viernes, 24 de mayo de 2024

A propósito de Schmidt (2002)

Si uno se atiene a su origen etimológico, la jubilación, del latín “jubilare”, debería ser un momento de desbordante alegría. Literalmente, el jubilado debería saltar y lanzar gritos de alegría por su nueva situación. Sin embargo, no todos viven ese instante como una liberación alegre que le posibilitará, más tarde que temprano, el acceso a su tiempo, el cual, hasta entonces, no le había pertenecido por entero. Para muchas personas que llegan a la edad de verse obligadas a dejar de laborar, no es un instante festivo; incluso puede resultar lo contrario y ser un momento terrible, así parece vivirlo el inolvidable Umberto D. En ocasiones, la jubilación despierta a un periodo que obliga a enfrentarse a sí mismo, entre otras realidades —la monetaria, la afectiva o la vejez que llama— que hasta entonces han sido acalladas o han pasado desapercibidas en una vida dedicada al mismo trabajo, al mismo horario, a la misma rutina. En la celebración de su jubilación, Schmidt (Jack Nicholson) ya se descubre sin saber quién es. Así, recién jubilado, no sabe qué hacer con su tiempo libre, pues “libre” es el adjetivo correcto para calificar el ahora que se presenta ante él, exclusivamente para él, con todo lo que esto implica. Sus horas ya no pertenecen a la empresa de seguros que le sustituye por una pieza más joven, ni las comparte con alguien, puesto que se descubre sin nadie a quien hablar ni escuchar. Aunque a él parece gustarle más hablar y hacernos llegar sus sensaciones a través de sus cartas a Ndugu. Schmidt es el héroe triste, envejecido, aislado, desorientado de esta tragicomedia de Alexander Payne, que adapta la novela de Louis Begley y la lleva a su terreno, a uno por donde, a partir de este tercer largometraje, transita lo mejor de su cine.

En sus anteriores películas, Payne se había decantado por la sátira en Ruth, una chica sorprendente (Citizen Ruth, 1996) y Election (1999), pero en A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002) daba un paso importante y se descubría empeñado y entregado cinematográficamente a la labor de humanizar y acercar sus crónicas de Nebraska, su estado natal, donde ubica sus historias, a un nivel más íntimo e intimista. Allí, en la ciudad de Omaha, inicia el recorrido de Schmidt y de otros personajes suyos que buscan y se buscan para dejar atrás la soledad, el miedo y la ira que les genera el sentirse aislados y la sensación de derrota vital que, a lo largo de los años, se ha ido convirtiendo en su silenciosa compañera de viaje. La descubre ahí, dentro de sí, cuando su pequeño mundo cambia con su jubilación y con la repentina muerte de Helen (June Squibb), con quien compartió cuarenta y dos años de su vida. Pero quizá el verbo “compartir” sea excesivo para explicar la relación entre dos personajes que cohabitan bajo el mismo techo, pero que semejan distantes; tal vez dos extraños que se acostumbraron el uno a otro. Lo cierto es que Schmidt se encuentra en una situación que le desorienta y que agudiza su soledad. La muerte de Helen deja un enorme hueco en su vida; el duelo por la pérdida es evidente, a pesar de las dudas que había mostrado respecto a la mujer a quien últimamente empezaba a considerar una extraña, y quizá fuese cierto, como apuntan las cartas que descubren que ella había mantenido una relación con su mejor amigo. A propósito de Schmidt responde sobre ese personaje, nos lo acerca a través de las imágenes y de la voz de sus cartas a Ndugu, el niño al que apadrina y al que escribe para su desahogo y nuestra comprensión de su interioridad, pues, ante todo, el viaje propuesto por Payne es uno al interior humano, al pensamiento y el sentimiento, a las sensaciones de un solitario al que le duele serlo…



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