Son los cineastas suecos como Mauritz Stiller y Viktor Sjöström quienes introducen la psicología en el paisaje cinematográfico y los alemanes como Friedrich Wilhelm Murnau y Fritz Lang quienes insisten en ella. La hacen más urbana, cosmopolita y atrapada. El individuo y ciudad caminan o se despeñan de la mano. Por su parte, soviéticos como Sergei Eisenstein y Vsévolod Pudovkin la hacen revolucionaria. Pero en ningún caso el proceso es inmediato ni surge de la nada. Por ejemplo, Charles Chaplin le confiere feminidad en Una mujer de París (A Woman in Paris, 1923), que se sostiene sobre bases literarias más o menos reconocibles, aunque no sea ninguna adaptación y devenga en original, mientras busca un lenguaje cinematográfico psicológico propio; así, cine y psicología se unen por entonces. La época que siguió a la Gran Guerra (1914-1918) aceleró los cambios. Lo que en un momento era, dejaba de serlo poco después y así sucesivamente, lo cual generaba la sensación de vértigo e inestabilidad que recogen no pocas vanguardias. Cabe recordar la revolución que implicó el desarrollo del psicoanálisis y de otras corrientes de pensamiento tal que el existencialismo de la mano de filósofos como Kierkegaard. Se era consciente de la existencia y de la inconsciencia… Un intento de dotar a los personajes de existencia psicológica se descubre en la primera y, probablemente, la mejor de las cinco adaptaciones cinematográficas realizadas, hasta la fecha, de novela (Laula tulipunaisista kukasta) del escritor finlandés Johannes Linnankovski. En ella, Stiller recrea un drama cuya primera impresión me hace dudar que se encuentre entre los más innovadores y mejores títulos de su filmografía; de hecho, en sus minutos iniciales, me parece un film cansado, quizá por sus personajes suenen a estereotipos, apariencias que de continuo caen en la teatralidad que lastra las personalidades y la historia propuesta, la cual se inicia con un doble romance. Olof (Lars Hanson) seduce a Annikki (Greta Almroth), a quien se confiesa enamorado con cursilerías que asoman en los títulos explicativos, y poco después se lanza a por Elli (Lillebil Ibsen)…
Queda claro que el joven no tiene en cuenta el origen de clase de sus conquistas. No es elitista ni hipócrita, sino alguien inmaduro, todavía al inicio de su formación existencial, emocional y sentimental. Es decir, todavía le queda mucho recorrido y muchos “golpes” que dar y recibir antes de hallarse, de comprenderse y comprender su entorno. Su mente y su cuerpo obedecen a su juventud, a su vitalidad, a un romanticismo cinematográfico, y a las consiguientes sensaciones y sentimientos del protagonista, sobre todo aquellas que le despierta el sexo femenino. Pero la psicología del personaje no es lo interesante de El canto de la flor escarlata (Sången om den eldröda blomman, 1919). De hecho, se queda a medio camino. Tampoco su comportamiento lo resulta, aunque conlleve cierto grado de rebeldía, debe oponerse para empezar a ser él, y provoque furia en su padre (Alex Hultman), a quien no le hace la menor gracia que su vástago coquetee con Ellie, puesto que, al tratarse de una criada, la encuentra indigna de su adinerada posición. Padre e hijo se enzarzan en una violenta discusión, el primero golpea al segundo, y este se defiende. Le devuelve el golpe y la discusión prosigue ante la angustiada y llorosa mirada materna. En ese instante, Olof se rebela al orden establecido, el paterno, lo que supone su expulsión del “paraíso”. El seductor abandona el hogar, tras despedirse de su madre (Louise Fahlman), y busca su propio camino. Así arranca el recorrido de un drama que, a pesar de que no carece de momentos atractivos, cae en el tópico; o quizá, a base de sumar películas a la historia del cine y a mi memoria, ya todo lo visto puede correr el riesgo de sonar a estereotipo, incluso una producción de 1919, cuando el cine vivía su infancia y todavía no sabía hablar. Pero lo que sí funciona, y muy bien por cierto, son aquellas situaciones en las que Stiller muestra el entorno natural donde trabaja el grupo de leñadores del que Olof forma parte. Y ahí, en la naturaleza fluvial a la que se enfrenta al héroe para ganar una apuesta y llamar la atención de la joven y bella Kyllikki (Edith Erastoff), más que en el romance y el drama de hallar un lugar en el mundo, El canto de la flor escarlata muestra su mejor cara en esos exteriores, en el río o a orillas, pues el espacio adquiere función integradora, aunque aquí todavía diste que los personajes formen parte de él y ellos de este, del mismo modo que el cuerpo forma parte de la mente y esta de aquel…
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