martes, 24 de marzo de 2020

Huracán sobre la isla (1938)


La primera escena de Huracán sobre la isla (The Hurricane, 1938) encuadra al doctor Kersaint (Thomas Mitchell) en la cubierta de un barco que navega por los mares del sur. En ese instante, se desconoce que es el personaje fordiano del film (también el más afín al guionista Dudley Nichols), aquel que, entre borracheras, asume lucidez y espíritu crítico, mediador y humano. Este doctor, que apunta al que un año después el propio Mitchell llevaría a su mejor versión en La diligencia (Stagecoach, 1939), contempla desde la distancia un islote desierto, sin prestar atención a la mujer que se le acerca y le habla, e interrumpe sus pensamientos. Ahora es él quien toma la palabra y la irrupción femenina en la pantalla adquiere sentido. Su aparición obedece a la intención narrativa de hacer audible la evocación de Kersaint, quien, de ese modo, rememora en voz alta la época en la que ese trozo de tierra formaba parte del paraíso asolado por el huracán que alude, pero quizá no se refiera al natural que cobra protagonismo en la media hora final del film y que fue desarrollado por James Basavi, quien <<concibió el huracán en sí y de hecho hizo toda la parte mecánica>>.1 En definitiva, Kersaint evoca un tiempo pretérito del que fue testigo y John Ford lo aprovecha para trasladar la acción al pasado, a ese mismo espacio que, en el presente, la pareja observa muerto. Entonces la isla era un entorno vivo, como también lo era el pueblo minero idealizado por Huw en ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1940). La alegría, la armonía y la luz brillan ajenas a los hechos de la sala donde el gobernador Delaage (Raymond Massey) condena a un nativo a treinta días de cárcel por robar una canoa, antes de que Kersaint intervenga y logre que el encierro se conmute por treinta días de trabajo. Queda establecido el carácter de ambos, Ford no necesita más para definir a los personajes e introducir el conflicto, no el que establece entre ambos europeos, sino el enfrentamiento entre quien impone la justicia legal francesa y los nativos, bajo el yugo del orden colonial representado, establecido e impuesto por el gobernador que, inflexible en su defensa del código, recuerda al rígido coronel interpretado por Henry Fonda en Fort Apache (1948). Además, la escena señala que el doctor comprende que los habitantes de la isla son individuos naturales y libres, por lo tanto, incapaces de vivir encerrados o sometidos a normas que carecen de sentido para ellos; de ahí que intervenga en favor del condenado, quien apenas puede entender de qué se le acusa y por qué se le castiga. Superado este primer momento y olvidado el isleño anónimo, Huracán sobre la isla sale al exterior donde Marama (Dorothy Lamour) aguarda a Terangi (Jon Hall), los dos jóvenes nativos a quienes la justicia del colonizador separará después de que el segundo sea condenado a seis meses de prisión durante un juicio amañado por las influencias de un racista blanco (aquel a quien Terangi golpea en una taberna de Tahití). Pero Huracán sobre la isla no centra su atención en el romance de la pareja, tampoco en el racismo, sino en la negativa y en la intolerancia del gobernador, que rechaza interceder por el joven porque este ha sido condenado por el sistema legal que él defiende hasta el extremo de alejarse de cuantos le rodean. Aunque Delaage no fue responsable del encierro (ya que los hechos se producen a mil kilómetros de sus dominios), sí lo es de justificar la injusticia cometida contra Terangi. La ingenuidad de este sale a relucir antes de partir hacia Tahití (donde será juzgado), cuando confiesa a Marama que su gorra de contramaestre lo iguala al hombre blanco. Pero, poco después de defenderse de la agresión, las autoridades francesas le condenan a seis meses de presidio y latigazos, que aumentarán a dieciséis años. Como consecuencia, Terangi pierde su libertad física, aunque no por ello deja de ser un hombre libre, puesto que su inocencia y su naturaleza sobreviven a los castigos físicos, a las cadenas y a los distintos intentos de fuga fallidos que Ford expone en breves secuencias, en las que prevalecen las sombras que apuntan influencias expresionistas y oposición a la luminosidad del espacio isleño a donde el personaje anhela regresar -y acabará regresando después de una travesía de mil kilómetros de hambre y de soledad física-. No obstante, esas imágenes también funcionan para avanzar el tiempo, así como para evolucionar e intensificar la obsesiva negación del gobernador, su aislamiento y su alejamiento de su mujer (Mary Astor). Esta actitud implica su condena, pues Delaage puede experimentar cuanta libertad física desee, incluso puede presumir de su dominio político y judicial sobre el entorno, pero su mente vive encerrada en inamovibles como la superioridad e infalibilidad que se atribuye y atribuye a la justicia colonial que se desentiende de la justicia moral de la que le hablan (y reclaman) Germaine Delaage, el doctor, el padre Paul (C. Aubrey Smith) y el capitán Nagle (Jerome Cowan).


1.John Ford, en Bogdanovich, P: John Ford (traducción Fernando Santos Fontela). 2ª edición. Fundamentos, Madrid, 1983

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