A diferencia del cine negro español de las décadas de 1950 y 1960, en el thriller español actual la línea de criminalidad se ha difuminado hasta desaparecer en un espacio ambiguo, de crisis y de corrupción donde la delincuencia se encuentra a ambos lados de la ley. Dicha circunstancia pretende reflejar parte de la realidad que se vive en el país, provocando que en títulos como Cien años de perdón los atracadores no sean los únicos que delinquen bajo las lluvias torrenciales que asolan la mañana valenciana en la que arranca el film. También lo son aquellos que actúan en la sombra, ocultando sus fechorías tras apariencias inmaculadas que les permite actuar con mayor impunidad y más beneficios que los delincuentes que irrumpen en la sucursal bancaria donde se desarrolla una jornada que guarda similitudes espaciales (y en menor medida argumentales) con la espléndida Tarde de perros (Day Dog Afternoon; Sidney Lumet, 1974). Las primeras imágenes de Cien años de perdón se abren a una mañana lluviosa y tan gris como la situación por la que atraviesan varios de los clientes que negocian créditos e hipotecas con los empleados de la sucursal financiera que, hasta ese momento, dirige Sandra (Patricia Vico). Su aparición en la pantalla, en el interior de un taxi, desvela su miedo a perder el empleo y, como consecuencia, a sufrir la inseguridad económica en la que malviven muchos de sus clientes. Su temor se confirma cuando le dicen que su nombre se encuentra en la lista de despedidos, lo cual provoca su posterior trato con el "Gallego" (Luis Tosar). De esa manera el atracador descubre el por qué el "Uruguayo" (Rodrigo de la Serna) ha decidido dar el golpe, que han preparado hasta el más mínimo detalle, salvo esa constante gota fría que amenaza con desbaratar su plan de fuga. Durante los primeros compases del film predomina la decepción de la directiva que ha trabajado para la empresa que la despide sin miramientos, despojándola de la comodidad a la que se niega a renunciar sin más, de ahí que, por revancha y por sacar tajada, no dude a la hora de desvelar la existencia de la caja secreta que contiene archivos que podrían comprometer a miembros de las altas esferas políticas. A partir de este instante, la trama entra en otro nivel, al convertir a los delincuentes en víctimas de un engaño que introduce aspectos reconocibles que se han convertido en parte de las preocupaciones de la ciudadanía española. Las referencias a la corrupción y a los abusos bancarios provocan que los asaltantes adquieran connotaciones positivas en detrimento de quienes décadas atrás, en aquel cine realizado durante la dictadura, tendrían una imagen inmaculada que en la película de Daniel Calparsoro brilla por su ausencia. Nadie es un héroe, no hay un límite que defina el comportamiento de unos y de otros, como se descubre en el coronel Mellizo (Jose Coronado), a quien ponen al mando de la operación para evitar un posible escándalo. Se trata de un policía que no duda en cruzar la línea de la legalidad, consciente de la delicada situación que debe resolver, pero tampoco es el único que muestra su ambigüedad moral, ya que Ferrán (Raúl Arévalo), el jefe de gabinete, hace lo propio cuando negocia con los asaltantes y les ofrece una salida a cambio del disco duro que se convierte en la escusa argumental de un film efectista, por momentos tenso, que nunca pierde de vista las influencias recibidas del neo-noir hollywoodiense, lo cual juega en perjuicio de la originalidad y de la personalidad de un thriller entretenido que no aportar nada nuevo al género.
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