Eliminada la capacidad crítica, la creatividad, la improvisación, el soñar, ¿qué queda, aparte de respirar? ¿Tradición, honor, disciplina, excelencia? Que son los cuatro pilares sobre los que se sustenta la Academia Welton, pero ¿para qué se inculcan? ¿Resultan para todos los adoctrinados igual? ¿Los homogeneiza para controlarlos mejor? ¿Qué pinta la persona en todo esto? ¿Y el espíritu crítico? En una escuela elitista como la de El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989), nada. Al menos, hasta que Robin Williams asoma su cara en la mesa de profesores en la que no encaja, porque su personaje carece de la rigidez de una institución que no busca liberar las mentes de sus alumnos ni abrirles posibilidades para que lo consigan, ni pretende guiarlas en busca de su propia evolución, sino forjarlas a imagen de la inmovilidad y del acatamiento que perpetúe el orden sin que nadie lo cuestione. E ir contra eso es lo que les inculca Keating, el nuevo profesor de literatura inglesa a quien sus alumnos admiran porque se sale de la norma y les dice que aprovechen el momento, que todos criaremos malvas —más de haber estado allí, le habría dicho: que de criar nada, que estaré muerto, que no preciso eufemismos que me alivien la idea del único porvenir seguro—, que hagan lo que les dé la gana, que naden a contracorriente, que sean mentes libres, que despierten a la vida, que vayan a los clubs (aunque esto no lo dice) y, de no saber dónde caen, siempre pueden reabrir uno de poesía en el que leer a Whitman, a Thoreau y a otros fallecidos, un club de cuya reapertura el profesor no es responsable directo; también es un buen club para que uno de los vivos lleve a la cueva a un par de chicas para demostrar su rebeldía. Pero ser rebelde no es una pose, y a eso también suenan las palabras del admirado profesor, sus gestos y sus imitaciones, así como la candidez de los jóvenes; suenan un tanto artificiales, a pesar de que la historia de El club de los poetas muertos parta de la propia experiencia personal del guionista Tom Schulman, mas ya se sabe que de la realidad al recuerdo hay un trecho y de la memoria al guion otro más largo. Schulman lo escribió cuatro años antes de que este fuese llevado a la pantalla por Peter Weir, pero su resultado me suena un tanto forzada en su intención de posicionar su discurso a favor de la fuga personal. El film aboga más por la huida que por un posicionamiento que implique un cambio o una transformación que pudiese evolucionar hacia una apertura más amplia, hacia una tolerancia educativa que mejorase ese sistema que no mira la educación ni la formación, que busca perpetuar el elitismo, la tradición, su idea del honor, de disciplina y grandeza. En definitiva, nada cambiará, sólo los casos aislados, que son lo que vienen cambiando desde que el ser humano se convirtió en humanidad. Así, la victoria de Keating puede considerarse pírrica, incluso una derrota, pues, más allá del espejismo de liberación, ¿qué realidad se desvela? ¿Nos basta con subir a la mesa, que puede que quede bonito en pantalla? ¿Y? ¿Qué me dicen los poetas muertos sobre esto? ¿Y los vivos? ¿Y quienes mantienen el orden que se sustenta sobre los cuatro pilares asumidos por la institución Welton, un colegio privado para niños y adolescentes de clase alta donde el orden prevalece sobre la importancia del pensamiento individual? Queda claro que entre los muros de la escuela existe una prisión: hay vigilancia, castigos, miedo, intentos de rebeldía,… y todo con la excusa de alcanzar un puesto dentro de la élite social. Mas lo único que se consigue con esa rigidez y acatamiento, y en eso Keating y tantos pedagogos muertos (como el suizo Pestalozzi y el estadounidense Dewey) llevan razón, es impedir el desarrollo personal de los jóvenes estudiantes que habitan en la institución guardiana del utilitarismo y de la dogmática tradición que les somete.
domingo, 8 de septiembre de 2013
El club de los poetas muertos (1989)
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