martes, 10 de diciembre de 2013

Drácula de Bram Stoker (1992)

El mito del vampiro recogido en las páginas de la novela de Bram Stoker inspiró a Friedrich W.Murnau, Tod Browning, Terence Fisher o Francis Ford Coppola en sus adaptaciones de la figura del no muerto, aunque cada uno de estos grandes cineastas las realizó desde sus inquietudes artísticas y desde las circunstancias de sus respectivas épocas. De hecho, Coppola aceptó dirigir Drácula de Bram Stoker para sanear definitivamente la precaria situación economía que arrastraba desde diez años atrás, cuando asumió el arriesgado proyecto de Corazonada, un fracaso que le dejó en la bancarrota y provocó el cierre de Zoetrope Studios, su productora. Pero, a pasar de tratarse de un encargo, su Drácula se expone desde sus intereses como cineasta, y ofrece una visión personal que difiere de las anteriores versiones, aunque mantenga algunos puntos comunes con ellas, sobre todo con el Nosferatu de Murnau. Además de la influencia de la novela o de otros Dráculas, y según aparece recogido en los diarios de Coppola publicados en 1994 (Projections 3. Film-makers on Film-making), antes de iniciar el rodaje estudió las técnicas empleadas por Orson Welles en Ciudadano Kane y por Eisenstein en Iván el Terrible, referencias que le sirvieron para crear una perspectiva propia de gran riqueza visual, tanto en los decorados como en el vestuario, del mismo modo que destaca la fotografía en la que se intercala el colorido que representa a los personajes principales (el rojo para el conde o tonos oscuros para el profesor van Helsing) con las amenazantes sombras que delatan la dualidad del supuesto monstruo, quien por un lado se muestra como un propagador del mal (cuando ataca a Lucy), mientras que en compañía de Mina (Winona Ryder) (posible reencarnación de su amada) se descubre como un ser sensible capaz de expresar con lágrimas su rechazo a condenarla a una no existencia como la suya, llena de pesar, soledad, incomprensión y amargura. Desde este punto de vista, el conde resulta un ser digno de compasión, más honesto, trágico y sensible que aquellos que pretenden atraparle, siendo van Helsing (Anthony Hopkins) un personaje que se descubre pragmático, calculador y más frío que el no muerto al que pretende destruir, y a quien también admira. Esta imagen del profesor choca con la de Drácula (Gary Oldman), a quien Coppola expuso como la víctima de la maldición que le condena a vagar por el tiempo, sufriendo el infortunio de la ausencia de un amor que siglos después reencuentra en la figura de Mina, momento que permite comprender que este supuesto ser sin alma sí la tiene, aunque consumida por el dolor y la soledad generadas tras la muerte de Elisabeta (Winona Ryder) (quien al inicio se quita la vida como consecuencia de la falsa noticia de que su amado ha perecido en su lucha contra los turcos). En el prefacio que abre el film se explica el origen del mito, aquel que muestra al conde, traicionado y engañado, abjurando de la fe que había defendido, porque esta condena a su amada a no encontrar el descanso eterno, un destino que él asume como propio al renegar de sus creencias y provocar su errante devenir por los siglos, convertido en esa criatura temida y odiada a quien van Helsing persigue desde mucho antes de que se produzca su aparición en pantalla.

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