lunes, 20 de mayo de 2024

Estación Central del Brasil (1998)

Parece que fue Cervantes quien primero describió novelísticamente que en el viaje hay acercamiento entre los viajeros. Podría decirse que también fue el primero en escribir una novela de viajes. En ella, recorrió espacios y narró encuentros e historias, así como desarrolló la mutua influencia entre Sancho y don Alonso Quijano, los dos personajes en quienes llega a producirse un intercambio de rasgos de personalidad. En todo caso, en el viaje existe la posibilidad de descubrir y aprender. En ocasiones, también permite llegar a conocerse o el alcanzar la redención, la liberación a la que aspira el “penitente” y cualquiera que sufra o viva encadenado a fantasmas del pasado o del presente. El viaje permite descubrir el paisaje físico y humano. Puede ser emoción y contacto que procura la complicidad de un momento que avanza hacia alguna parte. Quizá los pasos dados no sean los esperados al inicio, mas eso forma parte del recorrido, de las historias que transitan vidas y carreteras, historias como las miles que a diario salen, entran, caminan y aguardan en la estación donde Walter Salles ubica inicialmente Estación Central del Brasil (Central do Brasil, 1998). Salles se detiene en ese espacio de tránsito para fijar el objetivo de su cámara en Dora (Fernanda Montenegro), a quien presenta laborando y engañando un día más a decenas de cuerpos y rostros que se le acercan ilusionados o frustrados para pedirle que ponga letra a sus voces, a sus pensamientos, a sus sentimientos. Maestra jubilada, Dora se gana la vida escribiendo cartas para viajeros que no saben leer ni escribir, cartas que romperá o relegará al olvido. De ese modo, decide sobre la vida de otros, pero también se hará cargo de Josué (Vinícius de Oliveira), el niño que la cala cuando acude a ella, en compañía de su madre, para que escriba al padre a quien no conoce y desea conocer…

Galardonado con el Oso de Oro en Berlín, el tercer largometraje de Walter Salles supuso su salto a la fama mundial y uno de los mayores éxitos del cine brasileño. También fue el descubrimiento para el público internacional de la veterana actriz Fernanda Montenegro, quien había debutado en la serie televisiva A Muralha (1954) y protagonizado películas como La fallecida (A falecida, Leon Hirszman, 1965) o Tudo ben (Arnaldo Jabor, 1978), y fue premiada en el mismo certamen. Ella da vida a Dora. La hace cercana y le confiere cierta ambigüedad, la que se supone nace de su amargura, de su sensación de abandono, el que reconocerá en Josué tras el accidente mortal de la madre, atropellada a la salida de la estación. La proximidad del huérfano ablanda a la antigua maestra, o eso semeja, pues se muestra generosa, aunque resulta una generosidad engañosa que busca su beneficio. Los primeros minutos apuntan que niño y adulta son personajes familiares para el público, similares a otros ya vistos con anterioridad. Se conoce de antemano cuál será su evolución, y que esta será acorde a la “sensibilidad” establecida, una evolución que se quiere sensible y emotiva, con un guiño a la esperanza; algo así como que “al final, todo irá mejor para los olvidados”, que dejarán de serlo y encontrarán su lugar. Pero no lo hallarán en ese primer momento, cuando Dora todavía resulta mezquina y culpa a los hombres (por el amor-odio a la imagen de su padre) de sus males y de los de mundo. En ese instante, vive acorazada, aislada, y actúa exclusivamente para su beneficio, sin importarle que sea a costa de las carencias y los deseos de sus clientes. De ese modo, no sorprende cuando vende al niño a una organización clandestina que hará negocio vendiendo sus órganos o vendiéndolo en adopción. En todo caso, Salles apunta que Dora no es una mujer ruin, sin sentimientos, ni ajena a los remordimientos. Solo que ha decidió no sentir, para así evitar sufrir. Se atisba su humanidad en su relación con Iréne (Marília Pêna), su única amiga y su único lazo emocional; de modo que se arrepiente y busca a Josué, su víctima y la de un mundo insolidario, feroz. La protagonista sufrirá su transformación, tal vez su depuración, recuperará gracias al niño parte de la inocencia perdida en una vida de golpes que la habría convertido en el ser que se observa al inicio del recorrido. Lo dicho, en todo viaje que se precie se produce un cambio, ya no solo geográfico, sino humano. Dora evoluciona al tiempo que lo hace Josué; y dicha evolución implica el acercamiento y la comunión entre ambas partes, el aprendizaje mutuo y, sobre todo, ese contacto humano que depara el cariño, la relación materno-filial que da sentimiento a las imágenes más intimas de un viaje que se aleja de la gran urbe para adentrarse por espacios áridos, primitivos, subdesarrollados, donde un viajero cualquiera podría encontrarse con los descendientes de desheredados como los que caminan por Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963)…



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