El último,
Candilejas,
Umberto D,
Vivir,
Cuentos de Tokio,
Fresas salvajes,
Atlantic City,
Ginger
y Fred,
Una
historia verdadera o
Gran
Torino son
excelentes acercamientos a la vejez, a la soledad y a los recuerdos
de un pasado que ya no tiene cabida en un presente de desencanto,
pero también de aceptación de que se continúa vivo. Incluso dentro
del cine animado existen títulos que muestran el comportamiento de
hombres y mujeres que han alcanzado el invierno de sus vidas, dos
ejemplos serían Cuando
el viento sopla y
Up.
Por lo tanto, Arrugas
no
es un film único, aunque sí necesario para no olvidar que la vejez
no es un impedimento para sentirse vivo sino una circunstancia
natural que tarde o temprano se convierte en la realidad de cualquier
ser humano que complete sin percances irreversibles su ciclo vital.
Al igual que El
hijo de la novia (2001)
o ¿Y
tú quién eres? (2007),
Arrugas
explora
la vejez desde uno de sus mayores temores: el alzheimer, pero sin
caer en sensiblerías y sin forzar una situación que afecta a una
sociedad que parece excluir a sus ancianos. Ignacio
Ferreras adaptó
a la gran pantalla el exitoso cómic de Paco
Roca,
editado por primera vez en Francia en el año 2007. Desde el momento
de su publicación Arrugas
se convirtió en un éxito de ventas y en un imán para atraer
elogios y premios, pero su mayor logro reside en qué cuenta y cómo
lo cuenta. La adaptación cinematográfica permanece fiel a la
historia ideada por Paco
Roca,
adulta, dura y tierna, y a menudo triste en su comicidad, pero no por
ello desesperanzada. Emilio negocia un crédito en la oficina que
dirige, sin embargo, resulta que se encuentra en casa, negándose a
comer la sopa. Este anciano no tarda en caer en la cuenta de que ya
no trabaja y a quienes tiene delante no son clientes, sino su hijo y
su nuera insistiendo para que coma. Ante los problemas que les supone
cuidar del anciano no tardan en buscar un lugar donde se encarguen de
él. La confusión, la decepción, la tristeza e incluso el enfadado
de Emilio son comprensibles, pero no le queda más remedio que asumir
su abandono al olvido en un centro donde descubre a personas en
situaciones similares a la suya, y a otros que se encuentran en peor
estado; pero allí también conoce a Miguel, su compañero de
habitación y el único que muestra su disconformidad al negarse a
aceptar la rutina que comparte con el grupo de desheredados al que
pertenece. Miguel, él único sin familia, se aprovecha de los
despistes y de la senilidad de sus compañeros para conseguir algún
dinerillo, consciente de que ser mayor no implica estar muerto, ni
tampoco asumir que lo único que puede hacer es comer, dormir y tomar
pastillas. La estancia de Emilio en el centro muestra su inevitable
deterioro psicomotriz; se olvida de qué cenó la noche anterior, de
dónde ha puesto sus cosas o del nombre que reciben los objetos que
le rodean. A veces se enfada cuando recobra la lucidez y se da cuenta
de sus despistes o se disculpa asumiendo que tiene muchas cosas en la
cabeza. Al tiempo que la evolución de la enfermedad augura su
trasladado a la segunda planta, donde se encuentran aquellos
residentes que no pueden valerse por sí mismos, se fortalece la
amistad que le une a Miguel y a Antonia, la cual les permite sentir
un último aliento de valía y libertad, a la espera de que llegue
ese día cuando el alzheimer sea una enfermedad curable, pero ¿lo
será la tónica de apartar a los ancianos por el mero hecho de
serlo?
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