martes, 30 de junio de 2020

Experimenter (2015)

<<El poder existe en todas las diversas organizaciones sociales humanas, más o menos controladas, usurpado, investido desde las alturas o reconocido desde abajo, conferido por el mérito, o por la solidaridad corporativa, o por la sangre, o por el consenso: es verosímil que cierta dosis de dominio del hombre sobre el hombre esté inscrita en nuestro patrimonio genético de animales gregarios>>. El poder, en cualquiera de las formas aludidas por Primo Levi en su libro Los hundidos y los salvados, impone su autoridad allí donde existe. Pero ¿cómo ese poder o autoridad condiciona a los individuos? Para obtener alguna respuesta satisfactoria, el sociólogo Stanley Milgram (Peter Sarsgaard) realizó el estudio que Experimenter (2015) muestra en la pantalla. Tanto el proyecto de Milgram como el film de Michael Almereyda plantean una situación que, con sus variantes y variables, se repite a lo largo de la Historia. Se trata de una constante que quizá encuentre explicación en los albores sociales. Cuando alguien tuvo la brillante idea de crear la primera sociedad a partir de normas, leyes, condicionamiento de conductas y de pensamiento, quizá empleando dogmas, supersticiones, prohibiciones, entre otros ingredientes que afectaron el desarrollo de mentes críticas y, ya en terreno utópico, de mentes libres. La censura, la educación, ese quién o quiénes escogen qué se enseña y qué se oculta, la imposición de valores que se dijeron inamovibles, pero que, en algunos casos, se movieron y transformaron en contravalores, también llegaron para formar parte de una unión tan interesante como la de individuo-obediencia-autoridad que Milgran estudia tras la captura de Eichmann (su intervención en la "Solución Final" fue una de las cuestiones a las que Milgram pretendía encontrar respuesta) . El sociólogo actúa y habla para su público, lo hace en decorados como el sótano donde pone en marcha su experimento o en los diferentes lugares donde desarrolla su relación con Sasha (Winona Ryder). Nos habla de su mentor, del experimento que aquel llevó a cabo antes que él, alude el impacto social que tuvo el suyo, tanto que se realizó una serie de televisión que, adaptándose a los cambios sociales de los setenta, dista de la realidad que, subjetiva, presenta el sociólogo. Simula una prueba que evalúa el aprendizaje memorístico, pero estudia el comportamiento del sujeto o conejillo de indias a quien previamente se le explica en qué consiste su papel de maestro. El elegido, nunca al azar, pregunta a un supuesto participante, a quien castiga con descargas eléctricas cada vez que falla en la respuesta. El problema no es tanto el falso calambrazo como la obediencia ciega y evidente, por lo que se ha podido ver, pero resulta más complejo. Lo es porque no queremos verlo. Como dice Milgram, la gente lo interpreta como una tara, y no le gusta descubrir su imperfección. Los resultados obtenidos demuestran que los individuos son manipulables, y que aceptan serlo ante representantes de cualquier tipo de autoridad, lo cual pone en duda la individualidad que proclaman, su capacidad para decidir libremente. Entonces, comprenden que pueden equivocarse y, lo peor, que la autoridad en la que han confiado no es infalible, ni siempre justa, incluso puede llegar a ser un poder criminal y terrorífico (como ya ha sucedido en determinados momentos históricos). ¿Y si alguna vez se aceptase la imperfección del conjunto, nuestra propia falibilidad y la de la autoridad, sea moral, religiosa, ideológica o de cualquier tipo, y dejásemos de intentar imponernos a los demás usando la fuerza bruta, la tecnológica o la mediática? La Historia, el pasado, la literatura, el cine,... nos hablan de todo esto, pero apenas prestamos atención. Las distintas autoridades lo son porque se imponen e imponen su criterio e incluso, en ocasiones, no necesitan ni siquiera imponerse, en algunos caso le llega con la seducción o insinuar su presencia.



<<El tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones como: ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿Por qué ocurrió?, ¿Por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos? ¿Por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes? ¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?, ¿Hasta que punto fueron también responsables los aliados? ¿Cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción? ¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?>> Posiblemente, Milgram quiso responder algunas preguntas como las planteadas por Hannah Arendt al inicio de su ensayo Eichmann en Jerusalem. Por mi parte, no puedo responder a ninguna, pero sí me propongo un breve recorrido por el pasado, para dar vueltas y más vueltas al asunto de la autoridad. Me detengo años después de la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, cuando Kurosawa recuerda en sus memorias a una nación vencida que aguardaba la orden de su emperador. Esta figura, la de la autoridad divina y política, hablaría al país. Sus palabras determinarían si los japoneses debían aceptar el sometimiento al ejército estadounidense o quitarse la vida, algo que ni Kurosawa ni la mayoría de sus paisanos deseaban hacer, pero que muchos habrían hecho si la orden hubiese sido confirmada. Hay una inolvidable escena en Kasaba (Nuri Bilge Ceylan, 1997) que se desarrolla en el interior de un aula. Allí, entre sonidos del gotas que caen sobre la estufa, una niña lee sobre la importancia de las normas en la sociedad y en la patria. Son letras y líneas que lee de corrido, palabras que no comprende, tampoco sus oyentes, pero que repite porque el adulto que asume el rol autoritario se lo exige. Ahí, en el aula, se está produciendo un paso hacia la alienación, peligra el desarrollo de la capacidad crítica del individuo, peligra su equilibrio mental. La batalla del raíl (Bataille du rail; René Clément, 1945) presenta un momento que brilla tanto por la humanidad de los ajusticiados (que se dan la mano conscientes de la muerte que se aproxima) como por la inhumanidad de quienes ajustician. En ese breve instante, los soldados que disparan sobre varios ferroviarios y miembros de la resistencia, lo hacen sin miramientos, lo hacen como autómatas que cumplen las órdenes de sus superiores. No las ponen en duda, pues la autoridad legal, la que (en apariencia) acatan sin dudar o entrar en conflicto, así lo dicta. Pero en la Historia también los movimientos contra la autoridad dominante están dirigidos por la autoridad, aunque sea otra autoridad, que incita y lidera a los sublevados a pasar por la hoja de una guillotina o por la bala de un fúsil bolchevique o franquista a quienes consideren traidores y a representantes o simpatizantes de los regímenes depuestos. Por el momento basta de violencia sanguinaria, ni que el ser humano exigiese secularmente la sangre de sus iguales. Centrémonos en los núcleos familiares del pasado, aunque tampoco se precisa que sea uno muy lejano para servir de ejemplo. Vale cualquiera que descubra un único cabeza de familia, de poder innegociable, que dictase el comportamiento a seguir por los sometidos a su cargo. Ante tal estado de las cosas, resulta difícil imaginar a una hija rechazando la elección matrimonial escogida por su padre o rompiendo con las normas establecidas, sin formación, sin apoyo y sin acceso a su independencia. Estado, Escuela, Ejército, Revolucionarios, Familia, Iglesias y Cultos tenían en común que todas ellas presentaban una autoridad visible o guías de comportamiento, que aprovechan la autoridad que les confería, entre otras circunstancias, la ignorancia y los miedos de seguidores que, consciente o inconscientemente, se veían implicados en siglos y siglos de persecuciones de creencias y comportamientos considerados inaceptables por un régimen o una moral que asumía la infalibilidad para justificar actos y mandatos.



¿Hacen falta más ejemplos para evidenciar lo evidente? ¿Se precisaba realizar un experimento que demostrase la obediencia del individuo a cualquier autoridad? ¿Existe conflicto moral cuando el sujeto es consciente de cumplir órdenes inmorales e inhumanas? ¿Por qué las acata o por qué las rechaza? Hiciese o no falta, para demostrar la influencia que ejerce una autoridad cualquiera sobre un individuo corriente, a principios de la década de 1960, Stanley Milgram realizó su estudio, pagando a los voluntarios, pero sin informarles de la verdadera finalidad del proyecto: que ellos iban a ser los sujetos a estudiar. Pero ni Milgram ni sus colaboradores podían explicar la verdadera finalidad del experimento. De hacerlo, carecería de validez, ya que las "cobayas" humanas serían conscientes de la manipulación y alterarían su comportamiento; en realidad, actuarían de cara a la galería y la mayoría mostraría un rostro distinto al que se observa en varios momentos de Expermienter o, décadas atrás, en I... como Ícaro (I... comme Icare; Henri Verneuil, 1979). El Milgram interpretado por Peter Sarsgaard actúa y habla para nosotros, lo hace desde un tiempo en el que ya no existe, pero en el que su experimento y sus resultados todavía son vigentes. Poco o nada hemos cambiado, habría que decirle al sociólogo que nos adentra en su laboratorio, donde no se plantea si su estudio es o no ético. Lo que le interesa son las reacciones, diré, naturales; y poco le importa si para lograrlas tiene que engañar a sus "víctimas", y a la vez agresores inconscientes o bajo el patrocinio de la autoridad (asumida por el científico de bata blanca) que supervisa lo que ellos creen un ejercicio de aprendizaje memorístico con refuerzo negativo: las descargas eléctricas, que no eran reales, salvo en la mente del tipo a estudiar. Milgram habla de sus experimentos y de sus resultados, que corroboraban lo que la Historia dice, que el ser humano sigue la voluntad de una autoridad, aunque esta le insinúe u ordene cometer aberraciones y crímenes que entran en conflicto con la conciencia de quien acata y cumple. El programa llama la atención mediática y genera controversia en la opinión pública que, como pública, se posiciona en contra, más que nada por lo ya dicho, ese sentirse señalada. ¿Y a qué individuo o sociedad le gusta que señalen sus defectos? Al inicio y en la mitad del comentario, recorrimos suspiros de Historia y de cine para encontrar ejemplos que demostrasen que la obediencia (y el mandado) está en nuestros genes sociales o, prácticamente, existe desde el origen de las sociedades que, aunque han ido transformándose a lo largo de las época, conservan invariables. El problema expuesto por Almereyda en Experimenter no es tanto el si se obedece o no, si somos red, enjambre o individuos que, en conjunto, formamos sociedades que pretendemos libres, sino cómo se ha llegado hasta ese punto que Milgram demuestra con resultados que invitan a cuestionarnos y a cuestionar si la autoridad no tendría que servir al individuo y al conjunto, formado por mayorías, minorías, cuartetos, tríos, parejas y singulares.

domingo, 28 de junio de 2020

El libro negro (2006)


Lo hace fácil, sin discursos rebuscados que puedan confundir. Lo hace en varias de sus películas, en las que concede el protagonismo a hombres o a mujeres que inicialmente asoman engañados, incluso siendo marionetas de totalitarismos o víctimas de hipocresías, intereses ocultos, intolerancias, enajenaciones, represiones. El cineasta holandés juega con nuestra percepción, juega con sus protagonistas, a los que finalmente desengaña, cuando comprenden o descubren que lo aparente no siempre resulta verdadero; e incluso que dentro de lo verdadero existe ambigüedad. Ese juego de imágenes que Paul Verhoeven repite en sus películas es parte de su crítica y en el Libro negro (Zwartboek, 2006) la expone a la luz y en las sombras de su ubicación geográfica, Holanda, y su periodo histórico, 1945. A Verhoeven, que ya había abordado la ocupación de Holanda en Eric, oficial de la reina (Soldaat van oranje, 1977), no le interesa insistir en la aberración nazi, tantas veces expuesta en la pantalla, ni en la intriga que gira en torno a la identidad del traidor que provoca la muerte de los miembros de la resistencia holandesa que asaltan el cuartel de la SS. Verhoeven se decanta por las sombras y se adentra en ellas para encontrarse cara a cara con la ambigüedad de un momento histórico de guerra, ocupación, lucha clandestina y, finalmente, venganza, la de los "justos" que, hasta entonces, han permanecido pasivos y mudos frente a la sinrazón y el crimen.


La protagonista, Rachel/Alice (
Carice von Houten), es una joven judía que se esconde de los nazis, sobrevive a una matanza por dinero y joyas, colabora con la resistencia, se enamora de un capitán de la SS, sufre la persecución de quienes ha ayudado y la humillación de <<buenos holandeses>> que han guardado silencio durante la ocupación de Holanda. Esta serie de cambios no responde a las acciones de la heroína, sino a la ambigüedad, esa que no es exclusiva de la época, sino de cualquier época, porque se trata de la ambigüedad humana. Durante la introducción y el epílogo en el presente israelí de 1956, separados por la historia en el pasado holandés, se observa que Rachel no ha logrado escapar al sinsentido y a la violencia —ambas se apuntan en la imagen final, cuando se observan tropas armadas que se posicionan en el interior de Kibuz donde la protagonista ejerce de profesora. Se trata de otro conflicto, el israelí-palestino, pero Verhoeven no se centra en él, lo insinúa, quizá para recalcar el hecho de que Rachel vive atrapada entre odios, intolerancias, intereses y fanatismos que van más allá de periodos históricos concretos.


El logo de 
El libro negro se desarrolla entre el fracaso de los aliados en la operación Market Garden y la liberación holandesa y se inicia con Rachel oculta en una granja donde ha permanecido durante un tiempo indeterminado, puede que meses o años, pero suficiente para memorizar pasajes y versículos bíblicos con los que, más que nada, satisfacer el cristianismo de la familia que la acoge. Aunque la oculten, lo hacen con cierto recelo, quizá ligero rechazo, ya que el hombre no duda en recriminarle su origen hebreo, cuando le dice que los judíos se encuentran en esa situación (la de ser perseguidos por los nazis) por no haber escuchado la palabra de Jesús. Es un instante, una sola frase, pero deja entrever la intolerancia religiosa, quizá cierto fanatismo, aunque el fanatismo religioso más evidente lo asume Leo, el joven de la resistencia que se ve incapaz de matar, salvo cuando escucha a Van Huren blasfemar; entonces descarga su pistola sobre aquel mientras, fuera de sí, repite <<¡has blasfemado!>>.


En los primeros compases del pasado, Rachel vive el conflicto en la distancia, que se acorta cuando un avión bombardea la granja y la obliga a ocultarse. Todavía no comprende el alcance de la barbarie humana, lo hará cuando confíe en Van Huren, el policía que la alerta y le ofrece su ayuda para sacarla del país. Así, Rachel se reúne con sus padres y su hermano. Ellos y otras familias judías suben a la barcaza, pero una patrulla alemana los sorprende y los asesina, salvo a Rachel, que sobrevive para ver el rostro del verdugo y como los soldados despojan a los cadáveres de su dinero y de sus objetos de valor.
Verhoeven ha expuesto mucho en poco tiempo y lo ha hecho sin perder de vista la intriga. Ha atrapado al espectador al conectar a la protagonista con el carnicero nazi, aunque Frankel sería un criminal indistintamente de la ideología que pudiera asumir. Lo corrobora su comportamiento, inmoral y criminal, opuesto al que asume Mausen (Sebastian Koch), el capitán a quien Rachel seduce para infiltrarse y, así, ayudar a liberar a tres miembros de la resistencia, entre quienes se encuentra el hijo del jefe del grupo. Verhoeven no se queda en el dolor del padre y su necesidad de recuperar a su hijo, tampoco se limita a enfrentar a bueno y malos, va más allá de todo eso porque es consciente de la ambigüedad que, en sus variantes y distintas formas, es común a ocupantes, resistentes, supervivientes y vividores como Ronnie o la población que se deja ver tras la liberación, cuando desata su venganza y su violencia sobre cualquier sospechoso de haber simpatizado o tratado a los alemanes, pero ¿quién puede asegurar la inocencia de la multitud que rasura e insulta a las mujeres o golpea, humilla y vierte mierda sobre Rachel?



jueves, 25 de junio de 2020

Los climas (2006)

Suma y resta de relaciones con el medio y con uno mismo, con los demás y con nadie, la vida quizá sea ese tiempo en fuga que se dice irrecuperable o sencillamente sea el tiempo de la inconstancia de instantes que pasan por dichosos, apáticos, amargos, vacíos o por cambios que se suceden en solitario o en compañía. La vida también es aquello que nadie te explica cuando te la explican, cuando te dicen que es así o de aquella manera, que su fin es vivirla, que hay que vivirla hasta el fin o que se vive perdiendo, ganando, con ganas o desganado. No tengo ni idea si se vive por caminos que llevan a nuevos lugares o a los ya conocidos, si viajamos a puntos de partida que, obviando sus mínimas variantes, se descubren iguales, aunque distintos. Lo cierto es que nada vuelve a ser igual que antes, ni nada es igual para todos, aunque todo lo sea, puesto que la vida cambia sin cambiar, salvo en sus cuatro o cinco variantes, que algunos multiplican para obtener infinitas. Se suceden sin que apenas notemos que se producen, aunque, a veces, estallan en forma de tormenta y corremos en busca de resguardo y calma. En definitiva, vivimos climas existenciales fríos, cálidos, templados y desérticos, cambios u oscilaciones en las relaciones y en las distancias que nos unen y separan. Esta variación climático-humana es uno de los ejes del cine de Nuri Bilge Ceylan, y se descubre en los momentos y en los instantes de vida que su cámara atrapa en soledad o en compañía, puede que en compañía de la soledad de personajes que respiran en interiores o en paisajes nevados o soleados donde las relaciones, que son y no son, forman sus películas. Los cambios apenas trastocan, quizá no prestemos atención a las variantes, que se nos escapan en el tiempo que no cambia, pero que nos cambia y nos acerca al final del nuestro. En las películas de Bilge Ceylan la vida se compone de fragmentos de existencia. Son partes de un todo que contemplamos a través de imágenes que se congelan o que apenas se mueven, ni necesitan insistir que ahí, en cada plano y encuadre, hay vida y personas, hombres y mujeres como la pareja que se distancia en la soledad de unas ruinas griegas o en la playa solitaria, salvo por el velero que navega al fondo. Ya no hay deseo o quizá ya no haya el deseo del deseo, de recorrer los cuerpos sin la distancia del camino por donde Bahar (Ebru Ceylan) se aleja de Isa (Nuri Bilge Ceylan) en un plano que se repite con sus variantes en la filmografía del cineasta turco. Ellos son los personajes que contemplamos al inicio de Los climas (2006) en la antigua ruina que pone de manifiesto la ruinosa relación que ya no les une más que en la distancia. El plano que se fija en Bahar antes del título del film habla, aunque la mujer nada diga ni se mueva. Su inmovilidad y su silencio son elocuentes y anuncian la tormenta que, a modo de ruptura, se confirma en la playa donde Isa propone tomarse un tiempo, como si fuese una idea de ambos o que les beneficiase a los dos, cuando en realidad es suya y responde a sus necesidades, las de ese momento en el que cree que es la hora de un cambio. ¿Qué espera de la vida? ¿Y de sus relaciones? ¿Vive insatisfecho y espera encontrar satisfacción? ¿O son él y ella quienes generan la oscilación climática? Isa rompe con Bahar e inicia su deambular solitario, pero nada de lo que hace le aporta mayor satisfacción que unos momentos de sexo robados o la insatisfacción de la soledad que le lleva a verse vacío o a sospechar que quizá se ha equivocado y que aún está a tiempo de volver al punto de partida, donde ya nada será igual que al principio. 

miércoles, 24 de junio de 2020

Dios se lo pague (1948)

Mucho antes de que mi egoísmo vital e infantil afectase los nervios de mi abuela, esta había alumbrado a mi padre un día de finales de diciembre de 1942. Años después, me vengué de aquella luminosidad navideña y la convertí en una de las víctimas indirectas de mis travesuras primaverales y de las correrías estivales del adolescente que fui. Ni me arrepiento ni me enorgullece haber sido nieto y suplicio a tiempo parcial durante aquellos meses de verano en una costa viva, que llevaba y lleva "Morte" en su topónimo. Aquellos días irrecuperables viven en mí, lo sé, pues sin ellos sería otro y no este, del mismo modo que sin ella y sin sus gestos resignados sería distinto al otro y al este. Quizá siendo diferente, sería distinto y aquí habría una página en blanco o un tratado sobre el uso del escabeche en la conservera donde ella trabajó varios años de su "vida tan triste". Entre el alumbramiento y mi inconsciente venganza, no se cruzó de brazos, o puede que sí. Supongo que hizo cosas, tantas como cualquiera. Sé que en la década de 1950 se trasladó a la ciudad donde cuidó de sus sobrinos, huérfanos de madre, en la vivienda donde en una vida posterior de constitución y destape, de naranjitos y elecciones, me crie sin prestar demasiada atención a cuanto no fuesen mis juegos, mis fantasías, mis caídas callejeras y aquel mundial de balompié en blanco y negro. Desde entonces, han pasado risas y llantos, decesos y nacimientos, conocidos y desconocidos, mundiales que no vi y varias pantallas en color que fueron perdiendo peso, pero todavía puedo evocar la triste y delgada silueta de aquella mujer para nada quijotesca, que regresó a su pueblo natal sin despedirse de aquel mendigo de rostro ajado, cabello corto y canoso, a quien nunca escuché decir <<dios se lo pague>>. Recuerdo sus gruñidos como respuesta a mis inaudibles "buenos días, buenas tardes". Su ropa raída por mi memoria, su paraguas de tela negra y mango de madera marrón, colgando entre la espalda y la chaqueta, su caminar cuesta arriba o abajo, o sus breves pausas frente a aquel portalón que cerraba el paso al estrecho y alargado corredor por donde segundos después desaparecía. Aquel pasillo involuntario estaba formado por dos edificios separados por apenas un metro de distancia. Uno era donde yo vivía con mis padres y mi hermana, más adelante se sumaría un quinto miembro al grupo, pero, en aquel momento, cuando tuve conciencia de la existencia del tal señor Ramón y de su labor mendicante, éramos cuatro los ocupantes de nuestro bajo. Muchos años antes, aquel mismo mendigo, que pedía en una y en todas las puertas de la catedral, había vendido viviendas a mi abuela (o a alguien de su familia) y a varios vecinos más. Cuando tuve conocimiento de esa serie de compra-ventas, sin más contratos que apretones de mano, dinero en metálico y papeles sin valor legal, supe que no todos los mendigos eran pobres, al menos no de solemnidad como imaginaba de niño, cuando aún no había cumplido diez años de inexperiencia. La idea que mi yo infantil tenía de los mendigos y de la pobreza, cambió, se relativizó, pues aquel mendigo lo era y, al tiempo, no lo era. Comprendí que vivía una doble existencia de limosnas recibidas y de propiedades inmobiliarias vendidas, propiedades como los edificios que formaban el túnel por donde él desaparecía y yo me colaba para aventurarme más allá de lo que consideraba mis posesiones. El pasadizo daba a una selva perdida, no esmeralda, llena de serpientes, trampas y nativos que, quizá pacíficos o en pie de guerra, nunca vi entre la maleza que ocultaba una vieja casa, cuya apariencia no desmerecía a la del tal Ramón. Allí descansaba su doble vida aquel pedigüeño que regresó a mi memoria al inicio de Dios se lo pague (1948), cuando escuché al gran Arturo de Córdova en su papel mendicante que sus ganancias del día ascendían a 148 pesos, y que aún le quedaba media noche de trabajo. Se lo dice a Barata (Enrique Chaico), el pobre de solemnidad que a esa hora, a la puerta de la iglesia donde ambos mendigan, se convierte en testigo, aprendiz y confidente del maestro. A través de las conversaciones que ambos mantienen, el realizador Luis César Amadori confiere personalidad a su protagonista, de quien, como espectador, también soy testigo, aprendiz y confidente. No obstante, no me sorprenden sus palabras, ya no. Sorprenden a su compañero, que escucha explicaciones como que el hombre que pide limosna <<ya no lucha>>, y se convierte en <<una garantía para la sociedad>>, o la numeración de los distintos tipos de personas a quienes pide y las expresiones más adecuadas para, según el caso, lograr mayores ingresos. Durante esos instantes, no logro desterrar al tal señor Ramón de mi mente, donde se hace más fuerte antes de poder borrarlo definitivamente, cuando concluyo que el real, el de mi niñez, y el ficticio, el que veo en la película, difieren. Ramón, hombre rico y hombre pobre, carecía de la formación intelectual del personaje de Córdova, y a buen seguro de su pensamiento humanista. En ese instante inicial del film, más allá de que se trata de un hombre instruido, con respuesta para todo, que defiende la igualdad humana y el reparto de bienes, solo sabemos que Mario Álvarez ha sufrido, lo mismo podríamos decir de la mujer (Zully Moreno) que le da una limosna antes de que Amadori la siga al interior del casino donde esa noche lo pierde todo, salvo la limosna que el mendigo le devuelve después de ocultarla de la policía y ofrecerle consuelo y lecciones de vida. Ellos son la pareja protagonista de esta exitosa película argentina que encuentra en la doble vida de Álvarez la excusa para introducir el melodrama, el romance, la venganza, su pizca de crítica social de manual y el pasado del mendigo que ya nada tiene que ver con el tal señor Ramón de mi infancia.

martes, 23 de junio de 2020

El peregrino (1923)


La amoralidad y el infantilismo del personaje chaplinesco se perciben con precisión en El peregrino (The Pilgrim, 1923), donde no importa qué delito cometió para ser encarcelado o si cometió alguno. Bien pudo ser encerrado por nada o por robar un mendrugo de pan, quizá por ocupar accidentalmente el lugar de otro o por meter la mano en bolsillo ajeno, incluso lo imagino propinando un puntapié a un agente de la ley que, incansable en su opresiva misión de control, persigue al marginado, sea o no culpable de más delito que el intentar sobrevivir a la miseria de entornos sociales miserables. En realidad, carece de importancia si fue esto o aquello, no significa porque en el mundo habitado por Charlot, y roles variantes, los delitos suelen cometerlos quienes imponen y representan leyes o normas que solo benefician a quienes las dictan. Sabemos que su personaje se ha fugado del correccional, pero esto lo sabemos de siempre, de cualquiera de sus vagabundos o peregrinos, ya que Chaplin es el eterno personaje en fuga, aquel que escapa, regresa y vuelve a irse para, quizás, marcharse definitivamente o volver a entrar por la puerta de atrás o por la tabla suelta de cualquier valla. Parece como si para él no hubiese un lugar en el mundo o como si el mundo no pudiese contentarlo, ni atraparle. Vive en su condición de fugitivo, pero ¿de qué huye? ¿De la ley? ¿De la normalidad que condena o de la condena que normaliza? ¿O de cualquiera que quiera limitarle o cambiarle? En El peregrino es un prófugo cuya captura se recompensa con 1000 dólares, pero esto tampoco importa, salvo para introducir la condición de evadido del protagonista. Poco después lo descubrimos vestido con hábitos religiosos que ha robado para pasar desapercibido. Pero su nueva vestimenta es otro uniforme y, como tal, amenaza con atraparlo en el pueblo donde le confunden con el pastor que aguardan. Pero antes de que llegar a la villa donde se desarrolla la parte central del film, observamos a Chaplin intranquilo. Mira a un lado y a otro, mira el letrero con los destinos, teme ser descubierto. Está en una estación de ferrocarril y deja que sea el azar el que escoja por él. No obstante, cuando observa que su dedo, o quizá un palo afilado, señala Sing Sing cambia de opinión y decide hacer lo propio con su suerte. Compra los billetes y sale al andén. Allí cree ser perseguido, siempre lo cree, pero sube al tren, aunque en un primer intento lo hace cual polizón. Chaplin ha dejado claro la condición de sospechoso de su personaje, la cual remarca en el tren (al ver la estrella de latón de su acompañante) o cuando desciende del transporte y el primer rostro es el de un individuo que luce otra estrella. Su reacción natural es la de ofrecerle las manos para que lo espose, pero, ante el cálido saludo del sheriff, muestra sorpresa, puesto que, al contrario de lo esperado, le recibe con los brazos abiertos. Toda la comunidad lo hace. Creen que es el predicador que esperan. Y así, tras robar la botella de whiskey que su diacono grande esconde en el pantalón, se dirigen a la iglesia donde el peregrino-fugitivo lee un pasaje bíblico a sus feligreses. Aunque semeje que abre el libro al azar, este nada tiene que ver con la elección. El episodio escogido, el de David y Goliath, habla de la lucha entre el hombre corriente y el gigante, que representa el yugo de injusticia terrenal al que consciente e inconscientemente se enfrenta el vagabundo chaplinesco. Con astucia, el pequeño vence al grande, y con su ingenua amoralidad, el vagabundo chaplinesco transita por espacio donde los gigantes a los que se enfrenta suelen ser la ley (sus agentes), la pobreza, el hambre o el maquinismo en Tiempos modernos (Modern Times, 1936). Y ya en El gran dictador (The Great Dictator, 1940), el pequeño fugitivo deja de serlo para hablar y enfrentarse a viva voz al totalitarismo que amenaza a la humanidad a la que su personaje se dirige en su discurso de esperanza. En el caso de El peregrino, el tal Goliath quizá fuese más subjetivo y personal, quizá apuntase a la First National, la gigante cinematográfica con la que, tras esta película, Chaplin recuperaba su libertad profesional. De modo que, aparte de una magistral comedia, El peregrino es el final de una etapa, pero hay otro final más interesante, el del propio film, durante el cual el personaje no logra encontrar su lugar y camina sobre una línea fronteriza, con un pie en la frontera mexicana y otro en la estadounidense. Esta es la constante del vagabundo de Chaplin, ni aquí ni allí, es el peregrinar de un hombre pequeño en un mundo grande donde llama la atención su manera de ver la vida, y ahí reside su genialidad, en mirarla sin juicios ni prejuicios, pues lo hace de tal manera que somos nosotros quienes acabamos juzgando a partir de sus encuentros y desencuentros, de sus desventuras y aventuras, de sus accidentes e intenciones.

sábado, 20 de junio de 2020

Pánico (1946)


El aumento de tensión y de presión social en 
Pánico (Panique, 1946) se dejan sentir prácticamente desde su inicio, pero, en ese instante, todavía no aprietan ni hieren. Somos testigos de sus nacimientos, las vemos crecer y, cuando alcancen sus máximos, serán brutales en su impacto. Duvivier deja ver señales de ambas, y lo hace con la maestría del maestro de Pépé Le Moko (1937) y de La bandera (1935), lo hace acompañado de un gigante de la pantalla como lo fue Michel Simon. Los tres, Pánico, Duvivier y Simon, transitan sombras, habitaciones solitarias, cotilleos, bares, calles luminosas y pobladas por la cotidianidad de un vecindario donde las jornadas de fiesta alteran mínimamente la rutina. Solo los puestos y barracas de feria corroboran que son días diferentes, sin embargo, todo sigue igual que ayer, salvo que ya nada es lo mismo debido al homicidio de una vecina. El orden apenas se altera, ya que la muerte de la mujer no cambia el panorama o la cotidianidad, aunque sí será la chispa que hará estallar la, en apariencia, pacífica existencia de la gente corriente que acabará transformada en jauría. Asusta y, a veces, mata, pero a quién responsabilizar del crimen cuando no hay un rostro, un nombre o un alguien, sino la multitud que, en su máximo exponente, representa la mayoría de una sociedad cualquiera.


Para llevar a cabo la radiografía del sinsentido grupal, 
Julien Duvivier tomó como referencia una novela de Georges Simenon y recreó un ambiente insano que evidencia y señala sin medias tintas al colectivo. Señala sus responsabilidades, sus atropellos y la presión con la que empuja al individuo o individuos hacia situaciones límites donde apenas encuentran vías de escape. Por definición, no se puede justificar lo injustificable, pero si ampliamos los puntos de vista, o asumimos el de Alfred (Paul Bernard) y Alice (Viviane Romance), sus actos delictivos y sus decisiones inmorales se justifican en las finalidades que persiguen: salvar la vida, el primero, y proteger a quien ama, la segunda. Ambos son conscientes de su vileza, la ponen en práctica con pleno conocimiento de que serán juzgados por un tribunal legal, si les atrapan. La masa, no, puesto que carece de conciencia. La masa se desata sin distinguir entre sus partes, ya que en ese instante de odio o pánico cada partícula (cada individuo) forma parte de un todo incapacitado para reflexionar sobre el alcance de sus actos. Esto se observa perfectamente en Furia (Fury; Fritz Lang, 1936), cuya multitud clama "justicia" y avanza con el único propósito de ajusticiar al personaje interpretado por Spencer Tracy. Quienes Incendian la cárcel donde se retiene al sospechoso son hombres y mujeres respetados, sin reproche, e incapaces de delinquir y, sin embargo, en ese instante, pueden asesinar sin dudar, guiados por el odio, el pánico y los prejuicios que, en su entendimiento o en ausencia de tal, les justifica la trinidad jurado-juez-verdugo.


Cuando el criminal es el colectivo, no se puede individualizar al criminal, puesto que la multitud asume la criminalidad que al tiempo oculta, precisamente, porque no existe una individualidad a la que señalar. No existe un pensamiento crítico que difiera del comportamiento uniforme que, a pesar de brutal y despiadado, es aceptado como natural y, de ese modo, el crimen y la culpabilidad desaparecen del conjunto, que justifica su aberrante estallido de ira en el propio conjunto. En realidad, se desentiende de responsabilidad criminal, lo que provoca que el gentío, en este caso los vecinos del barrio donde 
Duvivier desarrolla la inquietante y, por momentos, angustiosa Pánico, sea más peligroso que la pareja que perpetra el plan que inculpa a Monsieur Hire (Michel Simon) del asesinato de una mujer del vecindario. Alfred y Alice instigan a las masas, las manipulan con pequeñas mentiras, que la voz grupal se encargará de agrandar. Alfred asesina y roba o asesina para robar. Es un criminal y lo sabe, como también sabe que pueden condenarle si Hire entrega la prueba que le incrimina. La inmoralidad y la criminalidad consciente diferencian a Alfred de las mujeres y hombres del vecindario parisino que, en su moralidad, asumen la sinrazón sin considerarla como tal, cual servicio social o comunitario, o quizá la confundan con civismo. Sea como sea, los vecinos asumen actos criminales que, en su interpretación, dejan de serlo porque no encuentran nada censurable en ellos, mientras que sí censuran actos individualizados o individuales; de tal manera se ciegan, que no son conscientes o no quieren serlo de su violencia y de la tiranía que ejercen sobre el falso culpable de Pánico. El plan de la pareja inculpa al inocente mediante engaños que los vecinos asumen sin dudar, de manera irracional, disfrazando el sinsentido de razón. Así, dotándolo de racionalidad, lo justifican y se justifican, y así dan rienda suelta a la febril voracidad que destruye a las partículas discordantes dentro de la homogeneidad aceptada. No se trata de ajustar cuentas por el asesinato de la vecina, puesto que, hasta que no encuentran el bolso de la fallecida en la habitación de Hire, no están seguros de que este sea culpable, sino de encontrar a quien responsabilizar de males propios y de otros que se inventan, y que también achacarán a Monsieur Hire. Él es la víctima, por ser diferente, a quien califican de antisocial, sencillamente porque no actúa como el resto. Tal particularidad será su perdición, más que su idealización de Alice, quien le manipula empleando encanto, erotismo y mentiras con las que proteger a Alfred, como ya hizo en el pasado, cuando cumplió un año de condena por encubrirle.

miércoles, 17 de junio de 2020

Forja de hombres (1938)



La historia cinematográfica del padre Flanagan (
Spencer Tracy) y de sus chicos de la calle se inicia en la celda donde el religioso escucha a un condenado a muerte. Entre varios funcionarios y policías, el cura guarda silencio y piensa que la solución no reside en el final que aguarda al reo, sino en el principio que lo llevó hasta allí. Ya no se trata de salvar al delincuente, ni de plantear si es moral o inmoral exigir vidas humanas como pago a las "deudas" (uno de los personajes así lo expresa) contraídas con el Estado, el mismo al que el preso culpa de haberle desatendido de niño, cuando una mano amiga habría podido salvarle, a él y a otros muchachos que, desprotegidos y amenazados, se dejaron arrastrar hacia existencias miserables, violentas y criminales. Antes de asesino, el reo dice que fue un chico sin hogar, criado entre la desesperanza y la delincuencia. Flanagan se mantiene en silencio, atento y quizá avergonzado, consciente de que ya nada puede hacer por él, aunque sí puede prevenir y evitar que otros muchachos se vean empujados hacia el crimen o sean tratados por la sociedad como sobrantes que desentender o de los que deshacerse, enviándolos a reformatorios que acabarán por darles forma de delincuentes. La postura de Flanagan se sitúa entre la del camarada adulto que dirige la colonia juvenil en El camino de la vida (Putyovka v zhizn; Nikolai Ekk, 1930) y el padre Connelly de Ángeles con caras sucias (Angels with Dirty Faces; Michael Curtiz, 1938), que encuentran sus aliados en el trabajo, el primero, y en el deporte y en bajar del pedestal la imagen del gánster, el segundo. Flanagan asume ambos, pero también ofrece a sus muchachos la oportunidad de formar una comunidad democrática que, supuestamente, les servirá en su formación de ciudadanos de provecho para el sistema que señala el condenado al inicio de Forja de hombres (Boys Town, 1938)


Como el pedagogo soviético 
Antón Mákarenko y su <<no hay pulga mala...>> o cual Rousseau en su Emilio, el protagonista de Forja de hombres parte de que no hay un niño malo, que la genética no determina (ni la naturaleza del individuo). Asume que el agente modelador es el entorno familiar y social. Como consecuencia, pretende crear un espacio de protección, de compañerismo y de calor humano, un lugar donde los jóvenes puedan crecer lejos de los peligros que acechan en las calles, colaborando, apoyando, respetando, asumiendo actitudes dignas y responsables. Flanagan cree en la posibilidad de hacerlo real y lo demuestra con creces, al menos así sucede en el film de Norman Taurog, donde nada malo puede suceder, ni ninguna amenaza resulta verdaderamente amenazante, salvo el momento en el que los propios muchachos y el religioso caminan cual jauría humana que pretende linchar a quien, sin juicio, consideran culpable. Las imágenes se encariñan con los muchachos, sobre todo con el pequeño Pee Wee y Tommy, rostros respectivos de la inocencia y de la integridad abrazadas por el film, y alaban sin disimulo a su protagonista: su generosidad, su entrega, su altruismo y su fe inquebrantable en los muchachos o en la unión democrática de su sistema educativo, construido a imagen del sistema que los había desatendido. Para llevar a cabo su visión necesita ayuda económica, pero la Administración no se hace cargo, tampoco la Iglesia y recurre a particulares que, salvo Dave Harris (Henry Hull), tampoco están por la labor. A base de ayudas e hipotecas, lo consigue, primero una pequeña casa, después un terreno a diez millas de Omaha (Nebraska) donde construye varios edificios. La cuestión económica es determinante, diría alguien como Dave, pero a Flanagan no le importa: le interesa, y mucho, la humana. Los primeros tiempos muestran al primer grupo viviendo en la miseria, pero sobreviven a la escasez y a la ausencia de comodidades. Superado este tramo, Flanagan ambiciona una ciudad para los muchachos, un espacio donde puedan crecer y aprender, convivir y vivir un ambiente de camaradería, respeto, valía, dignidad. Y lo consigue. Hecho todo esto, Taurog introduce el conflicto en un nuevo huésped, que humaniza más si cabe el experimento que, hasta entonces, se ha llevado a cabo con éxito. Se trata de un muchacho, apenas un adolescente, que va camino de convertirse en un delincuente como su hermano mayor, a quien vemos escaparse en la escena en la que se le traslada de prisión. Whitey Marsh (Mickey Rooney) llega a la fuerza a la ciudad de los muchachos, llega con sus bravatas y su falsa pose de chico duro, llega con su soledad a cuestas, con el rechazo que ha sido su compañía. El problema, si así puede llamarse, de Forja de hombres reside en que su origen y su fin es el mismo: el espectáculo, puesto que, sin minusvalorarla, es lo que es: un artificio que nace y se desarrolla en función de mostrar, pero no una circunstancia que, apuntan, se basa en la realidad, sino en la de advertir esto cuando se trata de crear una alternativa fantasiosa en la que los niños siguen al padre, al que adoran y de quien intentan conseguir admiración y amor paternal; y aunque no lo digan, por encima de cualquier otras circunstancia, queda claramente señalado el interés de ofrecernos una figura heroica del religioso, una que, salvo en un instante de duda que le lleva a juzgar de modo injusto, no hace más que crecer, tanto que desvirtúa su naturaleza humana para dotarlo de santidad y mítica.

lunes, 15 de junio de 2020

The Disaster Artist (2017)

La presencia en The Disaster Artist (2017) de varios personajes reales hablando sobre The Room (2003) y acerca de su realizador siembra la duda de si bromean o creen lo que dicen. ¿Se limitan a seguir lo escrito en un guion o a qué responde su presencia introductoria? Lo desconozco y también ignoro cualquier aspecto relacionado con la película y de quien hablan. Así, pues, partiendo de mi falta de ideas sobre el film aludido y de Tommy Wiseau, salvo aquellas generadas a través de la propuesta de James Franco, tengo la sensación de que tanto los entrevistados como The Disaster Artist rinden culto a la mediocridad que pretenden vender como algo distinto, cuando, en realidad, la salvedad que parecen indicar es más de lo mismo, fruto de la "memecracia" global. A priori podríamos decir que estamos ante un film de amistad y de superación, de perseguir sueños que no pueden ocultar una necesidad de aceptación, aunque esta se esconda tras una máscara, y de superar la soledad. Pero, finalmente, la sensación predominante apunta admiración hacia el incomprendido que supuestamente crea su mundo sin importarle lo que digan de él, aunque sí le importe, como corrobora que en el estreno de su película le afecten las risas del público hasta que le dicen que eso es bueno, síntoma de aceptación y éxito, lo que trasforma su interpretación previa del mismo momento, aquel que instantes antes lo ha herido. Quizá Tommy (James Franco) cree su mundo para huir de circunstancias pretéritas que lo hirieron, aunque desconocemos su historia, o quizá para evitar heridas en el presente, o solo busque reconocimiento y ese amigo que no lo contraríe. En definitiva, el Tommy ficticio es un hombre lleno de quizás y que encuentra una vía de escape no el film que pretende rodar, sino en la posibilidad de sentir que tiene un amigo, aunque más sería una especie de posesión que le genera la sensación de ya no estar solo, de que alguien lo acepta. Es la necesidad de aceptación que, aunque él niegue con su comportamiento y sus palabras, aumenta conforme avanzan ambas películas, la suya y la de Franco. En ese aspecto, el protagonista de The Disaster Artist vive en las antípodas del de Ed Wood (1995), en la que Tim Burton se alejó de la supuesta realidad del cineasta para adentrarse en el sueño, en la ilusión propia (la de Burton) que cobra fisicidad en un protagonista de quien no pretende realidad, sino invención. A pesar de tratarse de una comedia, habrá quien diga atípica y/o divertida dentro del panorama hollywoodiense, no considero que The Disaster Artist aporte nada nuevo en su aproximación a la incomprensión que genera el ser diferente -o, en este caso, el forzar ser diferente-. Lo cierto es que los dos protagonistas del film son imágenes que encajan en la sociedad actual, dos individuos que asumen un sueño como motor existencial, pero ¿es propio o nace en el exterior? Además, ¿son conscientes de que los sueños, sueños son y que su materialización siempre es distinta al ideal perseguido? Quizá porque no resulta lo mismo vivir el sueño que verlo cumplido o, en este caso, pagar por su materialización. La sospecha de que en el ahora todo tiene precio, que la fama es prioritaria, que la imagen ha sustituido a cualquier contenido, sobrevuela el film, pero mantiene las distancias para acabar abrazando la definición típica del éxito, uno superficial, a cualquier precio, que se confirma en quien mira y no en quien hace. ¿Es ese el éxito? El dinero es extrínseco al arte, aunque en el cine resulta determinante para su realización. Esto es lo que posee Tommy, dinero, pero, ¿y lo intrínseco? Lo dudo. Desde el principio enfatiza su diferencia, vive entre la pose de un rebelde sin causa y la necesidad de destacar a partir de la rebeldía que fuerza. Pero cuanto le distingue del resto, forma parte de una fachada caprichosa. No surge natural, aunque lo parezca, ni su apuesta por el riesgo, arriesga; asume que su creación será una obra de arte, sin reflexionar sobre qué es el arte, cómo puede determinarse en el antes o en el quién será capaz de crearlo. 

viernes, 12 de junio de 2020

Cartas de amor (1953)


Típico sería decir "te lo dije" o "el paso del tiempo relega al olvido a nombres que en su época fueron sonados" o, en menor medida, "que el devenir temporal devuelve a la memoria otros que habían caído en la ignorancia". Aunque las ponga en duda, no niego la validez de las frases hechas, tampoco que el mayor aliado del olvido sea el tiempo, pero no lo considero el culpable exclusivo de la desmemoria o de la falta de interés. A veces, y el cine es un buen ejemplo, no existe olvido, hay ninguneo, omisiones y otros factores como el dónde se estrena o el cómo se promocionan las películas que se imponen o han impuesto a partir de unas circunstancias (históricas y económicas) concretas que, en su derecho al desconocimiento y al consumo rápido, el público mayoritario ignora, omite o no le concede la menor importancia. Hoy, dependiendo de quién busque (o de si busca), resulta más fácil o igual de difícil descubrir cineastas y títulos que pasaron desapercibidos, o que simplemente no pasaron porque no llegaron a estrenarse más allá de sus fronteras. Pero hay casos extraños, que al mismo tiempo se recuerdan y se olvidan, puesto que se celebra una faceta y se desconoce otra, como se celebra a Kinuyo Tanaka como actriz de obras que en la actualidad se consideran maestras y se desconoce a la Kinuyo Tanaka directora de Cartas de amor (Koibumi, 1953) o de Pechos eternos (Chibusa yo eien nare, 1955). La actriz irrumpió en el cine en 1924, cuando contaba con catorce años de edad. Aquella película de Hotei Nomura que todavía no he visto, y dudo si llegaré a ver, fue el primer paso profesional de quien se convertiría en una de las más grandes intérpretes niponas que haya iluminado la pantalla del país asiático. Aportó luz durante más de medio siglo, pero si su presencia delante de las cámaras fue luminosa y aplaudida, su labor tras ellas fue una maravillosa excepción que todavía no ha recibido los aplausos merecidos. Tras Tazuko Sakane, que dirigió Hatsu Sugata en 1936, Tanaka fue la segunda mujer japonesa en dirigir y la primera en tener continuidad detrás de las cámaras, aunque dicha continuidad se reduce a seis títulos -más de doscientos como actriz-, pero que resultan suficientes para corroborar el talento cinematográfico de quien dio vida a Oharu, entre otras sufridas e inolvidables interpretaciones para Kenji MizoguchiYasujiro Ozu, Teinosuke Kinugasa, Hiroshi Shimizu, Heinosuke Gosho, Masaki KobayashiMikio Naruse o Keisuke Kinoshita, quien también sería el autor del guion de Cartas de amor, que supuso el debut de la actriz en la dirección.




Recordar los nombres de estos grandes maestros del cine no es capricho, es presunción por mi parte de que Tanaka tuvo la mejor escuela de dirección posible, pues, al tiempo que actuaba, aprendía de ellos. Por ejemplo, la influencia de Kinoshita en Cartas de amor es innegable o, dos años después, la de Ozu en La luna se levanta (Tsuki wa noborinu, 1955) -la actriz y directora llevaría a la pantalla un guion de este y de Ryosuke Saito-. Cartas de amor evidencia la cercanía entre Tanaka y Kinoshita, pero ella no es el reflejo femenino de él, es ella misma, como se descubre a lo largo de sus seis películas. Lo cierto es que mejor esos seis títulos que ninguno, y aún mejor resulta descubrirlos y descubrir en cada uno a una cineasta sensible que mira de frente, a la cara de la sociedad y de su época, que no esconde sus preferencias y que asume una postura emotiva y sincera, para dar vida a sus personajes y a sus historias. En su primera película no parece alguien sin experiencia, de hecho, semeja lo contrario. Delicada y sensible, al tiempo contundente, su discurso no duda en apuntar la situación de la mujer en la posguerra, de un tipo concreto que es señalado por la sociedad por haber sobrevivido al caos, a la miseria y a la ocupación prostituyéndose o convirtiéndose en las amantes de soldados estadounidenses, pero, sea uno u otro caso, son mujeres a quienes se estigmatiza. Cartas de amor muestra este circunstancia desde el protagonismo masculino, en un personaje similar a los hombres que pueblan el cine de Kinoshita, honrados, pero pasivos, que se consumen en el dolor e incluso llegan a verse superados por su egoísmo y por la moralidad tradicional y patriarcal de la que la mujer es víctima. El Japón de posguerra expuesto se acerca a las mujeres marginadas, a hombres como Reikichi Mayumi (Masayuki Mori), que todavía vive en el pasado y en el dolor de la pérdida, o como Yamaji (Jûkichi Uno), que asume que todos son culpables -habla de quien esté libre que arroje la primera piedra- y que todos merecen una oportunidad. Yamaji luce sonrisa eterna, no juzga, ayuda a las jóvenes que buscan quien les escriba cartas en inglés y también intenta ayudar a su amigo Reikichi, ofreciéndole la oportunidad de ganarse un sobresueldo escribiendo a amantes estadounidenses que han volado de Japón, aquellos que han dejado a sus novias orientales, a las madres de hijos que no conocerán o a las mujeres a quienes pagaban por relaciones esporádicas. Ellos buscaban olvidar la distancia, y ellas los vacíos de los estómagos y de los novios y maridos japoneses muertos durante la guerra que afectó a todos, de una u otra manera. Respecto a esta situación, Tanaka se muestra elegante y discreta, asumiendo lo cotidiano y lo cercano, pero es contundente -aunque no tanto como Seijun Suzuki en la visceral y colorista La puerta de la carne (1964)- al acercarse a la prostitución desde las historias corrientes de hombres y mujeres anónimos que habitan y trabajan en barrios como ese Shibuya de posguerra donde Reikichi se reencuentra con el amor del pasado, idealizado desde la infancia, y que en el presente baja del pedestal cuando juzga a Michiko (Yoshiko Kuga), la mujer amada a quien rechaza. En ese instante, Reikichi siente dolor y decepción, es su egoísmo, el mismo que permite que ella se distancie en un parque donde en él permanece inmóvil, anclado entre su postura moral y la duda, e incapaz de comprender que no tiene derecho a culpar a Michiko, de quien desconoce las causas, las necesidades o las circunstancias que la llevaron a los brazos de un soldado americano.

miércoles, 10 de junio de 2020

La zona gris (2001)

<<En la cámara de gas del crematorio número 1 se acumulan los cadáveres. Los hombres del Sonderkommando ya han empezado a separar los cuerpos amontonados los unos sobre los otros. Llega hasta mi cuarto el sonido del ascensor y de las puertas. El trabajo sigue a un elevado ritmo. Hay que preparar rápidamente el crematorio 4, ya que ha sido anunciada la llegada de un segundo convoy. De repente entra en mi cuarto el responsable del Gaskommando. En un estado de máxima agitación me informa que de entre los cadáveres, al fondo de un cúmulo, ¡ha sido encontrada una mujer todavía con vida! Cojo inmediatamente el maletín del médico, que dejo siempre a mi lado, y me precipito a bajar a la cámara de gas...>>.1 Así recordaba, en sus memorias, el doctor Miklos Nyiszli su encuentro con la muchacha que les devuelve parte de la humanidad arrebatada durante su encierro en la zona gris a la que, a partir de su pieza teatral y parte de las memorias de Nyiszli, Tim Blake Nelson accede (o lo pretende) en este contundente descenso cinematográfico al infierno de los crematorios de los campos nazis.


<<La esconden, la calientan, le llevan caldo de carne, la interrogan: la chica tiene dieciséis años, no puede orientarse ni en el espacio ni en el tiempo, no sabe dónde está, ha recorrido sin entender nada la hilera del tren sellado, la brutal selección preliminar, la expoliación, la entrada en la cámara de donde nadie ha salido nunca vivo. No ha entendido nada, pero lo ha visto; por eso debe morir y los hombres de la Escuadra lo saben, como saben que ellos mismos morirán por la misma razón. Pero esos esclavos embrutecidos por el alcohol y por la matanza cotidiana se han transformado; delante de sí no tienen ya a una masa anónima, el río de gente espantada, atónita que baja de los vagones: lo que hay es una persona. [...] La piedad y la brutalidad pueden coexistir, en el mismo individuo y en el mismo momento, contra toda lógica; y, por otra parte, también la piedad escapa de la lógica. No hay proporción entre la piedad que experimentamos y la amplitud del dolor que suscita la piedad: una sola Anna Frank despierta más emoción que los millares que como ella sufrieron, pero cuya imagen ha quedado en la sombra. Tal vez deba de ser así; si pudiésemos y tuviésemos que experimentar los sufrimientos de todo el mundo no podríamos vivir. Puede que solo a los santos les esté concedido el terrible don de la compasión hacia mucha gente; a los sepultureros, a los de la Escuadra Especial y a nosotros mismos no nos queda, en el mejor de los casos, sino la compasión intermitente dirigida a los individuos singulares, al Mitmensch, al prójimo: al ser humano de carne y hueso que tenemos ante nosotros, al alcance de nuestros sentimientos que, providencialmente, son miopes>>

Primo Levi.2



Es frecuente y sencillo ser categórico cuando no se corre peligro o no se viven las situaciones de quienes se juzgan. Ahí, en la comodidad de hogares y tertulias, se asegura esto o aquello; y de verás que se quiere creer en promesas y sentencias de que será así, llegado el caso, pero, escéptico, asumo que noventa y nueve de cada cien veces decimos lo que consideramos correcto (quizá la mentira que nos protege y distancia del yo que no reconocemos o todavía no conocemos) y no la verdad y sus posibles implicaciones, como descubrir que no somos las hermosas criaturas que asumimos, presumimos y exteriorizamos ser. Uno de los prisioneros de La zona gris (The Grey Zone, 2001), Hoffman (David Arquette), forma parte de doceavo sonderkommando de Auschwitz y dice, escenas después de matar a golpes al hombre que se niega a entregarle el reloj mientras le increpa (y escupe) que colabora con los asesinos nazis, que <<nadie es capaz de saber qué hará por salvar la vida. La respuesta es cualquier cosa. Es tan fácil olvidar quien eras y quien no volverás a ser jamás>>. En ese instante, ante la adolescente que, milagrosamente, ha sobrevivido al gas, Hoffman, víctima y verdugo, se lamenta y se juzga. Es el único ser humano que puede hacerlo, al menos, con derecho a hacerlo, el único que puede juzgar con conocimiento los hechos que lo han destruido y lo han transformado en el ser irracional en quien ya no reconoce al hombre racional que entró en el campo, aquel hombre que fue despojado de su humanidad. Hay experiencias que nadie desearía conocer ni haber vivido, pero hubo a quienes sí les obligaron a hacerlo. Hoffman es uno de ellos, como también lo es la adolescente (Kamelia Grigorova) que sobrevive a la cámara de gas, Max (David Chandler) e incluso el doctor Nyiszli (Allan Corduner), ayudante de Mengele en sus trabajos "científicos". Tiempo atrás, no hubiesen imaginado hasta que punto el mundo, aquel que descubrirían y sufrirían en el campo de la muerte, había perdido su humanidad y provocaría la pérdida de la propia. Nadie, y nadie quiere decir sin excepciones, podría saber qué haría por y para sobrevivir en una situación donde elegir no es una opción. Despojados de sus nombres, de sus pertenencias materiales y espirituales, de sus seres cercanos y queridos, de su condición humana, se ven reducidos a un estado infrahumano, a vivir las distintas experiencias y condiciones que van dando forma a una realidad totalmente distinta, una que no permite posicionarse o escoger entre el bien y el mal, ni sentirse a salvo ni justos. Son los grises que, a riesgo de mirar el horror cara a cara, en condiciones normales no queremos o no podemos ver porque deseamos creer en la fantasía de una humanidad solidaria, justa, generosa y protectora con sus miembros. En Los hundidos y los salvados, Levi cuenta parte de la experiencia del doctor Miklos Nyiszli y de la “zona gris”, un espacio más intangible que físico, cuya frontera no se define sino con innumerables, y todas ellas confusas, tantas como individuos habitaban en el Lager, donde ningún juicio puede corresponder a los juicios del mundo mínimamente civilizado y humano. Este espacio, esta <<zona gris, de contornos mal definidos, que separa y une al mismo tiempo a los dos bandos de patrones y de siervos>>,3 es el recreado por Tim Blake Nelson en La zona gris o por László Nemes en El hijo de Saúl (Saul fia, 2015), por citar dos ejemplos que dan protagonismo a los hechos de los que apenas nadie fue testigo, al menos testigos que vivieran para contar que el infierno existía dentro y fuera de los cuerpos de las víctimas de <<esa zona de ambigüedad que irradia de los regímenes fundados en el terror y la sumisión>>.4

1.Nyiszli, M: Fui asistente del doctor Mengele (traducción Diego Audero Bottero). Oswiecim, 2008

2,3,4.Levi, P: Trilogía de Auschwitz. Los hundidos y los salvados (traducción Pilar Gómez Bedate). Austral, Barcelona, 2017

lunes, 8 de junio de 2020

El presidente (1961)


<<Porque no era cierto que él no hubiera concedido nunca nombramientos injustos e irregulares. Había creado aquella leyenda como las otras, la leyenda del político íntegro, intransigente, realizando su tarea sin que ninguna consideración pudiera hacerle apartarse de su camino>>


Georges Simenon: El presidente


En su retiro, da igual que grite, nadie le escucha. Ya es indiferente, aunque todavía lo ignore. Adiós a sus visiones numéricas del mundo, a sus acusaciones y a las promesas. Ya no forma parte del espectáculo, aunque, aún lo ignora. Ya no le persiguen sin tregua, sin piedad, sin humanidad, violando su derecho a la intimidad, esté en el cuarto de aseo, en la parte posterior del automóvil que lo aleja del Elíseo o en la cama donde un abismo de insomnio se abre para él. Aletea, pero no alza el vuelo. Comprende que no es un pájaro, que es un peso muerto que desciende su masa por un pozo sin fondo aparente, pero cuyas paredes se iluminan a su paso, para descubrirle pancartas, eslóganes, signos, siglas y rostros que no encajan ni entre los vivos ni entre los muertos. Le sonríen, quizá maliciosos, le ofrecen caramelos, mentiras, tratos, adulaciones, peticiones y la promesa de un abrazo. Una mano le sujeta. Su tacto, rugoso, diría que centenario, le contagia su temblor, aunque su tensión es suficiente para frenar el descenso. Lo sabe, lo teme, lo comprueba. Es otro él, aunque este es diferente. No tarda en saberlo, pues no lleva la máscara de juventud, ni sonríe como el resto. Quizá sus noventa y dos años le han permitido ver donde aquel joven político no pudo o no quiso. Está preocupado por el futuro, no por el suyo, consciente de que su mañana fue ayer. Vive retirado del mundo numérico que ayudó a construir sobre cimientos de crisis, secretos, corrupción, amoralidad y financias, materias que no distinguen entre verdades y mentiras. El anciano muere para la política, agoniza en la distancia de su encierro en su mansión normanda. Sí,
Simenon, podría ser mi visión del protagonista de uno de tus libros sin Maigret, podría ser aquel viejo político y antiguo Presidente del Consejo, pero ahora convertido en el héroe de su pesadilla. Pero esta imposibilidad espectral no está presente en la imagen de la integridad que Henri Verneuil le confiere en su adaptación de tu novela, aunque se trata de una integridad que, como la mayoría de las integridades, vive fuera de tiempo. En Verneuil, el viejo presidente es una esperanza, un soplo de un ayer de mayor honestidad, de políticos que ya no se ven en el presente en el que se precisa formar un gobierno que saque al país de la crisis. El anciano regresa, está dispuesto para realizar un último acto, lo desea, quizá porque le redima o porque le haga sentir que su poder todavía no ha menguado.


Tanto la pesadilla como
El presidente (Le president, 1961), la película que Verneuil realizó a partir de tu novela homónima, se toman libertades, muchas, algo por otra parte necesario e inevitable, puesto que los sueños adulteran y las películas sueñan. Ahora el personaje tiene el rostro del inolvidable Jean Gabin, algo más joven que el personaje novelesco. Su cara desvela honestidad, cansancio, autoridad, pero también realza el mito del viejo Presidente, su leyenda, su historia, sus décadas de dedicación exclusiva a un trabajo que nunca ha llegado a dejar, y que ahora asume en la sombra, apurando su último brío, para salvar a su querida y única amante, a su Francia. Beaufort (Gabin) se define parte anarquista, parte republicana, todo francés, y así, de la ensoñación de Verneuil, que combina presente y pasado, el político se decanta por el trabajo frente al capital y por un europeísmo que sus colegas de la oposición abuchean, porque no desean que países menos desarrollados se beneficien a costa de la economía nacional. Él les reprocha su limitada visión en una escena inexistente en la novela, cuya historia resulta más intimista y crepuscular que la inventada por Verneuil y su coguionista Michel Audiard, la que filma para dejar clara su postura social y europeísta, heredera de aquella esbozada por Saint-Simone en el siglo XIX. Nada de esto aparece en sus memorias oficiales, que no hablan de cuanto vivió y sintió. Lo sabe, es consciente y por eso recuerda las omisiones, para que nosotros podamos ver que siempre antepuso los intereses de su Francia, cuando esta se vio en apuros, a los propios, aunque esto tampoco es del todo cierto, puesto que asume que los de ella y los suyos son los mismos. En aquel momento de su juventud, quizá la primera crisis política y económica a la que tuvo que hacer frente, recuerda que escogió el futuro, cuando tuvo que elegir entre capital y trabajo. Ese es su patriotismo y ahora su país vuelve a sufrir un momento en el que se necesitan líderes de su integridad y de su pasta, políticos que no son estrellas mediáticas, ni corruptos, ni empresarios a media jornada, nuevos rostros y nuevas ideas, aunque viejos rostros como el de Chalomon (Bernard Blier), aquel a quien no quiere dar su apoyo.