<<Amigos, camaradas y simpatizantes de Sudáfrica. ¡Os saludo en nombre de la paz, la democracia y la libertad para todos! Me presento ante vosotros, no como un profeta, sino como vuestro humilde servidor, como un servidor del pueblo. Vuestro incansable y heroico sacrificio ha hecho posible que hoy me encuentre aquí. Por ello, pongo en vuestras manos los días de vida que puedan quedarme>> (1) Son palabras pronunciadas y escuchadas en Sudáfrica, el 11 de febrero de 1990, día de la liberación de Nelson Mándela, miembro del Congreso Nacional Africano y líder negro encarcelado por su oposición al régimen segregacionista y a su conocida política del apartheid. Son parte del discurso del propio Mándela, el que leyó la jornada que le abría las puertas a una nueva etapa en su lucha, y la de millones de anónimos, por la libertad y la igualdad iniciada tantas décadas atrás. Las imágenes saltan en el tiempo, a otro día, cuando el mismo personaje es investido en su cargo presidencial. <<El día de la investidura me sentí abrumado por la sensación de que nos encontrábamos en un momento histórico.>> (2) Y así era. Aquella jornada significaría para Sudáfrica un antes y un después. Se iniciaba el proceso de cura. <<La política del apartheid creó una herida profunda y duradera en mi país y mi gente. Todos nosotros necesitaremos muchos años, o generaciones, para recuperarnos de ese profundo dolor.>> (3) El segundo paso hacia la recuperación de la que habla Mandela en sus memorias se da cuando las urnas le eligen presidente. Pero aún quedaba un largo camino que recorrer e interrogantes por responder, tal que si ese hombre sería capaz de ayudar a su pueblo a curar las heridas y a acortar la gran distancia emocional que existía. Lideraba una nación dividida, donde la minoría blanca había dominado, sometido, apartado y abusado de la mayoría negra que en ese instante de victoria celebra el fin del dominio blanco; al menos así parece aventurarlo la llegada al poder de Mandela, cuya lucha contra la desigualdad ha condicionado su vida. Para vencer, el nuevo presidente sabe que ha de poner punto y final al pasado, acortar la distancia y abrir la vía hacia la unidad nacional que Clint Eastwood expone en Invictus (2009). De ahí que, en la película, la primera decisión del nuevo presidente, al llegar al palacio presidencial, sea la de reunir al antiguo equipo de trabajadores, hombres y mujeres blancas, para ofrecerles la posibilidad de continuar en sus puestos laborales. Esos primeros minutos expuestos por Eastwood, con una narrativa ágil y amena, sirven para esbozar la situación y las intenciones de acercamiento, de reconciliación y de unidad nacional, las cuales se verán cumplidas a través del deporte, o al menos ese será el medio escogido por Eastwood, que llevaba a la pantalla el guion de Anthony Peckham —adaptación del libro de John Carlin—, para exponer un momento crucial en la historia sudafricana. Como estadounidense y, sobre todo, hollywoodiense, Eastwood se decanta por la figura heroica y por el espectáculo que en Invictus le posibilita la competición deportiva; el rugby le ofrece una vía perfecta para crearlo. Así asume que dos héroes, Mándela (Morgan Freeman) y François Pienaar (Matt Damon), dos tonos de piel, uno oscuro y otro claro, dos edades, el pasado y la posibilidad de futuro, coinciden en un mismo presente en el que las distancias se perciben con total claridad; por ejemplo, en la desconfianza inicial entre los agentes encargados de la seguridad presidencial. Pero también será dentro de ese mismo colectivo donde se inicien y se observen los primeros resultados de la unidad perseguida por Mandela, y la que Eastwood confirma en el terreno de juego, cuando la selección sudafricana de rugby, contra todo pronóstico, alcanza lo más alto en la competición mundial y desata la alegría nacional, la que da cabida a todos, sin distinción de color de piel, de sexo, de ideología, de credo religioso…
(1) (2) (3) Nelson Mandela: El largo camino hacia la liberatad (traducción de Antonio Resines y Herminia Bevia). DeBolsillo, Barcelona, 2016.
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