Historias de la radio (1955)
La
necesidad de dinero se desvela como el motor de los episodios que
componen Historias
de la radio,
sin que en ninguno de ellos se profundice en los entresijos del mundo
de las ondas a las que alude el film; a decir verdad, la radio solo es el nexo de unión y la excusa para desarrollar los capítulos que componen esta película que, si bien carece de la acidez de las comedias realizadas por Luis García Berlanga durante aquellos años, resulta una interesante muestra de la España de la época. El tono dulzón que se observa en la mayor parte
de su metraje no impide descubrir la imagen de un país dominado por la
tradición, evidentemente conservadora, donde la radio se había
convertido en parte de las vidas diarias de una población que
disfrutaba con los concursos, las radionovelas o los informativos
marcados por los dictámenes de la época. Historias
de la radio se
divide en tres episodios que se enlazan mediante la relación
personal de dos presentadores radiofónicos: Gabriel (Francisco
Rabal)
y Carmen (Margarita
Andrey),
cuya presencia resulta meramente testimonial, ya que apenas se hace
un ligero esbozo de su situación. La primera historia, quizá la
mejor y la menos condescendiente, se centra en un inventor (José
Isbert)
obligado a caracterizarse de esquimal, con trineo y perro incluido,
para conseguir las tres mil pesetas que el concurso radiofónico
piensa regalar al primer disfrazado que se presente en el estudio.
Así pues, la idea del dinero y la necesidad mueven a este esquimal
de pega, también son fundamentales para su determinación y su humillación, porque, si por él fuera, mandaría a paseo a la emisora y a esas galletas que
de tanto publicitarse acaban por resultar empalagosas. Tras sufrir lo
indecible, el lapón hispano logra su objetivo, pero con la mala
fortuna de llegar segundo y descubrir que el premio acaba de ser
entregado a un individuo que ha preferido la rapidez al estilismo
polar. Aún así, después de que los presentes se rían a su costa, en un acto de generosidad, el presentador le entrega de su propio bolsillo la
cantidad necesaria para que patente el pistón que ha desarrollado
con la colaboración de su socio (José
Orjas).
Y así, felizmente, José Luis Sáenz de Heredia pasó
al siguiente episodio, aunque no sin antes visitar de manera fugaz a los jóvenes
enamorados. El segundo hecho descubre a un individuo (Ángel
de Andrés)
que duda en descolgar el teléfono, obviamente se comprende que no se
trata del propietario de la casa, sino de un ladrón que se ha colado
allí para robar, para qué si no. Éste caco por necesidad acaba
contestando la llamada y escucha como el tal Gabriel le ofrece 2000
pesetas si se presenta en la emisora acreditando ser el propietario
del inmueble, cuestión que le obliga a ir en busca del verdadero
dueño (José
María Lado)
y proponerle que le acompañe al estudio. Por si fuera poco, resulta
que el ladrón es inquilino de su víctima, y a su vez éste es
verdugo de aquel, pues se muestra inflexible ante los problemas de
ese hombre que se ha visto obligado a robar para pagar el alquiler;
pero el poder del dinero hace amigos allí donde no hay más que
ambición y el casero acepta la propuesta. Hacia la conclusión de la
historia se descubre que ambos son tan buenos que llegan a un
entendimiento idílico gestado en una iglesia donde el cura (Pedro
Porcel)
actúa como mediador. En todo momento se tiene la sensación de
observar un film condescendiente que muestra a los personajes desde
una perspectiva amable y a la radio como centro de caridad donde se
reparte felicidad y buenos sentimientos. En el tercer episodio la
bondad y el orgullo patrio son los detonantes para poner en marcha la
recolecta que reúna los fondos necesarios para sufragar el viaje del
niño (Carlos
Acevedo)
que debe ser enviado a Estocolmo para su operación. Por desgracia la
generosidad del pueblo no resulta suficiente y el maestro Don Anselmo
(Alberto
Romea),
muy a su pesar, acepta participar en un programa donde debe responder
correctamente a las preguntas si pretende doblar los beneficios, y de
ese modo conseguir el dinero que falta para el viaje del muchacho.
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