jueves, 26 de julio de 2018

Mesas separadas (1958)



En la entrega de los Oscar de 1955, Marty (1954) era una de las grandes favoritas y, como tal, se alzó con el premio a la mejor película del año y Delbert Mann, su realizador, con el galardón a la mejor dirección. En ese instante, Mann se convertía en el primer debutante en conseguir la estatua dorada al mejor realizador, pero lo que parecía el inicio de una brillante carrera profesional, nunca llegó a serlo, quizá porque, en realidad y aunque su filmografía cuente con títulos como el ya nombrado o Mesas separadas (Separate Tables, 1958), no fue un cineasta a la altura cinematográfica de compañeros de generación como Sidney Lumet o John Frankenheimer. Cuando encaró su primer largometraje, Mann contaba con experiencia en la televisión, medio para el cual había dirigido episodios de distintas series antes de tomar las riendas del guión escrito por Paddy Cheyefsky y producido por Burt LancasterHarold Hecht. El resultado fue un drama sensible e intenso, que por momentos pierde parte de su energía y fuerza, aplaudido por la crítica y el público. El éxito no alteró la presencia televisiva del realizador, quien continuó intercalando ambos medios audiovisuales durante el resto de su carrera. Satisfechos de aquella primera colaboración, Hecht y Lancaster le produjeron The Bachelor Party (1957) y Mesas separadas, en la que el famoso actor se reservó uno de los papeles principales, el de John Malcolm, uno de los huéspedes que habitan el hotel de Pat Cooper (Wendy Hiller). Al igual que había sucedido en Marty, el guion, en esta ocasión basado en una pieza teatral de Terence Rattigan, y el elenco, en el que brilló con luz propia la británica Wendy Hiller dando vida a la equilibrada dueña de la pensión, resultaron fundamentales para dotar de credibilidad a los personajes y a los hechos que se desarrollan en ese establecimiento que parece el lugar idóneo para huir del pasado, también del presente y del futuro, y aislarse del mundo.


En su interior descubrimos al heterogéneo grupo de huéspedes que forman un microcosmos aislado del espacio exterior, hombres y mujeres estereotipos, cuyos tópicos no merman su fuerza dramática ni crítica. En esa pensión-residencia, cuyo desayuno y cena se saborean en mesas separadas, cohabitan personalidades que se contraponen para ofrecernos un retrato social de la intolerancia, de los miedos pretéritos y actuales, de la imagen aceptada, de la represión y de la sumisión que impiden la liberación de Sibyl Railton-Bell (Deborah Kerr) o de la ausencia de futuro, una ausencia que se agudiza al enfrentarla a la esperanza que se descubre en la joven pareja de enamorados formada por Charles (Rob Taylor) y Jean (Audrey Dalton). Pero, a pesar de sus múltiples diferencias, existe un nexo común que une a los huéspedes permanentes. Dicho nexo es la soledad que cada uno experimenta, la cual se hace más patente y palpable cuando se producen los detonantes dramáticos que alteran la cotidianidad del establecimiento. La noticia de que el comandante Pollock (David Niven) ha sido denunciado por tocar reiteradamente el codo de una desconocida en el cine del pueblo y la aparición de Ann Shankland (Rita Hayworth) —huyendo de la vejez y de la soledad que intenta alejar de sí recuperando a John— precipitan las habladurías y la salida de la normalidad inicial. Los huéspedes se dejan llevar por la inalterable y estricta moral de la señora Railton-Bell (Gladys Cooper), madre y carcelera de Sibyl e inquisidora de la casa donde solo John, Pat y la señorita Meacham (Mary Hallatt) contradicen sus palabras y se oponen a la expulsión de Pollock del microcosmos que la dominante dama de hierro construye a su fría e intolerante imagen.

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