viernes, 22 de febrero de 2019

Días de gloria (1944)


Vista hoy, Días de gloria (Days of Glory, 1944) presenta varias curiosidades que pueden llamar la atención, entre ellas el protagonismo de Gregory Peck, en su primera (y pudo ser la última) aparición en la pantalla, y que Jacques Tourneur abandonaba el terror sugerido en La mujer pantera (Cat People, 1942), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943) para manejar mayor presupuesto y tiempo de rodaje en un film de propaganda bélica escrito y producido por Casey Robinson para RKO. Pero, quizá, la mayor curiosidad del film resida en devolverla al momento histórico de su filmación, un tiempo de guerra que exigía a Estados Unidos y a la Unión Soviética compartir intereses, enemigos y objetivos comunes, pues aquel instante de excepción, impensable antes y después del conflicto armado, fue indispensable para que el protagonismo de la película recayese en un grupo de partisanos soviéticos. Aunque a nadie escapa que, más allá de los nombres de los protagonistas y de ubicar la historia en espacio soviético, la nacionalidad de los guerrilleros y el lugar concreto carecen de relevancia significativa, y daría lo mismo que fuesen franceses, belgas o griegos, ya que el verdadero protagonista de las imágenes es la propaganda que se decanta por resaltar el sacrificio y la heroicidad de los hombres y las mujeres que, sea cual sea su origen nacional, combaten por liberar los territorios ocupados por el invasor alemán. Por aquel entonces, este tipo de producciones era frecuente en Hollywood y, como parte de su gestación, Días de gloria abusa de tópicos del cine de propaganda, presentes en el título o audibles en la introducción realizada por el narrador a quien solo oímos. Por otra parte, nos encontramos con el exceso melodramático que acompaña al inevitable romance de Nina (Tamara Toumanova) y Vladimir (Gregory Peck), pero ni esto ni aquello impiden que Días de gloria brille en su intimidad, en aquellas imágenes que apuntan las miradas de Yelena (Maria Palmer), que silencia su amor por su comandante o su desencanto vital al comprender que ya no tiene lugar en el corazón de aquel a quien ama, la paulatina integración grupal de Nina, inicialmente ajena a la guerra y al núcleo guerrillero, o las responsabilidades y las decisiones que, como líder, Vladimir debe asumir aunque le generen conflictos que guarda para sí. Es en ese espacio íntimo y sombrío, lejano de la propaganda superficial, que no se exterioriza verbalmente, y tan querido por Tourneur, donde surge la humanidad de esa familia a la fuerza, que vive y lucha unida contra el invasor que obligó a cada uno de sus miembros a abandonar sueños y existencias pasadas, condenándoles a vivir un presente incierto durante el cual se esconden entre los árboles y habitan el sótano del antiguo monasterio en ruinas donde comparten los escasos alimentos, la amenaza enemiga, la lucha de guerrilla, la esperanza de liberar a su país y otras circunstancias que forman parte de una cotidianidad en la que inevitablemente la muerte ocupa un lugar privilegiado.

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