Desde mis años infantiles, cuando leía Los cinco o Los Hollister, he ido perdiendo el interés por las novelas de intriga y suspense; de hecho, prácticamente ya no leo de este género. Pero aún recuerdo las dos ultimas. Fueron Estudio en escarlata —la primera protagonizada por Sherlock Holmes y el doctor Watson—, que ya había leído de niño una versión en gallego, y El sabueso de los Baskerville, ambas en la edición publicada por El País en 2004. Son lecturas fáciles, me digo, que no exigen más diálogo con la lectura que el asentir y dejarse llevar por las propuestas de Arthur Conan Doyle, las que nos llegan a través de los recuerdos de John H. Watson, pues en él recae la función de narrador, salvo en la segunda parte del Estudio, la titulada El país de los santos, cuya voz narrativa la asume el omnisciente desconocido que nos cuenta una historia que se aleja en el espacio y en el tiempo del detective y del doctor. De ese modo el buen doctor asume ser el biógrafo de su colega Sherlock Holmes, tal vez el detective británico más famoso de la historia de la literatura. Podríamos dudar de lo que nos dice Watson, pero, de algún modo, su voz parece sincera, o así lo queremos, y aceptamos como verdadera la infalibilidad de su colega a la hora de enfrentarse a los más extraños misterios; “extraños” para los demás, ya que, para él, mejor adjetivo sería “estimulantes”. Si bien estimo mejor Estudio en escarlata, guardo buen recuerdo de la segunda de las nombradas, en la que Holmes y Watson se trasladan a los páramos para resolver el misterio que rodea a la muerte de sir Charles Baskerville, así como para proteger a su heredero. En todo caso, se sabe que Holmes va a descubrir la verdad sobre la leyenda del perro asesino. Para el popular detective ha de existir una explicación racional; solo en caso de no haya ninguna respuesta lógica podría hablarse de un sabueso infernal que pretende acabar con la familia Baskerville. Mas Holmes sabe que lo demoniaco no entra dentro de las posibilidades que baraja en este caso en el que Conan Doyle separa al detective y a Watson, a través de quien nos llega el relato. Él es el responsable de encumbrar a su colega, de dejar constancia escrita de los modales de Holmes, de su pericia detectivesca y de su frialdad, ya no solo para resolver misterios, sino también para la vida; aunque el verdadero responsable fue el escritor, medico militar como su creación y un narrador indispensable para la intriga policiaca o detectivesca.
va de vagos (cine, literatura y…)
lunes, 10 de noviembre de 2025
domingo, 9 de noviembre de 2025
Wells, Pal, los libros y el viajero del tiempo
<<Pronto reconocí en los harapos oscuros y carbonizados que pendían a los lados restos estropeados de libros. Desde hacía mucho tiempo se habían caído a pedazos, desapareciendo en ellos toda apariencia de impresión. Pero aquí y allí, cubiertas acartonadas y cierres metálicos decían bastante sobre aquella historia. De haber sido yo un literato, hubiese podido quizá moralizarse sobre la futileza de toda ambición. Pero tal como era, la cosa que me impresionó con más honda fuerza fue el enorme derroche de trabajo que aquella sombría mezcolanza de papel podrido atestiguaba.>> Años antes de leer por primera vez este párrafo en La máquina del tiempo, una escena de la adaptación cinematográfica que George Pal realizó de la novela de H. G. Wells, El tiempo en sus manos (The Time Machine, 1958), me impactó en mi niñez más que el popular final de El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968); claro que no recuerdo que esta me impresionase; tal vez porque lo que vi entraba dentro de las posibilidades de mi mente de entonces.
No recuerdo la edad que tendría, tal vez diez, tal vez nueve u once, no lo sé, pero sí recuerdo (y ahora recreo en mi pensamiento) el impacto que me produjo aquella imagen en la que el viajero por el tiempo descubre una biblioteca y lee en los lomos de los libros los títulos de clásicos que le generan un atisbo de esperanza en la civilización futura. Sin embargo, esa luz que instantes antes había iluminado su mirada, se apaga cuando coge y abre varios ejemplares y estos se desintegran al contacto de sus manos. En ese preciso instante lo comprende, la humanidad ha perdido su identidad. Ha descuidado sus clásicos, sus autores y sus pensamientos, ha olvidado la cultura, la educación, la escritura, la lectura, la imaginación, la inventiva, la reflexión y la capacidad crítica que, entre otras, la habían llevado a ser lo que fue. Mas ya no es, y no lo será más, pues los libros y cuanto implican —mucho más que una portada y unas páginas impresas— han desaparecido de ese futuro que, convertido en el presente de la especie humana, aflige al viajero. En ese mañana, el viajero del tiempo descubre que la humanidad ha perdido su identidad humana, al menos la que él había conocido. El mundo ya no es el suyo, y menos aún está en sus manos; es el mundo de los Eloi y de los Morlock, el mundo en el que la humanidad ha perdido la capacidad de leer y pensar, de amar y crear... Han perdido tanto. Ya son lo que nunca debemos ser: apariencia y carne sin vestigios de aquella antigua leyenda que nos llevó a distinguirnos del resto de los seres vivos del planeta: la inteligencia que, unida a nuestras emociones y sentimientos, nos había hecho tal como éramos en la época del viajero y tal como somos al acabar este breve texto. El cómo seremos después, siempre se está fraguando ahora…
sábado, 8 de noviembre de 2025
Rosalía e a súa voz libre
Na memoria popular (de quen non percorreu as súas liñas e os seus versos), fica a imaxe dunha Rosalía que sofre en Follas Novas (1880) e a da poetisa que revindica a identidade do pobo galego en Cantares Gallegos (1863), pero a escritora era máis que unha chorona ou unha galeguista, etiquetas que chegarían despóis. Rosalía era unha muller que tiña clara conciencia de ser muller, nai e galega, e de que selo acarrexaba inxustizas sociais. Máis aínda, era quen de saber que na súa época ser muller, nun mundo xa non so de homes e para homes, senón tamén de ricos e pobres, de cidadáns de primeira e de terceira, de opresores e oprimidos, enmudecía as voces discordantes e, sobre todo, pechaba as bocas femininas, a súa posibilidade de falar, de dicir quen é e de expresar canto sinte ou o que lle pete. Pero ela non calou. Falou e contra esa inxustiza protestou. Mais Rosalía non carecía de ironía, enerxía e clase ao facelo, pois non era a imaxe pasiva que ollou o mundo no mar de bágoas no que o imaxinario popular quíxoa afogar para convertela nunha martir, nun símbolo, nun mito. Mais ela foi quen de asumir a súa voz e esa voz era a dunha muller con nome propio que expresaba o seu sentir e o sentir de tantas outras (e tantos outros). Ese imaxinario lémbraa dende o estereotipo, pero nada máis lonxe de quen era a muller que publicou o artigo Lieders en 1858, o primeiro manifesto feminista escrito en Galicia, e probablemente en España. Esta osadía xa di que non era típica, que non se pode achagarse a súa figura establecendo etiquetas e zonas comúns, pois ela non encaixaría en ningunha. Por iso gústame, porque é de verdade; non é un mito, nin unha marca que vender, nin unha estampa nunha camiseta…
Ben certo que literariamente non é o seu texto máis importante, nin que aporta ás letras galegas, pois está escrito en castelán, pero é evidente o singular do seu contido e o de publicar na metade do século XIX un manifesto como Lieders, un que fala ás claras do sentir da Rosalía muller. Mais adiante chegarían as súas maxistrales aportacións ás letras galegas: Cantares Gallegos e Follas Novas, quizais o máis relevante, íntimo e mellor dos poemarios desta galega indispensable no rexurxir dunha lingua unha e outra vez atacada, unha fala que sobreviviu, tal como apuntou Castelao, nos voces dun pobo que mantivo a súa cultura e incultura contra as casteláns que quixeronlle impor dende séculos atrás. En Rosalía renace con forza é con alma esa fala galega, a que da forma a Cantares Gallegos e a qué da alma escrita a súa interioridade de poetisa en Follas Novas, sen dúbida un dos poemarios máis modernos, rebeldes e universais (suma de emocións e sentimentos comúns, aínda que particulares, aos seres humanos) escritos en calquerea das linguas peninsulares da Ibérica…
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Lieders, de Rosalía de Castro
¡Oh, no quiero ceñirme a las reglas del arte! Mis pensamientos son vagabundos, mi imaginación errante, y mi alma sólo se satiface de impresiones.
Jamás ha dominado en mi alma la esperanza de la gloria, ni he soñado nunca con laureles que oprimiesen mi frente. Sólo cantos de independencia y libertad han balbucido mis labios, aunque alrededor hubiese sentido, desde la cuna ya, el ruido de las cadenas que debían aprisionarme para siempre, porque el patrimonio de la mujer son los grillos de la esclavitud.
Yo, sin embargo, soy libre, libre como los pájaros, como las brisas; como los árabes en el desierto y el pirata en el mar.
Libre es mi corazón, libre mi alma, y libre mi pensamiento, que se alza hasta el cielo y desciende hasta la tierra soberbio como Luzbel y dulce como una esperanza.
Cuando los señores de la tierra me amenazan con una mirada, o quieren marcar mi frente con un mancha de oprobio, yo me río como ellos se ríen y hago, en apariencia, mi iniquidad más grande que su iniquidad. En el fondo, no obstante, mi corazón es bueno; pero no acato los mandatos de mis iguales y creo que su hechura es igual a mi hechura, y que su carne es igual a mi carne.
Yo soy libre. Nada puede contener la marcha de mis pensamientos, y ellos son la ley que rige mi destino.
¡Oh mujer! ¿Por qué siendo tan pura vienen a proyectarse sobre los blancos rayos que despide tu frente las impías sombras de los vicios de la Tierra? ¿Por qué los hombres derraman sobre ti la inmundicia de sus excesos, despreciando y aborreciendo después en tu moribundo cansancio lo horrible de sus mismos desórdenes y de sus calenturientos delirios?
Todo lo que viene a formarse de sombrío y macilento en tu mirada después del primer destello de tu juventud inocente, todo lo que viene a manchar de cieno los blancos ropajes con que te vistieron las primeras alboradas de tu infancia, y a extinguir tus olorosas esencias y borrar las imágenes de la virtud en tu pensamiento, todo te lo transmiten ellos, todo..., y sin embargo, te desprecian.
Los remordimientos son la herencia de las mujeres débiles. Ellos corroen su existencia con el recuerdo de unos placeres que hoy compraron a costa de su felicidad y que mañana pesarán sobre su alma como plomo candente.
Espectros dormidos que descansan impasibles en el regazo que se dispone a recibir otro objeto que el que ellos nos presentan, y abrazos que reciben otros abrazos que hemos jurado no admitir jamás.
Dolores punzantes y desgarradores por lo pasado, arrepentimientos vanos, enmiendas de un instante y reproducciones eternas en la culpa, y un deseo de virtud para lo futuro, un nombre honrado y sin mancillar que poder entregar al hombre que nos pide sinceramente una existencia desnuda de riquezas, mas pródiga en bondades y sensaciones vírgenes.
He aquí las luchas precedidas siempre por los remordimientos que velan nuestro sueño, nuestras esperanzas, nuestras ambiciones.
¡Y todo esto por una debilidad!
Rosalía de Castro: Obra Completa. Fundación Rosalía de Castro, Padrón, 1996.
Una casa llena de dinamita (2025)
viernes, 7 de noviembre de 2025
La cinta blanca (2009)
La totalidad de La cinta blanca (Das weisse band, Michael Haneke, 2009) forma parte de los recuerdos de un anciano que nos cuenta lo que vivió y lo que escuchó aquel año marcado por extrañas situaciones y comportamientos. Debido a que parte de su historia proviene de lo que otros le contaron, afirma que no está seguro de que cuanto nos cuente sea verdad, pero también dice que sirve para esclarecer lo que sucedería después. El momento evocado por el narrador sitúa los hechos entre 1913 y 1914, entre el antes y el después que significaría la Gran Guerra (1914-1918), un conflicto europeo que derivó en mundial y que señaló el final de una época y el comienzo de otra, la que trajo la primera democracia alemana: la República de Weimar. Pero, debido a distintas circunstancias políticas, económicas y sociales, esa nueva época también acarreó la inestabilidad que allanaría el terreno a nuevos totalitarismos que, como el nazi, el soviético o el fascista italiano, encontraron en la violencia, en la ignorancia, en el miedo, en la propaganda y en las crisis económicas, algunos de sus mejores aliados para asentarse en el poder.
En ese instante en el que Michael Haneke sitúa La cinta blanca, la época de los grandes imperios centroeuropeos, el alemán y el austrohúngaro, así como el ruso, agonizan; tras la Primera Guerra Mundial pasaron a la historia. Se consolidaba la era de las dos ideologías que dominarían el siglo XX: el capitalismo y el comunismo. Claro que tal consolidación iba a deparar el enfrentamiento entre ambas, el cual ya venía de antes, aunque con anterioridad fuese conocido como lucha de clases, que es la que asoma en este aplaudido y galardonado drama. Pero, más allá de las causas señaladas por el cineasta austriaco, que se centra en aspectos internos, de ahí que pueda individualizar una nación en la pequeña localidad rural donde se desarrolla la acción —tal como Edgar Reitz hizo en la miniserie Heimat (1984)—, hubo las causas internacionales, las que podrían explicar lo que vino después de la Primera Guerra Mundial a nivel global. Entre ellas, la permisividad de las grandes potencias democráticas, permisividad de la cual el profesor no tiene constancia porque ni fue testigo ni se las ha contado. En todo caso, esa pasividad internacional para con Hitler, fruto de los propios intereses de dichas potencias, permitió su política expansionista. Pero esta no interesa a Haneke, que se centra en las causas emocionales y sociales, no en las políticas. Así ubica el origen del conflicto que llevaría al mundo a una segunda guerra mundial en ese pretérito que recrea en blanco y negro, un tono acorde con las imágenes en la memoria, pero también con la frialdad y las sobras que domina ese pueblo donde el maestro, también narrador, y Eva parecen los únicos dispuestos a amar; por ello, quizás se les separe. Sin amor, sin alegría, sin imaginación, así parecen querer en el pueblo a los suyos.
Las primeras imágenes ya anuncian que la acción se ubica en un pueblo de los malditos; pues sus niños asoman en grupo, impasibles, en apariencia insensibles, deshumanizados, casi similares a los alienígenas imberbes del clásico de Wolf Rilla. La explicación llega a lo largo de los minutos de este film coral que centra su mirada en los niños, tanto o más que en los hombres y mujeres. Los adultos son portadores de la represión, del miedo, de la venganza, de la intolerancia, de la severidad, de la ausencia de amor y de la lucha del clases que heredarán sus hijos, quienes años después formarían parte de la masa que seguiría a Hitler. Y es que sin amor, tal como Haneke muestra, ya sea de pareja, filial, maternal, paternal o mismamente a la vida y a la alegría, ¿qué se puede esperar? El amor en sus distintas formad fomenta la convivencia, la solidaridad, la compasión, la tolerancia, entre otros abstractos que en pueblo son minoritarios. Su lugar lo ocupan la sumisión y el miedo, la brutalidad y la violencia. Estas asoman en La cinta blanca de un modo que no se fuerza, sino que surge natural a la personalidad de los adultos que, con sus maneras y sus pensamientos, condenan a sus hijas e hijos a perder su humanitarismo, su compasión, su tolerancia… Por momentos, esos niños, sobre todo Klara y Martin, los hijos mayores del pastor luterano, parecen robots programados para cumplir las ideas de ese adulto que dice amar, pero que solo es capaz de odiar cuanto no entre dentro de su idea de pureza, la cual simboliza en esa cinta blanca que coloca en sus dos hijos, para que venzan las tentaciones ya sean de la carne o de la mente…
jueves, 6 de noviembre de 2025
Miedo y asco en Las Vegas (1998)
Si al tipo de periodismo hecho por Hunter S. Thompson, este le llamó periodismo Gonzo, ¿qué nombre pondría Terry Gilliam a su cine? ¿Bonzo? Lo dudo, sería previsible y poco acertado, puesto que Gilliam no es ni monje ni se inmola para protestar contra la opresión de la realidad y de la normalidad impuestas contra las que arremete en sus películas. Él protesta creando, tal vez preguntándose ¿para beneficio de quién es esa normalidad que genera muertos vivientes, gente asustada que no reconoce las causas de su malestar, personas que huyen de sí mismas en busca de no tener miedo, de sentirse seguras y adaptadas en su entorno, individuos en busca de placer y de felicidad en su aislamiento? Sin duda, esa normalidad, realidad impuesta que resta lo imaginativo, incluso lo destierra, no es para sus personajes, ni para cualquiera que deje volar mínimamente la imaginación, que Unamuno define en Contra esto y aquello como <<la facultad de crear imágenes, de crearlas, no de imitarlas o repetirlas, e imaginación es, en general, la facultad de representarse vivamente, y como si fuese real, lo que no lo es, y ponerse en el caso del otro y ver las cosas como él las vería>>. Y Gilliam lo hace, al tiempo que crea y representa, intenta ver por los ojos de sus personajes. Además, Unamuno añadía, <<el imaginativo sueña, reproduce, reconstruye, hace propio lo mismo que ve, y es emprendedor>>. Lo que me lleva a pensar en Cervantes y Quijote, en la capacidad de soñar de ambos (autor y personaje), que era la capacidad de vivir del ingenioso hidalgo. Sin sueño, no hay vida y sin esta, no se puede soñar. Y el cine de Gilliam sueña, no siempre con el mismo acierto, pero al menos lo intenta. Así que le quedaría mejor un nombre que recordase que es quijotesco, ya no solo en qué y cómo lo expone, sino en la aparente desorientación y enajenación de sus personajes dentro y frente a la realidad que no aceptan, porque no deja de ser una prisión de convencionalismos, de normas de conducta y de verdades cuestionables que pasan por absolutos.
En su discurso, en su intención de deformar esa realidad que no es para él ni para sus personajes, de verla con otros ojos, está claro que Gilliam, tal como hizo el periodista y escritor de Los diarios del Ron, desarrolla su propio estilo: subjetivo, reconocible al instante, irreverente y, en no pocas ocasiones, de humor subversivo que conviene no confundir con el “caca, culo, pedo, pis” que algunos consideran el no va más de la provocación, cuando (fuera de la edad infantil) no deja de ser lo más convencional y cutre. En todo caso, acierte o se estrelle, el cineasta se aleja de los territorios comunes, su universo cinematográfico seria como La Mancha para Quijote, un lugar para la aventura de su locura, que no dejaría de ser su cordura, transitando su propio espacio alucinado, fantasioso, imaginativo, que da forma a un estilo visual que no pasa desapercibido, que deforma la realidad y crea otra. También su discurso es reconocible, aunque no exclusivo, aboga por despertar a la imaginación y alienta lo quijotesco. En su Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998) tiene a su Quijote y a su Sancho pasados de vueltas, puestos hasta las cejas y perdidos en el infierno de Las Vegas, donde buscan el Sueño Americano. Más que colgados, la pareja protagonista, Johnny Depp y Benicio Del Toro, es caricaturescas y paródica. Los actores están en su salsa, igual que Guilliam, que sabe que sus personajes se encuentran atrapados y solo la locura, lo que los demás consideran anormal porque no encaja dentro de lo establecido; sin embargo, la normalidad que les rodea es cosa de locos. Lo de Raoul Duke y su abogado samoano, solo es cosa de junkies alucinados…
miércoles, 5 de noviembre de 2025
Bajo este puente
Bajo este puente, duermo cada noche; sobre un colchón que encontré al lado de un contenedor cercano. Es uno de esos colchones que ya nadie quiere, pero que me resulta más cómodo que la manta y los cartones sobre el suelo de tierra y piedra que hasta hace tres días me servían de cama. Las últimas noches están siendo frías y lluviosas. Ahora, arrecia el viento y el piso está mojado. Estoy asustado, vivo temiendo. El miedo es intangible, pero lo siento casi físico; lo llevo dentro, lo sé. Me lo genera un punto entre la realidad que observo y la que interpreto.
Arriba, la carretera de seis carriles; en su parte central, la rotonda y sus salidas en cuatro direcciones, aunque todas conducen a las prisas y una lateral lleva directamente al centro comercial cuyas luces de neón iluminan la noche en la ciudad. Son como estrellas artificiales. Días atrás, cuando todavía no llovía, asomaba la cabeza fuera para contemplar su resplandor y sentir algo de luz en la oscuridad. Son más cercanas que las naturales que brillan en el firmamento, las que se pueden contemplar las noches de verano en la parte sin árboles de la senda que pasa bajo este puente que ahora ocupo.
Cada tarde, casi al anochecer, veo pasar a los corredores y a los caminantes que transitan a última hora por estas sendas urbanas. Algunos pasean a sus perros por el camino, a orillas del río. No escucho su corriente, ahogada por el insistente y furioso sonido de la lluvia y del viento. No puedo dejar de sorprenderme, al pensar que esos perros están más limpios y mejor alimentados que yo, que todavía me niego a robar tomates, pimientos y zanahorias de las huertas vecinas. Por ahora, me alimento de productos caducados que los bares y las tiendas tiran en los contenedores. Busco antes de la recogida, después de observar que nadie hay cerca. Supongo que con el tiempo perderé mis valores, o tal vez los conserve hasta el final, no lo sé; en todo caso espero dejar de sentir vergüenza, aunque no me avergüence de ser quien soy.
Los perros y sus amos pasean durante el día y al atardecer los días claros. También los hay que se dejan ver los lluviosos. Algunos se acercan y me husmean; alguno ha dejado sus cacas hoy aquí. Nadie las ha recogido, no es la primera vez que sucede; supongo que los dueños rechazan acercárseme. No envidio a los perros, tampoco a sus amos, aunque vivan arropados por esos canes que les quieren y les humanizan, a los que hablan cariñosamente como si fuesen a entenderles o fuesen bebés. Sus perros son fieles y felices en su ignorancia, en su rol impuesto, mas no son conscientes de su suerte; y si lo fuesen, ¿qué pensarían? ¿Qué viven en una cotidianidad obligada, en su ir y su estar con esa gente que les proporciona un hogar cómodo y seguro a cambio de compañía? Quizá no sea tan seguro, pues la seguridad es una extraña sensación que a menudo desaparece sin avisar.
¿Querría eso para mí? ¿Vivir en la inconsciencia? ¿En la felicidad absoluta, que solo es posible en la plena e inamovible ignorancia, en la sensación de bienestar generada por una falsa idea de seguridad, falsa porque un día te la arrebatan o desaparece sin previo aviso? ¿Soy menos que un perro? Para sus dueños, sí. ¿Y que otro ser humano? Lo dudo, aunque ellos piensen que sí. Incluso después de varios meses en la calle sigo pensando y soñando, temiendo y sorprendiéndome, recordando… y mi cuerpo continúa latiendo, sintiendo, padeciendo, envejeciendo...
Sabía que esto iba a llegar y aun así preferí la posibilidad a aceptar las reglas de un juego que me encadenase y me borrase. No, la decisión y la responsabilidad han sido mía, no me arrepiento. Volvería a negarme a vivir en un mundo que te arrincona, te insensibiliza y te esclaviza, uno que no respeta a los demás, carente de generosidad y que ya no siente compasión, salvo en la apariencia de sentirla. Aparte de las personas a las que le importaba y me importaban, lo que más añoro de mi vida pasada es la sensación de sentirme limpio, la que me proporcionaba la ducha diaria, y mis libros, quizás los culpables de que sea así y no de otro modo. No intento decir con esto que sea un personaje quijotesco; no confundo mi realidad con las de mis libros. ¿O sí? ¿Dónde estarán? ¿Quién los tendrá? En ellos quedan parte de mi sentir, de mis pensamientos, de mi humanidad, en los márgenes escritos a lápiz, llenos de ideas que se perderán. Solo parece quedar el aislamiento; a diario veo pasear por aquí el interés por lo propio y el que le den a lo ajeno, a cuanto no encaje dentro de lo que queremos y pretendemos. Ese caminar es del que me quise desentender desde hace mucho tiempo; me dije “no”, que no quería eso para mí.
Y ahora aquí estoy, jugué mis pocas cartas, aposté contra la lógica impuesta, arremetí contra la norma y me aparté de lo usual, de lo que la mayoría asume como normal, e intenté caminar mi senda y construir mi vida sin querer herir a nadie; pero contra lo que se esperaba de mí, que es lo que se espera de tantos: producir, consumir, producir, consumir, producir…, pero ¿qué estás produciendo para ti, que sea beneficioso para ti y para el resto, mientras tu vida se consume? Según su baremo, perdí por no hacer caso, quizá por vago de profesión, aunque este fuese un trabajo agotador. Tantas horas entregadas a crear historias, emociones y pensamientos, fragmentos de nada que me han acompañado hasta aquí. Tal vez estuviesen en lo cierto y todos mis pasos dados solo fuesen excusas para un mal caminar, más en la distancia que a contracorriente. ¿Quién sabe? ¿Quiénes pueden juzgarnos? ¿Quién conoce las emociones, anhelos, ideas y sentimientos que arden en nuestro interior y nos ponen en marcha? ¿Quién determina el sentido que damos a nuestras vidas?
Ya es tarde, lo sé porque ya hace casi veinte minutos que apenas se escucha tráfico arriba, bajo este puente donde todavía me aferro a la idea de que continuo en el juego. No siento derrota, solo frío y miedo, hambre y la cercanía de la muerte que ronda; la siento en las miradas fugitivas de los caminantes. Sé que aquí, bajo este puente, en este sombrío rincón de su feliz paseo, mi presencia les molesta, tal vez porque les ofrezca un reflejo de lo que nunca querrían ser. Tampoco yo lo quise…
martes, 4 de noviembre de 2025
Pena de muerte (1995)
Un año después de su aplaudida participación en la exitosa Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, Frank Daranbont, 1994), en la que asumió junto a Morgan Freeman el rol protagonista, Tim Robbins escribió y dirigió Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995), su película más prestigiosa como director. Basada en el libro de la hermana Helen Prejean, a quien Susan Sarandon da vida en la pantalla, el resultado es una historia que a muchos no gustará porque no prima ni el movimiento ni el ruido, más bien se decanta por el diálogo, ya no el que pueda darse entre sus personajes, sino entre lo que Robbins propone y quien ve su historia de acercamiento, de amistad, de amor, de dolor, de resignación, pero también su determinación contra la pena capital. Aunque tenga a dos estrellas al frente, Pena de muerte no es una película al uso hollywoodiense, cuya industria se centra más en el entretenimiento y en el no molestar conciencias, no vaya a ser que se intenten despertar y dejen de acudir a las salas. Aquí, Robbins sí lo intenta, se plantea un conflicto y da su respuesta: el asesinar legalmente no es moral ni es solución; solo es un crimen más, aunque legalizado y exigido por el sistema. Matthew Poncelet (Sean Penn) lleva seis años en el corredor de la muerte, encerrado en su celda 23 horas al día, a la espera de que llegue la mañana de su ejecución. Desde que se dictó la sentencia sabe que es un hombre muerto. Ha tenido tiempo para pensarlo, igual que lo ha tenido para estudiar su caso —se le condenó por el doble asesinato que dice no cometió, que fue obra de su compañero— y reflexionar sobre la vida y sobre sí mismo… Y en ese punto se produce su encuentro con Helen, quien no le juzga sino que se ofrece. Más que buscar comprender, que lo intenta en ambas partes, ella ofrece consuelo, no de boquilla, sino de presencia y obra.
La hermana no necesita hábitos para amar al prójimo; de hecho ningún uniforme implica sentimiento alguno, solo son telas que hacen reconocibles oficios e ideas en quienes los observan, también en quienes los portan. Pero a Helen no le hace falta saber que su misión, al menos la más importante, es amar y dar consuelo a quien sufre; y Matthew sufre, también los familiares de las víctimas y de los victimarios. Habrá quien, de estar en el lugar de la monja, podría decir que a Matthew le está bien empleado por su crimen o por estar “puesto hasta las cejas” el día que lo cometieron —aunque sea inocente de las muertes, el reo de Pena de muerte fue cómplice de la acción— habría quien se regocijaría de que un declarado culpable fuese ejecutado. ¿Es eso justicia? ¿Matarlo porque mató o permitió que otro lo hiciese? No, fuese autor o cómplice en ambos casos es venganza y la aplicación de una ley. Y aunque a veces pueda parecerlo, no hay nada en común entre justicia y venganza, como, en ocasiones, tampoco lo hay entre justicia y ley; pues la ley puede ser injusta, incluso criminal. De modo que mejor llamarle a las cosas por su nombre, que la pena muerte sea legal, no quiere decir que sea justa, aunque sí podría decirse que es venganza, la ley del talión, “el ojo por ojo, y diente por diente”. ¿Qué haríamos? ¿Qué pensaríamos, en caso de estar involucrados? No hay una respuesta absoluta, tal vez ni siquiera una válida; cada quien respondería según el lado que le correspondiese, según le afectase; y quien no, hablaría desde su ideología o su idea. Para Robbins, parece clara la respuesta a si es justo arrebatar la vida de quien se dictaminó culpable de quitar otra. Ya no se trata de reflexionar sobre cuántos inocentes han sido condenados y ejecutados a lo largo del tiempo; sino hasta qué punto sirve esa pena capital que señala la frialdad de un sistema penal que ha demostrado en numerosas ocasiones su falibilidad y sus errores. Entonces, ya no se trata de opinar desde la individualidad, sino plantearse los motivos y los usos del sistema. ¿Han dejado de cometerse crímenes, tras siglos de aplicarse la pena máxima? ¿Y qué pasa con los crímenes aceptados, consentidos y cometidos a gran escala por dichos sistemas y los gobiernos que los representan, tal como reprochaba monsieur Verdoux? Y si se puede matar legalmente a quien un jurado o un tribunal encuentra culpable de un crimen, ¿no resulta contradictorio prohibir la eutanasia o el aborto a quienes sufren una lenta agonía a la que desean poner fin o un embarazo física y emocionalmente indeseado y peligroso? ¿Y que pasaría de tener Matthew el dinero suficiente para contratar al mejor equipo de abogados? ¿Qué es justicia e injusticia? ¿Son o pueden ser intercambiables?
lunes, 3 de noviembre de 2025
Flash Gordon (1980)
viernes, 31 de octubre de 2025
La hora del lobo (1968)
Durante los créditos iniciales de La hora del lobo (Vargtimmen, 1968) varias voces delatan que se trata de una película; dicho de otro modo, que se está recreando un mundo de invención que reflejará aspectos reales. Bergman lo deja claro desde el inicio, pues es un cineasta que, aunque inventa, pretende ser honesto consigo mismo y con su público —minoritario, pues uno mayoritario no comulgará con él, ni entonces ni en estos tiempos que corren más rápido, tal es la sensación—; doble intención que resulta mucho más complicada de lograr de lo que pueda aparentar a primera vista. Las cuestiones que expone son las que le interesan, las que le preocupan, las que siempre asoman en su cine porque este es un medio para expresarse, para hablar de sueños, de la angustia, del silencio, de fantasmas, buenos y malos, de la vida y de la muerte, para hablar de las relaciones con uno mismo y con los demás, incluso con el entorno más allá del físico, el metafísico donde se encuentra con el misterio, el tiempo, la duda, las preguntas sin respuestas absolutas, que es también hablar de vivir. <<Un minuto puede ser una eternidad>>, susurra Johan (Max con Sydow), pero un minuto de reloj dura un minuto. Lo que puede tardar una eternidad es la sensación que nos genera, la impresión que nos atrapa y la idea que le damos. Sentimos nuestro tiempo; aunque haya quien crea poder medirlo, para dejar de temerle o para conquistarlo, lo cual no deja de ser un signo de nuestro infantilismo, que tal vez sume ingenuidad, fantasía y egoísmo. El tiempo puede durar esa eternidad, pero también puede durar un suspiro, pues, aparte de dimensión física, es un abstracto, un misterio que nos envuelve, nos acoge y se nos escapa, por mucho que hayamos intentado dominarlo, enmarcarlo o apresarlo en las manecillas del reloj y en las hojas del calendario. Nuestro tiempo, el humano, es suma de dudas, existencia, silencio, relaciones, deseos, obsesiones, adicciones, espectros, frustraciones… Es suma de vida y de muerte… y eso es lo que contiene el cine de Bergman; visto desde una perspectiva existencial, contiene al ser humano y el conflicto en el que existe toda vida humana.
Alma (Liv Ullman) abre el diario de Johan, su marido, y en él lee la relación de este con Victoria (Ingrid Thulin). Lo que viene a redundar la distancia de silencio y de ausencia de afecto en la que vive la pareja. La lectura clandestina de Alma podría tomarse por una infidelidad a la confianza, pero ¿qué es la infidelidad? La respuesta puede ser simple, si se ajusta a lo establecido, pero una más compleja resulta ambigua y más sincera. Por otra parte, ¿quién precisa escribir un diario? ¿Alguien que no se conoce y que busca descubrirse? ¿Alguien que quiere dejar constancia de su existencia, lo que implica el deseo de que alguien más lo lea? ¿Alguien que quiere recordarse? ¿Quién? Bergman tenía sus diarios, cuadernos en los que daba letra a sus intenciones, preocupaciones, frustraciones…, también escribió dos libros de memorias y no pocas de sus películas, por no decir todas, lo contienen; es decir, contienen algo suyo, algo de su propio pensamiento. Y La hora del lobo no es la excepción, sino un buen ejemplo y la sensación que me genera una idea en apariencia extraña, la de que esta película me suena buñuelesca; tal vez porque, como Buñuel, aunque sin el humor negro y provocador del aragonés, el cineasta sueco también se instala en lo onírico, que deriva en pesadilla, y en el misterio que es la propia existencia. El personaje central explica, mientras se le une la voz de Alma, que la hora del lobo <<es la hora en la que muere más gente y en la que nacen más niños. En la que dormidos tendríamos pesadillas y en la que despiertos tendríamos más miedos…>> Esa hora en la que Bergman crea imágenes de pesadilla, del miedo y del silencio, de la locura, de la duda; en definitiva, da a sus personajes consciencia de la existencia, de la mortalidad, del misterio que no podemos resolver y, aun así, intentamos resolver, atrapados en él. En dicho misterio, que cobra en este Bergman tono de pesadilla, vive la incerteza y, ante ella y en ella, sus personajes sienten, padecen, sufren, dudan, temen… Esa es la grandeza de su creador, que los humaniza hasta hacerlos reales (o lograr la sensación de que lo son), aunque no lo sean…
jueves, 30 de octubre de 2025
Hunter S. Thompson: Miedo y asco en Las Vegas
miércoles, 29 de octubre de 2025
Biografía para algoritmos
Esta breve biografía obedece a un motivo concreto: dar a conocer a los algoritmos, a los almorávides y a otros pueblos medievales los libros y la identidad de Antonio Pardines, a quien no deben confundir con el familiar a quien nunca conoció y de quien heredó el nombre. Sus padres, y supongo que algo también tendrían que ver su abuela, su tío abuelo y sus bisabuelos paternos, decidieron bautizarlo Jose Antonio para honrar la memoria de aquel. Nadie le preguntó si le gustaba o si estaba de acuerdo, pero, de poder elegir, ¿habría escogido otro nombre? Es probable; tal vez quisiera uno simple, aunque tiempo después ya carece de sentido preguntárselo. Aun así, los días más grises se le descubre pensando en voz alta si serían más acordes para las ventas de sus libros un Antártico Pardines, que siempre acaba descartando por frio, o un más cálido Atacama Pardines. Natural de Santiago de Compostela, Toño afirma que ha tenido tiempo para acostumbrarse a su nombre desde que asomó su cabeza por primera vez al mundo de los vivos y de los muertos el 5 de julio de 1974. Desde entonces, los años múltiplos de cuatro y cinco se repite que su consciente no guarda la menor imagen del acontecimiento que cambió algunas vidas; principalmente, la suya, puesto que le desterró de la oscuridad serena e inconsciente y le condenó y liberó de por vida al inestable claroscuro, donde tampoco puede estar seguro de la realidad de su consciencia. Vive días mejores, otros peores y algunos tan parecidos que podrían formar parte del día de la marmota. No existe razón para dudar de que así sea. Décadas después, cuenta que a los cuatro años se ve arrastrado por su madre el primer día de clase, ya que, como a todo niño de su época, lo mandan a la escuela; y de nada le vale el llanto ni oponer lo que cree resistencia.
—Niño, anda un poco, que pareces un saco. Aquí, se lo dejo. A la salida, lo recogerá mi tía. Y tú, deja de patalear y no molestes más a la maestra… Qué van a pensar de ti tus compañeros —resuena en la distancia, en el camino que transita de la recreación a la invención; y de ahí, al olvido.
Sin voz ni voto, sus padres deciden que vaya al colegio Santo Domingo de Bonaval (colegio ya inexistente, incluso borrado de la memoria de la ciudad), donde pasa sus dos años de párvulos. Posteriormente, aunque igual de mudo que antes a la hora de decidir, lo matriculan en el colegio La Inmaculada, porque a sus padres les atrajo la antigua fama del centro. Sin embargo, no tarda en descubrir que la fama es efímera y un engañabobos, pues el centro no resulta tan excelso como presumen las generaciones anteriores. Sencillamente, descubre dos cosas básicas, que el tiempo pasa y que aquella era una escuela más entre tantas. Pero fue esa y no otra en la que cursó Educación General Básica, la EGB que hoy algunos parecen añorar y de las que otros hacen negocio desde que se levantan hasta que se acuestan, aunque lo hagan usando y adorando la tecnología y las modas actuales. Sin nostalgia ochentera alguna, recuerda que a los trece años, carente de perspectivas laborales, y a disgusto de aquellos vecinos que quizás lo prefiriesen encerrado en un centro con barrotes, decidió cursar bachillerato en el instituto Rosalía de Castro. Suya es la decisión de entrar a los catorce en el edificio de Sanclemente, de donde sale y entra más de la cuenta hasta que cinco años después, uno más tarde de lo previsto por otros, sale con un aprobado raspado en la mano; le cuesta recordar si regalado.
—¡De la hostia! ¡Lo he pasado genial! —dice que se despidió eufórico del centro, antes de plantearse el cómo librarse de la mili y de la objeción.
Del instituto Rosalía, pocos pasos tiene que dar para llegar a Juan XXIII y subir las escaleras de la Facultad de Educación del Campus Norte, de la Universidad de Santiago de Compostela, en la que, ya despuntando el nuevo siglo, que va para viejo, obtiene la titulación de maestro de Educación Primaria gracias a una estudiante de Químicas que le muestra su manera de hacer esquemas. Aquella manera de sintetizar le convence y la pone en práctica, logrando unos resultados que le sorprenden. De aquella época universitaria, son sus salidas nocturnas los miércoles y los jueves, también sus primeros esbozos novelísticos en novelas inéditas, que así seguirán, como otras de las suyas. En 2007, recuerda que sería por el 11 o el 12 de enero, se aburre y, para divertirse, se le ocurre escribir una aventura ambientada en el Japón medieval. ¿El motivo? Cuenta que porque la época y el país le quedan a desmano y luego añade que quizás porque haya visto demasiado cine de Akira Kurosawa. Asegura que el modo de filmar la lluvia del japonés le recuerda a la que cae en casa, pero quien cree a un escritor, que a fuerza ha de ser honesto y mentiroso, salvo cuando dice la verdad; ahí ya es sincero. Pasan cuatro años antes de que concluya y publique la novela épica Sakura (la flor del cerezo). Corre el 2011, que, visto en la distancia, va igual de rápido que los no bisiestos, el mismo 2011 en el que la promoción del libro le convence para crear el blog va de vagos, el cual, desde entonces, ha dedicado al cine, a la literatura y a otras cuestiones relacionadas con la cultura, la historia, la filosofía, el arte y con algunos desvaríos y memeces que le vienen a la mente. En la actualidad, el número de entradas del blog ronda las cuatro mil. Pero tampoco esto le dice demasiado, así que, tras varios años más, en 2020, publicó, junto al enólogo Manyo Moreira, la novela Calles de ida. Descubriendo la pasión por el vino. Al año siguiente, esta novela sería publicada en gallego por la Xunta de Galicia, con el título Rúas de ida. Descubrindo a paixón polo viño. Mas no sabe cómo, en 2022 se descubre dando vueltas ficticias, reales, históricas, legendarias, cinematográficas y literarias por su ciudad y de esa experiencia surge Rincones sin esquinas, un libro existencial y poético que recorre Santiago de Compostela a partir de leyendas, historia, personajes, películas (ambientadas en la ciudad), libros y memoria, la de la ciudad y la del reflejo del autor que la camina en tiempo presente, aunque sus pasos y sus encuentros se produzcan en pretéritos en aparente desorden... No por nada especial, sencillamente porque dice que así los encuentra en la memoria y que le resulta imposible caminar por el futuro, pues cuando pone un paso en él lo descubre presente y, a la vuelta de la esquina, ya ausente. Y hablando de futuro, tiene a punto su siguiente libro (y el siguiente), pero esa es otra historia…











