El último tren de Gun Hill (1959)
Los mejores westerns de John Sturges presentan un tono trágico como el que domina la práctica totalidad de El último tren de Gun Hill (Last Train from Gun Hill, 1959), una película que, salvo su parte inicial, se desarrolla en un espacio acotado y en un tiempo delimitado por las horas que separan la llegada del marshall Matt Morgan (Kirk Douglas) a Gun Hill de la partida del último tren que sale de dicha localidad. Este acotamiento espacio-temporal emparenta al film de Sturges con Solo ante el peligro (High Noon; Fred Zinnemann, 1952) y El tren de las tres y diez (3:10 to Yuma; Delmer Daves 1957), pero también se descubre otra similitud respecto a las películas de Zinnemann y Daves en un protagonista que se encuentra solo en su intención, aunque, en el caso de Morgan, condicionado por el brutal asesinato de su esposa y, posteriormente, por el descubrimiento de que uno de los asesinos es hijo de un amigo a quien le debe la vida. Para un hombre como el marshall, cuya conducta se rige por valores inalterables, no existe más alternativa que vengar a su esposa dentro de lo establecido por la ley que representa; por ese motivo pretende cumplir su cometido sin renegar de los aspectos morales que lo definen como individuo, de ahí que su intención no sea la de matar (al menos no con sus propias manos), sino la de capturar a los dos criminales para que sean juzgados y sentenciados a morir en la horca (y como él dice: tras una larga y tortuosa estancia en presidio, donde cada mañana podría ser la última). Esta intención crea un enfrentamiento entre el protagonista y el antagonista, unidos por la amistad y la admiración mutua forjadas en el pasado e irremediablemente separados por la disyuntiva que surge en el presente, cuando Matt Morgan no contempla la posibilidad de satisfacer la demanda de Craig Belden (Anthony Quinn), del mismo modo que este no acepta la opción de que el marshall arreste a Rick (Earl Holliman) y lo conduzca a la muerte. El hecho de que El último tren de Gun Hill plantee el reencuentro de dos hombres convencidos de qué deben hacer, obliga a ambos a distanciarse definitivamente sin opción a alcanzar un acuerdo, porque ni el uno puede olvidar el brutal crimen que sesgó la vida del ser querido ni el otro puede olvidar que el culpable, más que le pese, es el único ser que realmente le importa, lo que provoca que la situación expuesta por Sturges y sus guionistas cobre el aire trágico que domina cada escena de la película. Así pues, ni Belden es un villano ni Morgan un héroe, solo son dos individuos que hacen lo que consideran correcto para que prevalezca su intención (aunque esta les enfrente), de ahí que el primero no cese en su empeño de evitar, incluso por la fuerza de las armas, que su mejor amigo cumpla el cometido que le ha llevado hasta su rancho, donde le dice que no puede ayudarle porque se trata de su hijo, lo único que tiene; y, aunque es consciente de que Rick es culpable de un crimen atroz, es sangre de su sangre y eso lo empuja a asumir una postura de violencia para proteger a quien sabe merecedor de un castigo. Como consecuencia, tanto Morgan como Belden son víctimas de una circunstancia trágica que se torna opresiva y de la que originariamente no son responsables, mas, a medida que se desarrolla la acción, se les observa tomando las decisiones que los empuja hacia ese inevitable enfrentamiento que mantiene en vilo a los vecinos del pueblo, deseosos de que corra la sangre, llenos de prejuicios (a nadie le importa el asesinato de la esposa del marshall porque era india) y sometidos a Belden, dueño y señor de ese espacio urbano que se convierte en el escenario exclusivo del choque; ya sea en un bar, en la habitación del hotel donde Morgan retiene a Rick o en esa estación dominada por la nocturnidad donde finalmente los dos amigos ven como ninguno alcanza su propósito, y sí la certeza de un padre que, moribundo, se lamenta de no haber sabido educar a su vástago.
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