miércoles, 11 de mayo de 2022

Loquilandia (1941)


<<Cualquier semejanza entre Hellzapoppin’ y una película es pura coincidencia>>, lo cual no está mal como reclamo e impacto que presenta una comedia que sin disimulo apuesta por el absurdo, el slapstick, el musical y el metacine. Pero su advertencia tampoco es del todo cierta, ya que su absurdo es cinematográfico, como lo había sido en la década de 1910 el desarrollado por Mack Sennett en la Keystone o, en el sonoro, A todo gas (The Million Dollar Legs, Edward Cline, 1932). Lo cierto es que antes de ser película, Hellzapoppin’ fue un exitoso musical de Broadway, estrenado en 1938, que hacía participe al público del hilarante sinsentido que le proponía en un espectáculo en directo, un sinsentido que pasaría a la gran pantalla de la mano de H. C. Potter.


Partiendo del guion de
Nat Perrin, suya es la historia original, y Warren Wilson, Potter hace del sinsentido, el cine y el teatro los pilares de esa Loquilandia (Hellzapoppin’, 1941) por donde deambula la pareja cómica Chic Johnson y Ole Olsen —quienes también habían protagonizado el musical en Broadway—, con la intención de llevar a cabo un espectáculo que se convierte en la sucesión de instantes que se suponen hilarantes, y que escapan a cualquier realidad que se esté produciendo fuera de la pantalla. Uno de los atractivos que más gustaba (y gusta) al público, quizá el que más agradece cuando acude a una sala cinematográfica, es escapar de su realidad y Loquilandia le ofrece alejarse por completo y adentrarse en un espacio meta cinematográfico donde el enredo, las confusiones, los golpes, los chistes y los números musicales se adueñan de la pantalla donde también hay cabida para el típico romance —que la pareja de cómicos sabe necesaria para el éxito de la película. Pero el mayor atractivo del film, al menos desde una perspectiva cinematográfica, es el acercamiento de los espacios fílmicos donde se desarrolla y se observa la acción —los personajes que actúan, algunos conscientes de ser observados; los que observan la actuación o intervienen en ella a través de la proyección del film dentro del film; y el público que observa a todos ellos—, una ruptura de distancias que el cine maneja desde prácticamente sus orígenes y convierte en seña de identidad: el forajido de Edwin S Porter disparando a la pantalla de Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1902); Buster Keaton en El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924) saliendo de la misma o Groucho dirigiéndose a los espectadores de sus comedias, que son testigos del esplendoroso sinsentido de los Marx. Rotas las distancias entre cine y realidad, se pudo tender puentes entre lo que sucede en la pantalla y el público que observa y acepta ser cómplice del espectáculo. En Hellzapoppin’, Potter juega esa baza, pero no logra romper consigo; es decir, no puede dejar atrás su origen musical ni su propuesta cómica, pues, superado el primer momento —en el que realiza un esplendoroso y divertido descenso a los infiernos—, el film cae en la repetición de sus chistes; aunque esto no resta a sus aciertos visuales ni a su deseo de hacer pasar un rato divertido, que lo logre o no ya es otra historia.



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