Barbarroja (1965)
Después de quince películas en común, algunas de las cuales son obras maestras del cine mundial, Barbarroja (Akahige, 1965) fue la última colaboración entre Akira Kurosawa y Toshirô Mifune, lo que significó un punto de inflexión en sus carreras artísticas, ya que, salvo contadas excepciones, el carismático actor no volvería a brillar del modo en el que lo hizo en las producciones dirigidas por Kurosawa, quien, a su vez, vio como pasaba de ser el cineasta más importante de Japón a vivir una situación crítica de la que, por fortuna, pudo recuperarse para seguir dando muestras de su sobrado talento cinematográfico. Ese mismo talento lo empleó para dar forma a esta historia que se ubica en el Japón del siglo XIX, aunque podría desarrollarse en cualquier tiempo y en cualquier lugar, al tratarse de una película de aprendizaje y de concienciación que traspasa las fronteras geográficas y temporales. En este drama, en el que invirtieron más de dos años de trabajo, Akira Kurosawa realizó un sincero y emotivo recorrido por el alma humana, que tiene como escenario visible el interior de una clínica donde se atienden a las clases menos favorecidas, víctimas propicias para las enfermedades del cuerpo y del espíritu. La situación que allí se vive, tan real para el personaje de Mifune, pasa desapercibida para quien no desea mirar, porque o le resulta más cómodo permanecer en la ignorancia o no tiene que ver con sus intereses inmediatos, como inicialmente le ocurre al joven y ambicioso doctor Yasumoto (Yüzô Kayama), a quien, en contra de sus deseos, se destina al centro dirigido por el doctor Niide (Toshirô Mifune), apodado Barbarroja. Pero, como consecuencia de su inevitable interacción con el medio, y sin necesidad de ser forzado por el cineasta, se produce un cambio paulatino similar a la transformación sufrida por el protagonista de Vivir (Ikiru, 1952).
Cuando el novato llega al centro médico tanto su comportamiento como sus palabras delatan su ambición y su deseo de convertirse en el médico del shogun, idea que le domina cuando se entrevista con Niide, quien le contradice y lo contraría al informarle de que trabajará a su lado. Los primeros días en la clínica muestran el desencanto, la rabia y el enfado del joven, quien levanta a un muro que separa su interior de su entorno, negándose a vestir la bata de doctor o a mantener una relación cordial con el resto del personal. Su postura denota una actitud caprichosa, egoísta y ajena al dolor que le rodea. Sin embargo, a lo largo de su estancia en ese espacio de sufrimiento, observa como su superior, a quien ha juzgado a la ligera, no solo intenta sanar cuerpos, sino que también intenta recomponer las almas rotas de muchos de sus pacientes. Yasumoto no descubre en Niide la ambición por una recompensa material, solo su entrega desinteresada por esos pacientes que recuerdan sus tragedias mientras sufren dolor y muerte. El entorno supera al recién llegado, aunque también propicia su nuevo enfoque existencial, más real, cercano y humano que el mostrado hasta entonces, sobre todo gracias a la sinceridad de Barbarroja, sensibilizado con quienes sufren la imposibilidad o las dolencias de la soledad como las que padece el aprendiz. De tal manera el joven observa el medio desde el rechazo inicial hasta la implicación que asume cuando deja de compadecerse de su situación y comprende que sus conocimientos y su presencia en el hospital deben ser empleados para ayudar a quienes los precisan, momento en el cual el aprendizaje da paso a su elección personal y profesional, más satisfactoria que la fama y el dinero que pretendía al inicio del film.
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