viernes, 29 de septiembre de 2023

De Bach a McFly, y después, las prisas

En sus orígenes y siglos más tarde, el arte era para las élites; de ahí que fuese minoritario y más elaborado que cuando se hizo popular e hijo de la inmediatez y del mercado. Esto es innegable, no se trata de opinar si era mejor o peor, solo que resultaba más complejo e inaccesible para las masas. Con el paso de los años y siglos, con la democratización, industrialización y mecanización del arte se produjo un acelere que exigía inmediatez, un ejemplo lo escuchamos en la música. Si comparamos una composición de Bach con alguna de los más famosos cantantes o músicos de la actualidad, los sonidos en la mente del artista dan paso a los fabricados y filtrados por programas tecnológicos. En la música actual prima la repetición de formas hechas y de letras que reducen el mensaje y las posibilidades a su mínima expresión. En un musical, un concierto, un vídeo promocional; el vestuario, los peinados, los cuerpos, la coreografía, lenguaje corporal que se supone se adaptada a la música que la inspira, parecen imponerse. ¿Se pretende hacer de la música algo visual? ¿Quizá porque la vista sea el sentido de lo inmediato? Es el que tenemos más desarrollado, al que más atención prestamos. Así alguien asegura que una imagen vale más que mil palabras. ¿Seguro? ¿O no deja de ser un tópico y, como tal, ni siquiera una verdad a medias?

La sospecha me puede, pero no la de si hoy un “meme” cualquiera tiene más lectores que Guerra y paz, de eso no tengo duda, sino si cualquier imagen de memos vale más que mil palabras de Tolstoi o de tantos otros. Divago, y mi tiempo me ha costado. Pero ya no parece haber tiempo para la creatividad musical de quien escucha, siente, reflexiona la música que luego germina y da su fruto maduro y jugoso que se saborea sin engullir, disfrutando las notas que ya no lo son. Son la milagrosa combinación artística que suena dentro del artista y despierta la sensibilidad del oyente cuando este lo escucha, incluso con los ojos cerrados. De ese ejercicio de pausa, que permite indagar en el fondo y las formas musicales, en sus posibilidades, sale la idea sobre la que, una y otra vez, un artista como Bach o Beethoven trabajarán hasta dar con su obra, entregados en cuerpo y alma a ella.

En la época de Bach, previa al romanticismo, existía en la música una intención más allá de las ventas —estas carecían de importancia, pues ningún músico pretendía tener un avión privado ni millones de fanáticos que quisieran un hijo o una abuela suya—. Había emoción en la composición; un tipo como Johann Sebastian Bach no buscaba irrumpir en un mercado y llevárselo de calle. De hecho, a Bach, aunque venerado en su época dentro de un pequeño círculo, se le conoce desde el siglo XIX, cuando Mendelssohn lo redescubre para la posteridad. Sin embargo, en la época de los “Dj”, raperos, traperos y demás a quienes también respeto, pero con quienes no comulgo musicalmente hablando, la música busca y prioriza frases pegadizas, compuestas por tres o cuatro palabras, incluso habrá quien las estire hasta cinco y seis, que su público pueda repetir aunque no las sienta. ¿O les hace sentir? He de suponer que sí, también a quien le hace sentir ganas de salir pitando de donde suenen voces y un ritmo insistente que ya apenas se distingue de otro. En la música actual, la que se consume como churros los domingos y fiestas de no guardar, que para algo son fiesta y hay que gastarlas, no existe lugar ni tiempo para lo sublime: el elevar la creatividad y dejarla volar, quizá en un vuelo que se estrelle, que en la colisión también puede existir arte, o que alcance horizontes de comunión entre la corporeidad de las formas y lo que trasciende a los sentidos. Hay una constante hoy, la de bombardear al público para que este consuma sin exigencia aparente, una constante que quizá provoque que ya ni siquiera se pueda hablar de un tipo de música que exprese el alma de un grupo o de un individuo. Que, en cualquiera de los casos, hable universal, que hable y emocione a la interioridad más profunda; allí donde arte e individuo conectan y se produce el conflicto y comunión entre lo tangible y lo inasible, digamos que en musica sería un instante que acerca lo sensorial a lo emocional.

El fenómeno de inmediatez no es exclusivo del hoy, empezó antes. Una prueba es el rock, nacido más o menos en la década de 1950, de una combinación de distintos ritmos y expulsado al mundo por la necesidad juvenil de rebelarse. En aquel momento, el sentido era distanciarse de la apatía y conformismo de sus mayores; crear un lenguaje musical propio, pero, aparte de esa intención y de que sus ritmos fuesen ruidosos y pegadizos, sencillos de recordar y de acompañar con bailes, ¿qué? Pregunten a Marty McFly, un adolescente de los ochenta, que fue uno de sus inspiradores; y ya sabemos qué pasó con la música, el cine y otros medios en esa década tan recordada en la actualidad —los grandes consumistas de hoy, éramos los niños y los adolescentes entonces—. Pero Marty regresó al futuro, después de que su viaje al pasado originase un sonido que ya denotaba prisa y que hoy es un clásico en la historia de la música. Apuntaba hacia esa necesidad de reducir las notas, apurar las voces y acompañar con bailes que, años después, derivarían en los pasos discotequeros que Manero se marca en su fuga de la realidad —y que tanto éxito habrían de proporcionar a Travolta—. Finalmente, es cuestión de gustos, personalmente, soy de barra más que de pista, el rock me gusta, igual que el jazz o las partituras de Ennio Morricone, Miklós Rózsa, Nino Rota y otros grandes compositores de cine —obviamente, la música hecha para el cine también ha sufrido su transformación desde los tiempos de Serguéi Prokófiev a los de Hans Zimmer—; pero, por supuesto, también es una cuestión de educación y de sensibilidad artísticas (pictórica, musical, literaria, cinematográfica, arquitectónica,…).



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