El bazar de las sorpresas (1940)
A saber la de veces que se abren y se cierran las puertas de la tienda del señor Matuschek (Frank Morgan), pero teniendo en cuenta que se trata de una puesta en escena de Ernst Lubitsch no podía ser de otra manera, aunque en esta ocasión habría que decir que el genio de la comedia las utilizó para que entrasen y saliesen personas corrientes y cercanas, en lugar de guardar secretos de alcoba de personajes que moran en un universo de glamour y lujo. Matuschek y Cia se reconoce como un microcosmos familiar y laboral que abre sus puertas cada mañana a las inquietudes de sus empleados (miedo al despido, vida familiar o soledad) y a las visitas de posibles clientes como Klara Novak (Margaret Sullvan), que resulta ser una agradable muchacha que no pretende adquirir ningún artículo, porque lo que ella busca es un empleo que inicialmente se le niega, pero que logra gracias a su iniciativa desesperada y a una tabaquera musical que nadie en su sano juicio compraría. El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940) se aleja de los espacios lujosos que pueblan las anteriores comedias de Lubitsch, sustituidos por ese pequeño establecimiento donde se produce el enredo entre dos almas solitarias que comparten diariamente el mismo espacio, ignorando que cada uno de ellos es el remitente de unas cartas que han idealizado. La relación tangible entre Alfred Kralik (James Stewart) y Klara Novak nada tiene que ver con la idílica, ya que en el mundo real se les observa discutir sin que ninguno sospeche que el ser de carne y hueso que rechazan pueda ser el desconocido epistolar que adoran. Pero el mismo día que iban a descubrir sus identidades Kralik es despedido como consecuencia de un malentendido, y su nueva situación de parado le aconseja no presentarse en el café donde se han citado; sin embargo el joven acude acompañado por su amigo Pitovitch (Felix Brasser), siempre escondiéndose cuando el jefe quiere una opinión, y éste descubre a través del ventanal de la cafetería que querida amiga es una réplica exacta de Klara. Indeciso, cabizbajo, pero enamorado, Alfred Kralik se presenta ante esa mujer incapaz de imaginar que es a él a quien aguarda, error que el enamorado no se atreve a aclarar. La sutileza, el ritmo y el humor de Lubitsch se apodera en todo momento de la pequeña tienda, que, salvo en tres instantes puntuales, se observa como el único escenario donde se produce el enfrentamiento entre los enamorados, así como los pequeños y cotidianos problemas que también se observan en los magníficos secundarios que habitan en ese bazar donde Kralik vuelve a ser readmitido después del intento de suicidio de Matuschek, cuando éste descubre que el amante de su esposa no es su empleado más veterano, sino su empleado más pelota, el rastrero y adulador Vadas (Joseph Schildkraut). Solventado el problema del empleo, el nuevo director de Matuschek y Cia se plantea cómo conseguir que Klara, soñadora y esperanzada con su amor secreto, se enamore de alguien como él, opuesto al sensible y culto anónimo que se ha convertido en su rival, a pesar de ser él mismo.
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