viernes, 27 de marzo de 2020

La condesa de Hong Kong (1966)


<<Una sonrisa, quizá una lágrima>> promete
Charles Chaplin previo a la primera imagen de El chico (The Kid, 1921). La promesa introduce su combinación de risa y llanto, su interpretación de la vida, introduce a su vagabundo, en quien aúna comedia y drama. Esta es la constante de su filmografía y, sin embargo, en La condensa de Hong Kong (A Countess from Hong Kong, 1966) no se cumple, al menos a simple vista. Chaplin no reniega de ver la vida como una tragicomedia, solo que el impacto desaparece entre el romance y el enredo de situaciones que suavizan la realidad de la que Natacha (Sophia Loren), la protagonista femenina, intenta escapar. Para conseguirlo, se oculta en el armario del multimillonario Odgen Mears, personaje interpretado por Marlon Brando, solo en presencia, puesto que el mejor Brando brilla por su ausencia. No pongo en duda el talento dramático del actor, aunque sí su lado cómico, que asoma limitado y forzado durante La condesa de Hong Kong. Pongo en duda sus ganas para la comedia y su sentido cómico, sin entrar a considerar que quizá no se encontrase cómodo a las órdenes del responsable de Tiempos modernos (Modern Times, 1936) o quizá no concediese al género de la risa la importancia y el prestigio que sí le otorgaba al dramático.


Aquí juzga (y juzgo) mi mirada, que ve a
Brando y lo compara con el recuerdo del Brando de sus mejores interpretaciones, aquel que experimenta emociones hirientes que exterioriza convencido de sentirlas. Pero sus actuaciones cómicas no son experiencias fluidas. Resultan en extremo forzadas, y esto no solo lo noto en el multimillonario que interpretó para Chaplin. Tampoco veo a este en su mejor versión, aunque, como ya he escrito arriba, lo cómico sí formaba parte del cineasta inglés, pues lo sentía indisociable de lo dramático. Su genial combinación comedia y drama, esperanza y desesperanza, luminosidad y miseria, alegría y tristeza, despuntan en sus largometrajes y los hace grandes. En La condensa de Hong Kong apenas se combinan, salvo por omisión. Excepto su inicio y su final, el film se encierra en el camarote de Odgen —dos habitaciones, un cuarto de baño y varias puertas que constantemente se abren y se cierran para potenciar y dar vida al enredo— y en el barco de lujo donde el drama queda fuera, en la realidad que Natacha abandona (y la película también) tras colarse de polizón en busca de su América, del sueño que la aparte de locales nocturnos donde vende su compañía para poder sobrevivir. Lo dramático también está ausente en Odgen, aunque se apunte en su sumisión a la imagen que se espera de él e incluso en su matrimonio con Martha (Tippi Hedren).


Junto con la espléndida
Una mujer de París (A Woman of Paris, 1923), La condensa de Hong Kong no presenta la mezcla <<una sonrisa, quizá una lágrima>>, pero existe otra ausencia determinante. A pesar de que exista una figura errante, falta un guía, un vagabundo existencial que recorra la alegría y la tristeza. Natacha es el personaje chaplinesco de la función, pero se le niega la esencia chaplinesca, aunque asuma la dignidad y la picaresca heredada del vagabundo. También tiene hambre y da buena cuenta de un desayuno, incluso su ropa no es de su talla y su presencia se antoja liberadora dentro de un entorno ordenado e infeliz. No obstante, Natacha, paria sin hogar al que ir o regresar, no funciona y cumple su función caótica a medias: irrumpe en la vida del multimillonario, la desordena y destruye las cadenas de esnobismo e insatisfacción de Odgen, pero resulta forzado y, en esta ocasión, sin responsabilidad de Brando. Quizá el problema ya no resida en los personajes, ni en si se trata de una comedia de otra época rodada en otra distinta, sino en que felicidad e infelicidad no se suceden como en la mayoría de las películas de Chaplin, donde ambas cobran protagonismo, pues de otro modo sería imposible reconocerlas; y no reconocerlas implicaría su inexistencia. Esa combinación se pierde en La condesa de Hong Kong, aunque apunte fuera de situación, pues ya no se trata de dónde y cómo se desarrollan, sino en la inexistencia de alternativas al lujo y la ensoñación sentimental que une a la pareja protagonista. Cierto es que no impresiona como el resto de títulos del autor de Luces de ciudad (City Lights, 1931), pero, aun así, tiene encanto, tiene la presencia de Sophia Loren, ella sí se desenvuelve en la comedia, y la de tres secundarios que aportan dosis de comicidad al asunto: Harvey (Sidney Chaplin), Hudson (Patrick Cargill), el amigo y el ayuda de cámara de Odgen, respectivamente, y la otra Natacha, en la breve pero impagable intervención de Margareth Rutherford.

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