miércoles, 27 de febrero de 2019

Contrabando (1958)


La secuencia que abre Contrabando (The Lineup, 1958) resulta tan contundente y efectiva como el estilo expositivo de Don Siegel, cuya narrativa, veloz, sencilla y precisa, supera carencias presupuestarias y la imposición de Columbia Pictures de conceder importancia a la pareja de agentes de policía que investiga las muertes de un compañero y del falso taxista que lo atropelló, en su intento de huir con una maleta robada en el puerto de San Francisco. Dicha imposición encuentra sus motivos en el éxito de la serie de la CBS The Lineup (1954-1960) de la que Contrabando asume el título original y los personajes interpretados por Warner Anderson y Marshall Reed, en no defraudar a posibles admiradores del serial televisivo creado por Lawrence L. Klee y así asegurarse fidelidad en la taquilla. De modo que los responsables del estudio insistieron en la presencia de la investigación policial (temática de la serie de la cual Siegel había dirigido su episodio piloto). Sin embargo, el artífice de la magistral La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1955) apenas dedica veinte minutos de metraje a las pesquisas policiales, que sintetiza en sucesión de pistas, aparición de un par de cadáveres o rueda de sospechosos, sin detenerse más de lo necesario en los encargados del caso. Este distanciamiento desaparece cuando el realizador se centra en la pareja que conocemos en el avión que aterriza en San Francisco, ciudad donde se desarrolla la acción y donde descubrimos que se trata de dos individuos contratados por "el hombre" (Vaughn Taylor), el misterioso jefe de la organización de narcotraficantes, para que recuperen las figuras donde se oculta la heroína que ciudadanos libres de toda sospecha introducen sin ser conscientes de ser mulas, escogidas justamente por ser corrientes, por no tener ningún antecedente y porque no se imaginan que las figuras que les venden en el extranjero contienen droga. En definitiva, son víctimas y más lo serán cuando Dancer (Eli Wallach) y Julian (Robert Keith) los busquen para recuperar la sustancia con la que trafica el desconocido que les paga. Pero tampoco esto es lo más interesante del film, ya que su esencia la encontramos en la sencillez empleada por Siegel para ofrecernos una relación inusual entre sicarios, una relación que no es de iguales, sino la de un mentor, más bien un asesor de imagen, y la del asesino a quien enseña modales e intenta insistir en que piense antes de apretar el gatillo. No existe más relación entre ellos, no son amigos y, salvo que ambos visten traje, corbata y sombrero, no guardan aspectos comunes. Julian es un hombre maduro que supera los cincuenta, Dancer es joven, el primero piensa, el segundo actúa según sus incontrolables impulsos homicidas, pues, como bien define su compañero, estamos tratando con <<un psicópata sin escrúpulos>> y un <<adicto al odio>>. La personalidad del asesino provoca la mayoría de los brotes de violencia que salpican esta magistral, trepidante y sencilla propuesta que se encuentra entre lo mejor del cine de Siegel, por su precisión descriptiva, tanto de los personajes como de las situaciones que se producen. Cuanto observamos en la pantalla funciona, no hay un momento en el que el film pierda interés, además, alcanza momentos tan contundentes e impactantes como la primera escena, la persecución final por una autopista inacabada y en construcción o aquella en la que descubrimos la identidad de "el hombre" al tiempo que lo hace Dancer, en una escena que se resuelve de la única manera posible, con tensión y con la explosión de violencia del asesino ante la amenaza de quien le asegura que <<estás muerto>>.

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