Mi predilección por aquellos realizadores que me han hecho disfrutar, pensar y sentir con sus películas es innegable, como también lo es que algunos trabajaban para la industria y otros con mayor independencia. Por lo tanto no me influye si el origen es comercial o independiente, ni el país donde se produce, solo que el cine me aporte entretenimiento, emoción y reflexión. De modo que, al margen de mi predilección por aquellos grandes cineastas que han dejado huella imborrable en mi memoria, y que numeraría hasta aburrir si pretendiera mayor relleno para esta entrada, disfruto con igual satisfacción una buena película española que una estadounidense, una argentina que una japonesa, italiana, francesa,... o de cinematografías que conozco en menor medida, solo aquellos títulos que han traspasado sus fronteras. Este sería el caso del cine islandés, del coreano o del iraní, cuya presencia y prestigio han ido en aumento en festivales internacionales, pero ni lo primero ni lo segundo me sirven para generalizar dichas cinematografías, ya que, como cualquier otra, las componen mejores, mediocres y peores producciones. Nader y Simin, una separación (Yodâi-ye Nâder az Simin, 2011) entra dentro de las mejores y de aquellas que me aportan ese algo que hace que una película merezca el tiempo que le dedico, y no pierda su recuerdo al abandonar la sala o al apagar la pantalla del televisor. Esto es posible gracias a la intención y al logro de Asghar Farhâdi a la hora de transmitirme las emociones de sus protagonistas, sin juzgarlas, exponiéndolas tal cual surgen naturales de sus diferentes reacciones ante aquello que trastoca su cotidianidad, provocando el conflicto que traspasa la pantalla y que conecta conmigo o con cualquiera a quien invite, más bien obligue, a vivir con los estados de ánimo que se descubren a lo largo del film. Nader y Simin, una separación se abre al espectador convirtiendo a este en juez, pues la mirada de la cámara es la del magistrado que no se ve, pero que escucha y pregunta el por qué de la tramitación del divorcio de la pareja. La cámara es el juez al tiempo que nos hace jueces, pero, como aquel, todavía no tenemos conocimiento del matrimonio que ha decidido separarse. Solo poseemos la mínima información que se obtiene de sus palabras y así comprendemos que Nader (Peymân Moadi) y Simin (Leylâ Hâtami) no se divorcian por falta de cariño, sino por sus posturas enfrentadas: quedarse en Irán, cuidando al padre de Nader, aquejado de Alzheimer, o, como Simin pretende, abandonar el país para ofrecer mejores oportunidades a Termeh (Sarina Farhâdi), su hija de once años. La pareja se separa y, como consecuencia, el marido debe contratar a alguien que durante su horario laboral se haga cargo de su progenitor (Ali-Asghar Shahbazi). Aunque dolorosa, esta situación no resulta extraña, tampoco lo es la certeza de estar ante dos posturas (marido y mujer) distantes que afectan la vida de la pareja y la de aquellos que dependen del matrimonio. Pero Farhadi resta importancia al proceso de divorcio y, apuntando circunstancias sociales como el desempleo o el sutil choque entre la tradición y la modernidad en la mujer iraní, introduce tres nuevos personajes: Razieh (Sareh Bayat), la joven embarazada que, obligada por sus circunstancias personales, acepta los cuidados del enfermo, su hija (Kimia Hosseini) y su marido (Shabat Hoseini). De ese modo el cineasta va completando el retrato melodramático que, con pinceladas de thriller y cine judicial, dibuja en Nader y Simin, una separación, pero sobre todo logra crear un film humano y sincero de personas reales que sufren el desequilibrio entre sus interioridades y los hechos externos que, a raíz del aborto de Razieh, les afectan hasta el extremo de generar los conflictos emocionales que cada uno de ellos experimenta afectando al resto.
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