Su labor de censor cinematográfico durante la dictadura franquista y las diversas adaptaciones cinematográficas que de su obra literaria realizaron entre otros Edgar Neville, Rafael Gil, Antonio Román o Fernando Fernán Gómez, confirman la estrecha vinculación que Wenceslao Fernández Flórez mantuvo con el cine, como también confirman la admiración y la influencia que su narrativa despertó entre los cineastas españoles antes y después de la Guerra Civil. Basada en su relato El fantasma, el escritor coruñés escribió los diálogos y el argumento que José Luis Sáenz de Heredia guionizó y dirigió dando forma a una ingeniosa y ágil comedia que se distanciaba de la propaganda ideológica —Raza (1941)— y de la seriedad melodramática —El escándalo (1943)— de los títulos que lo habían aupado a una posición de privilegio dentro de la cinematografía española de la época. Fantasiosa y moralista en su mensaje, como tantas comedias de aquel entonces El destino se disculpa también asume influencias del cine de Ernst Lubitsch y de René Clair para desarrollar su trama, que se abre en la oscuridad de un parque donde la cámara pilla infraganti a un caballero solitario que, tras ser descubierto, deja de pegar carteles en los árboles para presentarse al público. Es el Destino (Nicolás Perchicot), o eso asegura antes de exponer que él nada tiene que ver con el mal uso que los humanos hacen del libre albedrío.
Este personaje, a quien los hombres y las mujeres culpan de sus propias decisiones y de las diversas casualidades, se queja de expresiones del tipo <<maldito mi sino>> o <<qué negro destino>> antes de negar su falta de implicación en los hechos que afectan a los individuos. Para demostrar su inocencia relata la historia de Ramiro Arnal (Rafael Durán), un joven dramaturgo y poeta aficionado que triunfa en su pueblo natal con la obra teatral protagonizada por su inseparable Teófilo (impagable Fernán Gómez, tanto en su presencia como en su ausencia corpórea). Los aplausos y las adulaciones inflan su vanidad al tiempo que lo empujan a buscar fama y fortuna en Madrid, en compañía de su hermana Benita (Milagros Leal) y de su fiel amigo. Pero en la capital las casualidades le niegan el éxito literario y lo convencen de que cuanto le ocurre es obra de ese destino que interrumpe su relato para recalcar que ni la falta de sentido común ni la toma de decisiones son cosa suya. El sino asegura que no es responsable de los sucesos que marcan el devenir del poeta: su accidental empleo, su aparente enamoramiento de Elena (Mary Lamar), su ceguera —tanto en los negocios como en el amor— o la promesa que exige a su compañero de fatigas —el primero en fallecer regresará del más allá (si es que existe) para evitar los errores de quien sobreviva. Reacio a cuestiones esotéricas, el bueno de Teófilo acepta de mala gana, sin saber que su muerte es inminente y con ella el cumplimiento de lo pactado. Su regreso en forma de percha, para advertir a su amigo que Elena le hará infeliz, precede a su quijotesca figura para prevenir a quien no le escucha contra Quintana, el pícaro timador interpretado por el indispensable Manolo Morán —en un personaje que antecedente en verborrea al promotor que daría vida en ¡Bienvenido Mister Marshall! (Luis García Berlanga, 1952)—, pero ninguna de sus advertencias son escuchadas por Ramiro, cuya vanidad y la adulación de Quintana lo convierten en una marioneta, aunque no del destino. Como suele ser habitual en las comedias, son los secundarios quienes aportan las mayores dosis de humor a El destino se disculpan, una película que destaca por su fluidez y por los trucajes, obra del operador alemán Hans Scheb, que dan credibilidad y comicidad a las apariciones de ese amigo fallecido en quien recaen los momentos más delirantes y fantasiosos de este clásico del cine español.