martes, 11 de junio de 2024

Pretty Woman (1990)


Presumir no es sinónimo de tener razón ni de ser lo presumido; de modo que lo aquí se expone a continuación puede ser rebatible o simplemente una memez. Pero supongo que nadie se ofenderá si digo que una institutriz no es una profesional del sexo, aunque le guste la fiesta más que a Mesalina entregarse fogosa al desenfreno de una noche de orgía, de calamares a la romana y de varios litros de vino de la rivera del Arno. Al contrario que la película de la institutriz, la de una meretriz no podría haber sido producida por Disney, por la sencilla razón de que en 1990 el animador de Mickey seguía muerto; por mucho que una leyenda infantil ubicase su cuerpo en un congelador ultrapotente. Por otra parte, presumo que de estar vivo, me refiero a Disney, pues yo ya no sé si estoy medio vivo, medio muerto o de total parranda, no la produciría porque la heroína de la función es una fulana que, aunque generosa, de buenos sentimientos y de carácter que aspira a monjil, cobra por tener sexo con quien ella quiere. Cierto que más que una prostituta liberada, el personaje de Julia Roberts en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) parece una profesional liberal que asume rasgos de joven virginal y soñadora; y ahí sí que encaja en el universo Disney, donde no hay espacio para las meretrices, aunque sean bondadosas y de buen ver. En realidad, en el imaginario Disney no hay espacio para el sexo comercial ni para el gratuito, tampoco para el de una noche inspirada por la pasión de dos o más cuerpos rodantes. Su reino es para princesas y para animales obligados a humanizarse. Pero todos sus personajes carecen de sexualidad. Ninguna de sus princesas exhibe los movimientos de la exuberante Jessica Rabbit, de cuyas líneas sinuosas e insinuantes y de aparente fatalidad, ella no tiene la culpa. Su dibujante la hizo así. A Disney no se le ocurriría, no por falta de imaginación, sino por sus gustos. Al genio de Blancanieves (Snow White, 1937) se le deben dibujos y días felices, de inocencia y diversión, de ternura y de corrección. Fue el rey cinematográfico de la animación y del final “vivieron felices y comieron el ave que tuviesen a tiro”, tópico que Marshall ya aventura en Pretty Woman desde que cruza los caminos de una puta enamoradiza y de un implacable hombre de negocios que, además de rico y comprador compulsivo, es un pedazo de pan; si integral o de semillas sería cuestión de preguntar. Lo cierto es que ambos se hacen tilín, quizá porque son buenísimos y hacen buenas migas, y estas alimentan los corazones. Pena que algunos como el mío sean un leño; si aún prendiese con este cuento de putas buenas y buenos puteros que, por motivos y razones que se me escapan, me deja igual de contento que la enésima vez que vi “chica encuentra chico y viceversa”. Muchacha simpática, sin tacha ni mancha, Vivian ha sobrevivido a la crueldad gracias a coitos pagados, a su deseo de ser princesa y a la fortuna que la arropada y posibilita el inesperado encuentro de dos personajes que lograron algo quizá extraordinario: que medio planeta soñase ser putero y el otro medio puta “aprincesada” y enamorada…


La industria cinematográfica no va contra su naturaleza comercial. Prefiere ir a tiro fijo y sin excesivos riesgos. Otro cantar es si el éxito esperado se materializa. Por ejemplo, los musicales Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) y My Fair Lady (George Cukor, 1964) —que es de la historia y factoría Warner— fueron grandes éxitos, lo mismo que la comedia romántica Pretty Woman, que ganó mucho dinero, que gustó (y gusta) a mucha gente y que, como cualquier otra película comercial, nació con la idea de llenar las salas y las arcas. Las tres fueron cuentos y las tres consiguieron su objetivo: conectar, seducir y conquistar millones de corazones y de dólares, aunque no lo hicieron por su calidad; de la cual dudo. No voy a asegurar que así le va al cine, y al resto del negocio de la cultura, porque, más o menos, ha ido así desde sus orígenes, cuando los futuros magnates cinematográficos vieron sus posibilidades económicas; y de ese modo seguirá mientras los productos generen beneficios. Hoy, el mercado manda más que nunca; y ya nada hay de romántico en el mercadeo, ni en el postureo de una película tan cuentista como la de Marshall.


Pensando en el adjetivo romántico, me digo que no debe resultar sencillo serlo. Me refiero a alcanzar la irracionalidad que acabe con la razón y empuje a vivir las emociones a flor de piel: el amor, el odio, la venganza, el honor, la libertad y lo que se quiera. Suena infantil y, de algún modo, el romanticismo lo era en su ingenuidad, en su capricho. Supongo que románticos serían aquel poeta y revolucionario inglés que pereció en Grecia y aquellos otros que, como Pushkin o Larra encontraron su bala en un duelo al alba o tras un tiro en la sien. Hubo muchos más y no todos tuvieron finales así, pero tenían en común su rechazo al racionalismo, el quererse pasionales, emocionalmente desbordantes, y el ser hijos putativos de Rousseau y Goethe. Era moda entre aquellos exaltados del XVIII y XIX. Tiempo después, aquel significado emocional, poético, revolucionario e irracional del término se perdió en los libros de literatura, filosofía e historia… En política deparó nacionalismos y el fascismo; y en el mundo editorial o en la gran pantalla el adjetivo se transformó en el sucedáneo que se empleó en cursilerías o para modificar comedia y drama. Era cuestión de hablar de subgéneros dentro de los géneros, de modo que el romanticismo había dejado de ser estética, estilo y forma de entender la vida, para ser otra cosa. Ya apenas significaba más que un tópico cuando triunfaron Pretty Women, Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) y Ghost (Jerry Zucker, 1990), tres éxitos de taquilla que se rodaron en el último tramo del siglo XX, un periodo que agudizaba y globalizaba el idiotismo actualmente desbordante —¿será romántico?—  y el consumo masivo de sentimientos, emociones e incluso de drogas de diseño. El tiempo de estereotipar, más si cabe que en años precedentes, se impuso para que el producto funcionase regular en su capa superficial, que es la que mejor trabaja Hollywood, que, en cierto modo, es un taller de chapa y pintura donde se fabrica un producto de acabado reluciente que, bajo su atractiva fachada, depara la sorpresa de que allí no hay batería ni motor. Pero ¿cómo funciona entonces? Justificándose en el érase una vez…


Érase una vez, en un reino de presunta fantasía, una princesa Disney ejercía la prostitución con quien a ella le daba la gana, a la espera de conocer, cobrar, conquistar y liberar del aislamiento a su príncipe azul. <<Cien dólares, la hora>>, se sorprendió este al conocerla; no por imposibilidad de pago, sino porque comprendió que de no ser tiburón financiero se habría equivocado de oficio. Tal vez hubiese sido gigoló u oficial y caballero. Pero aquí vive entregado en cuerpo y alma a sus negocios, y solo una profesional como Vivian podría salvarle y levantarle el ánimo. Así, durante su terapia, Edward va descubriendo que en la vida hay algo más que comprar y desmantelar empresas que vender por partes, pues está ella, la buena putilla que acepta ser su dama de compañía y su compañera de cama. Se enamoran, quién lo duda, entre un hada madrino que se hace pasar por director de hotel, una amiga igual de pilingui, aunque de menor caché, y un villano, cretino, manipulador, mezquino, blanco fácil para el rechazo popular y cuya caída precipitará la historia hacia su inevitable …y comieron perdices. ¿Quién puede pedir más? Pero ¿qué hay de las codornices? ¿Y detrás del cuento? ¿Fantasía? ¿Una representación de la realidad de las finanzas y de la prostitución? ¿Vacío?


Para justificar el vacío, el personaje que camina la calle al final del cuento presume en alta voz que el cine —sospecho que se refiere al de Hollywood— es el reino de los sueños. Tal vez lo sea, no voy a discutirle donde sueña cada quien, pues hay quien lo hace en la oficina y quien en el water. El cine, dicen otras lenguas, es entretenimiento, pero no sé cuántas dicen que, en ciertos aspectos del negocio, puede ser como un prostíbulo donde todo tiene un precio de compra y venta. En prácticamente todo su cuerpo el dinero manda y, en algunas ocasiones y mentes, se convierte en un medio de expresión e incluso en arte. A veces transciende y algunos títulos y personajes alcanzan popularidad. El público los convierte en iconos y referentes generacionales, a menudo de forma inexplicable y no siempre escogiendo las mejores obras, pues las mejores no siempre llaman su atención; no voy a entrar en los motivos. Más bien, sucede lo contrario. Hay producciones de dudosa calidad que perduran en el imaginario popular, quizá porque ofrecen a sus cómplices la fuga de la realidad y la cercanía del triunfo del conformismo que se esconde detrás de formas que les resultan atractivas, por cómodas y porque se adaptan a lo que se espera. Pero ¿por qué no?, si el cine escoge prácticamente desde su origen ser entretenimiento popular y oportunidad de hacer dinero. Nace sin apenas otras opciones, al ser el arte del siglo XX, y por eso le cuesta tanto ser otra cosa, porque el mercado manda y el público mayoritario no busca en él lo que otros buscamos. Quizá estos seamos los más idiotas, quienes busquemos en lugar equivocado, pues ese algo diferente solo se encuentra en la excepción. ¿Y entonces?


Entonces, érase otra vez la misma prostituta de antes, con sus botas mosqueteras puestas, enfundada en su vestido minifalda-top y su chaqueta a la cintura. Ya no luce su peluca rubia. Lleva su melena rizada y rojiza suelta. Parece otra; radiante y feliz. Vivian ha dejado de hacer la calle, pues ha encontrado el amor. Ahora, la camina para entrar en un establecimiento de Beverly Hills donde la miran incluso mal y le insinúan “es demasiado para ti”. Herida en su orgullo, quiere llorar, pues nunca en la acera ni en la cama de cualquiera la han tratado así de mal. Brujas de tienda, apenas extras, ruines que hieren a la enamorada que confiesa a Edward: <<Fueron malas conmigo>>. El príncipe reacciona furibundo, pensando en plan shakeasperiano “la venganza es mía”. Decidido a castigar semejante afrenta, toma su billetera y se dispone a ir de tiendas y de compras con ella. Lo tiene claro, golpeará donde más duele. Piensa gastarse <<una cantidad indecente>>. No puede haber mayor amenaza ni castigo más cruel, pero, como se trata del héroe, se le perdonan su crueldad y su exhibicionismo infantil. Aparte del gasto de los vestidos, las joyas y los zapatos, la heroína avanza su sueño por una serie de espacios y situaciones a las que se supone enseñanza-aprendizaje, gracia y romance. Pero Pretty Woman no es graciosa ni romántica, tampoco una excepción, ni mucho menos excepcional. Todo lo contrario. Es cutre en su inventiva, en su estética, ya sea en su estancia en el hotel, durante sus paseos a pie o en coche. Deambula por espacio cinematográfico sin amanecer ni crepúsculo; habita en un sueño sin ilusión, en un cuento de hadas sin fantasía, en una superficial tras la cual se descubre una película hecha en Hollywood, donde ya no hay dioses ni diosas. ¿Los hubo alguna vez? Hay lenguas que dicen que la última despareció con el adiós de Norma Desmond, aunque hay quien piensa que la noche cayó sobre Olimpo después de que la dulce Irma dejase de hacer la calle, pero esa ya es otra historia...



2 comentarios:

  1. Toño es brillante tu ensayo, me gusta porque es duro y se expresa de manera insoslayable. Por un lado, el cuento de hadas cubre el fondo que pocos quieren ver. Y que tu muestras de manera transparente lo cual hace razonar de manera apropiada una oscura como pocas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy agradecido por tu generosidad, Marcelo. Supongo que mi forma de mirar me incapacita para ver solo la imagen proyectada; casi siempre busco tras la apariencia y quizá no pocas veces proyecte ideas que llevo conmigo, que no están ahí, quizá algunas no sean más que prejuicios. Pero creo que este no es el caso, pues en esta película no hay nada más allá del "cuento" y presume de ello. Es un idilio en toda regla con el conformismo, más que con la ilusión

      Eliminar