jueves, 23 de mayo de 2024

Banquete de bodas (1956)

Durante las décadas anteriores, la MGM se había decantado por la evasión y el trasladar sus historias a lugares fantasiosos, incluso los que respondían a lugares reales sonaban a ensoñación. La empresa fundada por Marcus Loew y dirigida por Louis B. Mayer apostaba por el glamour, las estrellas, la superficialidad de las historias y los finales felices, incluso en el drama todo sonaba hueco y feliz. Era un modo de atraer al público, al que apartaba de la realidad mundana, al menos de aquella que pudiese generarle pesadumbre y malestar, y, por lo general, prescindía en sus producciones de cualquier atisbo de realismo. El estudio ofrecía a su público la posibilidad de evadirse y soñar ser un detective elegante e infalible a lo Philo Vance, pasear por Oz o cantar bajo la lluvia, cuando no acompañar a Tarzán por la jungla, ladrar junto a Lassie o sufrir un subidón de azúcar en las películas con el “angelical” Mickey Rooney o la jovencita Elizabeth Taylor. Los jóvenes estadounidenses de posguerra ya no querían más de aquellos terrones ni orquestas como la mítica de Benny Goodman. Los adultos preferían quedarse en casa, escuchando el swing de Goodman, los más nostálgicos la música de Glenn Miller Band, o viendo la tele, en lugar de acudir al cine, quizá porque lo que les ofrecían las pantallas era más de lo que ya habían visto en su juventud. Por entonces, en Italia el neorrealismo pegaba fuerte. Los cineastas y guionistas italianos miraban la realidad de la posguerra y decidieron reflejarla en pantalla; además, era más barato filmar sobre el terreno y con repartos no profesionales. Lo cierto es que el cine italiano de posguerra humanizó sus historias, sus espacios y a sus personajes; mostraba el rostro menos atractivo, a veces el más triste y otras, incluso, el esperanzado. Aquella “moda” no pasó desapercibida y otros lugares se dejaron influir por ella. Incluso Hollywood miró entonces la realidad cotidiana de hombres, mujeres y demás familia; aunque antes lo hiciese Broadway, que solía ser más liberal y progresista que los estudios cinematográficos en manos de magnates un tanto reacios a los cambios que no fuesen propuestos por ellos mismos. En cierto sentido, podría decirse que la MGM era la más escapista de las major y, posiblemente, la que menor libertad creativa ofrecía a sus cineastas. Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, la década de 1950 llegaba dispuesta a cambiar el juego de Hollywood.

Todo cambio conlleva un periodo de adaptación, se supone, del que se saldrá reforzado o perjudicado, quizá ambas. La industria cinematográfica se adentraba en ese momento en su propia guerra fría, bajo la amenaza de la televisión, de la caza de brujas, de la sentencia que liberaba la distribución y exhibición, de las estrellas que apostaron por crear sus propias profuctoras, y de una juventud que, en gustos e inocencia, apenas tenia que ver con la generación anterior. Se necesitaba sangre nueva que refrescase el paisaje, aunque no demasiado, no fuese a hacer frío; introducir nuevos sonidos y nuevos textos. El rock llamaba a las puertas de la juventud y de la industria, la rebeldía vendía y los cincuenta apuntaban a salvajes; que en realidad lo fueran, ya es otro cantar. No obstante, entre el optimismo previo y el pesimismo posterior, llegaba una nueva generación, con gustos distintos y con intereses también distintos; también llegó a Hollywood, lo que deparó uno de sus momentos más brillantes, puesto que a los veteranos, que todavía tenían muchas grandes obras que aportar, se unieron los Richard Fleischer, Nicholas Ray, Richard Brooks, Samuel Fuller, Don Siegel, Elia Kazan, Joseph Losey y tantos más que empiezan a rodar de forma asidua en la segunda mitad de los años cuarenta. Posteriormente, se sumaría la llamada generación de la televisión, deparando un esplendor mayor entre la mediocridad imperante en Hollywood y en cualquier otro espacio, pues no vayamos a engañarnos: la medianía siempre domina y se impone, puesto que es en la mediana donde se concentra el mayor número de elementos. Así, lo que sobresale y quienes sobresalen son excepciones que se apartan de esa medida común en la que la mayoría nos situamos o nos sitúan.

Uno de aquellos jóvenes llamados a cambiar o no la industria cinematográfica fue Richard Brooks, quien llegaba a Hollywood después de la Segunda Guerra Mundial, con una novela que sería llevada a la pantalla por Edward Dmytryk con el título Encrucijada de odios (Crossfire, 1948). Brooks firmó contrato con la MGM, para la que trabajó hasta entrados los años sesenta; y volvería a hacerlo en su último film: Fever Pitch (1985), con el que cerraba el círculo iniciado en Crisis (1950), su debut tras las cámaras. Para el estudio del leon, realizó varias películas que apuntaban que se trataba de un gran cineasta, contundente, cuando debía serlo; siempre elegante y con estilo, el cual algunos quisieron ver literario, sencillamente, porque la mayoría de sus películas eran adaptaciones de piezas teatrales y novelas. Esto de simplificar y etiquetar es ejercicio común entre los mortales y, como tal, me decanto por hacer lo propio y decir que Brooks fue un director cuyo estilo era cinematográfico. La prueba, sus películas. Las mejores de las suyas, son magistrales lecciones de cine. Solo hay que ver Lord Jim (1965), Los profesionales (The Professionals, 1966), A sangre fría (In Cold Blood, 1967) o Muerde la bala (Bite the Bullet, 1975), todas estas rodadas durante su etapa posterior a Metro, para darse cuenta de ello. Otros ejemplos serían La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), El fuego y la palabra (Elmer Gantry, 1960), que fue producida por United Artists, o Banquete de bodas (The Catered Affair, 1956), en las que domina los espacios cerrados para hacerlos completamente cinematográficos. Así escapa del origen escénico de las obras que las inspira y se sitúa en un entorno fílmico en el que sus personajes denotan al tiempo cotidianidad y humanidad. Se distancian del glamour que era la marca de MGM en las décadas anteriores, y se adentran en territorio humano y emocional que se quiere sincero, en conflicto y complejo. Al tiempo, se construye sobre el prestigio y calidad que apuntan los nombres de los autores literarios y de los guiones que, por lo general, eran obra de Brooks. En el caso de Banquete de bodas tres escritores asoman en los créditos: Gore Vidal, que asumió labores de guionista, Paddy Chayefsky, autor de la obra teatral en la que se basa, y el propio Brooks, quien se encargó de la dirección de un film que mira de cara, sin rehuir los conflictos que plantea.

Como el resto de los estudios, la MGM vivía tiempos “extraños”, la televisión ganaba terreno y los gustos habían cambiado. La empresa necesitaba ir a la par de esos nuevos tiempos y uno de los directores llamados a intentarlo fue Brooks. Banquete de bodas es, como anteriormente lo había sido Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955), un ejemplo de esa intención de adaptarse al presente, además de ser una entrañable película que contó en los principales papeles con Bette Davis, Ernest Borgnine, Debbie Reynolds y Barry Fitzgerald en estado de gracia. La historia propuesta por Brooks-Vidal-Chayefsky es, en apariencia, bastante sencilla, sencillaz que remite a la familia protagonista, formada por Tom (Borgnine), un taxista que sueña tener su propio taxi, y para ello ahorra desde hace doce años, Aggie (Davis), ama de casa entregada, Jane (Reynolds), la hija que anuncia que se va a casar, Eddie (Ray Stricklyn), el hijo, y el tío Jack (Fitzgerald), quien vive con ellos en un pequeño apartamento que confirma su pertenencia a la clase trabajadora. Son una familia de tantas a las que, económicamente, cuesta llegar a fin de mes. Con sus problemas cotidianos, a los que sumar los extraordinarios, que son aquellos que, por inesperados, tambalean la cotidianidad y la monotonía. El anuncio de la boda, tal como la expone Jane, no trastoca demasiado, puesto que anuncia que no quieren celebración ni nada por el estilo. Escuchar eso alivia a Tom, que agradece el ahorrarse los dos o tres mil dólares que estima podría costarle la celebración. Lo alivia, sobre todo, porque ese mismo día, antes de regresar a casa, había abordado con su socio la posibilidad de comprar un taxi; que sería la culminación a años de conducir para mayor beneficio de otros. Con un taxi de su propiedad, sería su propio jefe. Son quinientos dólares de entrada, que debe entregar a finales de semana, pero su mujer le exige que entregue esa misma cantidad a su hija como regalo de bodas.

La noticia acabará por alterar la monotonía del matrimonio y del resto de la familia. Tom y Aggie son seres cansados, en quienes la desilusión parece la tónica, en oposición a la ilusión de Jane, que no desea parafernalias, solo casarse con la persona que le ilusiona; pero Aggie, ante la imagen que puedan hacerse los demás y para no ser menos que los padres del novio (Rod Taylor), dice que le darán un cheque de mil dólares y, con apoyo del tío Jack, acabará por insistir en una celebración que se opone a los deseos del futuro matrimonio y que rompe la cotidianidad familiar. Pero esa es solo la apariencia, tras la que se esconde la frustración de una mujer decepcionada, infeliz, atemorizada por la llegada de la vejez. Lo que podría parecer cercano a lo planteado por Vincente Minnelli en la entretenida y endulzada El padre de la novia (Father of the Bride, 1950) resulta más complejo e hiriente, al mostrar una realidad que contiene tantas como vidas afectadas. No solo se trata de la derrota, ni del victimismo asumido por Aggie, también de la “maldición del dinero”, la de no tenerlo, la de verse amenazados por la mezquindad, por la derrota; no es un tópico, lo que Brooks expone hiere, sucede en la realidad, trastoca y atormenta a seres como Alice, la amiga de Jane, a quien más que compromiso, el ser la dama de honor le genera aflicción y conflicto, al no puede permitirse comprar el traje, porque su marido está en el paro. Circunstancias como esta, o ver cómo su padre debe sacrificar los ahorros de toda una vida y olvidarse de ser su propio jefe, llevan a la hija a poner fin a un banquete que aceptó para hacer feliz a su madre, cegada por su propia frustración, ya no solo por la ausencia de dinero, sino por la vejez que llama a la puerta y la duda de haber vivido condenada sin pensar que no solo ella ha sido la víctima de una existencia insatisfactoria…



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