sábado, 25 de mayo de 2024

36 horas (1964)

Contaba Claudio Sánchez-Albornoz en su Anecdotario político que cuando acudió a Valencia a entrevistarse con Manuel Azaña, en la ciudad del Turia, desde el tertuliano de un café hasta el limpiabotas del local, todo el mundo comentaba que el ejército republicano iba a realizar una ofensiva sobre Aragón, lo cual chocó al historiador madrileño de nacimiento, aunque abulense de adopción y raíces. Probablemente, en ese instante inicial, desconocía que era obra de la propaganda comunista, para elevar la moral ciudadana y mantener a la población sosegada, que creyese estar en buenas manos, esperanzada en la posibilidad de la victoria. Alborzoz, perplejo, no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos, pues era consciente de que un secreto a voces dejaba su secretismo de lado para ser comidilla popular. Incapaz de hacer algo para evitarlo, pues los republicanos liberales apenas pintaban ya, no le extrañó el posterior fracaso de la ofensiva, de la que deja caer que bien pudo fracasar debido a que amigos y enemigos conocían que iba a llevarse a cabo. El factor sorpresa jugaba un papel fundamental para que las tropas rebeldes no conociesen los movimientos y los objetivos republicanos, para que así no pudiesen reaccionar al ataque, al menos de un modo organizado que frenase el avance.

No mucho después, en la década siguiente, España sufría una crudelísima posguerra y otra guerra asolaba a mayor escala, una impensable hasta entonces. Era la Segunda Guerra Mundial. En ella, el factor sorpresa también era fundamental para unos y otros; sorprendentes fueron los ataques relámpago alemanes (blitzkrieg) con los que conquistaron parte de Europa o las operaciones aliadas que desembarcaron en Italia en septiembre de 1943 (Avalanche) y, al año siguiente, en Francia (Overlord), junio de 1944. Los alemanes esperaban un ataque por Grecia, debido a la desinformación, y planearon la defensa según dicha creencia —El hombre que nunca existió (The Man Who Never Was, Ronald Neame, 1956) detalla la operación Mincemeat que posibilitó tal engaño—. En 1944, se esperaba un ataque aliado por el paso de Calais, que sería el lugar lógico para la ofensiva, y eso era lo que el alto mando aliado quería hacer creer a su enemigo. Pero los aliados tenían otro plan y este debía guardarse en el mayor secretismo. Era fundamental, si querían evitar una defensa enemiga que diese al traste con sus intenciones de avanzar sobre Francia y, posteriormente, dirigirse a Alemania. De modo que, para evitar desvelar la ubicación exacta del día D, se llevaron a cabo medidas de distracción, creando un ejército de goma que ubicaron cerca del paso, desinformando, lanzando señuelos y pistas falsas, como la de que Patton estaba al frente, que hiciesen sospechar que el ataque sería por la zona del canal. Sobre este tema trata 36 horas (36 Hours, 1964), la cual George Seaton, director y guionista del film, abre con imágenes documentales que trasladan la acción a mayo de 1944 y muestran a las tropas en Inglaterra a la espera del día del desembarco.

Pero más que una película bélica, Seaton, inspirado en un relato de Road Dahl —Beware of the Dog—, propone en 36 horas una de espionaje en la que su protagonista, un mayor del ejército estadounidense, miembro de la inteligencia aliada, es secuestrado en Lisboa por agentes de la Abwehr, el servicio de espionaje alemán, y enviado a un supuesto hospital estadounidense. El mayor Pike (James Garner) es trasladado a un lugar cercano a la frontera suiza, a un emplazamiento donde los alemanes han creado un hospital ficticio e inventado la historia con la cual convencerle de que la guerra ha terminado y que él lleva seis años amnésico. Si quiere recuperarse, debe recordar; tal sería la premisa y el objetivo que tiene la inteligencia alemana. La puesta en escena llevada a cabo por el doctor Gerber (Rod Taylor) es sutil e inteligente y parece funcionar, pues todo está calculado, desde los periódicos con fechas de mayo de 1950 hasta la presencia de Anna (Eva Marie Saint), la enfermera judía que colabora porque no desea regresar al campo de concentración. El planteamiento de Seaton resulta atractivo en su puesta en marcha, al mostrar al oficial estadounidense desorientado, creyéndose cuanto le dice su médico y soltando la lengua porque no duda que la guerra terminó y que él ha perdido parte de su memoria. Lo cree porque, aparte del profesional que le atiende, sus sentidos así se lo dicen: el entorno hospitalario y estadounidense, su cabello canoso, sus ojos cansados, la radio que emite viejos éxitos de 1943-44, los titulares de prensa hablan del ex-presidente Roosevelt, el dossier con sus seis años que no recuerda y la presencia de Anna, que luce el anillo de casada… Todo cuando ve y escucha ha sido calculado al detalle; el plan es perfecto, salvo por el pequeño corte que Pike se había hecho poco antes de viajar a Lisboa, en mayo de 1944, y caer en manos de ese doctor que cumple su trabajo, pero que no oculta su rechazo a los nazis y al agente de la SS que han enviado para apurarle en su misión…



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