirlo. En fin, depende de mí, de mi humor. Si me siento bien puedo escribir narrativa y si me siento bien puedo escribir poesía. Pero si me siento mal, ¿comprendes?, la única diferencia es que si no me siento muy bien puedo escribir cantidad de poesías. Y en la mayor parte de mi vida he escrito millares de poemas. Así que puedes darte cuenta de como me sentía.>>

“Lo que más me gusta es rascarme los sobacos”



Leo en Charles Bukowski y en “Hank” Chinaski a un escritor y a un personaje que viven en la periferia de un sistema que asumen que no es para ninguno de los dos. No creen que el progreso presumido vaya a progresar con ellos ni sin ellos. Por muchas promesas de cambio y de éxito que se dejen oír, comprenden que o son falsas o son para unos pocos; en todo caso, no son para ninguno de los dos. Pero no por ello hacen un drama o se niegan a sí mismos. Al contrario, el autor y el personaje no se cortan en vivir su vida, sea a trompicones, pegados a una botella o dando tumbos, pues tampoco ni él real ni él ficticio van a cambiar. Mr. Bukowski no necesita transformase en Mr. Chinaski para liberar su ser instintivo, simplemente es ambos, porque ambos son él, que reacciona y escribe visceral, sin pleitesía y sin miedo: poesía cuando está bien, regular o mal y narrativa cuando se encuentra mejor. Lo hace sobre sensaciones, reacciones, experiencias y relaciones propias, sobre la periferia que transita y donde se cruza y bebe con hombres y mujeres con las que suele compartir una intimidad que no les trae sosiego, y sobre los trabajos que siente como cadenas perpetuas que no está dispuesto a cumplir. Todo lo que escribe nace de su realidad, de sus días de vino, de curro, de folleteo y de pocas rosas.


<<Un noventa y cinco por ciento de lo que cuento es autobiográfico —dice a Fernanda Pivano en “Lo que más me gusta es rascarme los sobacos”— y un cinco por ciento narración>>.


Su reflejo literario, Harry “Hank” Chinaski, escupe su natural desorden al orden establecido que siente que adormece, seduce, deshumaniza, esclaviza. Él quiere apartarse, esconderse, dormir, escribir, beber, vivir las horas de vigilia a tiempo completo. Odia que su vida se consuma sin vivirla a su manera; así desoye las promesas de triunfo social e individual que escucha en esa escuela que recuerda en “La senda del perdedor” o en los trabajos por los que pasa. Para él, las promesas no suenan a gloria y no le conquistan con su propaganda de bienestar, que sabe solo alcanzable para los privilegiados. Y Bukowski/Chinaski no se siente un privilegiado, ni desea serlo tal como se entiende “privilegiado” en la sociedad de consumo.


Tras décadas de pobreza, de alcohol, de mujeres, de herir, de ser herido y de trabajos insufribles, alcanza el éxito; pero ni con dinero, que debe gastar porque así funciona el sistema, cambia su interpretación de sí mismo y de la vida. En todo momento, se decanta por escribir y por beber. Quizá beba para escribir o sencillamente las dos acciones se ejecuten sin motivo alguno en el mismo momento, en el mismo espacio y las lleve a cabo el mismo cuerpo. Y así, entre poesías, relatos, botellas y peleas callejeras intenta poner distancia, porque elige apartarse de la senda establecida y deambula la suya sin aparente rumbo. No tiene prisa, ni pretende ubicarse donde le indiquen. Y aunque haya trabajado en cien empleos diferentes, ve imposible trabajar ocho, diez, doce horas, y ser uno más. Teme ser los demás y hace oídos sordos a una voz inaudible, pero insistente, que repite “trabaja, no pienses; trabaja, gasta; trabaja, cobra, consume, sonríe o estarás fuera”. Vale, Bukowski/Chinaski no pretende sonreír a eso. Acepta estar fuera, teme estar dentro; y así, en su rechazo y en la aceptación de sí mismo, su narrativa se hace única, inconfundible en su franqueza, innegociable en su sencillez y en la ausencia de florituras. Su humor, no entendido por muchos, es un recurso para expresar miedos, impresiones y experiencias.


El autor y el antihéroe de “Factótum” prefieren emborracharse y esconderse, estar fuera de la rueda y sentarse a la barra del bar o en una habitación donde quizá al día siguiente no recuerde cómo llegó. Su nihilismo, que no es tal, forma parte de su poesía y de su prosa, la del solitario e individualista, la del sin lugar en el hogar de los valientes. Pero ¿para qué querría tenerlo? Los locales, los suburbios y los cuartuchos son la geografía de su país, el de millones de desarraigados, condenados y exiliados del paraíso, y su visión del mundo no cambia a su paso por lugares más elegantes, cuando ya conocido en el mundillo literario compre una casa y un coche, asesorado por un profesional que le dice que si no gasta su dinero el gobierno se lo quedará a base de hacerle pagar impuestos, o cuando acuda a alguna fiesta de cumpleaños en “Hollywood” —ficción que el autor de “Mujeres” extrae de su experiencia real como guionista para Barbet Schroeder en el film “Barfly” (1987). Pero esté en un lugar de supuesto glamour —cuando ya es reconocido, sobre todo en Europa—, en su odiado trabajo de cartero, en el que pasa once años de frustraciones, borracheras y resacas mortales, o en sus orígenes descritos en “La senda del perdedor”, Bukowski escribe sin tener en cuenta si será o no leído, sin preocuparle la corrección que a veces le señala y que a él le importa cero; ya que le parece hipócrita. No se trata de un escritor antisistema, sencillamente no cree en el sistema o, mejor dicho, no quiere formar parte. Así que su meta no es destruirlo, ni transformarlo, es pasar de él, viviendo sin ser su esclavo, rechazando y odiando una vida que no desea porque entre el trabajo, dormir <<y las cosa restantes que se tienen que hacer, solo quedan <<dos horas o una hora y media libres para ti mismo. Puede vivir de veras solo hora y media al día. ¿Cómo es posible amar la vida si solo se vive una hora y media por día y se pierden todas las demás horas? Y esto es lo que yo he hecho toda la vida. Y no la he amado. Creo que si hay alguien que la ame es un enorme idiota.>> (“Lo que más me gusta es rascarme los sobacos”)


<<Quizá pudiera vivir de mi ingenio. La jornada de ocho horas me parecía algo imposible, y sin embargo todo el mundo se sometía a ella.>>, reflexiona el Chinaski adolescente de “La senda del perdedor”, pensando que la vida bajo las directrices establecidas es un mal chiste. El éxito de Bukowski reside en escribir con ironía y sin morderse la lengua sobre sí mismo y sobre sus relaciones y ambientes que conoce de primera mano. Periferia, desheredados, voces que se apagan unas a otras, cuartos y locales marginales encuentran hueco en la literatura estadounidense contemporánea en este escritor que reconoce su gusto por John Fante y su disgusto por la literatura de consagrados como Scott Fitzgerald. El desarraigo del sueño americano en la literatura de Bukowski es seña de identidad, más que de desorientación. Como otros, comprende que el sueño que pretenden venderles es una patraña que oculta una realidad llena de vacíos y de sombras; y que a veces resulta una pesadilla que esclaviza más que la marginalidad que conoce de primera mano.


Un escritor como mínimo curioso, este Bukowski; uno que no se anda por las ramas y que escribe sin poses literarias y sin un estilo aparente, pero con estilo literario de indudable valor e innegociable, que nace del choque entre el orden que se impone y el individuo todavía en una plenitud humana pretecnológica: individuo que se resiste a la deshumanización, ya apuntada por Melville y por Kafka, e imperfecta plenitud, que quizá hoy haya sido canalizada en un reguero que gotea la humanidad de ayer. De tal enfrentamiento, quizá, su narrativa pueda resultar chocante o atractiva, según quien lea, porque está hecha por alguien que no busca la simpatía ni la aceptación de los lectores, sino por alguien que necesita darse una salida o vía de escape de sí mismo. Es un autor que está de vuelta, que ha vivido en la calle, recibido palizas, vomitado en cualquier callejón en la parte trasera de un tugurio cualquiera; alguien que ha perdido, lo sabe y no oculta la derrota, ni la disfraza de “en otra ocasión será posible”, derrota que no deja de ser una más en una sociedad en vías de subdesarrollo…

<<Podía ver el camino que se abría frente a mí. Yo era pobre e iba a continuar siéndolo. Pero tampoco deseaba especialmente tener dinero. No sabía qué es lo que quería. Sí, lo sabía. Deseaba algún lugar donde esconderme, algún sitio donde no tuviera que hacer nada. El pensamiento de llegar a ser alguien no solo no me atraía sino que me enfermaba. Pensar en ser un abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me parecía imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura familiar. Ir a algún sitio para trabajar todos los días y después volver. Era imposible. Hacer cosas normales como ir a comidas campestres, fiestas de Navidad, el 4 de julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre… ¿acaso los hombres nacían para soportar esas cosas y luego morir? Prefería ser un lavaplatos, volver a mi pequeña habitación y emborracharme hasta dormirme.


Mi padre tenía un plan maestro. Me dijo:


—Hijo mío, cada hombre debería comprar una casa en su vida. Cuando muera, su hijo heredaría la casa. Más adelante ese hijo compra su propia casa y luego muere. Entonces su hijo hereda dos casas. Ese otro hijo pronto adquiere la suya propia y entonces ya tiene tres casas…


La estructura familiar. O cómo vencer a la adversidad a través de la familia. Él creía en eso. Coge la familia, mézclala con Dios y la Nación, añade diez horas de trabajo diario y tienes todo lo que necesitas.>>

“La senda del perdedor”

jueves, 22 de septiembre de 2022

El buen patrón (2021)


En las películas protagonizadas por un empresario, que tampoco recuerdo demasiadas, este suele aparecer o como un emprendedor soñador tipo Tucker, un hombre y su sueño (Tucker, The Man and His Dream, Francis Ford Coppola, 1988) —el enigma  Charles Foster Kane, de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), entra en la categoría qué se esconde tras el mito— o como un explotador amoral (con o sin piel de cordero), como podría ser el jefe de El buen patrón (Fernando León de Aranoa, 2021). Se presentan en polos opuestos. Ambos son reflejos cinematográficos de la realidad. El primero, visto como un héroe, en el caso de Tucker, porque remite a como se ve así mismo el propio Coppola en un determinado momento de su trayectoria profesional; y el segundo asoma entre el caciquismo y el despotismo, obligado a controlar el descontrol que se apodera de su tranquila cotidianidad. Son idealización y caricatura, por momentos simpática. Pero si tomásemos prestada la doctrina aristotélica del justo medio —que viene a decir que la virtud se encuentra en el medio de dos extremos— y la flexibilizamos para que la mitad sea un entorno amplio, quizá nos topásemos con un reflejo más cercano al patrón tipo Julio Blanco (Javier Bardem), que al empresario emprendedor tipo Tucker. No sería todo entrega, ilusión, generosidad, integridad, heroísmo; ni todo manipulación, hipocresía, mentiras y trapos sucios. Probablemente, habría un poco de todo lo dicho.



El presidente y dueño de empresas Blanco es la manipulación personificada a beneficio propio, pues ¿a quién beneficiar, si no? En la presentación del personaje de Bardem, Fernando Aranoa hace que su cámara gire 360 grados alrededor de su protagonista mientras este ofrece su discurso de despedida a tres becarias. En el instante que la cámara detiene su movimiento, se ha cumplido el objetivo de indicar que todo gira sobre él. Poco importa que allí hable de que él y sus empleados son una familia (y vuelva a hacerlo más adelante). Se trata de un discurso heredado y aprendido de su padre, aunque personalizado y adaptado a los nuevos tiempos, y a la situación de siempre: el patrón manda y el trabajador acata. Para Blanco, sus empleados no son familia, son siervos. Es una especie de actualización del amo del pasado, que también se ocupaba de sus esclavos, aunque solo fuera por el coste de reemplazar la mano de obra. Mientras le sirven o producen, este empresario, obsesionado con su idea de equilibrio, los conserva; en el momento que dejan de serle útiles y productivos, les sucede como a José (Óscar de la Fuente), el hombre despedido al inicio del film. No hay protestas, salvo las del nuevo parado, pero, como individuo aislado, Jose no podrá vencer al patrón, que emplea recursos varios para mantener su orden empresarial y personal. Siente el caos, y se siente a punto de perder el control, de ahí que todo acto de rebeldía lo “frene” cuando se espera que estalle. Así, nada cambia la cotidianidad laboral, que seguirá siendo la misma que conduce desde que heredó la empresa; y seguirá siendo la misma en la que se aprovecha de la pasividad y desunión que definen a sus trabajadores, sumisos y sometidos al trabajo (dicho de otro modo, al dinero) que mantenga su ritmo de vida. De ahí que las protestas solo sean las de un individuo solitario —a pesar de la compañía de su hija e hijo—, que de no haber sido despedido, callaría como hace el resto.



Quizá en otro momento, la molestia que le genera el despedido, sería menor, pero la situación amenaza la estabilidad durante una semana crucial para el prestigio de Blanco, que debe lidiar con problemas que no esperaba, aparte de silenciar al despedido. Debe ocuparse de tranquilizar a Miralles (Manolo Solo), su mano derecha, o deshacerse de Liliana (Almudena Amor), la nueva becaria que ha seducido para no romper su tradicional “cana al aire”. Blanco es el lado opuesto de los protagonistas de Los lunes al sol (2002), más allá de ser una especie de reverso de Santa, también interpretado por Bardem. Donde en aquella los trabajadores en paro sufrían en unión  las consecuencias de la ausencia de empleo y su desesperada espera; en esta sátira negra, el patrón debe arreglárselas sin ayuda, aferrado a su absolutismo, disfrazado de sonrisas y buenas palabras, el que potencia que veamos en él a un hipócrita de tono y lomo, un yo primero y después yo. Su verborrea y su aparente unión con el personal que trabaja para él forma parte de su careta, pero sus usos, que habitualmente le funcionan, como apunta su seguridad en el discurso que le presenta al inicio del film, de nada parece servirle esa semana durante la cual sus palabras no impiden el descontrol en “su familia”, mientras la preocupación y la tensión crecen hasta el punto de amenazar la estabilidad, el premio y el bienestar a los que no piensa renunciar.




miércoles, 21 de septiembre de 2022

Rossellini y “una nueva esclavitud”

“Una nueva esclavitud”, por Roberto Rossellini

<<Tal vez esto nos aleje de nuestra conversación, pero me gustaría decirles cuáles son mis preocupaciones de tipo moral. El arte abstracto se ha convertido en el arte oficial. Puedo entender a un artista abstracto, pero no puedo entender que el arte abstracto se haya convertido en arte oficial, puesto que es el arte menos inteligible. Estos fenómenos nunca se producen sin motivo. ¿Cuál es el motivo? Que se procura olvidar al hombre tanto como se pueda. El hombre, en la sociedad moderna y en el mundo entero, excepto probablemente en Asia, se ha convertido en el engranaje de una máquina inmensa, gigantesca.(1)

Se ha convertido en esclavo. Y toda la historia del hombre está hecha de pasos de la esclavitud a la libertad. Siempre ha habido un determinado momento en que la esclavitud se ha apoderado de él y después ha recuperado la libertad: muy raramente, o durante periodos muy breves, puesto que apenas ha alcanzado la libertad cuando inmediatamente después vuelve a caer en la esclavitud. Y esta esclavitud, ¿qué es? Es la esclavitud de ideas. Y esta se debe a todos los medios, que van desde la novela policíaca hasta la radio, el cine, etc. También gracias al hecho de que las técnicas se han desarrollado extremadamente y que los conocimientos amplios que podamos tener en un campo concreto, para ser eficaces desde el punto de vista social, impiden que el hombre tenga otros conocimientos. Ya no sé quién dijo: “Vivimos en el siglo de la invasión vertical de los bárbaros”.(2) Es decir, el estudio profundo de los conocimientos en una dirección determinada y una ignorancia inmensa en cualquier otra dirección.

Desde que me dedico al cine, he oído decir que se deben hacer películas para un público que tiene la mentalidad media de un niño de doce años. Es un hecho que el cine (habló de él en general), como la radio, la televisión, o todos los espectáculos que se dedican a las masas, cumple una especie de cretinización de los adultos y, por el otro lado, acelera enormemente el desarrollo de los niños. De ahí viene esta falta de equilibrio que se puede observar en el mundo entero: de la imposibilidad que hay de entenderse.>>

Roberto Rossellini, a Fereydoun Hoveyda y Jacques Rivette; para “Cahiers du cinema”, núm. 94, abril de 1959. Texto recogido en “Roberto Rossellini. El cine revelado” (traducción Clara Valle T. Figueras) pp 86-87. Paidós Ibérica, Barcelona, 2000.

Anotaciones propias (con la inestimable colaboración de Ortega y Gasset y de quien quiera añadir las suyas en los comentarios)

(1) El tema y el temor expuesto por Fritz Lang en Metrópolis (1927), René Clair en ¡Viva la Libertad! (1931) y Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936) —el ser humano transformado <<en el engranaje de una máquina inmensa>>—; además, sospecho que si viviera, hoy Rossellini no haría excepciones asiáticas respecto a quienes formamos el “engranaje”.

(2) Rossellini hace referencia a José Ortega y Gasset; de hecho sus palabras sobre la especialización apuntan directamente al pensamiento de Ortega. En su ensayo La rebelión de las masas (1929), el filósofo madrileño escribe: <<El europeo que “empieza” a predominar —esta es mi hipótesis— sería, “relativamente a la compleja civilización en que ha nacido”, un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón, un “invasor bárbaro”>>. El pensador habla del hombre moderno, el hombre-masa, el hombre de ciencia actual. <<Pues bien: resulta que el hombre de ciencia actual es el prototipo de hombre-masa. Y no por casualidad ni por defecto unipersonal de cada hombre de ciencia, sino porque la ciencia misma —raíz de la civilización— lo convierte automáticamente en hombre-masa, es decir, hace de él un primitivo, un bárbaro moderno.>> Ortega continúa y, líneas después de explicar que el origen de la ciencia experimental se encuentra en Galileo y su afianzamiento en Newton, dice que <<para progresar, la ciencia necesitaba que los hombres de ciencia se especializasen. Los hombres de ciencia no ella misma. La ciencia no es especialista. “Ipso facto” dejaría de ser verdadera. Ni siquiera la ciencia empírica, tomada en su integridad, es verdadera si se la separa de la matemática, de la lógica, de la filosofía. Pero el trabajo en ella sí tiene —irremisiblemente— que ser especializado>>, produciéndose un proceso de especialización en las labores de investigación que explica en parte que, <<generación tras generación, el hombre de ciencia ha ido constriñéndose, recluyéndose, en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho.>>