martes, 10 de diciembre de 2024

La barraca de los monstruos (1924)

En el cine ambientado en ámbitos circenses no pocas veces se observa al público acudiendo a las ferias y a los circos a reírse, a desatar su fiereza, a presumir de normalidad a costa de las peculiaridades de los “fenómenos” que en ella actúan o que allí son exhibidos. Se ríen del payaso que recibe el bofetón o de los hombres y mujeres que considera especímenes extraños, debido a sus peculiaridades. A estos no les atribuye una interioridad similar a la suya, les niega las emociones, los sentimientos, los deseos, las frustraciones, el drama… El público no ve “alma” en los clowns ni en la mujer barbuda, tampoco en el forzudo o en cualquiera que forme parte del espectáculo circense al que acuden en masa; pero ¿hay algo más monstruoso que la masa desatada? Probablemente, quien la desata para sus fines. Pero ese es otro tema. El drama de los artistas circenses queda lejano para su público, en realidad, a este grupo, que incluye y excluye, le resulta inexistente, ya no por ajeno sino porque la idea de estar contemplando “monstruos” le impide verles como iguales. Ese público no observa ni reconoce el monstruo interior que lleva consigo, el que permanece oculto bajo la capa de normalidad y la guapura que se atribuye, guapura que no belleza, pues esta última, como expone magistralmente Tod Browning en La parada de los monstruos (Freaks, 1932), no se encuentra en la forma superficial de un rostro o de un cuerpo, sino en la esencia misma de lo bello, que asoma tras la forma aparente, ya sea del individuo, de una naturaleza muerta, del firmamento que invita a soñarlo o de una obra artística como pueda serlo una sinfonía que precipita la descarga que recorre y emociona a quien la escucha. Siempre hay algo más, hay aquello que emociona, hay el espacio que se establece entre la obra y quien la contempla; ahí se establece la comunicación y se sitúa la comunión entre los protagonistas del arte: el autor, la obra y quien la siente…

Clásico del cine mudo circense, como también lo son El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, Victor Sjöström, 1924), la cómica El circo (The Circus, Charles Chaplin, 1927) o Garras humanas (The Unkown, Tod Browning, 1927), La barraca de los monstruos (La galerie des monstres, 1924), coproducción hispanofrancesa realizada por Jacque Catelain para Atlántida (España) y Cinégraphic (Francia), con exteriores rodados en Toledo y Pedraza (Segovia) e interiores en Francia, también apunta el drama que se esconde detrás del espectáculo circense. Al inicio, congrega a un público numeroso que disfruta de los payasos y de los animales enjaulados, privados de su libertad, y golpeados por ese domador que se erige en el villano de la función. Hay dos caras, la visible y la invisible, aunque la película muestra ambas. Hoy prácticamente desconocida, La barraca de los monstruos marcó en su momento un paso adelante en el cine español, al que acerca a la vanguardia cinematográfica que se estaba desarrollando en Francia por aquellos “años veinte”. Catalain apuesta por emplear una serie de recursos cinematográficos que aceleren la narración, en una sucesión de planos por momentos febril, mareante, que apunta dos espacios, el visible para el público que acude a la feria y el oculto, donde se desarrolla el drama del matrimonio formado por Riquet (Jaque Catalain), el payaso, y de Ralda (Lois Moran), la bailarina, un drama que los curiosos desconocen, ya no por que lo ignoren, sino porque, de conocerlo, tal vez les fuese indiferente…



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