martes, 30 de mayo de 2017

Los chicos (1959)



Previo a su llegada a España, Marco Ferreri había fundado junto a Ricardo Ghione la revista Documento mensile —de la que solo salieron seis números—, trabajado con Alberto Lattuada, Cesare Zavattini o Luchino Visconti, y realizado producciones publicitarias, pero estas actividades se antojaban insuficientes para que su futuro profesional fuese el cine. No obstante, como sucede en algunas películas y en realidades paralelas a la mía, un encuentro cambió el rumbo de dos vidas: la suya y la de 
Rafael Azcona. Contratado como comercial, Ferreri viajó a Madrid en 1955, con el encargo de vender lentes para pantallas panorámicas. Ignoro cómo le fue el negocio, pero, en un momento quizá de ocio, cayó en sus manos Los muertos no se tocan, nene y, con su lectura, nació el deseo de conocer al autor para proponerle producir —que era su intención inicial, y no la de dirigir— una adaptación que por distintos motivos no fructificó. A pesar de este primer revés, su encuentro con Azcona no resultó estéril, sino todo lo contrario, pues, gracias a él, se inició la relación profesional que convirtió al uno en director y al otro en guionista de El pisito (1958). Como consecuencia, la presencia del milanés en suelo español se prolongó más de lo esperado y se saldó con tres títulos fundamentales de la cinematografía hispana. Los dos más conocidos, El Pisito (1958) y El cochecito (1960), son cumbres del humor negro y esperpéntico, fruto de la combinación de las influencias neorrealistas asumidas por el cineasta en su país natal y de la ácida e irónica mirada del guionista riojano. Entre ambas, Ferreri realizó su segunda película sin quien sería su colaborador habitual (y clave en su cine). Esta ausencia provocó que Los chicos sustituyese del tono satírico de los títulos citados por un realismo hasta entonces inexistente en el cine español. Lejos de la comedia, la película se adentra en la cotidianidad de cuatro adolescentes desde una perspectiva naturalista, cercana al documento fílmico, que muestra a los personajes en su espacio natural —barrio, locales u hogares— y en la monotonía juvenil que nos acerca su aburrimiento, amistad, distanciamiento generacional, incomunicación familiar o su relación con las jóvenes con quienes mantienen sus primeras experiencias amorosas (reales, carnales o idealizadas). Así se descubren aficiones, salidas nocturnas o diurnas, los trabajos (solo uno de ellos estudia), la pasión que la vedette vecina de Carlos despierta en este o la oculta admiración que el chispas (José Luis García) siente por la hermana de aquel, también el rechazo que su madre genera en el "negro" (Joaquín Zaro) —que marcado por la intransigencia moral dominante, es incapaz de aceptar que su madre se haya separado y mantenga una relación con otro hombre— o el autoritarismo del padre de Carlos —nunca contempla las necesidades de su hijo. El kiosko del chispas se convierte en el punto de reunión de los cuatro inseparables. Allí planean ocupar su tiempo libre (películas, verbenas y chicas) o intentan convencer a Andrés (José Sierra) para que se olvide de saltar a los toros: su vía para alcanzar el ascenso económico-social que le permitiría <<ganar dinero para dárselo a mi familia>>. Los jóvenes protagonistas de Los chicos viven incomunicados del mundo adulto, incluso así parecen condenados a heredar la desesperanza, los hábitos, puede que las heridas aún no cicatrizadas —el padre del "chispas" y su amigo don Fernando son el rostro del desencanto de un país que no ha olvidado su guerra civil— y otras circunstancias que forman parte de un tiempo pesimista, anclado en la involución social, en costumbres y apariencias que predeterminan comportamientos y en la ausencia de ilusiones más allá de la cotidianidad expuesta por Ferreri, quizá no del todo como él pretendía, pues su película sufrió modificaciones por parte de los productores, polémica con determinados sectores sociales y una calificación de tercera categoría que la relegaba a una distribución minoritaria.

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