miércoles, 13 de septiembre de 2023

El copión, por Dirk Bogarde


El título elegido para el siguiente fragmento puede deparar confusión o el chiste fácil, lo cual tampoco es extraño, ya que la relación de “copión” con “el que copia” es evidente. No obstante, no se trata de este significado, el más corriente y arriesgado en las aulas donde Bogarde quizá copiase en algún momento de su etapa escolar; pero lo dudo, ya que apenas mostró interés en la vida académica, de la que quiso escapar lo antes posible para dedicarse al teatro, medio en el que descubrió que carecía de formación cultural, educativa y literaria. Por entonces, le gustaba leer literatura de consumo, novelas que no le exigiesen esfuerzo; y así, tan contento, rechazaba a Shakespeare, Ibsen, Chéjov o George Bernard Shaw. La verdad, con esa dificultosa relación con autores teatrales que se encontraría hasta en la sopa, su futuro laboral peligraba. Por fortuna para su formación y posiblemente para su posterior carrera teatral y cinematográfica, la administración, más que el destino, deparó que entrase en el Cuerpo Real de Transmisiones, durante la II Guerra Mundial, donde descubrió su laguna intelectual y decidió empezar a llenarla con la ayuda de compañeros que poseían mayores inquietudes y conocimientos formales y literarios. Aprender no es copiar y copiar dista de ser un paso en el aprendizaje, quizá un atajo, pero este salto implica un vacío, una carencia, aunque haya quien copiando, aprenda sin aprehender —verbo que, en resumen rápido, vendría a decir algo así como comprender en plenitud un conocimiento, un significado o una idea—. Y vistos los personajes carismáticos que creó, más que interpretó, a las órdenes de Basil Dearden, Joseph Losey, Alain Resnais, Rainer Werner Fassbinder, Liliana Cavani, o Luchino Visconti, la duda de que Bogarde era un copión se disipa. ¿De dónde copiar la compleja personalidad de personajes como el triste y solitario von Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia (Morte a Venezia, Luchino Visconti, 1971)? ¿De la novela de Thomas Mann? ¿De las indicaciones de Visconti? ¿Quién podría copiar para crear a alguien así? Bogarde, no. Vivió con el personaje, es decir, durante la filmación fue el personaje y ese “ser” implica sentirlo dentro, aprehenderlo, sentir su frialdad, su soledad, su minuciosidad, y exteriorizarlo, relegándose a sí mismo a presencia testimonial, a la espera de recobrar el protagonismo de su vida. Relacionado con el cine, entre estas y otras cuestiones, Bogarde recuerda en sus memorias qué es el copión, así que será él quien lo explique*


<<El copión es simplemente eso: una primera copia.

Inevitablemente es un asunto deprimente para los no iniciados y con frecuencia para los que lo están. En general es como un pésimo conjunto de películas caseras. Las escenas están reunidas en secuencias, de modo que la “forma” se ve, pero no hay gradación de luz, de sonido, de color. No hay música de fondo, no hay títulos de crédito, no hay nada en absoluto que parezca, o se sienta, como cine.

Es algo garabateado y espasmódico que solo pueden ver quienes tienen un corazón fuerte y un verdadero conocimiento. Por eso muchos directores, con toda razón, no dejan que sus actores los vean. Los actores, en general, tienen el ego muy desarrollado. Un copión malo (y la mayor parte lo son) es suficiente para enviarlos a la orilla del río más cercano o ir por ahí gimoteando que la película es “un espanto”. Lo que quieren decir realmente es que no están satisfechos con su apariencia, con su perfil o con su actuación.

La película, que es lo que importa, se olvida. Los que se consideran a sí mismos críticos intelectuales de cine, y actualmente hay muchos de estos, probablemente se sentirían fascinados por la película, pensando que la entendían, y bautizarían el resultado de sus palabras de aprobación más frecuentes: “áspera” y “descarnada”.

Y en eso no podría culparles. Así fue como yo vi por primera vez Muerte en Venecia, una tarde a las tres en una fría sala de proyección de los estudios de Cinecittà. Visconti, sentado en una silla de lona rodeado de varios miembros de su familia, o aquellas personas que él consideraba dignas de ser testigos del descubrimiento de su obra, más unos cuantos miembros escogidos del equipo.

Hubo un discreto movimiento de princesas, una o dos condesas, tres o cuatro actores que “no” aparecían en la película, pero a los cuales honraba porque su adulación le era útil más allá de los confines del estudio. A hombres como Visconti siempre les gusta tener un pequeño escuadrón de gente “agradecida”, el pez piloto que pesca junto a la ballena. Sabía que podía contar con ellos para que hablaran muy bien de la película desde Milán, Roma y Nápoles hasta París y Londres sì hacía falta. Nunca le fallaban. Si no lo hacían, su destino era una muerte lenta por asfixia social y teatral.

No puedo recordar cómo me sentí aquella tarde cuando la última imagen pasó aleteando por los proyectores. Entumecido; de eso sí me acuerdo. Que la película tenía poder grande y curioso; que mi actuación me deprimió profundamente, que era muy hermosa a la vista. Nada más que eso.>>


*Dirk Bogarde: Un hombre ordenado. Memorias (traducción de Javier Alfaya y Bárbara McShane). Espasa-Calpe, Madrid, 1985.

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