Las expectativas de Mauritz Stiller cuando aceptó la propuesta contractual de Louis B. Mayer serían las de cualquier cineasta de prestigio que llegaba a Hollywood con la idea de que los estudios, en su caso la MGM, pondrían a su disposición los medios necesarios para realizar el tipo de cine que pretendía, pero lo que se encontró fue un sistema que supeditaba las intenciones artísticas a la producción en cadena, al engranaje dividido en distintos departamentos, a los presupuestos y al tiempo de rodaje establecido por los productores. Estas circunstancias no entraban dentro de los planes cinematográficos de Stiller, cuya ilusión e intención era, se supone, crear poesía en movimiento y no la de limitarse a asumir la dirección de un producto preestablecido y controlado por los jefes del estudio. Para él, ya supuso un duro golpe viajar a Estados Unidos y verse marginado por quien le había contratado, pues Mayer no le ofrecía ninguna propuesta que llevar a la pantalla; y más frustrante aún, lo sería su experiencia en La tierra de todos (The Temptress, Fred Niblo, 1926). Lo que el director escandinavo ignoraba era que al magnate quien realmente le interesaba era Greta Garbo desde que había descubierto su mirada en una proyección durante su viaje a Europa, cuando L. B. levantó sus posaderas de su presidencial asiento en Culver City y se trasladó a Italia
para poner orden en el rodaje de Ben-Hur (Fred Niblo, 1925), superproducción que, desde el inicio, acarreó problemas, desde cambios en el reparto, en la dirección y el guion, en los planes de trabajo, hasta disparar el presupuesto más allá de un punto que se antojaba intolerable por parte del por entonces pequeño y nuevo estudio cinematográfico. Tras el éxito de su primera película hollywoodiense, la actriz insistió en que su mentor asumiera el rodaje de este melodrama con destellos de western, cuyo guión, basado en la novela del valenciano Vicente Blasco Ibáñez, había sido desarrollado en un primer momento por el propio Stiller.
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