Deliciosamente tontos (1943)
Durante los primeros años de posguerra la distribuidora y productora valenciana CIFESA se convirtió en la más importante de España. Sus buenas relaciones con el régimen franquista, su visión comercial (priorizaba cine popular) y su intención de imitar al sistema de estudios hollywoodiense, fueron algunas de las causas que permitieron su auge y su asentamiento durante los años que siguieron al conflicto civil español. En su seno se rodaron comedias amables, vacías de contenido y de cualquier intención que no fuera la de entretener sin alejarse de la moral dominante, similares a las "comedias de teléfono blanco" rodadas en Italia durante el periodo fascista, y cine bélico de propaganda, muy típico por aquel entonces. Años después, hacia finales de la década de 1940, llegaría el boom del cine "histórico" de cartón piedra y, ya en los sesenta, la desaparición de la empresa. A diferencia de otras compañías cinematográficas españolas, la valenciana pretendía ser una especie de "major nacional" y para ello contó con una nómina estable tanto de técnicos como de cineastas, entre estos últimos se contaban Juan de Orduña, Rafael Gil, quizá los dos realizadores más sobresalientes del estudio, Ignacio F. Iquino, Gonzalo Delgrás o Luis Marquina, y también se contrató a actores y a actrices en un intento de crear un star system autóctono. En un primer momento, destacaron Alfredo Mayo y Amparo Rivelles, y quizá no sea exagerado decir que se convirtieron en los rostros cinematográficos más populares de la época. Ambos coincidieron en varias producciones CIFESA, entre ellas Deliciosamente tontos (1943), una comedia de enredo igual de vacía de crítica que sus contemporáneas rodadas en la España de entonces; y como aquellas rehuye la realidad del momento para adentrarse en un mundo irreal que, salvando las distancias, recuerda a los elegantes ambientes de la screwball comedy, aunque desde una perspectiva ingenua que borra o minimiza posibles lecturas maliciosas. Esta circunstancia provoca que el film de Juan de Orduña solo sea una comedia de equívocos que fluye ágil desde las notas de humor que aportan sus personajes secundarios y desde la confusión generada por la decisión de su protagonista masculino, que se hace pasar por otro para conquistar a su mujer, una joven con quien se ha casado por poderes y a quien solo ha visto en una fotografía.
La historia de Deliciosamente tontos se inicia en Cuba cien años antes, cuando se produce el fallecimiento de un familiar y el notario interpretado por Paco Martínez Soria (en un registro cómico que ya anuncia aquel que le haría famoso en la década de 1960) reúne a una Espinosa y a un Acebedo para proceder a la lectura del testamento del finado. Ambos escuchan de voz del notario que si contraen matrimonio la herencia de veinte millones de reales de plata será suya, en caso contrario, permanecerá en un banco durante una centuria a la espera de que sus descendientes sí lo hagan, concluido el plazo el dinero se destinará a obras de caridad. Tras renegar de la fortuna por romanticismo, la trama se traslada al presente, a la mansión de los Espinosa, donde, a parte de comprender que su situación económica es desesperante, se escucha al tío José (Alberto Romea) apurar a su sobrina (Amparo Rivelles) para que se case con alguno de los descendientes Acebedo, aunque María no está por la labor, ya que ninguno de los rostros de los posibles candidatos le resultan atractivos. Así, pues, se aferra al único que todavía no le ha enviado su retrato, porque le agrada la idea de que sea campeón de natación, ya que, en la mente de la joven, el ser deportista resulta una buena señal y un aliciente para aceptar el compromiso. Mientras tanto, en Madrid, Ernesto Acebedo (Alfredo Mayo) disfruta de la lectura de Romeo y Julieta, a cuya conclusión le comenta a Dimas (Fernando Freyre de Andrade), su ayuda de cámara, que los enamorados de Verona eran <<deliciosamente tontos>>. Con esta expresión y con dicha lectura se pretende confirmar que se trata de un romántico empedernido, lo cual lo opone a María, cuyos sentimientos amorosos quedan relegados a un segundo plano ante las reiteradas peticiones de su tío y ante los millones de la herencia que se encuentra a punto de caducar. A partir de este planteamiento la comedia de Orduña pretende desenfado y comicidad —sin la ironía satírica que llegaría en la década siguiente con el dúo Bardem-Berlanga y Esa pareja feliz (1951)— y hay momentos en los que consigue ambos, al crear la situación en la que el matrimonio coincide en el barco que traslada a María a España. En el lujoso transatlántico se enamora de Ernesto, aunque cree que se trata de un tal Dimas González, lo cual, de confirmarse el romance en alta mar, habría creado una situación bochornosa para la moralidad de la época. Sin embargo, a pesar de sus sentimientos, María rechaza al galán y se mantiene en sus trece de que será fiel a un marido a quien ni conoce ni ha quien quiere, lo que depara la decisión de Acebedo de eliminar a su rival mediante un telegrama en el que se anuncia su fallecimiento. Este óbito aumenta el enredo, ya que no tardan en caer las sospechas sobre su implicación en un accidente que el capitán del navío (Faustino Bretaño) interpreta como el asesinato ordenado por Dimas-Ernesto para hacerse con la fortuna recién heredada por la joven.
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