Retirado de la dirección desde 1967, Alexander Mackendrick se mostraba reacio a la hora de hablar de la que fue su última película, que también fue la gota que colmó su paciencia ante las constantes intervenciones de los productores, más interesados en otras cuestiones que en los aspectos personales y artísticos que primaban en su idea de hacer cine. Esta circunstancia le decidió a apartarse del medio en el que había realizado obras maestras de la talla de Sammy, huida hacia el sur o Viento en las velas y dedicarse a la docencia en el Californian Institute of Arts y posteriormente en el National Film School de Inglaterra. Pero ni su desencanto ni las intromisiones en No hagan olas (Don't Make Waves, 1967) entorpecieron su capacidad para reflexionar, desde el humor y la ironía, sobre entornos sociales como el que se descubre en esa costa californiana donde se desarrolla el film. Desde esta perspectiva, que si bien dista de sus comedias británicas, No hagan olas no desentona dentro de la corta y estupenda filmografía del director de El hombre del traje blanco, ya que, al igual que sus sátiras más reconocidas, parte de una situación en apariencia amable, pero que se torna corrosiva y agria al adentrarse en aspectos sociales y personajes que, en este caso concreto, son claros exponentes de la filosofía del todo vale. Tanto Carlo Cofield (Tony Curtis) como Rod Prescott (Robert Webber) son individuos a quienes no les preocupan los medios a emplear si éstos les proporcionan las satisfacciones que siempre buscan. Pero entre ambos, Cofield se convierte en el mejor ejemplo del depredador que no duda en medrar aprovechándose de las debilidades de quienes le rodean; por ello no se lo piensa a la hora de valerse del desliz matrimonial de Rod, quien se ve en la obligación de aceptar su juego porque teme que su esposa (Joanna Barnes) descubra que la engaña con Laura Califatti (Claudia Cardinale). En apariencia, esta joven italiana parece inocente y despistada, aunque si se observa con detenimiento se comprende que tampoco ella desentona dentro de esa jungla en la que acepta su relación clandestina porque le proporciona privilegios que de otro modo no conseguiría. Para limpiar su conciencia la antigua aspirante a actriz asume como válidas las palabras de su amante, que lamenta no poder abandonar a su señora porque la pobre se encuentra gravemente enferma. Sin embargo, la realidad que se descubre en las imágenes dista de la que ellos pretenden aparentar, pues este caradura, a parte de mentir, no tiene intención de abandonar a nadie, y menos a su mujer, porque de hacerlo perdería la presidencia de la agencia de piscinas que dirige, la misma empresa en la que Carlo entra a trabajar después de insinuarle la posibilidad de un chantaje. Inicialmente, el trepa de Cofield es presentado como la víctima de una screwball comedy del estilo de las interpretadas por Cary Grant para Howard Hawks, ya que su accidental encuentro con Laura parece presagiar que él será el centro de una serie de confusiones y vejaciones nacidas del despiste de esa mujer que le deja sin nada más que lo puesto. No obstante, tras los primeros compases en los que Carlo padece una situación que le denigra, el joven no tarda en mutar y mostrarse como un manipulador de primer orden que no piensa desaprovechar la ventaja de conocer la verdad sobre Rod. Conseguido su primer objetivo, el nuevo empleado alcanza mayor vileza cuando trata de lograr el segundo, que vendría a ser el de satisfacer el deseo sexual que en él despierta Malibú (Sharon Tate), la novia de Harry (David Draper), el culturista inocente y de pocas luces que se deja engañar fácilmente. A pesar de su comportamiento poco escrupuloso, Carlo Cofield nunca llega a resultar un personaje odioso, quizá porque el mundo donde habita todos actúan como él, salvo las raras excepciones de Harry y Malibú, víctimas inocentes de un hombre que busca satisfacer sus deseos carnales y materiales. Pero este ser maquiavélico solo es uno más dentro de una sociedad en la que priman la imagen, los deseos materiales o el ocultar frustraciones y fracasos como el que se descubre en Laura, pues acepta su relación no por amor sino porque le permite olvidar su fracaso como actriz. De modo similar actúa la señora Prescott, quien ante la falta de relaciones íntimas en su matrimonio descubre en el nuevo empleado el atractivo que ya no distingue en su marido, quien muy a su pesar también acaba siendo manipulado porque teme perder la posición que mantiene empleando mentiras y engaños.
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