<<El poder existe en todas las diversas organizaciones sociales humanas, más o menos controladas, usurpado, investido desde las alturas o reconocido desde abajo, conferido por el mérito, o por la solidaridad corporativa, o por la sangre, o por el consenso: es verosímil que cierta dosis de dominio del hombre sobre el hombre esté inscrita en nuestro patrimonio genético de animales gregarios>>. El poder, en cualquiera de las formas aludidas por Primo Levi en su libro Los hundidos y los salvados, impone su autoridad allí donde existe. Pero ¿cómo ese poder o autoridad condiciona a los individuos? Para obtener alguna respuesta satisfactoria, el sociólogo Stanley Milgram (Peter Sarsgaard) realizó el estudio que Experimenter (2015) muestra en la pantalla. Tanto el proyecto de Milgram como el film de Michael Almereyda plantean una situación que, con sus variantes y variables, se repite a lo largo de la Historia. Se trata de una constante que quizá encuentre explicación en los albores sociales. Cuando alguien tuvo la brillante idea de crear la primera sociedad a partir de normas, leyes, condicionamiento de conductas y de pensamiento, quizá empleando dogmas, supersticiones, prohibiciones, entre otros ingredientes que afectaron el desarrollo de mentes críticas y, ya en terreno utópico, de mentes libres. La censura, la educación, ese quién o quiénes escogen qué se enseña y qué se oculta, la imposición de valores que se dijeron inamovibles, pero que, en algunos casos, se movieron y transformaron en contravalores, también llegaron para formar parte de una unión tan interesante como la de individuo-obediencia-autoridad que Milgran estudia tras la captura de Eichmann (su intervención en la "Solución Final" fue una de las cuestiones a las que Milgram pretendía encontrar respuesta) . El sociólogo actúa y habla para su público, lo hace en decorados como el sótano donde pone en marcha su experimento o en los diferentes lugares donde desarrolla su relación con Sasha (Winona Ryder). Nos habla de su mentor, del experimento que aquel llevó a cabo antes que él, alude el impacto social que tuvo el suyo, tanto que se realizó una serie de televisión que, adaptándose a los cambios sociales de los setenta, dista de la realidad que, subjetiva, presenta el sociólogo. Simula una prueba que evalúa el aprendizaje memorístico, pero estudia el comportamiento del sujeto o conejillo de indias a quien previamente se le explica en qué consiste su papel de maestro. El elegido, nunca al azar, pregunta a un supuesto participante, a quien castiga con descargas eléctricas cada vez que falla en la respuesta. El problema no es tanto el falso calambrazo como la obediencia ciega y evidente, por lo que se ha podido ver, pero resulta más complejo. Lo es porque no queremos verlo. Como dice Milgram, la gente lo interpreta como una tara, y no le gusta descubrir su imperfección. Los resultados obtenidos demuestran que los individuos son manipulables, y que aceptan serlo ante representantes de cualquier tipo de autoridad, lo cual pone en duda la individualidad que proclaman, su capacidad para decidir libremente. Entonces, comprenden que pueden equivocarse y, lo peor, que la autoridad en la que han confiado no es infalible, ni siempre justa, incluso puede llegar a ser un poder criminal y terrorífico (como ya ha sucedido en determinados momentos históricos). ¿Y si alguna vez se aceptase la imperfección del conjunto, nuestra propia falibilidad y la de la autoridad, sea moral, religiosa, ideológica o de cualquier tipo, y dejásemos de intentar imponernos a los demás usando la fuerza bruta, la tecnológica o la mediática? La Historia, el pasado, la literatura, el cine,... nos hablan de todo esto, pero apenas prestamos atención. Las distintas autoridades lo son porque se imponen e imponen su criterio e incluso, en ocasiones, no necesitan ni siquiera imponerse, en algunos caso le llega con la seducción o insinuar su presencia.
<<El tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones como: ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿Por qué ocurrió?, ¿Por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos? ¿Por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes? ¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?, ¿Hasta que punto fueron también responsables los aliados? ¿Cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción? ¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?>> Posiblemente, Milgram quiso responder algunas preguntas como las planteadas por Hannah Arendt al inicio de su ensayo Eichmann en Jerusalem. Por mi parte, no puedo responder a ninguna, pero sí me propongo un breve recorrido por el pasado, para dar vueltas y más vueltas al asunto de la autoridad. Me detengo años después de la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, cuando Kurosawa recuerda en sus memorias a una nación vencida que aguardaba la orden de su emperador. Esta figura, la de la autoridad divina y política, hablaría al país. Sus palabras determinarían si los japoneses debían aceptar el sometimiento al ejército estadounidense o quitarse la vida, algo que ni Kurosawa ni la mayoría de sus paisanos deseaban hacer, pero que muchos habrían hecho si la orden hubiese sido confirmada. Hay una inolvidable escena en Kasaba (Nuri Bilge Ceylan, 1997) que se desarrolla en el interior de un aula. Allí, entre sonidos del gotas que caen sobre la estufa, una niña lee sobre la importancia de las normas en la sociedad y en la patria. Son letras y líneas que lee de corrido, palabras que no comprende, tampoco sus oyentes, pero que repite porque el adulto que asume el rol autoritario se lo exige. Ahí, en el aula, se está produciendo un paso hacia la alienación, peligra el desarrollo de la capacidad crítica del individuo, peligra su equilibrio mental. La batalla del raíl (Bataille du rail; René Clément, 1945) presenta un momento que brilla tanto por la humanidad de los ajusticiados (que se dan la mano conscientes de la muerte que se aproxima) como por la inhumanidad de quienes ajustician. En ese breve instante, los soldados que disparan sobre varios ferroviarios y miembros de la resistencia, lo hacen sin miramientos, lo hacen como autómatas que cumplen las órdenes de sus superiores. No las ponen en duda, pues la autoridad legal, la que (en apariencia) acatan sin dudar o entrar en conflicto, así lo dicta. Pero en la Historia también los movimientos contra la autoridad dominante están dirigidos por la autoridad, aunque sea otra autoridad, que incita y lidera a los sublevados a pasar por la hoja de una guillotina o por la bala de un fúsil bolchevique o franquista a quienes consideren traidores y a representantes o simpatizantes de los regímenes depuestos. Por el momento basta de violencia sanguinaria, ni que el ser humano exigiese secularmente la sangre de sus iguales. Centrémonos en los núcleos familiares del pasado, aunque tampoco se precisa que sea uno muy lejano para servir de ejemplo. Vale cualquiera que descubra un único cabeza de familia, de poder innegociable, que dictase el comportamiento a seguir por los sometidos a su cargo. Ante tal estado de las cosas, resulta difícil imaginar a una hija rechazando la elección matrimonial escogida por su padre o rompiendo con las normas establecidas, sin formación, sin apoyo y sin acceso a su independencia. Estado, Escuela, Ejército, Revolucionarios, Familia, Iglesias y Cultos tenían en común que todas ellas presentaban una autoridad visible o guías de comportamiento, que aprovechan la autoridad que les confería, entre otras circunstancias, la ignorancia y los miedos de seguidores que, consciente o inconscientemente, se veían implicados en siglos y siglos de persecuciones de creencias y comportamientos considerados inaceptables por un régimen o una moral que asumía la infalibilidad para justificar actos y mandatos.
¿Hacen falta más ejemplos para evidenciar lo evidente? ¿Se precisaba realizar un experimento que demostrase la obediencia del individuo a cualquier autoridad? ¿Existe conflicto moral cuando el sujeto es consciente de cumplir órdenes inmorales e inhumanas? ¿Por qué las acata o por qué las rechaza? Hiciese o no falta, para demostrar la influencia que ejerce una autoridad cualquiera sobre un individuo corriente, a principios de la década de 1960, Stanley Milgram realizó su estudio, pagando a los voluntarios, pero sin informarles de la verdadera finalidad del proyecto: que ellos iban a ser los sujetos a estudiar. Pero ni Milgram ni sus colaboradores podían explicar la verdadera finalidad del experimento. De hacerlo, carecería de validez, ya que las "cobayas" humanas serían conscientes de la manipulación y alterarían su comportamiento; en realidad, actuarían de cara a la galería y la mayoría mostraría un rostro distinto al que se observa en varios momentos de Expermienter o, décadas atrás, en I... como Ícaro (I... comme Icare; Henri Verneuil, 1979). El Milgram interpretado por Peter Sarsgaard actúa y habla para nosotros, lo hace desde un tiempo en el que ya no existe, pero en el que su experimento y sus resultados todavía son vigentes. Poco o nada hemos cambiado, habría que decirle al sociólogo que nos adentra en su laboratorio, donde no se plantea si su estudio es o no ético. Lo que le interesa son las reacciones, diré, naturales; y poco le importa si para lograrlas tiene que engañar a sus "víctimas", y a la vez agresores inconscientes o bajo el patrocinio de la autoridad (asumida por el científico de bata blanca) que supervisa lo que ellos creen un ejercicio de aprendizaje memorístico con refuerzo negativo: las descargas eléctricas, que no eran reales, salvo en la mente del tipo a estudiar. Milgram habla de sus experimentos y de sus resultados, que corroboraban lo que la Historia dice, que el ser humano sigue la voluntad de una autoridad, aunque esta le insinúe u ordene cometer aberraciones y crímenes que entran en conflicto con la conciencia de quien acata y cumple. El programa llama la atención mediática y genera controversia en la opinión pública que, como pública, se posiciona en contra, más que nada por lo ya dicho, ese sentirse señalada. ¿Y a qué individuo o sociedad le gusta que señalen sus defectos? Al inicio y en la mitad del comentario, recorrimos suspiros de Historia y de cine para encontrar ejemplos que demostrasen que la obediencia (y el mandado) está en nuestros genes sociales o, prácticamente, existe desde el origen de las sociedades que, aunque han ido transformándose a lo largo de las época, conservan invariables. El problema expuesto por Almereyda en Experimenter no es tanto el si se obedece o no, si somos red, enjambre o individuos que, en conjunto, formamos sociedades que pretendemos libres, sino cómo se ha llegado hasta ese punto que Milgram demuestra con resultados que invitan a cuestionarnos y a cuestionar si la autoridad no tendría que servir al individuo y al conjunto, formado por mayorías, minorías, cuartetos, tríos, parejas y singulares.
<<El tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones como: ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿Por qué ocurrió?, ¿Por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos? ¿Por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes? ¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?, ¿Hasta que punto fueron también responsables los aliados? ¿Cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción? ¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?>> Posiblemente, Milgram quiso responder algunas preguntas como las planteadas por Hannah Arendt al inicio de su ensayo Eichmann en Jerusalem. Por mi parte, no puedo responder a ninguna, pero sí me propongo un breve recorrido por el pasado, para dar vueltas y más vueltas al asunto de la autoridad. Me detengo años después de la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, cuando Kurosawa recuerda en sus memorias a una nación vencida que aguardaba la orden de su emperador. Esta figura, la de la autoridad divina y política, hablaría al país. Sus palabras determinarían si los japoneses debían aceptar el sometimiento al ejército estadounidense o quitarse la vida, algo que ni Kurosawa ni la mayoría de sus paisanos deseaban hacer, pero que muchos habrían hecho si la orden hubiese sido confirmada. Hay una inolvidable escena en Kasaba (Nuri Bilge Ceylan, 1997) que se desarrolla en el interior de un aula. Allí, entre sonidos del gotas que caen sobre la estufa, una niña lee sobre la importancia de las normas en la sociedad y en la patria. Son letras y líneas que lee de corrido, palabras que no comprende, tampoco sus oyentes, pero que repite porque el adulto que asume el rol autoritario se lo exige. Ahí, en el aula, se está produciendo un paso hacia la alienación, peligra el desarrollo de la capacidad crítica del individuo, peligra su equilibrio mental. La batalla del raíl (Bataille du rail; René Clément, 1945) presenta un momento que brilla tanto por la humanidad de los ajusticiados (que se dan la mano conscientes de la muerte que se aproxima) como por la inhumanidad de quienes ajustician. En ese breve instante, los soldados que disparan sobre varios ferroviarios y miembros de la resistencia, lo hacen sin miramientos, lo hacen como autómatas que cumplen las órdenes de sus superiores. No las ponen en duda, pues la autoridad legal, la que (en apariencia) acatan sin dudar o entrar en conflicto, así lo dicta. Pero en la Historia también los movimientos contra la autoridad dominante están dirigidos por la autoridad, aunque sea otra autoridad, que incita y lidera a los sublevados a pasar por la hoja de una guillotina o por la bala de un fúsil bolchevique o franquista a quienes consideren traidores y a representantes o simpatizantes de los regímenes depuestos. Por el momento basta de violencia sanguinaria, ni que el ser humano exigiese secularmente la sangre de sus iguales. Centrémonos en los núcleos familiares del pasado, aunque tampoco se precisa que sea uno muy lejano para servir de ejemplo. Vale cualquiera que descubra un único cabeza de familia, de poder innegociable, que dictase el comportamiento a seguir por los sometidos a su cargo. Ante tal estado de las cosas, resulta difícil imaginar a una hija rechazando la elección matrimonial escogida por su padre o rompiendo con las normas establecidas, sin formación, sin apoyo y sin acceso a su independencia. Estado, Escuela, Ejército, Revolucionarios, Familia, Iglesias y Cultos tenían en común que todas ellas presentaban una autoridad visible o guías de comportamiento, que aprovechan la autoridad que les confería, entre otras circunstancias, la ignorancia y los miedos de seguidores que, consciente o inconscientemente, se veían implicados en siglos y siglos de persecuciones de creencias y comportamientos considerados inaceptables por un régimen o una moral que asumía la infalibilidad para justificar actos y mandatos.
¿Hacen falta más ejemplos para evidenciar lo evidente? ¿Se precisaba realizar un experimento que demostrase la obediencia del individuo a cualquier autoridad? ¿Existe conflicto moral cuando el sujeto es consciente de cumplir órdenes inmorales e inhumanas? ¿Por qué las acata o por qué las rechaza? Hiciese o no falta, para demostrar la influencia que ejerce una autoridad cualquiera sobre un individuo corriente, a principios de la década de 1960, Stanley Milgram realizó su estudio, pagando a los voluntarios, pero sin informarles de la verdadera finalidad del proyecto: que ellos iban a ser los sujetos a estudiar. Pero ni Milgram ni sus colaboradores podían explicar la verdadera finalidad del experimento. De hacerlo, carecería de validez, ya que las "cobayas" humanas serían conscientes de la manipulación y alterarían su comportamiento; en realidad, actuarían de cara a la galería y la mayoría mostraría un rostro distinto al que se observa en varios momentos de Expermienter o, décadas atrás, en I... como Ícaro (I... comme Icare; Henri Verneuil, 1979). El Milgram interpretado por Peter Sarsgaard actúa y habla para nosotros, lo hace desde un tiempo en el que ya no existe, pero en el que su experimento y sus resultados todavía son vigentes. Poco o nada hemos cambiado, habría que decirle al sociólogo que nos adentra en su laboratorio, donde no se plantea si su estudio es o no ético. Lo que le interesa son las reacciones, diré, naturales; y poco le importa si para lograrlas tiene que engañar a sus "víctimas", y a la vez agresores inconscientes o bajo el patrocinio de la autoridad (asumida por el científico de bata blanca) que supervisa lo que ellos creen un ejercicio de aprendizaje memorístico con refuerzo negativo: las descargas eléctricas, que no eran reales, salvo en la mente del tipo a estudiar. Milgram habla de sus experimentos y de sus resultados, que corroboraban lo que la Historia dice, que el ser humano sigue la voluntad de una autoridad, aunque esta le insinúe u ordene cometer aberraciones y crímenes que entran en conflicto con la conciencia de quien acata y cumple. El programa llama la atención mediática y genera controversia en la opinión pública que, como pública, se posiciona en contra, más que nada por lo ya dicho, ese sentirse señalada. ¿Y a qué individuo o sociedad le gusta que señalen sus defectos? Al inicio y en la mitad del comentario, recorrimos suspiros de Historia y de cine para encontrar ejemplos que demostrasen que la obediencia (y el mandado) está en nuestros genes sociales o, prácticamente, existe desde el origen de las sociedades que, aunque han ido transformándose a lo largo de las época, conservan invariables. El problema expuesto por Almereyda en Experimenter no es tanto el si se obedece o no, si somos red, enjambre o individuos que, en conjunto, formamos sociedades que pretendemos libres, sino cómo se ha llegado hasta ese punto que Milgram demuestra con resultados que invitan a cuestionarnos y a cuestionar si la autoridad no tendría que servir al individuo y al conjunto, formado por mayorías, minorías, cuartetos, tríos, parejas y singulares.