lunes, 28 de abril de 2014

Drácula (1958)

Si en la década de 1930 fue la Universal la productora que se decantó por el terror cinematográfico, a partir de figuras tan populares como Drácula, la criatura de Frankenstein, la momia o el hombre lobo, hacia finales de los cincuenta fue la Hammer Films la que renovaría el género empleando aquellos mismos personajes, entre los que destaca la figura del vampiro encarnado por el actor Christopher Lee en películas como el Drácula (Horror of Dracula) que Terence Fisher dirigió un año después de inaugurar el periodo de esplendor del terror Hammer con La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957). A pesar de que Fisher no escondía su preferencia por el personaje del doctor Frankenstein, el de Drácula le ofreció la oportunidad de crear una nueva estética del universo vampírico, dotándolo de mayor sexualidad y del colorido, que contrapone luminosidad y tinieblas, por el que transita un no muerto que representa el deseo de sus víctimas, aunque Van Helsing (Peter Cushing) prefiere referirse a él como el portador de un mal que actúa como una droga en quienes ataca; pero ambas visiones podrían aceptarse como válidas si se observa el primer plano de Lucy (Carol Marsh), tumbada sobre su cama, dominada por el ansia y el anhelo de volver a sentir el contacto de un personaje que apenas se deja ver en pantalla, ya que Fisher concedió mayor presencia al frío y metódico doctor (representación de la racionalidad), que se aísla en su despacho para repasar una y otra vez sus notas sobre aquellos a quienes ha estudiado desde largo tiempo, pero de quienes todavía desconoce muchas cuestiones. A pesar de que Drácula aparece en contadas ocasiones, su presencia solo desaparece por omisión corpórea, pues nunca abandona la atmósfera creada por Fisher; ni las conversaciones que mantienen Van Helsing y Arthur (Michael Gough), inicialmente incapaz de comprender el alcance de las palabras del profesor, ni los encuadres de objetos como las ventanas que sirven de acceso para que el vampiro contacte con sus víctimas. Y esta omisión física del personaje potencia la realidad oculta en las interioridades de quienes entran en contacto con él, siendo esta otra de las muchas diferencias que presenta el vampiro expuesto por Fisher, e interpretado por Christopher Lee, respecto a los mostrados con anterioridad por Murnau o Tod Browning, e inmortalizados por Max Schreck y Bela Lugosi. De tal manera se puede asumir que Drácula representa los anhelos reprimidos de sus víctimas, siendo la antítesis de Van Helsing, cuyo rictus inexpresivo delata la ausencia total de los instintos y de las pasiones que dominan desde el inicio de la película, cuando Jonathan Harker (John Van Eyssen) llega al castillo del conde y escribe en su diario su intención de acabar con la maldición que aquel significa, aunque sucumbe después de dar muerte a la mujer vampiro (Valerie Gaunt) que su verdugo sustituirá primero por Lucy, la prometida de Harker y hermana de Arthur, y posteriormente por Mina (Melissa Stribling), la esposa del segundo.

viernes, 25 de abril de 2014

Las manos de Orlac (1924)



A pesar de que el cine de Robert Wiene no alcanzó el nivel de otros cineastas centroeuropeos de su época, Lang
Leni, LubitschMurnau o Pabst, en su filmografía se descubren películas que por uno u otro motivo se han convertido en clásicos de la cinematografía alemana. Entre esas producciones se encuentra El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Doktor Caligari, 1920), obra referente del movimiento más representativo del cine alemán de principios de la década de 1920, dentro del cual también se podría encuadrar esta primera adaptación de Las manos de Orlac (Orlac's Hánde), realizada en un momento en el que el expresionismo empezaba a declinar. Por ello, en Las manos de Orlac la estética deformadora que dominaba en El gabinete del doctor Caligari se suaviza en extremo, tanto en su forma como en su contendido, aunque también se observa una distorsión de la realidad provocada, en este caso, por un individuo (Fritz Kostner) que sugestiona al prestigioso pianista Paul Orlac (Conrad Veidt) después de que este sea rescatado de un accidente ferroviario y se le practique el trasplante de manos que genera su posterior comportamiento. La intervención fantasmagórica del desconocido sirve como detonante para que se inicie la lucha interna que se desata en un músico angustiado por la sospecha de que sus manos no lo son, cuestión que se confirma cuando recibe una carta en la que lee que sus extremidades superiores pertenecían a un asesino llamado Vasseaur. Desde ese instante, la mente del pianista sufre el deterioro provocado por la obsesiva idea de que las manos del criminal poseen parte de su alma, lo que provoca el enfrentamiento entre las dos personalidades que asume poseer. El descenso a los infiernos de Orlac continúa imparable sin escuchar las palabras del doctor Serral (Hans Homma), que le asegura que el cerebro y el corazón son los órganos que rigen los actos humanos, o negándose a tocar a su mujer (Alexandra Sorina) porque se ha convencido del peligro que esta podría correr al contacto de sus dedos. De tal manera, condicionado por su pensamiento y por las sugestiones externas, se hunde en las tinieblas y en el terror que le provoca la creencia de que puede matar, sospecha que se transforma en su realidad después de que Yvonne Orlac se presente en casa de su suegro (Fritz Strassny) implorando ayuda y este se la niegue de manera despectiva, exigiendo que sea su hijo quien la pida. A partir de ese instante, la atmósfera terrorífica que domina en Las manos de Orlac alcanza su punto álgido al observa al músico en el hogar paterno, donde descubre el cuchillo de Vasseaur clavado en el cuerpo sin vida de su padre y, ante esa espantosa visión que implica la posibilidad de que haya cometido parricidio, se agudiza la desgarradora desesperación que nace del supuesto desdoblamiento de su personalidad, condicionada por una idea que se convierte en su obsesión y en su guía hacia la locura.

lunes, 21 de abril de 2014

Enviado especial (1940)

La segunda producción americana de Alfred Hitchcock fue un proyecto impulsado por el productor independiente Walter Wanger, interesado en mostrar la situación política que se vivía en el mundo, de ahí que Enviado especial (Foreign Correspondent) concluya en el interior de una emisora radiofónica londinense durante un ataque aéreo que no impide que el reportero protagonista continúe hablando a los oyentes del otro lado del Atlántico, a quienes pretende advertir y concienciar para que asuman una postura de lucha contra los totalitarismos que por aquel entonces se encontraban en el auge de su poder destructivo. Pero esta circunstancia, que se repite en las producciones de espionaje de la época, no afecta al ritmo de una película que presenta muchas de las características de un cineasta que, ya fuese durante su etapa británica como en la estadounidense, regresó una y otra vez al cine de espías para abordar tramas de impecable factura y ritmo trepidante que, salvo excepciones como Topaz, en su mayoría presentan a hombres y mujeres ajenos al ámbito del espionaje en el que se ven involucrados, como serían los casos de la amante forzosa de Encadenados (Notorious, 1946), el de la familia de El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1956), la pareja de físicos de Cortina rasgada (Torn Cortain, 1966) o el del periodista norteamericano de Enviado especial. Johnny Jones (Joel McCrea) es destinado a Europa para aclarar a los lectores estadounidenses la situación que se vive en el viejo continente, amenazado por una guerra inminente que despierta la curiosidad del director del periódico donde por primera vez se reúne con Stephen Fisher (Herbert Marshall), uno de los diplomáticos que pretenden impedir el estallido de las hostilidades, y que asume el encargo de ser su guía durante su peligroso y engañoso periplo europeo. A pesar de no tratarse de un falso culpable, como sí lo son los protagonistas de 39 escalones (The Thirty-Nine Steps. 1935), Sabotaje (Saboteur, 1942) o Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), Jones se ve inmerso en una intriga en la que tras las apariencias se esconden engaños y mentiras que inicialmente desconoce, y que irá descubriendo al tiempo que se desarrolla su romance con Carol Fisher (Laraine Day), la hija del respetado diplomático que resulta ser uno de los principales agentes de la red de espías nazis a la que se enfrenta. Pero al igual que otras producciones de espionaje del cineasta inglés, Enviado especial se desarrolla más cercana a una aventura en constante movimiento que a una película de suspense o intriga, aunque estas también se encuentran presentes en escenas tan sobresalientes como la visita que el corresponsal y su falso guardaespaldas realizan a la torre o la del molino donde el periodista descubre que Van Meek (Albert Basserman), el pacifista holandés a quien quiere entrevistar, no ha sido asesinado como creía (al ser testigo de la muerte de alguien idéntico), sino secuestrado por la banda de espías que pretende sonsacarle las cláusulas del tratado de paz. Este sería el "MacGuffin" empleado por Hitchcock para dar rienda a la acción de una película que funciona sin fisuras, y en la que se descubre la ambigüedad de situaciones y de personajes como Fisher, que tras su fachada de respetabilidad esconde dos mitades que enfrentan el amor que profesa a su hija con el deber hacia su patria y la ideología que la rige; pero también el reportero asume la necesidad de engañar para poder desenmascarar al padre de Carol, algo que inicialmente rechaza, pero que acaba aceptando para lograr el fin que persigue en compañía de Ffolliott (George Sanders), un periodista en apariencia frívolo que no desentona dentro de falsedad por la que transita el film.

domingo, 20 de abril de 2014

La llamada de la selva (1935)


Más que una adaptación del relato de Jack London, la aventura propuesta por William A. Wellman en La llamada de la selva (Call of the Wild, 1935) se presenta como una inspiración de aquel, al conceder el protagonismo de la historia al personaje interpretado por Clark Gable, y posteriormente al de Loretta Young, después de que ambos se conozcan y emprendan el viaje hacia la soledad de la mina de oro donde parte de sus sueños se esfuman. La presencia delante de las cámaras de las dos estrellas sería uno de los detonantes que provocaron el distanciamiento entre lo expuesto por Wellman y la narración literaria que se centra en la personalidad de Buck, en sus cambios de dueño o en su transformación en el medio salvaje donde, después de ser apartado de la comodidad en la que se ha criado, sobrevive gracias a su fuerza, a su inteligencia y a los instintos animales que fluyen a través de su contacto con la naturaleza más primitiva. Esta versión cinematográfica de La llamada de la selva deja a un lado estos y otros aspectos que rodean al perro literario para mostrar el territorio del Yukon desde la perspectiva de los buscadores de oro que se congregan en pueblos y locales como aquel donde se descubre a Jack Thornton (Ckark Gable), el único personaje humano común a la película y a la novela. Thornton se da a conocer durante una partida de cartas en la que pierde sus últimos ahorros, aunque esto no parece afectarle porque se comprende que ya ha experimentado situaciones similares, como también le ha sucedido a "Shorty" (Jack Oakie), un viejo conocido a quien se encuentra en ese mismo local poco antes de que este le hable de la existencia de un mapa que les conduciría hasta un yacimiento inagotable de oro. Como en tantas otras películas de aventuras clásicas priman el romance y el enfrentamiento del héroe con un villano que no tarda en hacer acto de presencia, aunque por su aspecto nadie diría que el tal Smith (Reginald Owen) sea un tipo peligroso, sin embargo, demuestra su mezquindad cuando hace una oferta por Buck para sacrificarlo, porque el perro ha intentando morderle, momento en el que Jack interviene ganándose la amistad del san bernardo y granjeándose la enemistad del buscador. La adaptación de Wellman se disfruta como una de las mejores y más entretenidas de la obra de London, de la que solo toma alguna situación puntual en la que Buck queda relegado a un segundo plano por la presencia de Gable y de Loretta Young, quien encarnó a la joven que los dos amigos rescatan de la nieve, y con quien se asocian cuando descubren que se trata de la esposa del dueño del plano original, a quien todos dan por fallecido. Este personaje femenino muestra un carácter fuerte y decidido que le permite enfrentarse a un medio inhóspito donde la consideran poco menos que una molestia, como demuestra la negativa inicial de Jack a que los acompañe, convencido de que el espacio nevado y salvaje por el que se mueven no es apto para ella. Sin embargo, al igual que el perro de la narración, Claire se impone al medio y resulta el contrapunto perfecto para este aventurero en apariencia duro e inflexible, aunque dominado por los sentimientos positivos que afloran a medida que se afianza su relación de amistad con Buck y "Shorty" y la sentimental que le une a esa mujer que finalmente descubre que su marido vive, hecho que implica la elección entre la civilización (deber) representada por este y la naturaleza (querer) que simbolizan tanto Buck como Thornton.

martes, 15 de abril de 2014

El fantasma de la ópera (1925)



La Universal de Carl Laemmle tuvo una importancia crucial en el desarrollo del cine de terror durante la década de 1930 gracias a producciones como Drácula (Tod Browning, 1931), El doctor Frankenstein (Dr. Frankenstein, James Whale, 1931), La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, James Whale, 1935), La momía (The Mummy, Karl Freund, 1932) o El hombre invisible (The Invisible Man, James Whale, 1933), pero años antes ya había coqueteado con el género que la hizo grande en
 El jorobado de Nuestra Señora (The Hunchback of Notre DameWallace Worsley, 1923), El fantasma de la ópera (The Phamton of the OperaRupert Julian, 1925) o El legado tenebroso (The Cat and the CanaryPaul Leni, 1927), destacando en las dos primeras la inquietante presencia del actor Lon Chaney, el rostro por excelencia del terror silente. Chaney poseía la aparente facilidad para asumir aspectos monstruosos como el concedido a Erik, el atormentado protagonista de la primera adaptación cinematográfica de El fantasma de la ópera, escrita en 1910 por Gastón Leroux, cuyo rodaje se inició en 1923, pero debido a los cuatro montajes realizados para convencer a Laemmle, no sería estrenada hasta 1925; posteriormente, en 1929, sufriría un nuevo montaje en el que se añadieron escenas adicionales. Esta costosa producción corrió a cargo del actor y realizador neozelandés Rupert Julian, aunque algunas escenas fueron dirigidas por el propio Chaney y, poco antes de la conclusión del rodaje, por Edward Sedwick (habitual colaborador del gran Buster Keaton), que sustituyó a Julian al frente de un proyecto que destaca por su concepción visual, deudora del expresionismo alemán, y por la presencia de ese atormentado personaje que, oculto entre las sombras de la ópera de París, observa y se enamora de Christine (Mary Philbin). La joven cantante se deja engatusar por el fantasma porque este le promete el éxito a cambio de que rechace a su enamorado, el vizconde Raoul de Chagny (Norman Kerry), y se ofrezca a él; aunque, cuando llega la hora de saldar cuentas por el puesto de primera estrella femenina de la compañía, el extraño le muestra su rostro y ella lo repudia. Así pues no resulta ninguna coincidencia que Christine, en la parte final de la película, participe en la representación de Fausto, pues al igual que el personaje de Goethe acepta un trato con el que piensa satisfacer sus ambiciones y deseos, sin embargo, al descubrir la verdadera fisionomía de Erik cambia de parecer y pretende romperlo, y para ello se vale del vizconde con quien se había mostrado distante a raíz de la aparición del enigmático personaje. El fantasma de la ópera transcurre en dos espacios opuestos: la superficie de la ópera donde Erik se encuentra relegado a ocultarse del resto de los mortales y en las profundidades de los subterráneos donde reina exiliado del mundo de los vivos y adonde conduce a la mujer que ama y que finalmente se convierte en su perdición. Posiblemente El fantasma de la ópera sea la película más mitificada de Chaney, aunque no por ello la mejor de este actor a quien se le dio el sobrenombre de "el hombre de las mil caras", no en vano a lo largo de su carrera artística ofreció una gran variedad de registros en producciones tan destacadas como sus colaboraciones con el director Tod BrowningThe Penalty (Wallace Worsley, 1920), El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, Victor Sjöström, 1924) y tantas otras que lo convirtieron en una de las grandes estrellas del cine mudo y en un mito del transformismo facial.

lunes, 14 de abril de 2014

Las joyas de la familia (1965)


Cada uno de los seis hermanos Peyton podría ser el protagonista exclusivo de su propia comedia disparatada, pero Jerry Lewis los reunió a todos en una película en la que su capacidad para desdoblarse en varios personajes se vio aumentada hasta siete veces. Pero como en todo su cine, Las joyas de la familia (The Family Jewels, 1965) esconde más de lo que a priori se puede observar en la pantalla, de hecho quizá sea su film más complejo, además de marcar un punto de inflexión en su carrera artística, al finalizar la relación contractual que desde 1948 le unía a la Paramount, pero sobre todo por el cambio que se observa en su personaje, a quien ya no se descubre rechazado por cuantos lo rodean o sometido al control de una figura materna dominante, y sí más autocrítico que los anteriores. En esta excelente comedia, Lewis hizo evolucionar su papel de antihéroe honesto y torpe en un entorno deshonesto hasta dividirlo en siete caras de las que se valió para incidir en la importancia de las apariencias dentro de la sociedad, un tema fundamental desde sus inicios como realizador en El botones, en la que el actor interpretó al mozo del hotel y a sí mismo, lo que permitió un primer esbozo de esa doble cara que en El profesor chiflado alcanzó su madurez al enfrentar al introvertido y sumiso profesor Kelp con su dominante alter ego Buddy Love.


En un primer momento de Las joyas de la familia se observa a Willard (Jerry Lewis) y a la pequeña Donna Peyton (Donna Butterworth) jugando en un campo de baseball como si fuesen padre e hija, y sin embargo resulta que él trabaja para ella como chófer y guardaespaldas, aunque no se tarda en comprender que su relación sí es paterno-filial, además se descubren como los únicos personajes que se muestran sin necesidad de máscaras o mentiras que oculten sus defectos o sus deseos, y lo hacen porque son ajenos a las apariencias, al dinero o al éxito que si rigen el comportamiento de los demás. La prioridad absoluta de Williard es el bienestar de la niña a quien cuida y atiende como si fuese su propia hija, sin embargo, Donna no puede escogerle como nuevo padre porque el testamento del auténtico deja claro que ha de elegir entre sus seis tíos, aunque mejor sería decir cinco, porque a Bugs, el gángster fantasma, se le da por muerto. El periplo familiar de la niña se inicia en compañía de su amigo, a quien escogería sin dudar como padre desde mucho antes del fallecimiento del biológico, pero, obligada por la última voluntad paterna, debe separarse de Willard y convivir durante dos semanas con cada uno de sus estrafalarios parientes. De ese modo, Donna descubre a su tío James, un viejo lobo de mar que miente sobre sus experiencias marinas, a Everett, el payaso que solo piensa en el dinero mientras habla de lo mucho que detesta la risa de los niños, a Julius y su dudoso talento para fotografiar a las modelos que lo aceptan por ser el fotógrafo, al capitán Eddie, que ni disfrazando su trimotor logra disimular sus carencias, y a Sheylock, que asume la personalidad de Sherlock Holmes hasta que se sumerge en una partida de billar a la que concede prioridad sobre la seguridad de su sobrina, en ese instante secuestrada por Bugs. Para demostrar que todos los tíos poseen un doble rostro, Lewis desarrolló una serie de gags que se encuentran entre los más logrados de su filmografía, destacando el recuerdo marino de tío James, en el que sus palabras se ven desmentidas por las imágenes que evoca, las peripecias aeronáuticas del capitán Eddie o la habilidad sobre el tapete de ese detective a quien siempre acompaña su querido Matson (Sebastian Cabot), aunque en todo su conjunto se descubre el ingenio y la personalidad de su creador, que llevó al extremo un discurso pesimista sobre las apariencias, así como el significado que estas tienen dentro del entorno que obliga a inocentes como Willard y Donna a dejar de serlo y aceptar el engaño como único medio para alcanzar aquello que saben verdadero.

sábado, 12 de abril de 2014

Batman vuelve (1992)


De las dos películas de Tim Burton con Batman de protagonista, la segunda tiene un estilo visual que encaja plenamente en su universo cinematográfico, del mismo modo que lo hace su tratamiento de los personajes o su manera de abordar la historia, y esto fue posible gracias a los éxitos encadenados con Bitelchús, Batman (tras su estreno se convirtió en la película de mayor recaudación de la historia de la Warner) y Eduardo Manostijeras, que lo convirtieron en un director privilegiado dentro del panorama hollywoodiense de la época. Con esto no se trata de juzgar cuál de sus dos películas sobre Batman es mejor o peor, sino constatar que las excelentes recaudaciones de sus films anteriores le permitieron una libertad creativa absoluta a la hora de retomar el personaje del hombre murciélago, siendo esta una de sus condiciones para asumir las aventuras de un superantihéroe que de nuevo compartió el protagonismo de la trama, en esta ocasión con tres seres que al igual que él presentan una doble cara. El inicio de Batman vuelve (Batman Returns) delata el gusto de Burton por los cuentos oscuros y los ambientes enrarecidos que se descubren en Gotham, ciudad nocturna y dominada por escenarios siniestros como las cloacas, el cementerio o un zoológico solitario y sombrío. En dicha metrópolis sobresalen tres personajes que muestran un rostro público que esconde otra parte de ellos, aquella que mantienen oculta por diferentes motivos. Así pues, se comprende que el Pingüino (Danny DeVito) no es el monstruo que parece ser a primera vista, por momentos semeja un desheredado similar a los inolvidables personajes que habitan en el circo de Freaks (Tod Browning, 1933), sino un ser exiliado del mundo de los humanos como consecuencia de sus diferencias físicas, las mismas que provocaron el rechazo de sus padres y su decisión de arrojarlo al arroyo cuando tan solo era un bebé. Aquel momento del pasado marcó su presente, en el que se enfrenta su odio hacia los humanos con su necesidad de ser aceptado por esos mismos individuos que lo repudian y temen, lo cual revela el conflicto emocional que lo domina y que condiciona su conducta. En una situación pareja de lucha interna también se encuentran Celina Kyle (Michelle Pfeiffer) y Bruce Wayne (Michael Keaton), quienes sin sus máscaras asumen una verdad que solo es la parte visible de aquella que encierran hasta que cubren sus rostros y se enfundan en los trajes que los transforman en la mujer gato y el hombre murciélago. Como Catwoman, Celina puede dar rienda suelta a ese otro yo que ha mantenido encerrado en su interior hasta el momento de la agresión de Max Schreck (Christopher Walken), quien, aparte de compartir nombre con el protagonista de Nosferatu (Friedrich.W.Murnau, 1922), la arroja por la ventana para así preservar sus secretos. A partir de ese instante nace otra Celine, una especie de Mrs Hyde que da rienda suelta a la parte animal que le permite aceptar sus instintos, hasta entonces escondidos, y sentirse segura de sí misma a la hora de encarar miedos pasados y deseos frustrados. Esta personalidad liberada llama la atención de Batman, del mismo modo que la nueva Celine lo hace con su alter ego Bruce Wayne, y lo hace porque existe el reconocimiento de que ambos son iguales en su dualidad. Pero este cuento de monstruos de Tim Burton no pretende un final feliz como el de los cuentos de hadas, pues al contrario que aquellos personajes infantiles y uniformes, los protagonistas de Batman vuelve viven una realidad interior marcada por las dobles verdades que luchan en las sombras de sus conciencias, y que fluyen al exterior según demande su contacto con el resto de individuos que pueblan esa Gotham gótica, tenebrosa y, en ocasiones, subterránea.

viernes, 11 de abril de 2014

Infierno blanco (1953)


Como consecuencia del inexplicable fracaso comercial de La gran jornada (Raoul Walsh, 1930), el por aquel entonces casi debutante John Wayne cayó en el ostracismo que significó permanecer durante prácticamente una década encarnando a un cowboy solitario en decenas de westerns similares tanto en su planteamiento como en su escaso presupuesto y nulo interés. Pero gracias a La diligencia (John Ford, 1939), el interprete regresó a la primera división cinematográfica, y de ese modo pudo encadenar una serie de papeles, en películas como Hombres intrépidos (John Ford, 1941) o Río Rojo (Howard Hawks, 1948), que lo encumbraron a una posición privilegiada que, a inicios de los años cincuenta, le animó a asociarse con el productor Robert Fellows y crear su propia productora. La Wayne-Fellows Productions, posteriormente renombrada como Batjac, controlaba las películas en las que participaba el astro y otras que solo producía, entre las que cabe destacar El rastro de la pantera (William A. Wellman, 1953) o Tras la pista de los asesinos (Budd Boetticher, 1956), aunque la mayoría de sus producciones, como sería el caso de Callejón sangriento (William A. Wellman, 1955), apenas poseen mayor interés que el concedido por sus incondicionales, ya que nada tendrían que ver con la calidad que atesoran aquellos títulos que le unieron a John Ford, Howard Hawks o Henry Hathaway. No obstante, dentro de las películas que protagonizó para la Batjac existen aciertos como Infierno blanco (Island in the Sky, 1953), en la que se descubren tres rasgos que se repiten a lo largo de la obra fílmica de su director, William A. Wellman, en la que a menudo se muestra la amistad nacida de compartir circunstancias poco comunes, sea el caso de las pioneras de Caravana de mujeres o el de los pilotos civiles que protagonizan este título, y a quienes les une un nexo (su oficio) lo suficientemente sólido como para no darse por vencidos en la búsqueda del avión desaparecido en el que viajan Dooley (John Wayne) y otros cuatro tripulantes. Un segundo punto común a muchas producciones dirigidas por Wellman reside en su pasión por la aviación, no en vano él mismo fue piloto antes que cineasta, lo que le llevó a rodar una decena de films relacionados con dicha temática, entre los que sobresalen Alas o La escuadrilla Lafayette. Un tercer centro de interés se encuentra en la superación ante las adversidades que se presentan en situaciones extremas y en escenarios inhóspitos como el desierto de Beau Geste, las montañas de Más allá del Missouri o los parajes nevados que dominan en La llamada de la selvaFuego en la nieve, El rastro de la Pantera y en este film en el que Dooley y sus compañeros se enfrentan a un medio natural donde a duras penas sobreviven mientras aguardan por un rescate que se complica, debido a la inmensidad del terreno y a la falta de medios para hallar una posición que desconocen. Para Wellman hablar de la aviación sería como hablar de parte de sí mismo, por ello, Infierno blanco fue una película que hizo suya al saber equilibrar la presencia y los intereses de la estrella con los propios, creando un drama de aventuras cuya primera intención sería la de destacar el coraje y la valentía de aquellos pilotos civiles que, emulando a los osados de la muy superior Solo los ángeles tienen alas (Howard Hawks, 1938), se jugaban la vida volando en aparatos a menudo anticuados y en condiciones adversas que solo los temerarios o enamorados del aire serían capaces de aceptar y necesitar como parte de sí mismos.

Un rey en Nueva York (1957)


En la mayoría de sus largometrajes, Charles Chaplin utilizó la comedia para abordar aspectos sociales como la alienación y los problemas inherentes a los Tiempos modernos, los peligros de los totalitarismos dominantes en la Europa contemporánea de El gran dictador o los paralelismos simbólicos entre los medios empleados por Monsieur Verdoux con los de las grandes potencias mundiales. Pero en Un rey en Nueva York (A King in New York) Chaplin trató una circunstancia más personal, que encuentra su origen en sus problemas con las autoridades y la sociedad estadounidenses, quizá por ello su mensaje fuese más subjetivo y dominado por cierto resentimiento hacia el país que, tras auparlo al trono de la comedia, lo destronó; aunque de un modo diferente al que se observa al inicio de Un rey en Nueva York, cuando parte de la población de una nación inventada irrumpe en el palacio de un monarca que por lo visto ha volado al igual que el tesoro nacional. Pero a medida que se conoce al rey Shahdov se comprende que se trata de un individuo decepcionado y resignado, además de ser una víctima de su posición privilegiada y de las habladurías que lo responsabilizan de cuestiones ajenas a él, como demuestra la creencia popular de que se ha apoderado del capital de su antiguo reino, el mismo que tuvo que abandonar por negarse a fabricar la bomba atómica. Sin embargo, más que abordar los peligros de la era atómica, al prestigioso cineasta le interesó exponer una realidad política que afectó a los derechos de ciudadanos en un país democrático y libre, donde la fiebre anticomunista produjo atropellos similares a los que se descubren hacia el final de Un rey en Nueva York. Pero antes de satirizar al comité de actividades antiamericanas, que lo citó para declarar en varias ocasiones, el film comienza desde la ironía chaplinesca en el que se deja notar su decepción hacia una sociedad de consumo condicionada por su dependencia de la televisión, la publicidad, la imagen o la fama. Durante esta primera parte, Chaplin se burló de un sistema en el que Shahdov no encaja, pero que debe aceptar como consecuencia de las circunstancias que le rodean, pues ha sido destronado, engañado y robado, lo cual le ha dejado en la ruina total. A lo largo de su periplo en Nueva York, el monarca sufre diversas desventuras que le muestran como aquel famoso vagabundo que vestía sombrero hongo y levita raída, y al igual que aquel, el rey se descubre como un individuo solitario, incomprendido y disconforme con lo establecido, mucho antes de ser sospechoso de flirtear con el comunismo, cuestión esta que cobra importancia a partir de su encuentro con Rupert (Michael Chaplin). A través de este personaje infantil e inocente Chaplin expresó parte de su discurso, que una vez más se expuso desde su lucidez y su carácter humanista, que nada tendría que ver con la acusación que marcó el mensaje de Un rey en Nueva York, con el que pretendió ajustar cuentas con ese comité ante el cual el rey Shahdov se presenta, manguera en mano, para limpiar su buen nombre, pero desde una perspectiva cómica y simbólica que denunciaba la necesidad de un lavado mucho más profundo que el que se produce en la sala.

miércoles, 9 de abril de 2014

Cimarrón (1961)


De existir un Olimpo de realizadores de westerns, Anthony Mann tendría un lugar destacado entre los escogidos para habitarlo, aunque no por su último western, el más caro e irregular de los once que rodó, y también el que menos se adapta al género que le dio fama. Mann fue uno de los primeros directores que se decidió a rodar todas las escenas en espacios naturales, convencido de que la lucha de los actores con el medio sacaría lo mejor de ellos, cuestión esta que demostró en 
Horizontes lejanos, Colorado Jim o Tierras lejanas. Pero la fuerza narrativa de estos y otros de sus films no se encuentra en la versión que realizó de Cimarrón, una producción deudora de Gigante (George Stevens, 1956), también basada en una novela de Edna Ferber, cuyo éxito en taquilla animaría a la MGM a emular a la sobrevalorada superproducción de Stevens. Para ello, el estudio del león puso el proyecto en manos del responsable de Winchester 73, aunque este nunca llegó a tener el control sobre el mismo, como desveló su enfado tras visionar el montaje realizado por el estudio, consciente de que estaba contemplando una obra ajena, debido a la constante intervención de los responsables de la productora que había puesto el dinero, y por lo tanto la que tenía el control a la hora de efectuar cambios, cortes o un final que contrariaban la idea que Mann tenía para mostrar a los pioneros y todo cuanto rodeaba a la creación de un estado desde la nada. Truncadas las intenciones del cineasta, a quien obligaron a rodar en interiores escenas previstas en exteriores, Cimarrón se descubre como un melodrama que pierde interés a medida que se aleja de sus instantes iniciales, aquellos que muestran a una población nacida como consecuencia de la concentración masiva de colonos, que aguardan a la entrega de tierras que el gobierno se dispone a efectuar mediante la celebración de una carrera, en la que se lucha a vida o muerte por un pedazo del territorio de Oklahoma. En este espacio inicialmente inhóspito, marcado por las ambiciones y esperanzas de los presentes, se descubre a Yancy Cravat (Glenn Ford), pionero libre y salvaje como su apodo atestigua, que desea asentarse en ese entorno adonde llega acompañado por Sabra (Maria Schell), su esposa, desconocedora de las costumbres que imperan en un espacio con el que su marido se identifica. El personaje de Sabra Cravat carecía de la importancia argumental que posteriormente se le otorgó, sin embargo, uno de los cambios que se produjeron consistió en aumentar su presencia en pantalla en detrimento de Dixie Lee (Anne Baxter), personaje que, a pesar de resultar más atractivo e interesante, se vio reducido hasta ser un esbozo del que tendría que haber sido. La primera parte de Cimarrón presenta características del western, y se muestra desde los espacios exteriores que tanto gustaban a su director, quizá por ello la película posee un comienzo vigoroso, aunque con el paso de los minutos, y al igual que sucede en el Cimarrón realizado en 1931, pierde fuelle hasta convertirse en un insulso melodrama que gira en torno al nacimiento del estado de Oklahoma y a la evolución de la familia Cravat. De tal manera los años pasan y con ellos las costumbres de una época, en la que se luchaba por las tierras en carreras o mediante el empleo del revólver, dejan paso a la civilización moderna que se impone ante la mirada de Yancy, a quien le cuesta adaptarse a esos nuevos tiempos con los que nunca llega a identificarse. A pesar de contar con un elevado presupuesto, con rostros conocidos en los papeles principales y con un director de enorme talento que, ante las intervenciones de terceros, se desentendió del film, Cimarrón resultó un fracaso artístico y comercial que naufragó en su supuesta grandeza, siendo sin duda el western menos personal de Anthony Mann y, unido a su despido de Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), uno de los motivos que provocó su distanciamiento de Hollywood.

martes, 8 de abril de 2014

Correo diplomático (1952)

Poco después de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, y como consecuencia del distanciamiento siempre existente entre soviéticos y aliados, las producciones de espionaje rodadas en Hollywood sustituyeron al enemigo nazi que se descubría en Enviado especial (Alfred Hitchcock, 1940) o El ministerio del miedo (Fritz Lang, 1943) por aquel que se encontraba más allá del telón de acero. Este nuevo enfoque cinematográfico encontró su razón de ser en la realidad surgida tras la contienda, que dividía el planeta en los dos grandes bloques político-ideológicos que se enfrentaron en películas como El telón de acero (William A.Wellman, 1946), La gran amenaza (Gordon Douglas, 1948), Danubio rojo (George Sidney, 1949) o Mi hijo John (Leo McCarey, 1952). Más cercana a un cine de espionaje de aventuras se descubre Correo diplomático (Diplomatic Courier), que además de exponer la rivalidad entre ambos bandos destaca por ser una entretenida e interesante mezcla de cine negro, intriga y desventuras, que tiene en Mike Kells (Tyrone Power) a su inexperto protagonista. Pero antes de centrarse en los avatares en los que se ve inmerso este personaje, Henry Hathaway realizó una breve introducción semidocumental de la organización que contacta con el funcionario, que presenta como rasgo principal la desorientación creada por el ámbito al que accede como consecuencia de la misión que se le encomienda desde Washington. Dicho encargo tiene como fin el contactar con su amigo Sam Carew (James Millican) en la estación de Salzsburgo, donde el agente debe entregarle unos documentos secretos de vital importancia. Sin embargo, la presencia de espías rivales obliga a Carew a subir de nuevo al tren en el que viajaba, impidiendo su contacto con el inexperto correo, a quien se le presenta la duda de cómo actuar en una situación que ya desde ese instante le supera. A lo largo del film, Kells muestra su inocencia a la hora de comprender un entorno habitado por individuos como el coronel Cagle (Stephen McNally), que no duda en utilizarle como cebo para conseguir la información, o Joan Roos (Patricia Neal), quien lo manipula desde su primer encuentro en el avión que despega de París hasta su reencuentro en Trieste, donde el enviado especial tampoco sospecha que exista nada anómalo en la presencia de esa mujer que se confiesa atraía por él. La ciudad libre de Trieste se descubre como un nido de espías, oscuro y amenazante para la seguridad de Kells durante su búsqueda de Janine (Hildegarde Neff), la joven que acompañaba a Sam en el tren donde aquel fue asesinado poco antes de poder entregarle el microfilm. A pesar de algunas carencias, Correo diplomático resulta una película de ritmo trepidante y de acertado planteamiento, que muestra a ese hombre confundido por circunstancias, que a duras penas supera, y perseguido por peligros que a menudo salva gracias a la intervención de su ángel custodio, el sargento Guelvada (Karl Malden), o, irónicamente, gracias a esa misma inocencia que le define y le mantiene alejado de la ambigüedad moral que se descubre en el resto de personajes, ya sean de uno u otro bando, condicionados todos ellos por un presente también ambiguo en el que se desarrolla la guerra silenciosa de la que forman parte.

sábado, 5 de abril de 2014

También somos seres humanos (1945)


En una entrevista concedida a Olivier Eyquem y Michael Henry, publicada en 1981, en la revista Possitif, Samuel Fuller afirmó que <<The Story of G. I. Joe, de William Wellman es incontestablemente la película más auténtica sobre la Segunda Guerra Mundial>>. A pesar de que se trata de una opinión, y por lo tanto subjetiva y abierta al debate, el responsable de Uno Rojo, división de choque (The Big Red One, 1980) no anduvo desencaminado en su aseveración, pues el film de William A. Wellman recrea y transita sin adornos por la cruda experiencia del conflicto armado desde el intimismo con el que se describen las vivencias de los jóvenes miembros de la compañía C, del dieciocho de infantería, con quienes convive Ernie Pyle, personaje interpretado por Burgess Meredith e inspirado en el corresponsal de guerra real, de cuyos artículos y experiencias en el frente occidental se basan los hechos narrados en la película de Wellman. El periplo bélico de Pyle crea su vínculo con los soldados a quienes sigue desde su encuentro en el norte de África, cuando todos son unos recién llegados al frente, hasta el avance de las tropas por suelo italiano, un costoso avance durante el cual el corresponsal comparte la realidad que se refleja en los silencios interrumpidos por las bombas o en la mugre que les rodea y se adhiere a sus cuerpos descompuestos y a sus rostros desilusionados por el transcurso de las batallas. Durante todo este tiempo de convivencia y muerte, el periodista se convierte en el testigo a través de quien se descubre la evolución de soldados sin experiencia, que a la fuerza se transforman en duros combatientes. <<Ahora sí tienes una unidad, parecen duros>> dice Pyle en su reencuentro con el teniente Walker (Robert Mitchum), a lo que este, recién ascendido a capitán, responde: <<Lo son, han de matar, y deben serlo>>.


En ese breve instante se comprende que la guerra les obliga a ser quienes no desean ser, a convivir con la violencia, con el miedo, con la muerte y con la culpabilidad de la que habla Walker en otro momento puntual del film, cuando se le descubre en la soledad que comparte con su amigo periodista y le comenta que también él escribe, aunque no artículos periodísticos, sino las cartas de pésame que remite a los familiares de las incontables bajas que se producen a lo largo de la realidad bélica expuesta en También somos seres humanos, una que nace del interior de los personajes condicionados por el terreno hostil por donde deben avanzar para alcanzar el ansiado regreso a casa; como atestiguan las palabras del sargento Warnicki (Freddie Steele): <<Cada paso adelante es un paso más hacia casa>>. Este suboficial se aferra a esa esperanza, que simboliza en el disco que contiene la grabación de la voz de su hijo, una voz que desconoce y que intenta escuchar por media Italia, aunque no puede hacerlo hasta que consigue un gramófono, y al lograrlo se derrumba cayendo en la locura que hasta ese instante ha intentado mantener alejada. Muchos son los detalles mostrados por Wellman en su acercamiento al soldado anónimo que lucha en una guerra que nada tiene que ver con la imaginada en la lejanía de sus hogares, donde sus familiares desconocen aspectos solo compartidos en el frente, como la imposibilidad de Murphy (John Reilly), casado durante la contienda y muerto poco después del enlace, la triste certeza que poco a poco se apodera de Pyle, al comprender que tantos y tan buenos muchachos no regresarán jamás a los pueblos que los vieron nacer, o la resignación y decepción del capitán Walker, consciente de que son hombres obligados a vivir y morir en un presente que les roba la posibilidad de serlo.



viernes, 4 de abril de 2014

Ivanhoe (1952)

Tras el famoso rugido del león de la MGM asoma en pantalla el título Sir Walter Scott's Ivanhoe, aunque, visto el film, tampoco habría desentonado si en su lugar se hubiese leído el de Hollywood's Ivanhoe, pues la película de Richard Thorpe mantiene mayor fidelidad a las aventuras cinematográficas rodadas en el Hollywood de la década de 1950 que a la novela del escritor escocés al que hace referencia el genitivo sajón. Al igual que otras producciones de su época, Ivanhoe empleó el technicolor como reclamo para atraer al publico a las salas donde descubrían espacios coloristas, habitados por héroes lineales, que provocarían cierta sensación de estar presenciando una fantasía romántica como la que se descubre en la Inglaterra de Ivanhoe (Robert Taylor), que poco o nada tendría que ver con la real del siglo XII, más oscura que la ficticia descrita por Thorpe en su primera adaptación de Scott; posteriormente dirigiría Las Aventuras de Quentin Durwar, también protagonizada por el actor Robert Taylor, quien por aquellos años se prodigó en el género hasta convertirse en uno de los actores referentes del género de aventuras. Además de la combinación de colores, atuendos y personajes que ya se habían observado con anterioridad en la mitificada versión de Robin de los bosques realizada en 1938 por Michael Curtiz y William Kneighley, Richard Thorpe empleó tópicos similares que, a base de repetirse, se implantaron en el imaginario popular, creando de ese modo un Medievo irreal habitado por villanos condenados a ser derrotados por héroes de intachable conducta y de sobrado valor, que beben los vientos por bellas damiselas que a menudo se descubren destinadas a ser la excusa argumental para dotar a la trama de cierto tono romántico, que suele entorpecer el ritmo del film. Como sucede con otras producciones de aventuras rodadas por Thorpe, la historia del noble sajón muestra a un hombre que se rige por su inalterable sentido del honor, algo que ya se deja entrever desde su inicio, cuando se le observa errante, laúd en mano, recorriendo los castillos de media Europa en busca de su amado rey, a quien descubre prisionero en Austria. La idea de liberarlo impulsa a Wilfrido de Ivanhoe a regresar a su tierra natal, donde piensa recaudar la suma del rescate real, pero en Inglaterra se encuentra con la opresión y el rechazo de los normandos hacia los sajones (siempre los buenos en este tipo de función) y también hacia el pueblo judío, representado en Isaac de York (Felix Aylmer) y su hermosa hija Rebecca (Elizabeth Taylor), quienes no dudan en mostrar su desinteresada generosidad recaudando el dinero del rescate de un monarca a quien nada deben y a quien, en contra de la voluntad paterna, el héroe sajón siguió a Tierra Santa para luchar en las cruzadas. En esta adaptación de la novela homónima de Walter Scott prevalecen las frustraciones amorosas de los personajes principales; así se descubre que el amor de Rebecca hacia Ivanhoe no es correspondido, porque este ha entregado su corazón a lady Rowena (Jean Fontaine), como tampoco la hebrea corresponde al de Bois-Guilbert (George Sanders), uno de los villanos del film, aunque no uno más, sino el de mayor entidad y el que ofrece una perspectiva más rica al enfrentarse consigo mismo como consecuencia de sus sentimientos hacia esa joven a quien condenan por brujería, una falsa acusación tras la que se esconden intereses más terrenales, como serían los económicos y políticos que benefician al príncipe Juan (Guy Rolfe), que gracias al cine se convirtió en el reverso tenebroso de su hermano Ricardo, un monarca que seguramente no sería el angelito que se pasea por un buen número de películas protagonizadas por Robin Hood, personaje que también se deja ver tanto por el Ivanhoe literario como por el cinematográfico.

jueves, 3 de abril de 2014

Fuego en el cuerpo (1981)

Un año después de colaborar en el guión de El imperio contraataca (Irwin Kershner, 1980) y el mismo en el que participó en la escritura de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), Lawrence Kasdan debutó como director con Fuego en el cuerpo (Body Heat), un thriller que confirmaba su buen hacer como guionista y le auguraba un futuro prometedor como realizador. De hecho, durante la década de 1980 y parte de la siguiente, Kasdan ofreció algunas muestras de su talento en films como ReencuentroEl turista accidentalGrand Canyon y la minusvalorada Wyatt Earp, su segunda incursión en el western tras SilveradoFuego en el cuerpo podría definirse como un digno homenaje al cine negro clásico, que recibe influencias de El cartero siempre llama dos veces y Perdición (Billy Wilder, 1944), dos obras maestras del género con las que se emparenta gracias a la presencia de una mujer casada capaz de convertir a un hombre, hasta ese instante honrado, en un pelele que pierde la cabeza por la atracción física que ella despierta en él. Fuego en el cuerpo (Body Heat) se desarrolla en una Florida donde las elevadas temperaturas marcan el día a día de Ned Racine (William Hurt), un abogado en horas bajas que trabaja en casos menores, y a quien a menudo se le descubre en compañía de sus amigos, Peter Lowenstein (Ted Danson) y el detective Oscar Grace (J.A.Preston), pero Racine es un tipo solitario y desilusionado que vive en un presente en el que nada parece importarle salvo la aparición inesperada de Matty Walker (Kathleen Turner). Deudora de las novelas de James M.Cain y de las películas citadas, Fuego en el cuerpo resulta un ejercicio narrativo eficaz en el que abundan los diálogos doble intencionados y el erotismo que Matty emplea como cebo para lograr su deseo de poseer en exclusiva los bienes materiales de su esposo; también Ned se descubre condicionado por sus anhelos, que en su caso sería el de convertirse en el amante de la bella señora Walker, algo que consigue, pero a un alto precio. Al igual que sucede con los amantes de los soberbios films de GarnettWilder, los ideados por Kasdan mantienen una tórrida relación en la que la mujer marca las pautas hasta nublar el juicio del varón, que no tarda en idear y ejecutar lo que ambos consideran el crimen perfecto que les permita lograr sus intenciones. Sin embargo, como en cualquier producción de esta índole, la realidad se complica para la pareja, sobre todo cuando se descubre que uno de sus miembros juega con el otro; de ese modo, después del asesinato de Edmund Walker (Richard Crenna), el abogado empieza a comprender aspectos que su deseo carnal le han impedido ver, y que le confirman hasta qué extremo ha sido manipulado por su fría y ardiente amante, a quien no le importa nada más que el dinero con el que sueña desde mucho antes de conocerle y entregarse a él porque, en sus manos o entre sus piernas, Racine es la marioneta que necesita para alcanzar sus fines.

martes, 1 de abril de 2014

Un americano en París (1951)


Al hablar de Un americano en París (An American in Paris, 1951) resulta inevitable no hacer alusión a Arthur Freed, su productor, Vincente Minnelli, su realizador, Gene Kelly, su protagonista, coreógrafo y supuesto director de algunas escenas que, por asuntos personales, Minnelli no pudo rodar, y Alan Jay Lerner, como guionista en sus inicios cinematográficos, posteriormente Lerner sería el artífice de My Fair Lady (George Cukor, 1964) o Camelot (Joshua Logan, 1967). Estos cuatro nombres propios de la historia del musical juntaron sus talentos para dar forman a esta obra cumbre del género. cuya materialización inicialmente pasaba por que Freed, responsable de la sección musical de la MGM y productor de Minnelli en Una cabaña en el cieloCita en San Luis, El pirata o Brigadoon, convenciese a su amigo el letrista Ira Gershwin para que, a cambio de unos ciento cincuenta mil dólares, cediese los derechos de la pieza musical compuesta por su hermano George en 1928. Tras alcanzar el acuerdo económico, a Minnelli y a Freed les tocó perfilar el reparto, y entre los actores que podrían dar vida al protagonista solo cabía la posibilidad de que fuese un gran bailarín, lo que redujo la lista de posibles candidatos a Fred Astaire y Gene Kelly, aunque este último fue el más adecuado para las intenciones del productor y del director al poseer mayor destreza como bailarín de ballet. Mientras se iba perfilando el elenco también se habló de contar con Maurice ChavalierCyd Charisse, pero por uno u otro motivo fueron Georges GuetaryLeslie Caron, por aquel entonces una desconocida, quienes finalmente asumieron los papeles de Henri y Lise.

Un americano en París semeja extraída del sueño pictórico de su protagonista, no en vano, Jerry (Gene Kelly) es un joven pintor instalado en un París impresionista donde aguarda a que su obra se impregne del arte que mana de la ciudad. Sin embargo no consigue colocar ninguno de sus cuadros, como tampoco su amigo Alan Cook (Oscar Levant) logra ofrecer el concierto con el que sueña en su reducido cuarto parisino. No obstante, la suerte de Jerry parece cambiar cuando Milo Roberts (Nina Foch), una mecenas del arte, se cruza en su camino y alaba su obra; aunque en realidad a esta mujer le interesa más el atractivo físico del artista que aquel que observa en las pinturas que le compra. Sin sospechar las intenciones de la millonaria, el pintor acepta acompañarla a su hotel y posteriormente al local donde se enamora de Lise (Leslie Caron), que resulta ser la misma chica con quien Henri (Georges Guetary), el amigo de Alan, piensa casarse. Este sencillo argumento se convirtió en el mejor musical rodado en la MGM gracias al colorido de la fotografía de Alfred Gilks y John Alton, a la dirección artística de Preston Ames y Cedric Gibbons, a las coreografías de Kelly y a la puesta en escena de Minnelli, en la que se combina la comedia, el romance, la ilusión y los sueños que habitan en un París imaginario, musicalizado por la partitura de Georges Gershwin, que alcanza su apogeo con un ballet cercano a los dieciocho minutos de duración y a los quinientos mil dólares de presupuesto, algo hasta entonces nunca visto en la gran pantalla.