martes, 12 de noviembre de 2013

Historia de los crisantemos tardíos (1939)


Aunque alcanzó prestigio internacional en la década de 1950, gracias a títulos como Vida de Oharu, mujer galante (1952) o Cuentos de la luna pálida de agosto (1953), Kenji Mizoguchi ya era un experimentado realizador, de marcado estilo personal y con una manera propia de entender el cine como medio para expresar los sentimientos y sufrimientos que observaba y sentía, constante que se descubre en Historia de los crisantemos tardíos (Zangiku monogatari), una de sus (muchas) cimas cinematográficas en la que una vez más contó con la colaboración de su amigo Yoshikata Yoda, su guionista habitual desde Elegía de Naniwa (1936). El cine de Mizoguchi se caracteriza por la lentitud y la serenidad que transmiten tanto sus largos planos como la suavidad en los movimientos de la cámara, que realzan la belleza visual tras la que se esconden injusticias o sacrificios como el narrado en este excelente melodrama ambientado en el Japón del periodo Meiji, hacia finales del siglo XIX. La historia se desarrolla dentro del ámbito del teatro Kabuki (surgido en el archipiélago en el siglo XVI), en el que se descubre actuando a Kikunosuke (Shôtaro Hanayagi), a quien, concluida la función, sus compañeros alaban por ser el hijo adoptivo del patriarca del prestigioso clan de actores. Pero el joven ignora que en su ausencia los halagos se convierten en críticas que revelan su mediocridad artística. Solo Otoku (Kakuko Mori), la niñera de su hermanastro, se muestra sincera con él, hecho que provoca que el actor comprenda la mentira en la que ha vivido hasta entonces y la certeza de que se encuentra ante una mujer desinteresada, generosa y entregada, características que admira y en las que se apoya para iniciar su maduración y su superación como actor. Sin embargo, los comentarios acerca de su relación se propagan hasta provocar que la familia despida a la joven para evitar que alguien de su condición social mantenga relación con el heredero del clan, hecho que enfrenta a Kikunosuke con su padre (Gonjurô Kawarazaki), quien le expulsa del seno familiar. La separación de los enamorados se prolonga durante un año, reencontrándose cuando el joven actúa en un espectáculo en el que no destaca y del cual lo echan por su falta de talento. En ese momento, a pesar de las palabras de Otoku para que no cometa un error del que pueda arrepentirse, el joven se desprestigia aceptando un trabajo como artista ambulante en el que pasará los siguientes cuatro años, omitidos en pantalla, pero en los que se sobreentiende que la pareja deambula por el país mientras la frustración existencial crece en el interior del actor. En el presente, el derrumbe emocional de Kikunosuke es un hecho consumado que provoca su comportamiento destructivo, el mismo que su sufrida compañera intenta impedir presentándose ante Fukusuke (Kokichi Takada), actor y amigo de Kikunosuke, a quien suplica que interceda por él y le posibilite una nueva oportunidad en el teatro Kabuki. Como en la mayoría de las películas de Mizoguchi la figura femenina resulta fundamental y es tratada con gran sensibilidad y admiración por el cineasta, siendo Otoku una personalidad generosa y fuerte en contraposición al débil carácter de su amante, quien la necesita para alcanzar la maduración personal y artística a la que no tendría acceso de no contar la presencia de una heroína-víctima que solo tiene razón de ser durante el recorrido vital que conduce a su amado hacia el éxito dentro de una tradición clasista y machista que a ella la condena al olvido y a un triste y poético final.

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