miércoles, 24 de abril de 2019

Sabotaje (1936)

El cine de Alfred Hitchcock es un magistral ejemplo de constancia y de constantes que prácticamente reaparecen en cada una de sus películas, tanto en su etapa inglesa -la misma que parece no existir para quienes solo hablan de una parte de su filmografía- como en su periodo estadounidense, el más popular y aquel en el que alcanzó su plenitud creativa. Consecuencia de dicha reiteración de ideas y temas, hubo quien dijo que el cineasta británico siempre realizaba el mismo tipo de film, distinto en su forma, pero no en su sustancia. Hay parte de verdad en ello, ya que cualquier película de Hitchcock remite a su universo personal y cinematográfico, donde descubrimos falsas identidades, mentiras, sospechas, sumisión o deseos reprimidos y nunca héroes ni heroínas, solo hombres y mujeres atrapados en sí mismos y en las situaciones que el realizador nos plantea sin dejar de introducir pinceladas de su humor y su "malicia" en muchas de las tramas. Pero sería simplificar en exceso el legado fílmico del genio del suspense, no señalar que en la mayoría de sus films asumía riesgos (formales y sustanciales), iba un paso por delante y casi nunca aburría a su público, a quien el director conquistaba una y otra vez con su exposición de intrigas tras las cuales introducía sus temas y obsesiones. Esa era su firma, no los cameos propios que formaban parte de su juego con el público, y tanto sus temas como sus obsesiones eran rasgos de su personalidad, que se imponía siempre y en Sabotaje (Sabotage, 1936) no fue diferente. Su libre adaptación de la novela Agente secreto de Joseph Conrad posee el todo hitchcockiano, y ese todo se introduce desde las fachadas externas, imágenes respetables tras las cuales se esconden interioridades ambiguas y humanas como la de Karl Anton Verloc (Oskar Homolka), un pequeño empresario que posee una sala de cine, pero en realidad sabemos desde el inicio que es un saboteador que trabaja por dinero. Él no es el único personaje que disfraza sus intenciones, sus emociones, sus deseos o sus frustraciones, cuya suma resulta la identidad que sale a relucir a lo largo de los minutos, aunque intente mantenerla alejada de quienes le rodean. También Ted (John Loder), el sargento de Scotland Yard que se hace pasar por frutero para vigilar al sospechoso, es una fachada que disimula al hombre que siente crecer su deseo por Winni (Sylvia Sidney), la insatisfecha esposa de Verloc; o el dueño de la pajarería que, en la trastienda, fabrica artefactos explosivos como quien elabora helados artesanos. El saboteador debe colocar uno de estos en la estación de metro de Picadilly, pero tiene escrúpulos para realizarlo él mismo, y sin embargo no los tiene para enviar en su lugar a Stevie (Desmond Tester), su joven cuñado y el único personaje de entidad que no se oculta tras la mentira. El niño nada sabe del contenido del paquete y camina hacia su destino entreteniéndose con el charlatán que lo usa de conejillo de indias o con el desfile militar que disfruta antes de subir al autobús y así llegar a tiempo a la estación. Ese tiempo pasa ante nosotros mediante la sucesión de planos intercalados del paquete y de los relojes que el realizador inserta para generar mayor tensión, consciente de que nosotros, su público y sus ingenuos cómplices, sabemos que el temporizador prosigue su cuenta atrás. Esto es Hitchcock cinematográfico en estado puro, aquel que juega con la imagen de personajes, con las situaciones y con el tiempo, que dosifica o intensifica para generar el suspense que, aquí, en Sabotaje, se agudiza en dos momentos que centran su atención el uno en Winnie, desencantada e insatisfecha, puede que reprimida, y el otro en su hermano Stevie, quien todavía no ha aprendido a ocultar su imagen real, quizá porque, como niño, aún se encuentre en proceso de maduración o de darle forma. La primera es un espléndido ejercicio visual que desvela el estado emocional de la chica, aquel que ella no expresa con palabras, pero que nos comunica al observar repetidas veces el cuchillo que desea clavar en su marido, después de que este le confiese su culpabilidad. El segundo, el deambular callejero de Stevie hacia su destino, intensifica el suspense y confirma que el realizador no duda a la hora de anunciarnos que no habrá final feliz para ninguno de los personajes, solo ambigüedades abiertas a las interpretaciones de quienes han aceptado ser cómplices pasivos de su propuesta cinematográfica.

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