sábado, 16 de febrero de 2019

Maximilian Kolbe (1991)

 El cine o la literatura son ideales para crear e imaginar héroes y villanos, la mayoría de linealidad imposible, y la realidad lo es para las personas de carne y hueso, con condicionantes, claroscuros, contradicciones y con actos que, en ocasiones, sobresalen de lo rutinario para, quizá fruto del azar o de decisiones puntuales, alcanzar el grado de extraordinario, excepción que escapa a la cotidianidad y a la comprensión de quienes observan, escuchan o descubren los resultados y tienden a simplificarlos o a mitificarlos. Esto me plantea si mitificar es una necesidad humana que permite evadirse de uno mismo, fantasear y admirar aquello que por diferentes motivos o elecciones ese mismo uno lo vive a través de las distintas vías que lo dan a conocer, entre ellas el cine o la literatura, dos medios de expresión que han sabido elaborar entretenimiento a partir de hechos concretos, en algunos casos excepcionales, en otros no tanto, de vidas reales que se simplifican y se exhiben ante nosotros desde la mezcla de ficciones y supuestas verdades, una mezcolanza que nos conduce hacia donde pretenden los responsables de biográficas que, sin otro objetivo, dramatizan y alaban la vida y obra de los retratados. Esta no es la finalidad de Krzysztof Zanussi en su Maximilian Kolbe (Zycle za zycle. Maksimilian Kolbe, 1991), pues ni realiza ni pretende una loa del franciscano que da título al film. El cineasta polaco reflexiona sobre dos elecciones que, si bien se antojan opuestas, no pueden juzgarse la una mejor, ni más humana ni heroica, que la otra, y no pueden porque el espacio donde se producen imposibilita cualquier juicio moral sobre las mismas. ¿Es Kolbe un héroe y un santo? ¿Pudo escoger y si lo hizo, fue desinteresado? ¿Es Jan egoísta y culpable de realizar un acto censurable? ¿Tenía otra elección? Por un lado, la fuga de Jan (Christoph Waltz) de Auschwitz, por el otro, el sacrificio en ese mismo campo asumido por Maximilian Kolbe (Edward Zentara) sirven al cineasta polaco para analizar el complejo de culpabilidad del primero y la excepcionalidad del acto del segundo, pero sobre todo nos aproxima a la decisión de Jan, y cómo le afecta durante el resto de su existencia, una elección que habría que calificar de impulso, aquel que nace de su instinto de supervivencia -en un momento concreto que conlleva una acción que bien podría ser la única posible- en el infierno de Auschwitz. Su fuga no es premeditada, surge como consecuencia del accidente en el que se ve enterrado vivo, un derrumbamiento del cual se recupera para descubrir que a su alrededor no hay nadie, ni carceleros ni presos. Es su oportunidad para escapar y vivir, al menos de tener la esperanza de hacerlo en un momento en el que esta han dejado de existir, de modo que es su necesidad de sobrevivir la que lo empuja, sin pensar o no querer (ni poder) detenerse en las consecuencias que su humanidad acarreará a sus compañeros de bloque. Cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo, sin embargo cuando conoce la noticia de que un religioso entregó su vida a cambio de la de uno de los diez seleccionados al bunker de la muerte, la curiosidad y el remordimiento parecen adueñarse de Jan. Así inicia su reconstrucción de los hechos, necesita comprender por qué Maximilian Kolbe hizo lo que hizo, o si es verdad que lo hizo, pues duda de que un gesto desinteresado de tal magnitud pueda darse en el campo de la muerte. A lo largo del periodo que comprende desde 1941, momento de la huida, hasta 1971, cuando Jan ve en la televisión la beatificación de Kolbe, Zanussi indaga en la figura del clérigo a partir de la mirada de Jan, de sus pesquisas, de las entrevistas que mantiene con aquellos testigos que puedan arrojar algo de luz sobre la personalidad del franciscano y sobre la verdad de los hechos que se produjeron tras la evasión. Quizá lo haga para poder encontrarse a sí mismo o quizá para perdonarse, comprender y aceptar que su decisión fue la única posible en un momento y en un espacio de sinrazón. Pero Jan siente vergüenza, por ello no confiesa que él fue el preso por quien murieron diez, también siente la culpabilidad del superviviente y el complejo de culpa inherente al catolicismo, aunque, en realidad, su decisión no fue ni buena ni mala, solo fue material y eligió la vida, mientras que la del religioso fue espiritual, dictada por la fe que asumió en aquel momento puntual de su niñez que Zanussi expone en una de las breves y numerosas analepsis que introduce a través de conversaciones y evocaciones.

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