El cine silente de
Sergei M. Eisenstein está marcado por el empleo del montaje como parte fundamental de la narración, pero, además, la maestría del cineasta ruso en la edición le sirvió para exponer un discurso ideológico que exaltaba la idea de la revuelta proletaria como medio de liberación de una sociedad marcada por diferencias socio-económicas extremas. De tal manera, ya desde su primer largometraje,
La huelga (
Stachka, 1924), prevalece en su discurso el enfrentamiento entre dos fuerzas vivas opuestas: los supuestos representantes del pueblo y aquellos que representaban al capitalismo (más que a la monarquía zarista derrocada en 1917). Como consecuencia, desde un punto de vista significativo, el cine de
Eisenstein resulta manipulador, como ejemplifica la sucesión de planos en los que se observan a varios patronos de figura oronda y de elegante vestimenta que, ante las demandas de los obreros de la fábrica, se ríen exageradamente mientras fuman habanos y consumen licores, en contraposición de aquellos planos que enfatizan el padecimiento de los menos favorecidos. Esta clase dominante se sirve de las fuerzas del orden como medio de represión (característica común a cualquier tipo de régimen autoritario, incluido aquel que defiende el film) al tiempo que emplean espías, que se infiltran en el movimiento clandestino de los obreros, con el fin de conocer y sabotear las intenciones de quienes intentan una mejora en las condiciones de vida de la masa proletaria. Así pues, se observa a lo largo del film dos posturas antagónicas, una opresora y otra oprimida, siendo esta última la de los obreros, a quienes se descubre condenados bajo el yugo que los obliga, para alcanzar su realización individual y colectiva, a asumir una postura de fuerza que choca con los intereses de quienes ostentan el poder, provocando la brutal respuesta de la policía en la parte final de la película (un policía arroja a un bebé desde lo alto de una vivienda u otro fustiga a una madre que pretende recuperar a su hijo), secuencias violentas similares a las que aparecerían en las posteriores
El acorazado Potemkin u
Octubre, y que sirven al cineasta para justificar la postura beligerante asumida por las masas lideradas en su momento por Lenin y el partido bolchevique.
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