Habían pasado cinco años desde su anterior largometraje, Lalka (1968), tiempo que Wojciech Jerzy Has dedicó a preparar un proyecto personal y muy querido, pues pretendía adaptar a Bruno Schultz, un escritor cuyos cuentos habían formado parte de sus lecturas de juventud y que influyeron en su cine, haciendo que también él hiciese de sus películas un mundo único y aislado, de atmósferas enrarecidas, atrayentes y sugestivas. Pero El sanatorio de la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973) tuvo una mala acogida entre las autoridades polacas, que decidieron prohibirla. Aún así, Has se las arregló para engañar a los buenos censores estatales y enviarla al festival de Cannes, donde su espléndida, onírica y alucinada fantasía fue premiada con el Premio del Jurado. Claro que su osadía tendría consecuencias, y Has no volvería a dirigir hasta la década siguiente, cuando estrenó Una historia aburrida (Nieciekawa historia, 1982), adaptación de la obra de Anton Chejov, en la que su protagonista se descubre atrapado en la su amararan e inmutable cotidianidad. Al inicio de El sanatorio de la clepsidra, Jósez (Jan Nowicki), su protagonista, viaja en un tren en el que ya se intuye que se trata de otro de los personajes de Has que se encuentran atrapados en espacios que non pueden abandonar, porque no son solo geográficos, sino también temporales e incluso diría que metafísicos, si supusiera realmente qué es la metafísica (allende la física), más allá de la paja mental que ni se explica ni puede demostrarse, solo volver sobre las divagaciones y cuestiones que siempre van a parar al mismo lugar: las preguntas sin respuesta y así hasta entrar en una espiral, ya sin principio ni final, donde las leyes físicas y lo que se llama sentido no tienen cabida; allí donde la vida y la muerte forman parte de un sueño, tal vez. No, los mejores espacios de Has no son reales, son oníricos, misteriosos y atemporales que atrapan en la fantasía y en la pesadilla, este último “espacio” sería el del protagonista de Nudo corredizo (Petla, 1957), pasando por el surrealismo que conduce a dónde, que se lo pregunten al personaje central de El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopois znaleziony w Saragossie, 1965). Son espacios que también atrapan al espectador, gracias al uso que de ellos hace el cineasta, capaz de transmitir con su cámara y su planificación un efecto alucinado único… El sanatorio de la clepsidra es un magistral ejemplo de jugar con el tiempo, de ahí la clepsidra (reloj de agua y símbolo que en obituarios) del título, y los espacios, igual que lo es la más famosa El manuscrito encontrado en Zaragoza, que confirmaba al cineasta polaco, que había debutado en la posguerra —con el cortometraje Ulica Brzozowa (1947)—, entre lo más destacado de los nuevos cines europeos…
va de vagos - cine
miércoles, 2 de abril de 2025
martes, 1 de abril de 2025
El Pórtico de la Gloria (1953)
El título escogido para la película escrita por José Mojica y dirigida por Rafael J. Salvia no debe llevar a engaño, ya que no trata de mostrar el monumento referente ni contar la historia de su construcción, ni la del maestro y quienes trabajaron en la obra entre 1168 y 1188. Siendo preciso, el tema que plantea es que no lo hay, al menos no más allá de la superficialidad y de sus "buenas intenciones”, ambiguas como cualquier buena intención entrecomillada y sin estarlo, puesto que todas asumen que son buenas para el resto. Dicho de modo directo, esconden una ideología y, como tal, no toleran las otras. Ante todo, una buena intención persigue limitar la capacidad de elección y, por tanto, la libertad de quien va dirigida la generosidad del bienintencionado. Tales intenciones determinan y distinguen lo bueno (y el bueno), de ahi que sean buenas, de lo malo (y el malvado), por eso son malas, y no pocas veces silencian las demás con su intolerancia, su cortedad de miras, su censura y su imposibilidad dialogante y asfixiante. Esta parrafada, que ya podéis mandar donde buenamente os plazca, viene a cuento de una idea que me ronda y, cuando me ronda, me marea y debo alejarla. La idea en sí dice que las buenas intenciones persiguen una finalidad, como también las buscan las malas; incluso las que asumen y presumen no perseguir nada… Y ahora que ya se va, podré escribir con mayor serenidad que la vida y el cine, tal vez el cielo, están llenos de bienintencionados. Los censores lo son, así lo dicen, pues saben que conviene al público. Eligen por él, lo quieren inocente; es decir, ignorante. Así que, conscientes de que cualquier película guarda intenciones y persiguen metas, la de Salvia propone el buenísimo discurso moral que se “escucha” a lo largo del metraje. Como corrobora la suma de momentos que la componen, El Pórtico de la Gloria (1953) alcanza su objetivo de ser moralmente buena y conveniente. El rótulo de agradecimiento, que sigue a los títulos de crédito, se impresiona sobre una panorámica de la Catedral y alrededores, tomada desde la Alameda compostelana. Las palabras escritas aclaran una de las intenciones de los responsables del film, las otras se irán descubriendo en las imágenes que, mediante una elipsis —la catedral compostelana da paso a su imagen promocional en la guía turística de la ciudad gallega— traslada la historia a México, país donde Rafael J. Salvia presenta a los protagonistas principales y el destino que han de tomar. Esta ubicación mexicana indica otro de las metas de Cesáreo González, productor y distribuidor del film, pues el dueño de Suevia Films guardaba estrecha relación con México, país que conocía de la emigración y donde había dejado buenos amigos. Sin apenas tiempo para desarrollar los motivos de los personajes, las imágenes vuelven a cruzar el Atlántico, pero, ahora, parecen sacadas del Noticiario Documental. La sucesión de planos de militares, de edificios y carreteras, de vehículos que las circulan y de otros por calles madrileñas se suceden para dar pie a más imágenes típicas de aquellos documentales de obligada proyección en los cines de la España de entonces, imágenes que parecen hechas por la propaganda nacionalcatólica. Ese tono, combinado con su dosis melodramática, ya no abandonará la película, cuyos diálogos y situaciones no dan para mucho más. Pero, por entonces, un film como El Pórtico de la Gloria, que ahora resulta un tanto irrisorio y aburrido, era del gusto de la censura dominante y del cardenal Quiroga Palacios, quien, tras el pase de la película, mostró satisfacción salvo por un pequeño detalle que creyó conveniente comentar en la carta que escribió a Cesáreo. El contenido venía a decir algo así como que la película sería magistral reduciendo el escote en los vestidos de la protagonista femenina. Quizá, esta anécdota sea lo más divertido de un película bisoña, como las canciones, los niños del coro y el papel asumido por José Mojica. En 1940, este famoso tenor y actor había ingresado en la orden franciscana, dejando de lado su exitosa carrera artística. Antes de su ordenación sacerdotal, Mojica había sido una estrella mediática, tanto en Hollywood como en su país natal. Era cantante más actor, aunque en la década de 1930 había protagonizado varias producciones hollywoodienses y mexicanas. Suya fue la idea de la que parte esta historia que no esconde ni sus limitaciones artísticas, ni su postura ideológica —la de sed buenos y haced caso al orden y olvidaros de vosotros, total, ya os tenéis muy vistos—, ni las intenciones de su productor: abrir el mercado internacional para su empresa y, de paso, promocionar el Año Santo Compostelano 1954…
lunes, 31 de marzo de 2025
Producto Local (2025)
Dudo que sirva para divulgar nada, pues ni soy divulgador, ni lo pretendo; de hecho, soy bastante reacio a promocionar cualquier cosa, incluso mi propia obra. Pero sí sé lo ilusionante y frustrante que es intentar llevar a cabo un proyecto creativo al margen, consciente de que apenas nadie le prestará atención ni le dará una oportunidad, lo cual no deja de evidenciar la ausencia de curiosidad y el ninguneo que experimenta la obra de todo autor y autora fuera de un ámbito más o menos mediático. ¿Cómo sobrevivir a dicha invisibilidad? ¿Resignándose? ¿Marginándose más allá de la marginalidad a la que le condena su ilusión y su falta de apoyo mediático y empresarial? Supongo que lo mejor es ignorarla y dar cuerpo visible al proyecto, buscando medios que lo posibiliten y lo den a conocer, cada quien dentro de sus posibilidades y de su capacidad para luchar contra el “imposible” que, con mucho trabajo y no menos fortuna, quizá pierda el “im”. De otro modo, sin la posibilidad de que se conozca, sería como si una creación no existiese o no formase parte del ámbito artístico y cultural al que pertenece; dicho de otro modo: al carecer de apoyo y de canales de difusión, no alcanza a un público amplio. Pero los quijotes de turno no desesperan y continúan lanzándose a la aventura sin más armadura que la ilusión de salir victoriosos, lo cual sí sería toda una gesta, y ese intento ya merece mi respeto y mi simpatía. Además, siempre resulta una satisfacción ver que existen personas que pretenden sacar adelante sus proyectos creativos, pensando menos en la posibilidad de dinero, que en la necesidad de expresarse y dar forma a sus ideas. Esto último parece ser lo pretendido y conseguido por Jaxsa y su equipo artístico y técnico en la serie Producto Local (2025), un grupo que desconozco, pero que imagino quijotesco frente a los numerosos obstáculos que surgen en todo camino creativo a contracorriente. El suyo se inició hacia finales de 2021 —el rodaje se prolongó hasta 2024–, cuando, sin más presupuesto que el que llevaban en el bolsillo, empezaron a trabajar en su serie o película dividida en ocho capítulos. En todo caso, se trata de una historia sobre personas; lo cual, a día de hoy, ya es decir bastante. Esos hombres y mujeres habitan en la Margen Izquierda (Ezkerraldea), cuyo nombre proviene de su situación geográfica en la ría de Bilbao, una zona que supongo sienten suya, pero que también les desubica y ubica a partes iguales, siempre en conflicto… Por lo leído y escuchado sobre la serie, parece que sus personajes intentan sobrevivir en los tiempos que corren, sin poder dejar atrás el pasado, ni alejarse de la depresión económica de una zona antaño de auge industrial, en la que algunos de sus protagonistas sintieron, tal vez, comerse el mundo. En todo caso, sin entrar a valorar el resultado de Producto Local, pues no la he visto, les deseo suerte y la mejor de las recepciones y recorrido para su serie, porque cualquier proyecto creativo en el que se ha invertido ilusión y trabajo merece su oportunidad de llegar al mayor número de personas posible, y que sean estas quienes la juzguen; y no un divulgador, ni un supuesto experto que lo haga en lugar de ellas…
Sinopsis de Producto Local (texto de Jaxsa, el director de la serie):
<<La serie Producto Local explora el resultado (producto) de las vidas de hombres y mujeres que vivieron la realidad de los años 80 y que, en la actualidad, no han logrado adaptarse a los nuevos tiempos. Los protagonistas conforman una familia atípica compuesta por dos hombres y un joven, en un contexto de homosexualidad no aceptada ni socialmente ni por ellos mismos. La realidad de los dos personajes principales, las decisiones tomadas en el pasado y sus consecuencias en la actualidad son el eje central de la historia. Todos ellos buscan escapar de la difícil vida que han arrastrado durante años, con la esperanza de ofrecer un futuro mejor a su “hijo” no biológico.
En la serie se reflejan algunos temas muy presentes en la sociedad actual. Uno de los temas vertebrales de Producto Local es el maltrato estructural hacia la mujer, presente tanto en las protagonistas como en personajes secundarios que también son víctimas de esta lacra. Una joven, madre de una niña de 10 años, se ve obligada a prostituirse para mantener a su familia. En este entorno dramático, los derechos de los niños se ven vulnerados por la falta de cuidados y acompañamiento.
Los personajes de Producto Local viven bajo el umbral de la pobreza debido a la precariedad laboral que sufren. Tanto la paternidad como la maternidad son un foco central de la narrativa, ejercidos de forma torpe y con efectos perniciosos para los hijos. La serie presenta el abandono de los menores a cargo de unas familias que, debido a sus circunstancias, son incapaces de ofrecer apoyo y un entorno seguro para la crianza. Asimismo, se muestran con frecuencia escenarios del pasado industrial de Bizkaia, la margen izquierda y los barrios altos. Donde antes hubo empleo, ahora se desarrollan los trapicheos y la vida cotidiana de los personajes.>>
Una soledad demasiado ruidosa
En 1977, Bohumil Hrabal publicaba otra de sus grandes obras, y uno de los inicios más admirables (que recuerde) sobre los libros y la necesidad lectora, la satírica Una soledad demasiado ruidosa, título que obedece a la mente del protagonista y narrador, una mente a rebosar de lecturas, recuerdos y fantasías, una mente cultivada en la soledad del sótano donde lleva treinta y cinco años prensando, pensando y saboreando libros (y réplicas pictóricas), sus únicos compañeros junto a los ratoncitos ciegos que a veces se cuelan en la prensa y sufren su aplastante y mortal achuchón. Los roedores son inconscientes, como no pocos humanos, todo lo contrario que el personaje que Hrabal expone marginal, culto y lúcido. Su protagonista es todo eso a su pesar —en esto, me recuerda a Filomeno—, aunque queriendo serlo, pues no hay mayor contradicción andante que el ser humano. Su visión del presente es crítica, tal vez la única mirada crítica en un mundo que se despedaza y en la que el humano ya no se plantea, solo se adapta a la modernidad “resultadista” que amenaza al personaje, que no encuentra cabida en ningún lugar que no sea junto a sus libros, su jarra de cerveza de cinco litros y su prensa en esa soledad ruidosa en la que se ha convertido su existencia. Hanta habla de su próximo retiro y de su intención de entonces, que da por segura, la de jubilarse junto a su máquina prensadora, que quiere llevarse consigo e instalarla en el jardín de su tío. Pero, para Hanta, no hay futuro ni presente. Existe entre la fantasía de los tiempos vividos y el utópico venidero, su idea de un futuro junto a su máquina, haciendo paquetitos de libros prensados, por el mero placer que le produce vivir para crear a su manera, y la ensoñación de su pasado: el recordarlo para evocar situaciones que le definen y personajes idealizados, nunca olvidados, tal vez inventados… En 1995, Véra Caïs adaptó esta breve novela a la gran pantalla en Une trop bruyante solitude —existe otra versión posterior, la filmada en 2007 por Genevieve Anderson y con Paul Giamatti en el papel protagonista—, sin lograr aprehender (en su complejidad) ni expresar las ideas que Hrabal expone, con Philippe Noiret dado vida al personaje, culto a su pesar, que bebe y lee a Kant, Hegel, Nietzsche, Sartre, Camus o Lao Tse, no para disfrutar ni divertirse, sino para que el texto le despierte, para que la lectura le produzca escalofríos y pueda reflexionar sobre sí mismo y pensar el mundo, el suyo interior y el exterior que le deja al margen y del cual también él quiere permanecer apartado porque ya es un lugar al borde de la deshumanización en manos de un sistema sin magia, sin más relaciones humanas que las silenciosamente indicadas por la normalidad imperante, sin lectores reflexivos que penetren en el corazón de los textos, no para divertirse, sino para comprender y comprenderse, para rebelarse contra ellos o hacerlos suyos…
Inicio de Una soledad demasiado ruidosa:
<<Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de treinta toneladas, soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. Por regla general, prenso unas dos toneladas por mes, y para tener fuerzas para este bendito trabajo, durante treinta y cinco años he bebido tanta cerveza que con ella se podría llenar una piscina olímpica o una buena cantidad de viveros de carpas navideñas. De esta manera, a pesar de mí mismo, me he vuelto sabio y ahora me doy cuenta de que mi cerebro es un fajo de pensamientos prensados en la prensa mecánica, mi cabeza calva es la nuez de Cenicienta, y sé bien que los tiempos en los que el pensamiento estaba inscrito en la memoria humana tenían que ser mucho más hermosos; si en aquel tiempo alguien hubiese querido prensar libros, tendría que haber prensado cabezas humanas, pero tampoco eso habría servido para nada, porque los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo. Me compré una pequeña calculadora, una de esas multiplicadoras extractoras de raíces, una máquina menuda, no más grande que una cartera, y cuando reuní el valor necesario para abrir la parte de atrás con un destornillador, tuve un sobresalto de alegría porque dentro encontré una minúscula placa, no mayor que un sello, no más gruesa que diez hojas de un libro, y aparte de eso sólo aire, aire cargado de variaciones matemáticas. Lo mismo pasa cuando penetro con los ojos un buen libro, cuando despojo el texto de palabras impresas; entonces tampoco queda nada más que pensamientos irracionales que planean en el aire, que yacen en el aire, que se alimentan del aire, de la misma manera que la sangre está y al mismo tiempo no está en la sagrada forma. Hace treinta y cinco años que me dedico a envolver libros y papel viejo, vivo en un país que sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, vivo en un antiguo reino donde siempre ha persistido la costumbre y la obsesión de atiborrarse pacientemente la cabeza con ideas e imágenes que aportan un goce indescriptible y un dolor más grande aún, vivo envuelto entre personas dispuestas a dar incluso la vida por un paquete de ideas bien prensadas. Y ahora todo eso se repite en mis entrañas, hace treinta y cinco años que pulso los botones verde y rojo de mi prensa, y treinta y cinco años que bebo jarras enteras de cerveza, no para emborracharme, los borrachos me horrorizan, sino para poder reflexionar mejor, para penetrar hasta el corazón mismo de los textos, porque no leo para divertirme, ni para pasar el rato, ni para conciliar el sueño; yo, que vivo en un país donde la gente sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, bebo para que el texto me despierte, para que la lectura me produzca escalofríos, y es que comparto la opinión de Hegel de que una persona noble no es necesariamente un aristócrata, ni un criminal un asesino…>>
Bohumil Hrabal: Una soledad demasiado ruidosa (traducción de Monika Zgustová). Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022.
domingo, 30 de marzo de 2025
Rincones sin esquinas (El Pórtico de la Gloria)
Fotografía: Programa Catedral Fundación Barrié/Fundación Catedral
sábado, 29 de marzo de 2025
Carmen la de Triana (1938)
Por lo general, no conecto con el cine musical, solo de pensar en El vals del emperador (The Emperor Waltz, Billy Wilder, 1948), que ni siquiera considero un musical propiamente dicho, sino una intención de opereta en plan homenaje al gran Ernst Lubitsch, fallecido en 1947, me sonrojo al ver a Bing Crosby vestido de tirolés (o como la fantasía hollywoodiense supone con ropa al habitante del Tirol) y le digo al no menos magistral Wilder que esta vez no. Con la excepción de Embrujo (Carlos Serrano de Osma, 1946), que dista de poder clasificarse dentro de cualquier género, tampoco simpatizo con el llamado cine “folclórico español”, que siempre tiende al estereotipo andaluz. Ambos casos, sencillamente, me sacan de las historias que cuentan, cantan e incluso bailan. Reconozco que hay espléndidas salvedades musicales producidas en Hollywood, como puedan serlo las comedias de Lubitsch con Jeannette McDonald y Maurice Chevalier dando la nota, un film pionero como Aplauso (Aplause, Rouben Mamoulian, 1929), Vampiresas (Gold Diggers, Mervyn LeRoy, 1933) y La calle 42 (42nd Street, Lloyd Bacon, 1933), ambas con coreografías de Busby Berkely, Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1935) y otras del mismo equipo (Sandrich, Fred Astaire, Ginger Rogers…), Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) o La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, Joshua Logan, 1969), por aquello de ver a dos duros como Lee Marvin y Clint Eastwood perdidos en un oeste musical que tiene su aquel; pero esta excepcionalidad no resulta el caso del folclorismo cinematográfico propuesto por Florián Rey en su Carmen la de Triana (1938) —más lograda y simpática considero su Morena clara (1936)—, un musical hispano-alemán que toma de la ya estereotipada novela de Prosper Mérimée para lucimiento de la estrella Imperio Argentina, que también sería la actriz principal de la versión alemana rodada por Herbert Maisch: Andalussische Nächte (1938).
¿Recuerdan La niña de mis ojos (Fernando Trueba, 1998)? Tampoco hace falta, solo refrescar que el rodaje de Carmen la de Triana fue la inspiración para que Trueba, en clave de caricatura tragicómica, recrease en su película la estancia de un equipo cinematográfico español en la Alemania nazi, a donde llegan para rodar la doble versión, alemana y española, de la película protagonizada por la estrella folclórica a la que da vida Penélope Cruz, cuyo personaje parece inspirarse en la propia Imperio Argentina; o en la idea que se hace de ella en aquel momento de la historia, pues el rodaje de Carmen la de Triana no deja de formar parte de la historia, de un momento de tensión y de auge de totalitarismos, de criminalidad, como constatan las ejecuciones masivas en ambos bandos durante la guerra civil española, la gran purga estalinista en la Unión Soviética o “la noche de los cristales rotos” en la Alemania en la que aterrizan Florián Rey e Imperio Argentina. Respecto a esto último, recordaba Rafael Azcona, en una entrevista para la revista Nosferatu, que <<Lo que nos contó Imperio Argentina, guapísima y encantadora, fue que Hitler se había prendado de ella viendo Nobleza baturra (Florián Rey, 1935), que vio varias veces, y que en Alemania la colmaron de atenciones; si no le pusieron una alfombra desde la estación al hotel debió faltarle poco. Pero de lo sucedido la jodida noche de los cristales rotos no sabía nada; lógico, debió de vivir en una campana de cristal, del hotel a los estudios y de los estudios al hotel. En cualquier caso, Imperio, que en ningún momento supuso y dijo que La niña de tus ojos estaba basada en sus experiencias berlinesas, no insistió luego, posiblemente porque vio el film.>> La película se realizó en régimen de coproducción entre la Alemania de Hitler y la zona española franquista, la cual ocupaba parte del territorio español, aunque en su superficie todavía no contaba con las grandes ciudades (Barcelona y Madrid) y, por consiguiente, carecía de estudios cinematográficos para llevar a cabo proyectos de esta índole. Pero tampoco parecía importar tanto hacer de un estudio alemán Andalucía, pues, como tituló King Vidor sus memorias, “un árbol es un árbol” y el cine es un medio capaz de recrear Triana, Sevilla y la serranía en un cartón piedra alemán o en uno hollywoodiense —que sería el caso de la versión de la novela llevada a la pantalla por Charles Vidor con Rita Hayworth y Glenn Ford de pareja protagonista— sin que por el cambio geográfico trastoque el tópico, en este caso el “tipical Spanish” que diría un angloparlante de lo andaluz decimonónico, un estereotipo del bandolerismo, de la gitana cantante, “salvaje” y seductora, del romance, del melodrama…
viernes, 28 de marzo de 2025
Shrek (2001)
¿Aire fresco en el cine de animación hecho en Hollywood? Lo dudo, pues los chistes y las situaciones se repiten y se adaptan al uso y gusto de la época en la que se rueda y se estrena esta entretenida aventura animada que toma los personajes creados por William Steig y, sin disimulo, bebe de películas previas como Lady Halcón (Ladyhawke, Richard Donner, 1985), La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1986) y La bella y la bestia (Beauty and the Best, Kirk Wise y Gary Trousdale, 1991), adaptación de la obra de Jeanne-Marie Laprince en versión Disney, y, evidentemente, de los cuentos de hadas que no pone en duda ni pretende rehacer. En esto acierta, ya que pretende su propia historia y su final feliz, que luego se prolongase en sucesiva secuelas y videojuegos no se debe a la necesidad de los felizmente enamorados, sino a los productores del asunto, pues, en cualquier lejano país de fantasía, se sabe que los empresarios aspiran a ser más ricos que el rey Midas. Por lo que fuera, tal vez porque resulta difícil fallar cuando se aúna animación, humor, aceptación del orden imperante y lo que se dice buenos sentimientos, Shrek (Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001) cayó simpático, también el ogro que le da título, Asno y Fiona, e incluso el supuesto villano de la función, que no deja de ser alguien acomplejado, debido a su físico, que persigue el sueño de ser rey, aunque no del tipo Elvis o del estilo Pelé. La personajes, sus relaciones, su simpatía y sus diálogos fueron del agrado popular y esto deparó el éxito de taquilla y la posibilidad de una franquicia entre las que se cuelan las películas con el gato con botas, felino que en este primer film de la saga brilla por su ausencia. En todo caso, no voy a detenerme en estas producciones posteriores, salvo que la razón de su existencia es obvia y que siguen bebiendo de otras películas y cuentos; por ejemplo, Shrek 2 (Andrew Adamson, Kelly Asbury y Conrad Vernon, 2004) de Los padres de ella (Meet the Parents, Jay Roach, 2000). Contando entre sus guionistas con Ted Elliott y Terry Rossio, que ya habían participado en un primer acercamiento al personaje Shrek en 1996, la propuesta de mezclar cine de colegas, película de carretera, aventura, comedia y fantasía infantil funcionan en su sencillez, pues sus responsables no buscan complicaciones y toman referencias conocidas (y que demostraron su gancho comercial entre el público) para crear una aventura que sigue las pautas de los “géneros” que asume. Por ejemplo, del cine de colegas, a lo Límite 48 horas (48 Hrs., Walter Hill, 1982), toma el choque de contrarios, la relación que se inicia desde el rechazo inicial y concluye en la amistad inquebrantable. De las películas de carretera, el aprendizaje que se desarrolla a lo largo del viaje y de la fantasía los personajes y la magia que siempre se supone a lo lejano, en este caso a un reino muy lejano donde Shrek ha de rescatar a la princesa de la película para recuperar su ciénaga y su tranquilidad. Aparentemente, el ogro lo hace por intereses egoístas, pero, como él mismo advierte, tiene capas y, bajo ellas, late alguien sensible que sufre el rechazo que le genera su aspecto físico; en esto no difiere tanto del villano, aunque sí en su modo de llevarlo. Shrek se aísla del mundo, rechazando todo tipo de relación, como apuntan los carteles de prohibiciones y de advertencia que coloca en sus posesiones. En ese aspecto, el del aislamiento y las consecuencias que implica, Shrek es la víctima a quien Asno y Fiona salvan de convertirse en lo que se entiende por un verdadero ogro, aunque su naturaleza bastante cristalina, a pesar de las capas de las que habla, tiende a puro angelical…
jueves, 27 de marzo de 2025
Chicas en pie de guerra (1984)
De ser hoy, estarían muriendo y matando en igualdad de condiciones, pero el 7 de diciembre de 1941, la cosa pintaba muy distinta para las estadounidenses, a quienes no se aceptaba en el ejército, salvo en puestos administrativos (secretarias) o si formaban parte de la rama sanitaria (enfermeras). No se enviaba a las mujeres al “matadero”, excepto en los países que ya estuviesen en él —como era el caso de la Unión Soviética, que sufría la invasión alemana y necesitaba todo el material humano posible para hacer frente al invasor, de ahí que su ejército contase en sus filas con mujeres soldados— o el de los países totalmente ocupados, en cuyas resistencias la figura de la mujer cobró relevancia. Sin pretenderlo, puesto que sus metas son la victoria de unos intereses sobre otros y las cuestiones económicas que todo el proceso depara, la guerra cambió ese panorama, pues fue una oportunidad para ellas, que vieron como las puertas del mercado laboral se les abrían de par en par, aunque solo fueron puertas a puestos de operaria en fábricas como la recreada por Jonathan Demme en Chicas en pie de guerra (Swing Shift, 1984). Con todo, aquella entrada masiva en el mundo laboral significó un paso adelante, aunque, inicialmente, solo se trataba de cubrir las vacantes masculinas, tras el reclutamiento y la salida de los hombres hacia los campos de entrenamiento y enterramiento, que en eso se estaban convirtiendo el Pacífico, el norte de África y los continentes asiático y europeo.
Una entrada similar de la mujer en la industria, aunque a menor escala, había acontecido en diversos países durante la Gran Guerra (1914-1918) y en la zona republicana (en concreto en ciudades industriales como Barcelona) en la guerra civil española (1936-1938), pero, tras el ataque a Pearl Harbor, las estadounidenses llegaron para quedarse. No había vuelta atrás, no podía haberlo, ni permitirían que lo hubiese, aunque su acceso al trabajo fuese una consecuencia no buscada por la administración, aunque sí necesaria para que la maquinaria armamentística funcionase a todo tren. De hecho, la guerra y sus exigencias materiales precipitaron la salida definitiva de la crisis que el país llevaba arrastrando durante toda la década de 1930. Esto último no lo aborda Jonathan Demme en Chicas en pie de guerra, un film de manual, efectivo en su ausencia de riesgo y de novedad, y construido sobre un patrón similar a otras miles de producciones cinematográficas más. Lo que Demme propone es un retrato de aquel instante de guerra en la retaguardia, en realidad dudo que pueda llamársele así a un lugar que dista miles de kilómetros del frente, pero sí se trata de un espacio afectado por el conflicto. Partiendo del guion de Nancy Dowd, que firmó con el nombre Rob Morton, y Ron Nyswaner (sin acreditar), Demme se centra en la entrega laboral y la lucha liberadora llevada a cabo por mujeres como Kay (Goldie Hawn), Hazel (Christine Lathi) o Jeannie (Holly Hunter), quienes entran a trabajar en una fábrica de cazas que no tardarán en llenar y combatir en los cielos de medio mundo. Ellas son las protagonistas de una doble lucha, por la igualdad laboral y por la victoria aliada, y esto es lo propone el director de Philadelphia (1993) en Chicas en pie de guerra, amén de las relaciones de amistad y amorosas, a las que se les concede también un papel liberador, pues en Kay, su contacto con Lucky (Kurt Russell) y la distancia que se establece con su marido (Ed Harris), enrolado en la marina, no solo le posibilita una libertad hasta entonces impensable —Jack era quien decidía, le negaba la posibilidad de trabajar, quería e imponía que Kay se quedase en casa— le permite comprender que se puede ser infiel a una misma siendo fiel al ausente, y viceversa…
miércoles, 26 de marzo de 2025
Historias de la televisión (1965)
La radio y la televisión acercaron el mundo de los programadores a los hogares, convirtiendo a los individuos y a las familias en oyentes y espectadores, pero también distanciaron la atención de estos; en cierto modo los educaron para ser en la inmediatez y al tiempo pervirtieron la capacidad reflexiva y comunicativa de sus consumidores. Para bien y para mal, ya nada volvería a ser igual que antes, pues ambas, tal vez inicialmente sin conocer sus límites y sus posibilidades, llegaron para transformar la cotidianidad. Lo hicieron y crearon adictos, nada fuera de lo común siendo como es la adicción una tendencia en la humanidad y supongo que en el resto de especies. Fueron capaces de condicionar la opinión y los gustos del público, indicando de forma sutil o gruesa, según la publicidad, la propaganda y la censura, qué consumir, qué ver, qué hacer, qué pensar, a quién imitar, incluso qué ser… Indudable su valor mediático, pero más aún lo es su capacidad como agentes de control y de cambio, sobre todo la televisión que, al llevar la imagen a las casas, generaba la sensación de cercanía, impensable tiempo antes, y la ilusión en los espectadores de estar siendo testigos y partícipes de programas y concursos donde gente corriente, como ellos mismos, triunfaban y sacaban unas pesetillas. Conocían sus rostros y sus voces, en la radio solo estas últimas, y en la prensa escrita solo las líneas de imprenta que, aunque acercasen la noticia o la tergiversasen, impersonalizaba, amén de que no toda la población leía o quería leer —en esto, poco ha cambiado—. La primera emisión televisiva pública data de 1936, obra de la BBC, y en la década siguiente, en Estados Unidos, los aparatos televisivos ya eran de uso común en los hogares donde les aconsejaban comprar este o aquel tabaco o aquellos alimentos envasados o el mejor quitamanchas. En España, la primera emisión se produjo en octubre de 1956, con Arias Salgado de Ministro, pero sin apenas televisores en el país —la señal alcanzó unos seiscientos y solo en Madrid—.
Los aparatos empezaron a formar parte del mobiliario de algunas casas y pisos en la década de 1960, recibiendo la señal del único canal que emitía, de ahí que la posibilidad de elección se redujese a no tenerla… En todo caso, fue una ventana a lo que sucedía en otras partes del país e incluso del mundo allende los Pirineos y el Atlántico, claro que aquel mundo lejano y cercano entraba en los hogares filtrado por la censura (a menudo en mano de religiosos) y expuesto como el régimen franquista mandaba. De ahí que no siempre, por no decir nunca, pues supongo que alguna vez se escaparía alguna verdad, se tuviese acceso a más realidad que a la pretendida por quienes controlan el medio. Pero a veces los cambios también eran imparables para los controladores. Tras las reticencias iniciales de la censura y la imposibilidad de frenar la fiebre pop que se propagaba por la juventud española de mediados de los años sesenta, en su contacto con los fenómenos musicales que, sin duda, encontraron una espléndida vía de propagación en el turismo, España quiso ser yeyé y la televisión fue uno de los medios que se vistió de cierta modernidad. En el cine, lo yeyé también se puso de moda, más si cabe cuando Concha Velasco protagoniza Historias de la televisión (1965) y se marca un tema ya mítico. La actriz se convirtió en una de las imágenes icónicas del cine y de la musica ligera española al cantar Una chica yeyé —tema inicialmente escrito en masculino para Luis Aguilé—, en el film de José Luis Sáenz de Heredia. Historias de la televisión seguía la estela de la popular Historias de la radio (1955), pero cambiando el medio y contando nuevas historias, las de dos ilusos que, a su manera y en sus ilusiones, se rebelan contra el orden o lo que se espera que deben ser sus vidas. No, parece decir Felipe (Tony Leblanc), un joven que ve en la televisión la oportunidad de ser concursante profesional. Y no rotundo, dice Katy (Conchita Velasco), que trabaja de kiosquera pero vive para ser la cantante famosa en quien sueña convertirse; y, para ello, nada mejor que ser activa y tomar las riendas de su vida. En su paso a delante, da una lección de independencia y de cómo coger el toro por los cuernos. Lo hace para dar cuerpo a su ilusión… no es fácil, tampoco resulta sencillo para Felipe, pero, ya sea en solitario o emparejados, ninguno ceja en su empeño. Uno, Felipe, es un caradura, la otra, Katy, se presenta marchosa, vigorosa, igual de ilusa que aquel, pero mucho más sobrada y decidida que la chica yeyé de la canción, ya mítica en el cine español, que Concha Velasco inmortalizó para el cine y sobre el escenario, comiéndose la pantalla con su voz, su ritmo, su presencia y su innegable atractivo…
martes, 25 de marzo de 2025
La vida sigue igual (1969)
A Vicente Coello se le deben los guiones de películas que han marcado el cine español durante el franquismo, quizá la más popular (y seguro que la más hilarante) sea Atraco a las tres (José María Forqué, 1963). En su filmografía cuenta con el guion de El expreso de Andalucía (Francisco Rovira-Beleta, 1956), con un buen número de películas al servicio de Paco Martínez Soria, con sus colaboraciones con Forqué y con un tríptico, por llamarlo de algún modo, a mayor gloria de las estrellas de la canción que lo protagonizan. Estas tres películas, también una cuarta con Carroll Baker, le asociaron con Eugenio Martín, un cineasta de los que suelen llamarse “todoterreno” porque era capaz de adentrarse en terrenos tan pantanosos como la comedia y el (melo)drama musical y salir, si no indemne de la sobredosis de miel, peloteo y conformismo que proponen, menos lastimado de lo que podría esperarse de una experiencia cinematográfica que, en realidad, solo puede entenderse como producto comercial que aprovecha y sufre la popularidad de la estrella de la canción de turno. Su aportación a este tipo de cine, al que también contribuyeron Mario Camus, Pedro Olea o Javier Aguirre, fueron las que dirigió para Rocío Dúrcal en Las Leandras (1969), Julio Iglesias en La vida sigue igual (1969) y Lola Flores en Una señora estupenda (1970), títulos que no son significativos a lo hora de valorar la capacidad de este cineasta granadino asiduo del western y del cine de suspense y terror, a quien no pocos admiran por películas como Hipnosis (1962), El precio de un hombre (1966), Pánico en el transiberiano (1972) o Una vela para el diablo (1973)… películas que, aunque más logradas y osadas que sus musicales, me dejan indiferente…
En su loa biográfica sobre Julio Iglesias, Martín hace una película de superación con el cantante enfrentado al trauma que significa ver su futuro futbolístico truncado por un accidente automovilístico precipitado por su imprudencia al volante; pero aquello ya era pasado, pues, cuando Eugenio Martín, Vicente Coello, Miguel Rubio y Leonardo Martín trabajan en el guion de La vida sigue igual, Julio Iglesias venía de ganar el festival de Benidorm en 1968 y apuntaba alto; tanto que se iniciaba su proyección internacional y se producía su entrada en el cine. Cantante melódico que presume cantar a la vida y al amor, pero que canta sensiblería y el seguir siempre igual, que es lo que más vende en una sociedad conformista y de consumo que se rinde a él, había empezado su carrera musical por accidente, nunca mejor dicho y ese percance es el detonante de la historia de superación que se ve en la pantalla, una historia a mayor gloria del divo, pero que nada nuevo aporta al (melo)drama ni a la biografía cinematográfica. En realidad, la propuesta de Eugenio Martín queda como la curiosidad de ver a Julio Iglesias en la gran pantalla y descubrir que no es un actor, como sí demostraron serlo otras estrellas musicales; ahora mismo me vienen a la mente Frank Sinatra e Yves Montand, pero, como estos, es innegable que se trata de un icono de la canción…
lunes, 24 de marzo de 2025
La noche de los generales (1966)
Igual que en manos de John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, William A. Wellman, Anthony Mann, Budd Boetticher y otros, el western depara mucho más que una repetitiva película de vaqueros, el cine bélico puede ser más que una de soldados (en guerra) en manos de cineastas como, por ejemplo, David Lean en El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1958), donde, entre otros temas, aborda la enajenación en la difusa frontera entre el deber y la obsesión. Esa locura transitoria, en el personaje de Alex Guinness, conduce a la obsesión o, tal vez, esta lleve a aquella, pero lo cierto es que el coronel es un hombre obsesivo que no ceja en su empeño, aunque para llevarlo a cabo vaya contra los intereses bélicos que su uniforme representa y deba sacrificar a todos sus hombres. En cierto modo, el Lawrence de Arabia interpretado por Peter O’Toole en el siguiente film de Lean es similar al oficial británico prisionero de los japoneses, pues también Lawrence se descubre como alguien a contracorriente que se mueve por una idea que le depara su toque de locura. O en ambos casos, ¿la locura ya habita con anterioridad al conflicto bélico? ¿O surge a raíz de su contacto con la guerra? Las dos producciones toman características del cine bélico, se sitúan en la Segunda y la Primera Guerra Mundial, respectivamente, para conceder el protagonismo a individuos en lucha consigo mismos. Pero no son bélicos propiamente dicho, sino que toman el marco bélico para introducir en él un todo humano que remite a esos personajes que viven en la obsesión y la locura transitoria de creerse elegidos para la gloria... La guerra no es gloriosa, pero sí lugar para enajenados, obsesivos, compulsivos que persiguen una idea o se dejan arrastrar por ella, como le sucede al mayor Grau en La noche de los generales (The Night of the Generals, 1966), cuya búsqueda del culpable se convierte en su obsesión vital. A pesar de tratarse de un tipo cuerdo y lúcido, Grau ya no puede dejar de perseguir su fantasma y, en este aspecto, es un enajenado, un obsesivo como apunta en el presente su amigo el inspector Morand (Philippe Noiret), el único personaje que, junto a la pareja de enamorados, el cabo Hartmann (Tom Courtenay) y Ulrike (Joanna Petter), no padece la fiebre bélica, aunque sufran sus consecuencias, pues de la locura bélica nadie queda fuera. Con relación a esto, La noche de los generales presenta al menos dos tipos de locura: la del totalitarismo representada en el general Tanz (Peter O’Toole) y la de la justicia burlada en Grau (Omar Sharif).
viernes, 21 de marzo de 2025
Rincones sin esquinas (vídeos musicales)
No era la primera vez que un cantante protagonizaba una película musical, antes ya lo había hecho, por ejemplo, Bing Crosby, pero la idea del productor David Weisbart en Ámame tiernamente (Love Me Tender, Richard D. Webb, 1956) y, sobre todo, de Hal B. Wallis a partir de Loving You (Hal Kanter, 1957) de hacer de Elvis Presley un género musical-cinematográfico en sí marcó una nueva tendencia en las películas protagonizadas por estrellas musicales. La idea partía de que la mítica de la estrella de turno primase sobre todo lo demás, salvo excepciones, claro; como en el caso de Elvis puedan ser El barrio contra mí (King Creole, Michael Curtiz, 1958) o Estrella de fuego (Flaming Star, Don Siegel, 1960). En la “tardía” Charro (Charro!, Charles Marquis Warren, 1968) se intenta un cambio de rumbo que no cuaja, ya que su personaje Jess Wade siempre es Elvis y Elvis nunca llega a ser Jess Wade. Esta serie de películas, treinta y una desde 1956 a 1969, con Elvis de protagonista marcaron el camino a otros; igual que, más adelante, el cine de estrellas musicales entró en una nueva fase con Richard Lester y The Beatles. En España, este tipo de cine se intentó adaptar a la situación del país, es decir, a lo que exigía la censura y a lo que podía venderse en el mercado interior. Había estrellas musicales, por ejemplo Manolo Escobar y Raphael, quien era más pop o yeyé que aquel, que, en su momento, fueron dos de los reclamos más rentables de la pantalla española, como también lo pudieron ser Joselito y Marisol (Pepa Flores), y mucho antes Imperio Argentina, Lola Flores o Concha Piquer. Pero estas cantantes serían asiduas de un tipo de cine musical, llamado folclórico, que difiere del cine tipo “elvis” que persiguen las producciones con Raphael de protagonista. El cantante linarense pudo contar en los tres primeros films que protagonizó con un director de primer orden, Mario Camus, que buscaba sobrevivir en una profesión que exigía prostituir la creatividad y dar prioridad exclusiva a la taquilla; más adelante, sería Vicente Escribá quien lo dirigiría en otras tres producciones musicales que artísticamente no aportan novedad alguna.
En su prioridad económica, nada ha cambiado desde entonces ni desde antes en la industria cinematográfica. Como cantaba Julio Iglesias, La vida sigue igual y este fue el título de la película que en 1969 dirigió Eugenio Martín y que protagonizó el propio cantante, y ex-portero del Real Madrid-Castilla, que acababa de triunfar en el Festival de Benidorm. En ese momento, Julio Iglesias apuntaba a lo que luego llegó a ser: una gran estrella y un producto de consumo de masas. Por aquella época, Concha Velasco ya había inmortalizado La chica yeyé en Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), Miguel Ríos daba vida al rockero de Hamelín (Luis María Delgado, 1968), Juan Pardo y Junior protagonizaban a las “órdenes” de Pedro Olea Juan y Junior en un mundo diferente (1968) y otro cantante, el gallego Andrés do Barro, protagonizaba En la red de mi canción (Mariano Ozores, 1971), en la que suenan varios de sus temas, entre los que se cuenta O tren, canción con la que alcanzó lo más alto de las listas españolas y de países como Italia, todo un hito el logrado por un joven que había decidió cantar en su idioma materno… Do Barro solo protagonizó dicha película y, como la de Olea, fue una de las rodadas en Santiago de Compostela. El film se inicia con el cantante ferrolano y su grupo sobre una camioneta que recorre la plaza del Obradoiro, la del Toral y dos calles míticas de la zona vieja compostelana, la rúa do Villar y la rúa Nova… durante su recorrido suena el tema que da título a esta película que, coprotagonizada por Concha Velasco, fue una de las muchas que vi para escribir un libro sobre Santiago en el cine. Pero el resultado de aquella idea primigenia fue Rincones sin esquinas, un libro muy distinto, de narrativa inusual, al que inicialmente me propuse, pues, ya desde el momento que me senté frente a la primera página en blanco, lo sentí como algo más que páginas escritas. En ese instante, se inició un viaje por la memoria, la historia, la leyenda y el olvido, un recorrido más íntimo que compostelano, una mezcla de pensamiento, memoria, historia(s) y fantasía, en la que la ciudad es y no es precisamente porque existe entre la realidad y la irrealidad de quien la piensa (y narra) y quien, al aceptar su lectura o dejarse llevar por ella, puede descubrir la propia al mismo tiempo que aquel la suya…
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