viernes, 10 de octubre de 2025

László Krasznahorkai y los premios

Cuarenta años después de su primera novela publicada, Tango satánico, el que fuera guionista de Béla Tarr desde La condena (1987), largometraje que implica un antes y un después en la obra del reconocido cineasta húngaro, hasta El caballo de Turín (2011), recibe en 2025 el premio Nobel de Literatura. Aunque su obra siga siendo la misma, ahora le conocerán y le alabarán más personas, también algunas lo criticarán sin haberlo leído, por el arte de hablar por hablar sin que la vergüenza les frene. Por otra parte, soy de los que piensa que los premios tampoco dicen mucho, que solo son galardones que le hacen a uno mediático, sobre todo si se trata de uno como el Nobel o, en menor medida, el Formentor, que ganó en 2024. Otra consecuencia inmediata es que empezará a sonar en boca de muchos su nombre László Krasznahorkai. Lo mejor para él, al menos a priori y en un aspecto económico, que le reportará beneficios. Espero que los disfrute, como él ha hecho disfrutar a otros con sus trabajos literarios y cinematográficos, colaborando con el cineasta húngaro, quien se inspiró en las novelas de Krasznahorkai Tango satánico y La melancolía de la resistencia para sus Satantango (1994) y Las armonías de Werckmester (2000). Estas dos obras del escritor nacido en Gyula (Hungría), en 1954, son algunas de las suyas editadas en castellano por la editorial Acantilado, otras son Relaciones misericordiosas, Y Seiobo descendió a la Tierra y El barón Wenckheim vuelve a casa

jueves, 9 de octubre de 2025

Hitler, una película de Alemania (1977)


<<Este mundo y yo mismo, y mi película, protuberancias del ego, en el universo de rudos cortes, fracciones de una proyección interior, recuerdos de un viejo mundo en la cámara oscura de nuestra fantasía, pleno de muñecos humanos, ya solitarios, cambiantes figuras del ego, intercambiables temas para monólogos, monodramas y tragedias en celuloide. Danzas macabras, conversaciones de muertos, diálogos en el reino del más allá, cien años después, miles de años, millones, personas, oratorio… ¡quién sabe! Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo hacerlo yo, nosotros? ¿Quién soy yo? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quién nos representa y a quién representamos? ¿Para qué? ¿Qué resta?>>, pregunta la voz de Hans-Jürgen Syberberg al inicio de su proyecto creativamente más ambicioso. Tal como quiso Wagner con la ópera, Artaud con el teatro y Eisenstein o Godard con el cine, Syberberg busca el arte total y lo hace en una propuesta cinematográfica arriesgada y radical que da como resultado Hitler, una película de Alemania (Hitler, ein Film aus Deutschland, 1977), cuyo metraje alcanza las siete horas, que divide en cuatro partes —Hitler, una película de Alemania; Un sueño alemán… desde el fin del mundo; El fin de un cuento de invierno; Nosotros, los hijos del infierno—, en las que da cabida a lo que se le ocurra para acercarse a Alemania y exorcizar fantasmas del pasado y del presente. Aunque, más que exorcizar, se trata de recordar, reconocer y asumir, de mirar su historia reciente, la de un país que aceptó y siguió a Hitler como líder, y cuestionarse, reflexionarse, buscarse, lamentarse y mirar de cara el crimen, la locura, la culpa, la sociedad poshitleriana, pero también recordar el legado cultural de Alemania, el país que vio nacer a Bach, Schiller, Goethe, Bethoveen, Hölderlin, Heine, Novalis, Nietzsche, Wagner, Thomas Mann y tantos otros que aportaron su arte y su pensamiento a la cultura europea,... la que otros posteriores destrozaron o adulteraron para sus fines. Pero la película no fue bien recibida por los periodistas cuando Syberberg realizó una presentación con varios fragmentos del film, lo que le llevó a cancelar el pase previsto en el festival de Berlín. Para el cineasta era <<una decisión lógica visto el cariz que han tomado los acontecimientos>>. Probablemente, no le faltasen motivos para sentirse atacado por ser un creador cinematográfico nada convencional y suficientemente osado para asumir y abordar el cine y las películas como <<parcelas de libertad>> desde las que expresarse libremente, expresar su filosofía, su arte, sus influencias, sus gustos y disgustos.


Su Hitler no es una biopic ni un documental sobre el dictador nazi, aunque tenga de ambas, sino que este es la representación y la excusa con la que Syberberg intenta abordar la complejidad de su país, a partir de referencias culturales como el Grial —la legendaria copa es símbolo curativo—, el romanticismo, la ópera de Richard Wagner, la Melancolía de Durero, el circo (influencia de Ophüls y su Lola Montes) o el propio cine —con referencias que van desde los albores (Thomas Edison y Georges Méliès) hasta Chaplin, pasando por Robert Wiene, Eric von Stroheim, Fritz Lang, Sergei Eisenstein, Murnau o Leni Riefenstahl—, valiéndose también de proyecciones, fotografías, discursos, monólogos, marionetas, pues tal vez eso seamos manejadas por manos invisibles, actores que representan varios personajes —nadie escapa a ser varios rostros, incluso contrarios o contradictorios, entre ellos se encuentra el del dictador latente—, de reflexiones de las distintas voces y de los silencios de una niña que hablan más que callan. La película está repleta de simbolismos, de una ruptura consciente con el cine imperante en un momento en el que el cine y el resto de medios culturales había caído en un pozo de mediocridad (y ahí continúa, ahondando en él) que parece entusiasmar al público mayoritario, que probablemente rechazase un film como este o como otros de Syberberg, por ejemplo los otros títulos que completan su mirada a Alemania. Pues, para el cineasta, de eso se trataba: de abrir los ojos y destaponar los oídos, de hacer un cine que expresase, que se saliera de la norma, de la inmovilidad, del no cuestionarse o del decir nada. En su escrito del 20 de junio de 1977, Syberberg se pregunta, después del ataque a su película, <<¿para quién, sino para Alemania, se hacen esos filmes, con todas sus referencias y tradiciones, su culpa y su sufrimiento?>> 


Si por un lado, Syberberg reflexiona y busca reflejar la realidad más allá de la historia, haciendo de su película un universo desbordante, discursivo y subjetivo, por otro es una declaración de su admiración al cine. Tal como escribió Susan Sontag en 1979, para New York Review of Books: <<La cinefilia de Syberberg es otra parte del inmenso pathos de su película; quizá su único pathos involuntario. Pues diga lo que diga Syberberg, el cine es hoy otro paraíso perdido. En la época de la mediocridad sin precedentes en el cine, su obra maestra tiene algo de carácter de un eco póstumo>>. No le faltaba razón a la escritora respecto a la mediocridad en la que había caído el cine y a la pasión cinéfila que recorre toda la obra de Syberberg, cuyo cine no es de fácil digestión. Es decir, su Hitler, una película de Alemania no es ligera, al contrario; aunque resulta toda una experiencia audiovisual e imaginativa, así como un alarde de libertad creativa… Aparte del carácter minoritario del film, aquel que nace de la intención de ser verdaderamente honesto, artístico, simbólico y diferente, el “pero”, que quizá quiso abarcar demasiado y, a veces, hay que saber desprenderse o sacrificar una parte del todo pretendido para crear una obra total. Mas de haberlo hecho, no sería un auténtico romántico, aquel que lleva su arte y a su yo creador (cuando no a sí mismo) a cotas extremas…

miércoles, 8 de octubre de 2025

Cruise, el universo paralelo y las estrellas

Las leyes físicas que rigen el universo paralelo en el que vive Tom Cruise le han permitido resolver hasta siete misiones imposibles sin palmarla, pilotar cazas superando la velocidad del trueno sin que le parta un rayo o morir y renacer en el mismo día para salvar su mundo de una invasión alienígena. En todo caso, de vivir en el nuestro, la cosa cambiaría para Cruise y su héroe del FMI estaría criando malvas desde 1996, año en el que una imagen alternativa del Brian de Palma de aquí le hizo deslizarse y saltar allí por el exterior de un tren de alta velocidad en marcha. Pero la cosa no fue para tanto —dicen en su mundo—, pues allí, deslices y saltos así se dan como aquí puedan darse las setas, los anuncios, las faltas ortográficas, los memes, los payasos y los fanáticos. Coser y cantar, dicen los del paralelo, no me refiero a los vecinos del barrio barcelonés, sino a los realistas del universo donde sus humanos escapan a leyes físicas que a nosotros nos sujetan y solo nos permiten dar pequeños saltos, aunque después venga alguien y diga, en plan eslogan, que son grandes para la humanidad. Y eso de saltar, cuando somos jóvenes, que después la física se complica y el físico se deteriora. Suerte la de Cruise, que allí la oxidación se da a otro ritmo y la gravedad a la que se enfrenta tira de él diferente, tal como confirman las piruetas de las motos coreografiadas por John Woo en la segunda misión. ¿Y qué pasa con la presión submarina? ¿Y con el frío, que es la ausencia de calor? Ni lo uno ni lo otro afectan demasiado a los submarinistas de ese universo. Bucean como quien aquí nada en la piscina. No precisan un equipo especial para zambullirse bajo el artico. Solo los más blandengues se sumergen con uno y, cuando les molesta, se lo quitan para quedarse en calzoncillos o bañador, según el gusto, la higiene y la comodidad del buceador. Eso tenemos en común, que en ambos existen los gayumbos y otras prendas que podrían disimular la presencia de los de un lado en el otro.

Lo que digo tiene su base y lo corroboran varios de aquí que estuvieron allí. Uno era proyector en el cine donde se quedó dormido, y allá apareció. Otro era un chaval cuyo criterio se nubló por su desmedida admiración hacia una estrella cinematográfica de allí. El chico no vio las numerosas carencias actorales de su ídolo; despiste común a los fanáticos de las estrellas. Buster y Austin comprobaron que en aquel universo no existe tiempo de ocio, por lo que no pudieron vaguear ni reflexionar. Es posible que tampoco comiesen y ya no digamos que les dejasen dormir. Y ya lo de echar una siesta, ni hablamos. Allí nadie lo hace, ni siquiera James Bond, el agente que inspira a Ethan su gusto por el turismo, la tecnología, los vehículos, los gadget, los villanos y las miss universo paralelas,… aunque no le contagia su elegancia ni su flema inglesa. Pero sea yanqui o gentleman, cualquiera del otro lado se repone a base de golpes. Me recuerda la costumbre típica que aquí tenemos de golpear los trastos que no funcionan. Les damos con saña, hasta que vuelven a funcionar. Así funciona una de las terapia curativas más populares en el mundo de Hunt, a quien últimamente se le confiere el rol de padre de familia, de protector de su grupo de agentes en la sombra. Aunque no siempre con éxito, cuida de los suyos por encima de cualquier circunstancia, salvo que una vez más tenga que salvar su mundo, pues ese es el trabajo que mejor hace y, entonces, incluso puede hacerse pasar por Jack Reacher… ¡Ojo! ¡No os fiéis! ¡Qué Cruise puede ser cualquiera! Lo que quizá no cambie en ninguno de los dos universos es aquello que comentaba Orson Welles* de <<que una estrella sepa actuar carece de importancia. Porque una estrella de cine es otra cosa, un animal de otra especie, y rompe todas las reglas>>. Y eso es lo que es Tom Cruise, una estrella y, por tanto, rompe todas las reglas y resulta indiferente que sepa o no actuar, pues <<posee algo indefinible e indeleble: el estrellato, una cualidad que se tiene>>. Y continuando con las palabras de Welles: <<en realidad, no los podemos juzgar como actores. Son criaturas de las que nos enamoramos en su momento. Tiene que ver con nuestra idea de ser un héroe. Es completamente imposible mantener una discusión crítica seria acerca de nuestro entusiasmo por las estrellas de cine>>. Esa es una misión imposible que quizá resuelva, si es que decido aceptarla. Pero no la quiero, pues las únicas estrellas que me ilusionan son las que iluminan sin que estén donde insinúan estar. ¡Eso sí que es un la ilusión brillante! Luego también está aquella estrella que acompaña a la esponja, pero esa historia pertenece a otro universo paralelo…

*Extraido de Mis almuerzos con Orson Welles. Conversaciones entre Harry Jaglom y Orson Welles (traducción de Amado Diéguez Domínguez. Editorial Anagrama, Barcelona, 2015.

martes, 7 de octubre de 2025

De paseo polo verde compostelán (bilingüe)

Parque do Berce do Sar


Texto en galego (abaixo, en castelán)


Entre as xestionadas polo Concello, a Universidade e a Xunta, a superficie total de zonas verdes composteláns supera os oito kilómetros cadrados; o que supón máis de 800 hectáreas ou, dito en metros cadrados, sitúase por riba dos oito millóns… Esta millonada implica que, se tomamos a poboacion local, que ronda os cen mil habitantes empadroados, e deixamos aparte os non censados e os que a diario entran na cidade a traballar —e que viven na súa área metropolitana, que ten o seu verdor nos concellos limítrofes de Ames, Teo, Boqueixón ou Vedra—, os peregrinos e turistas —que decántanse polas pedras de Santiago, pola tarta de améndoa, por un Ribeiro, un Godello ou un Rías Baixas e, os menos, por unha boa mariscada na Raiña, o Franco, Bautizados ou a Praza de Abastos—, corresponden uns oitenta metros cadrados de verde para cada habitante, o cal non está nada mal. Pero se damos por feito que nin a metade da poboación os aproveita, quedan uns douscentos, tirando polo baixo, para quen si os gozamos á menor ocasión, xa sexa para pasear, camiñar, correr, pedalear, andar á pata coxa, a catro patas o cal cangrexo. De xeito que pasear dende o parque do Berce ata o bosque de Conxo, pasando polas Brañas e o Granell, a beira do Sar —inspiración de Rosalía— ou xa do Sarela, por Galeras, por nomear os dous ríos entre os que edificouse a cidade no século IX, subir ao Viso, polas inmediacións do parque do Lago, ou a seu oposto occidental, o monte Pedroso, dende o sendeiro do Sarela, á altura de Vista Alegre, resultan paseos agradables, tranquilos, en contacto coa natureza, pois o dominio das correntes, o seu fluir en armónico son e non menos rítmico tránsito visual, así como as sombras de miles de árbores e o canto das distintas especies aviares proporcionan a sensación de estar fora do chan urbano. A estas alturas de deshumanización, plastificación e dominio tecnolóxico, tal verdor é un luxo. Non se trata de parques céntricos como a Alameda, Belvis ou Santo Domingo de Bonaval, dignos de visitar e pasear, nin o máis recente bosque de Galicia, na ladeira occidental do Gaias, senón de camiños naturais, protexidos por arboredas, rutas de ata dezaoito kilómetros por sendas que, sen saír da cidade, transpórtanche fóra dela e mantéñenche lonxe do seu ruido, dos seus cheiros, do seu asfalto, dos seus escaparates, do crecente número de automóbiles pilotados por imitadores de Vin Diesel... Se un deíxase levar, tamén pode fantasear o seu pasear fora de tempo e da rede que nos atrapa…


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Texto en castellano (arriba, en galego)

Entre las gestionadas por el Ayuntamiento, la Universidad y la Xunta, la superficie total de zonas verdes compostelanas supera los ocho kilómetros cuadrados; lo que supone más 800 hectáreas o, dicho en metros cuadrados, se sitúa por encima de los ocho millones… Esta millonada implica que, si tomamos la población local, que ronda los cien mil habitantes empadronados, y dejamos aparte los no censados y los que a diario entran en la ciudad a trabajar —y que viven en su área metropolitana, que tiene su verdor en los ayuntamientos limítrofes de Ames, Teo, Boqueixón o Vedra—, los peregrinos y los turistas —que se decantan por las piedras de Santiago, por la tarta de almendra, por un Ribeiro, un Godello o un Rías Baixas y, los menos, por una buena mariscada en la Raiña, el Franco, Bautizados o la Plaza de Abastos—, corresponden unos ochenta metros cuadrados de verde para cada habitante, lo cual no está nada mal. Pero si damos por hecho que ni la mitad de la población los aprovecha, quedan unos doscientos, tirando por lo bajo, para quienes sí los gozamos a la menor ocasión, ya sea para pasear, caminar, correr, pedalear, andar a la pata coja, a cuatro patas o cual cangrejo. De modo que pasear desde el parque do Berce hasta el bosque de Conxo, pasando por las Brañas y el Granell, a orillas del Sar —inspiración de Rosalía— o ya del Sarela, por Galeras, por nombrar los dos ríos entre los que se edificó la ciudad en el siglo IX, subir al Viso, por las inmediaciones del parque del Lago, o a su opuesto occidental, el monte Pedroso, desde el sendero del Sarela, a la altura de Vista Alegre, resultan paseos agradables, tranquilos, en contacto con la naturaleza, pues el dominio de las corrientes, su fluir en armónico sonido y no menos rítmico tránsito visual, así como las sombras de miles de árboles y el canto de las distintas especies aviares proporcionan la sensación de estar fuera de suelo urbano. A estas alturas de deshumanización, plastificación y dominio tecnológico, tal verdor es un lujo. No se trata de parques céntricos como la Alameda, Belvis o Santo Domingo de Bonaval, dignos de visitar y pasear, ni el más reciente bosque de Galicia, en la ladera occidental del Gaias, sino de caminos naturales, protegidos por arboledas, rutas de hasta dieciocho kilómetros por sendas que, sin salir de la ciudad, te transportan fuera de ella y te mantienen fuera de su ruido, de sus olores, de su asfalto, de sus escaparates, del creciente número de automóviles pilotados por imitadores de Vin Diesel... Y si uno se deja llevar, también puede fantasear su pasear fuera de tiempo y de la red que nos atrapa…

lunes, 6 de octubre de 2025

Memorias de general Escobar (1984)

Un año antes del rodaje de Memorias del general Escobar (José Luis Madrid, 1984), José Luis Olaizola ganaba el premio Planeta por La guerra del general Escobar, una narración basada en la experiencia vivida por el coronel de la guardia civil Antonio Escobar Huertas durante los años de guerra, de 1936 a 1939. Avanzada la contienda, Escobar sería ascendido a general en jefe del ejército republicano en Extremadura y, ya en la inmediata posguerra, fusilado tras un juicio militar cuya sentencia se había establecido de antemano. El protagonista y narrador explica su situación: <<Se me está juzgando con la graduación de coronel, ya que, aunque al término de la guerra era general en jefe del ejército de Extremadura, para los vencedores sigo siendo el coronel de la Guardia Civil que en julio de 1936 luchó, precisamente en esta ciudad de Barcelona, contra los militares rebeldes que dejaron de serlo cuando ganaron la guerra. Así me lo ha explicado el abogado que me defiende: “tenga usted en cuenta, mi coronel, que la rebeldía queda purificada por el triunfo”>>.* En realidad, quienes vencen pueden purgar y purificar cuanto gusten; es decir, ya nadie va a oponérseles y pueden hacer (y deshacer) lo que les venga en gana, incluso cambiar la historia y acusar de su propio delito a quienes se habían mantenido dentro del sistema constitucional.

A lo largo de las páginas de la novela, Escobar narra su historia, pero el personaje también sirve como el guía escogido por Olaizola para conducir a los lectores por la guerra y por el conflicto humano desde una perspectiva intimista y reflexiva, la asumida por el leal militar, quien en todo momento antepone su deber: su juramento de lealtad a la Constitución. <<Yo he combatido en un bando con el que tan pocas afinidades tenía por no faltar a mi juramento. Pero para el otro bando mi juramento no vale nada>>. De ese modo su figura reivindica la de los militares de carrera que lucharon en el bando republicano, puesto que en este, a pesar de lo que se cree popularmente, no solo combatieron brigadistas y milicianos de las distintas ideologías que formaban el Frente Popular y las filas anarquistas que, hasta entonces, habían sido una de las preocupaciones de los distintos gobiernos republicanos. Respecto a esto último, Escobar escribe: <<La Guardia Civil tiene como misión guardar el orden y los anarquistas no querían ese orden. Era inevitable que tuviéramos que actuar contra ellos. Yo no digo que el orden que había con la República fuese óptimo, pero creo que valía la pena esforzarse por mejorarlo.>>

Cuando se habla de la guerra civil española se suele cargar contra los altos mandos militares sin hacer distinción entre los que permanecieron fieles a la República, fuese por convicción, por miedo a ser pasados por las armas o por acatamiento a su juramento, y los rebeldes liderados por los africanistas, a los que después de una serie de sucesos —muertes de Sanjurjo, Mola y José Antonio, que era civil, falangista y no simpatizaba con los militares, y el imposible liderazgo de Cabanellas, por antiguo masón, o de Queipo de Llano, por su pasado republicano y, tal vez, por bocazas— les quedó el frío y ambicioso Francisco Franco como “generalísimo”, aunque ya en octubre de 1936 había asumido la jefatura que no abandonaría hasta su muerte en 1975. El cine, el producido ya en la democracia (durante la dictadura sería imposible), también ensalza a las milicias populares de las que, por ejemplo, al inicio de Libertarias (Vicente Aranda 1996) se dice que lograron frenar el avance rebelde en las grandes ciudades, tal que Barcelona y Madrid. Y esto es inexacto, pues, si bien los milicianos resultaron fundamentales, en la idea que nos hacemos prima el mito y las posturas sobre los hechos. <<Sufrí mucho en los comienzos de la guerra —escribe el protagonista de Olaizola— cuando las milicias populares, so pretexto de que la instrucción militar era una argucia para controlar la acción revolucionaria, se movían con tal desorden que daba sonrojo>>. Sería justo decir que hubo oficiales que permanecieron fieles a la República y que uno de los mayores errores de los primeros días fue sospechar lo contrario: <<A los militares profesionales el Gobierno de Largo Caballero nos hizo un gran honor. Suprimió los tribunales castrenses por considerar que los militares no ofrecíamos suficiente garantía de severidad en nuestras sentencias y nos sustituyó por los denominados tribunales populares. Fue una medida torpe y sectaria, pero al mismo tiempo venía a reconocer que los militares fieles a la Constitución no servíamos para la represión>>. El general Miajas y el teniente coronel Vicente Rojo quizá sean los más famosos, el primero debido a que ostentaba el mando durante la defensa de Madrid y el segundo por su habilidad de estratega y, ya durante el exilio, por los libros que escribió sobre la contienda. Pero esa lealtad se observa, por ejemplo, en el general Batet, <<el jefe de la VI División y superior, por tanto del general Mola, fue fusilado por el simple hecho de no rebelarse en el 36>>, en el coronel Casado Veiga, padre del actor Fernando Rey, el general José Aranguren o el general Antonio Escobar Huerta, a quien otro Antonio, Ferrandis, prestó su físico y su humanidad para hacerse con el protagonismo absoluto de Memorias del general Escobar

En la soledad de su celda, el general Escobar escribe sus memorias de guerra para dejar constancia de cuanto vivió durante la contienda civil, desde la rebelión coordinada por el general Emilio Mola, veterano de Marruecos y antiguo jefe de seguridad de Alfonso XIII, hasta que deja de escribir poco antes de que acudan a su celda para llevarle ante el pelotón de fusilamiento. La trama se inicia en tiempo presente, cuando la guerra acaba de concluir y el oficial aguarda su ejecución, acusado del delito de traición, un delito que resulta ser el cometido por sus acusadores aquel julio de 1936, cuando se levantan en armas contra la II República justificando su acto con un ambiguo salvar la patria. Tanto en la película de Madrid como en la novela de Olaizola, se pretende ajustarse a la realidad y plantear una reflexión honesta y humana. En todo caso, ambas son interesantes, incluso diría que la obra literaria es una de las grandes aproximaciones novelísticas a la guerra civil, subrayo novelísticas (para evitar confusiones con ensayos, memorias y biografías), como también puedan serlo Madrid, de corte a chega, de Agustín de Foxá, Azaña, de Carlos Rojas, Desastre en Cartagena, de Luis Romero, El laberinto mágico, el ciclo escrito por Max Aub sobre el conflicto, la tercera parte de Forja de un rebelde, de Arturo Barea, la dialogada La velada de Benicarló, de Manuel Azaña, o los relatos de Manuel Chávez Nogales reunidos en A sangre y fuego. Pero no todas ellas han tenido su adaptación al cine; y de las que sí, la mejor es esta llevada a la pantalla por José Luis Madrid, que también la produjo y la coescribió junto Pedro Masip Urios, quien había sido ayuda de campo del general Escobar.

La presencia de Masip y la detallada narrativa de Olaizola son ayudas imprescindibles para la reconstrucción del golpe de Estado y de los años que siguieron. Madrid expone diferentes momentos de la guerra a partir de las memorias de Escobar, quien al inicio del film recuerda el levantamiento y la guerra civil, rebelión y revolución, a la espera de ser ejecutado por permanecer hasta el último momento fiel a la República y a su promesa de defenderla; o lo que sería similar, es condenado por permanecer fiel a sus convicciones, que no son políticas, sino morales, cuestión de principios y de deber. En ese día anterior a su muerte, escribe <<No tengo conciencia de haber dejado de luchar, ni un instante, tanto contra la rebelión como contra la revolución. Con esta última conseguimos terminar a finales del año 37. Con la rebelión han terminado los que con su triunfo dicen haberla purificado>>. La acción retrocede al día del alzamiento cuando todavía es coronel de la Guardia Civil, destinado en Barcelona, cuando la benemérita, otra mal parada de la historia, al menos en este caso, se niega, bajo el mando del general Aranguren en Cataluña, a participar en la rebelión. La decisión de Aranguren fue decisiva para frenar el avance de los militares rebeldes al mando del general Manuel Goded (Fernando Guillén). Lo que siguió a aquel primer instante fueron casi tres años de guerra y de numerosas historias humanas, tantas como individuos padecieron aquella larga y sangrienta lucha intestina que se cobro alrededor de trescientas mil vidas… 

La guardia civil, bajo el mando del general Aranguren (Luis Prendes), que ordena a Escobar la defensa de Barcelona, se mantiene fiel a gobierno republicano aquel 18 de julio. Ambos oficiales desoyen el pronunciamiento del general Godet, lo que, unido a los anarquistas de Buenaventura Durruti (Antonio Iranzo), imposibilita el triunfo del alzamiento. Resulta un tanto contradictorio que Durruti fuese una figura de mando dentro de una ideología que, como la anarquista, supuestamente rechazaba cualquier tipo de orden y de mando. Pero la situación apremia y las circunstancias que se dan hacen amigos imposibles en otras. En ese instante de lucha, Escobar sabe que la ayuda popular ha sido vital, pero teme a los exaltados armados. Su temor se iría confirmando en los tribunales populares y en el comportamiento de los extremistas de las distintas facciones, sindicatos y grupos que habían proclamado sus revoluciones; el plural obedece a que cada cual pronunciaba y perseguía la suya: la poumista, la anarquista, la independentista,… Fue un total desbarajuste, unos iban por libre, otros rapiñaban y no pocos temían convertirse en víctimas. Aparte, los republicanos de Manuel Azaña quedaron prácticamente al margen del poder desde el inicio, cuando los tribunales populares y las distintas checas establecieron el terror del que Clara Campoamor fue testigo aquel verano del 36 y que detalla en su libro La revolución vista por una republicana, escrito en su exilio suizo, en el otoño de 1936. En todo caso, no fue la única que describió el horror de aquel momento; uno que no fue menor en el otro lado, por mucho que Wenceslao Fernández Flórez lo ignorase cuando escribió su experiencia en El terror rojo

*Entrecomillado de José Luis Olaizola, La guerra del general Escobar. Editorial Planeta, Barcelona, 1983.

sábado, 4 de octubre de 2025

Contraté a un asesino a sueldo (1990)

Las sátiras de Aki Kaurismäki son lacónicas como sus personajes, que padecen situaciones de exclusión social; de hecho, son marginados como el protagonista de Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990) cuando le despiden de su trabajo y se encuentra con una realidad vacía, aislada, muerta. La mayoría de los hombres y mujeres que campan por las comedias y cuentos sociales de Kaurismäki sufren las consecuencias de una sociedad capitalista depredadora que no cesa de generar crisis económicas, tal vez forzadas para reflotar una y otra vez la economía; en todo caso, constantes —cualquiera comprende que un continuo crecimiento económico es imposible y que las crisis son inherentes al propio sistema y ninguna promesa de cambio va a cambiar tal realidad—. En ese tipo de sistema, también en otros, el individuo trabajador no deja de ser un peón que, cuando innecesario, se echa a la basura sin el menor miramiento. Así lo piden los números, así lo exige la economía de las grandes empresas —Estados y particulares— que marcan el rumbo que ha de conducir a un incremento de los beneficios de sus dueños, que después blanquean su imagen con unas cuantas obras benéficas que desgraven y disimulen, como bien vieron empresarios como Andrew Carnegie, o con una propaganda que se cuela en nuestras vidas con el fin guiarnos y de proyectar la imagen deseada.

Los personajes de Kaurismäki, que no pueden pertenecer a ese mundo que deshumaniza, no se exhiben ni exhiben su dolor, aunque este sea evidente gracias a las maneras del cineasta finlandés, que tampoco quiere llamar la atención con aspavientos, ni dramatizaciones que intenten ocultar carencias y clichés con llantos y griteríos ensordecedores. Kaurismäki sabe que el cine es artificio, que se repiten los temas y las historias, pero según quien y como se use puede desvelar realidades. Así que minimiza lo que cuenta y escoge como contarlo: en aparente distancia, sin la menor floritura, en tranquila y pausada rebeldía frente a una época en la que el cine es un reflejo de la propia sociedad de consumo que se consume en un visto y no visto que obedece a razones del mercado. Kaurismäki no obedece a ese ritmo; va por libre y su negación le honra. Personaliza sus películas, las hace reconocibles y establece complicidad con quienes aceptamos su ironía, su laconismo, su ausencia de ruido, su humor negro, el que rezuma este largometraje que dedica a la memoria del cineasta británico Michael Powell.

El protagonista de Contraté un asesino a sueldo, Henri (Jean-Pierre Léaud), se siente en una situación en la que solo ve una salida: el suicidio, pero, aunque lo intenta ahorcándose y gaseándose —sin saber que ese día hay una huelga en la compañía de gas—, no logra su objetivo de morir; en esto se parece al personaje de Wenceslao Fernández Flores en El hombre que se quiso matar. Pero, a diferencia de aquel, decide contratar un asesino a sueldo que le haga el trabajo y así poner fin a su soledad y a su falta de recursos, pues tener entre cuarenta y cincuenta años, en una época de recortes, le deja prácticamente fuera, sin opciones, sin posibilidad de ganar el dinero suficiente que le permita sobrevivir como hasta entonces, en un pequeño y deteriorado apartamento, sin lujos, sin la menor muestra de alegría. ¿De qué iba a alegrarse? ¿Quién puede alegrarse en un mundo así de deshumanizado en el que las clases sociales no han desaparecido, solo se han camuflado, y el trabajador no deja de ser objeto desechable de uso? Así, debido a una crisis, Henri pasa de trabajador en una oficina impersonal como cualquier otra oficia, aunque en la suya no se camufla la impersonalidad para ofrecer apariencia de calidez. En la de la que le despiden domina la frialdad, al menos hacia él, pues ya allí se le descubre aislado, silencioso, muerto en vida. Pero ese empleo era lo que le separaba de la nada que siente poco después, cuando decide poner fin a una existencia vacía en la que no encuentra ningún motivo para continuar. De modo que en su cansancio vital decide morir, pero, paradojas de la vida, el asesino se muere, cuando lo que quiere es vivir, y el vive, cuando su intención es morir hasta que conoce a Margaret (Margi Clarke). Ese encuentro le cambia, pues inicia una relación con ella y le hace querer vivir. Su contacto con otra persona le da un motivo, de un modo similar al de la anciana que interpreta Katharine Hepburn en La última solución de Grace Quigley (Grace Quigley, Anthony Harvey, 1985), en la que la actriz da vida a una mujer que también contrata, en su caso obliga, a un asesino a sueldo que le haga el trabajo e inicia una relación materno-filial que da sentido a su vida. Mas en el caso de Henri se trata de una relación de pareja y, para poder seguir respirando sin miedo al pistolero, debe cancelar el contrato, aunque no sabe a dónde acudir para hacerlo…



viernes, 3 de octubre de 2025

Samuel Goldwyn, producto de calidad


Más allá de su legendaria incultura, luce el empresario y el intuitivo cinematográfico, aquel que contrató a William Wyler porque vio en él a su director de talento, a quien confiar sus mejores proyectos, y que encontró a su gran estrella de la pantalla en Gary Cooper, a quien, en 1926, había contratado por 50 dólares semanales para rodar Flor del desierto (The Winning of Barbara Worth, Henry King, 1926). Años después, le ofrecería un contrato por seis años, a razón de 150.000 dólares por película y buscaría los personajes que mejor se adaptasen a las características de uno de los más carismáticos actores que Hollywood ha parido y así evitar que saliesen a relucir las evidentes limitaciones artísticas del protagonista de Bola de Fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941), una comedia que supuso un éxito para la compañía y también para la estrella, que no quería protagonizarla porque no encontraba el atractivo de su personaje. Pero Cooper no destacaba por su agudeza ni por su intelecto, sino por su presencia en la pantalla y por su conservadurismo fuera de ella.


La última película que la estrella protagonizó para la empresa de Goldwyn fue El orgullo de los Yanquis (The Pride of the Yanks, Sam Wood, 1942), después sus caminos se separaron y a Goldwyn no le quedó otra que buscar un sustituto. Lo encontró en Danny Kaye, cuyo parecido con Cooper sería de otra galaxia y cuya mítica en la pantalla también dista años luz de la del héroe de El forastero (The Westerner, William Wyler, 1940), película que le costó aceptar protagonizar porque decía que el personaje de Walter Brendan tenía mayor importancia que el suyo —lo cual demuestra que Cooper era más listo de lo que algunos decían, aunque tampoco tanto, ya que no había que ser un lince para darse cuenta—. Sin embargo, por algún motivo que escapa a la ciencia y al esoterismo, a cualquier lógica e ilógica, Kaye atraía al público, lo que le convirtió en uno de los actores cómicos más comerciales de la época. No se pregunten el porqué o háganlo, si les place, pero dudo que haya más respuesta que encogerse de hombros y aceptar semejante misterio como un milagro del consumismo. Y ya más serio, Goldwyn produjo su obra maestra en Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years of Our Lives, 1946), uno de los grandes dramas de Hollywood y la última película que Wyler dirigió para el productor que les quedó debiendo a Billy Wilder y a Charles Brackett mil dólares por el guion de Bola de fuego. El futuro director no se lo tuvo demasiado en cuenta, después de que le pasara el cabreo. Medio siglo después, Wilder le comentó a Cameron Crowe que <<cualquiera podía reírse de Samuel Goldwyn, pero era alguien>>, a lo que añadió: <<Goldwyn, que no era un estudioso brillante del lenguaje ni de nada más, sabía qué iba a funcionar y qué no…>> 


Con la esperanza de mejora, Szmuel Gelbfisz, más adelante Samuel Goldfish, llegó a Estado Unidos con unos pantalones, unos zapatos, una camisa y una chaqueta, tal vez también llevase ropa interior y un par de calcetines, pero esas prendas nadie las vio y, por ende, no hay constancia en ningún libro de historia. Allí, como suele decirse, se hizo a sí mismo; un hacer que gusta mucho por aquellos lares, puesto que vende lo que se dio en llamar “el sueño americano”. Goldwyn no lo soñó, lo trabajó incansable. Primero, cambiando su apellido; segundo, trabajando; tercero, aspirando a mejorar; cuarto aprovechando cualquier oportunidad que su sentido para los negocios le dijese: aprovéchala, Sam; y quinto, apostando por un producto de calidad. Con el paso del tiempo se hizo una pequeña fortuna, gracias a la fabricación y venta de guantes; mas eso no era suficiente para él, que vio en el cine la posibilidad de seguir medrando. Por entonces, el cinematográfico era un medio casi virgen, con todas las posibilidades por explorar: incluso donde construir un imperio, pues Edison ya no controlaba en exclusiva la exhibición del cinematógrafo —la guerra de patentes había concluido en 1908—, y los pequeños propietarios y productores ya no eran perseguidos y agredidos por los matones del feroz empresario y fundador en 1892 de la General Electric. El caso fue que Goldwyn conoció a Jesse Lasky, su cuñado entre 1910 y 1915, y ambos a Cecil B. DeMille. Fue un trío que si bien no eran uña y carne, pusieron la suficiente en el asador para aventurarse en la producción de películas. Las dirigiría el tercero, por entonces un joven que provenía del teatro y que apenas contaba con experiencia cinematográfica. Así, desde la costa este, DeMille llegó al oeste. Mas se sabe que la llevada a cabo por estos pioneros fue una conquista a la fuerza —Peter Bogdanovich lo recrea en su Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976), contando con la asesoría de dos pioneros de la talla de Raoul Walsh y Allan Dwan—, obligados para crecer en el negocio en el que se asociaron con Adolph Zukor, formando lo que sería la Paramount.


Fueron de los primeros en llegar a Hollywood, de la que se dice que no era una localidad, sino arena, aridez, cuatro cabañas y dos chabolas. El resto es historia, cuentos, anécdotas, competencia, tiras y aflojas y un Goldwyn teniendo que reinventarse una y otra vez, cuando se veía fuera de juego o al borde de la ruina. Así tuvo que ir por libre, primero creando la Goldwyn, que se vio obligado a vender hacia la mitad de la década de 1920. Esa misma Goldwyn que aparece en medio de Metro y Mayer para formar el mítico estudio del león, con el que Sam ya nada tendría que ver, tampoco con otras fieras de la Loewe Inc. Siempre en contra de resto, tal vez porque el resto siguiese a Mayer, Sam seguía su camino en su nuevo estudio independiente: The Samuel Goldwyn Company, para la cual fichó a Wyler y, en 1936, a Cooper, pero también a lo mejor que se le ponía a tiro, por ejemplo a la exitosa escritora teatral Lillian Hellman.


El productor era un inculto, eso nadie se lo discute, ni que creaba frases y expresiones que eran el hazmerreír de la mayoría, pero el mundillo lo respetaba porque era un trabajador incansable, un magnate que <<nunca molestó a nadie. De hecho, visitaba muy poco el plató>> —le dijo John Ford a Bogdanovich—, un propietario peculiar, en el sentido que llevaba la contraria al resto de los jefes de los estudios, y un tipo con buen ojo para la producción de películas. Además, como recuerda en sus memorias King Vidor, a quien produjo entre otras la espléndida La calle (The Street, 1931), <<fue el primer productor que persuadió a las mejores cabezas literarias para que escribieran sus guiones. Aquello, en los tiempos del cine mudo, constituía una gran innovación, pues el énfasis entonces recaía más en la acción que en las palabras. Fue el primero que trató de atraer a Hollywood a escritores como H. G. Wells, Sinclair Lewis, Somerset Maugham y George Bernard Shaw (quien le dijo: “El problema, señor Goldwyn, es que usted está interesado en el arte y yo estoy interesado en el dinero”)>>. Y no es que al Goldwyn no le importasen los dólares, pero era capaz de gastar más de lo que haría la mayoría, siempre que supusiera mejorar sus películas. Goldwyn forma parte de la leyenda de Hollywood, fue uno de sus impulsores y muchas de sus películas forman parte del imaginario cinematográfico. <<En aquella época se le tenía por un productor con clase porque solo hacía cosas de primera calidad, al menos según su criterio. Y yo le respetaba por eso. Era un verdadero mercader, pero honrado. Producía alguna película mala de vez en cuando, pero él no era consciente de que era mala. Y era muy divertido…>>, le comentaba Welles a Henry Janglom durante uno de sus almuerzos. Y también fue de los primeros en ver el negocio que suponía intercambiar estrellas o alquilarlas a otros estudios, algo que también haría David O. Selznick cuando decidió ir por libre y crear su propia empresa, pero esa es otra historia, la del productor de Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming y unos cuantos directores más, 1939)…

jueves, 2 de octubre de 2025

El alcalde, el escribano y su abrigo (1952)

En el guion de El alcalde, el escribano y su abrigo (Il Cappoto, 1952) participaron Alberto Lattuada, que también fue su director, Giorgio Prosperi, Giordano Corsi, Enzo Curreli, Luigi Malerba, Leonardo Sinisgalli y Cesare Zavattini; estos entre los acreditados, pero sospecho que serían más quienes le echaron un vistazo o una mano al texto. En todo caso, en el cine italiano de las décadas de 1940, 50 y 60 no era infrecuente que un guion apareciese firmado por cuatro, cinco, seis, siete autores. Al menos los acreditaban, no como en las producciones de los estudios de Hollywood, donde, en ocasiones, solo aparecían acreditados los nombres de los últimos en aportar o, incluso en créditos excepcionales, el de quien menos había hecho. No se trataba de que se reunieran en una habitación y que allí, alrededor de una mesa o apiñados en el suelo, se pusieran a escribirlo todos juntos, para ello habría que alquilar una nave industrial, sino que esta libre adaptación de El capote, el famoso cuento que Nikolái Gógol escribió en 1842 —cuya adaptación más popular era la de la espléndida pareja soviética forma por Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg—, pasó por las manos de los nombrados hasta cobrar su forma definitiva, la de una comedia posneorrealista (o de un neorrealismo en tránsito a la comedia a la italiana) en la que su protagonista (Renato Rascel) es un funcionario del ayuntamiento un tanto desordenado en su función de escribano —como corrobora una de las escenas más cómicas del film, cuando tiene que leer el acta de la reunión que él mismo ha transcrito—, pero lo que mayormente le reprocha su superior es su imagen. <<Parece usted un mendigo con un abrigo lleno de agujeros. Usted ofende la dignidad del ayuntamiento>>, le dice el secretario general, sentado al otro lado del escritorio, sin que sus pies le lleguen al suelo, lo cual llama más la atención de Carmine que la reprimenda que recibe. Lo que no se dice, pero sí queda bastante claro en ese momento, y en el anterior y el posterior, es que el subalterno no ambiciona como sus jefes: el secretario quiere ser alcalde, este sueña con el senado y los promotores urbanísticos que visitan el ayuntamiento buscan que sus proyectos sean aprobados por quienes se llevarán un pellizco. Al contrario que aquellos, el escribano no es un corrupto, solo un patético don nadie que quiere un abrigo nuevo, pero su sueldo no le da para otro; aunque finalmente, un malentendido con su jefe le proporciona una buena cantidad con la que completar sus ahorros y así pagar al sastre. Con su nuevo abrigo quizás pueda sentirse importante o no sentirse solo y que la vecina, a quien desea desde su ventana, sepa de su existencia. Al fin y al cabo, Carmine quiere lo que todos: no pasar frío, vivir su existencia entre un poco de atención y algún que otro momento de felicidad. Pero lo que es evidente es el contraste entre los primeros, los poderosos, y el último, pues eso es lo que parece ser el protagonista, genera el tono caricaturesco y posibilita la sátira que Lattuada realiza a partir de Gógol y los siete guionistas, entre los que él mismo se contaba. Claro que tanta gente escribiendo depara que no se pueda precisar con total seguridad cuál fue la aportación de cada quien, más tampoco importa demasiado si el argumento funciona y ayuda a que Lattuada realice en El escribano, el alcalde y su abrigo una comedia divertida, para mí una de las mejores de las suyas, en las que la solidaridad y otras ideas utópicas brillan por su ausencia…

miércoles, 1 de octubre de 2025

El secreto de sus ojos (2009)

De la escena del bar, donde el bueno de Pablo Sandoval (Guillermo Francella) le dice a Benjamín Espósito (Ricardo Darín) que es imposible cambiar de pasión —el personaje quizás se olvide de que igual que existe el apasionamiento también puede darse el “desapasionamiento” o que una vieja pasión deje de serlo y otras la sustituyan, pero reconocer esto jugaría en contra de la historia y de las pasiones y obsesiones a contar—, Juan José Campanella introduce un travelling aéreo que sobrevuela la ciudad hasta el estadio del Racing de Avellaneda. La cámara desciende sobre el terrero, a pocos metros de altura sobre los jugadores, para elevarse de nuevo y situarse a la de Espósito y el resto del público del fondo. ¿Por qué Campanella hace ese puente aéreo? ¿Se necesita para su historia? Por ejemplo, ¿para hacerla avanzar? ¿La enriquece? No, es un alarde técnico y estético que tal vez quede bonito, pero la trama en sí no sale ganando. La intriga funcionaría igual de bien o de mal si del bar se pasará al plano de la grada porque ya en la escena del local se anuncia la del campo de fútbol. Sin embargo, existe un ego cinematográfico que empuja a tantos directores a hacerse notar y a dejar constancia de que quieren ser artistas y protagonistas; algo que no solían ni pensar ni hacer clásicos como Renoir, a quien retengo y atribuyo en mi memoria la inteligencia y sutileza con las que en La gran ilusión (La grande illusion, 1937) emplea el recorrido en tren y los letreros de varios campos de prisioneros para economizar e indicar el paso del tiempo y los múltiples intentos de fuga de los presos. En Hawks, Ford, Ozu, Hitchcock, Wilder o mismamente el argentino Mario Soffici, la cámara parecía inexistente, te olvidabas de ella y te dejabas atrapar por las historias que nos contaban y mostraban, puesto que los usos formales no te despistaban de la acción, tenían una finalidad enriquecedora para el conjunto; cuanto no aportase a la historia, al juego propuesto y a los personajes se descartaba. Al menos, esa es la impresión que queda. Campanella, no. Prefiere decir que está película es mía, que se encuentra ahí en todo momento, que sabe manejarse y que es bueno en su oficio. ¿Lo es?

La historia que realiza en El secreto de sus ojos (2009) parte de la novela La pregunta de sus ojos de Eduardo Sacheri, quien colaboró con Campanella en la escritura del guion. La película, que fue un notable éxito popular y de crítica, transita entre el presente y el pasado que nunca abandona a Benjamin Esposito, quien, tras jubilarse, se encuentra escribiendo una novela sobre ese mismo tiempo pretérito que no puede olvidar. Y no puede por tres circunstancias: la primera, el caso del asesinato en el que estaba trabajando, el de una joven maestra, la segunda, su amistad con Pablo, y la tercera, tal vez la que mejor funcione en el film, su amor por Irene Menéndez Hastings (Soledad Villamil), un amor correspondido en la distancia, en el silencio compartido, en los pensamientos y el deseo nunca pronunciados; lo que depara su imposibilidad. Irene, recien llegada al juzgado, también se enamora, pero no sucede nada entre ellos, salvo compañerismo y casta amistad. Ni la una ni el uno dan el paso en la dirección que ambos desean, y así pasan los veinticinco años que separan aquel pasado del ahora en el que se inicia la trama que, una y otra vez, viaja entre los dos tiempos, generando la sensación de que ambos son uno, puesto que en Benjamín el recuerdo no es pretérito, sino parte de su presente y de su imposibilidad de futuro. Siempre está ahí, anclado en el ayer, ya sea en el pensamiento, en las hojas de su novela, en el fantasma de Pablo o en el rostro de la mujer amada, a la que va a visitar y a quién habla de su libro... Pero hay bastante en El secreto de sus ojos que no me convence, que me saca de ella y me hace pensar en los trucos que emplea para llegar a un final con el que se pretende sorprender y convencer, así como guiar o dar todo hecho, introduciendo imágenes del pensamiento de Esposito, momentos ya vistos con anterioridad, que indican que se ha dado cuenta de algo —aquí, me vino a la mente lo expuesto por Bryan Singer para concluir Sospechosos habituales (Usual Suspect, 1995)—, más que darle una oportunidad de vida al prisionero de la película: el protagonista...

martes, 30 de septiembre de 2025

Laplace: entre la probabilidad y el determinismo

Corría el sexto mes de un curso imaginario y ya más de tres siglos nos separaban de la publicación de Ars conjectandi, del matemático suizo Jakob Bernoulli, y otros tratados que habían dado vía libre a la probabilidad matemática moderna.

—Pascal y Laplace fueron algunos de sus máximos responsables. No obstante, como suele suceder, ya otros habían tratado el tema, por ejemplo Galileo, a quien Bertolt Brecht y Joseph Losey llevaron al teatro y al cine respectivamente, y Gerolamo Cardano, antes de Galilei.


—El Galileo ese me suena, pero del Galilei y los otros ni idea. ¿Quiénes son? ¿Colegas? Lo digo por llevarlo al cine y eso. ¿Y el tal Cardamo? —preguntó el chaval que gustaba llevar los pantalones a la altura de los tobillos, cuyo pelo no era rubio oxigenado el viernes anterior.


Le respondí que Cardano fue un matemático del siglo XVI, contemporáneo de Tartaglia —apodo de Niccolo Fontana que, por ser a última hora de la mañana y por lo que pude leer en la expresión facial del muchacho, debió sonarle a comida italiana— y de muchos otros y precedió a tantos más en el desarrollo matemático…


Comprendo que exista el olvido, de hecho es el destino final de cualquiera, incluso de los nombres que todavía resuenan en la historia. Pero hay figuras históricas cuyo rostro no venden camisetas ni estampas, ni su obra parece llamar la atención de cineastas ni de novelistas, aunque haya autores que, en cierto modo, se inspiren en algunos de ellos. Aportando menos que Laplace, salvo en su despótico totalitarismo y en su afición a coleccionar conflictos bélicos y estados vecinos, vende muchísimo más quien fuera su alumno en la Escuela Militar de París. Sí, ese personaje que más veces ha salido en la pantalla cinematográfica, más que Jesucristo, Julio César o Espartaco haciendo de Kirk Douglas, el mismo personaje que inspiró el nombre de un cerdo orwelliano y aquel que nombraría a Laplace ministro del interior y le concedería la distinción de Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor porque podía hacerlo; ¿o acaso no era un héroe para muchos y, para él, digno de (auto)proclamarse emperador? Ante esto, me convenzo de que existen figuras históricas imprescindibles que se recuerda más que otras y esas, como la de Pierre-Simon Laplace, ya pocos recuerdan, a pesar de que en el caso del matemático una regla, un asteroide, un accidente lunar lleven su apellido o de que una hipótesis demoníaca suya hiciese desparecer el libre albedrío, para determinar que estamos bien jodidos. No se trata de estar hablando de él a todas horas, ni siquiera una vez al mes o al año, ni de ir al peluquero y pedirle su corte de pelo o de intentar siempre ir a favor del viento que sople en cada momento, pero no estaría de más un mínimo de reconocimiento por mi parte a sus aportaciones a las matemáticas y a la astronomía. Por ejemplo, su “Hipótesis nebular” sobre la formación del sistema solar es de la que bebe la teoría de la formación estelar actual.


Su persona y su obra son de las que se conocen a posteriori de que suene su regla, si es que asoma el interés de saber algo sobre él. Me refiero a que, prácticamente, todos hemos hecho alguna vez un cálculo de probabilidad y que el alumnado ve el tema en el instituto. Manejamos mejor o peor la regla de Laplace, pero pocos adultos y menores sabemos que ese nombre corresponde al apellido de unos granjeros de Normandía que escasas oportunidades escolares podían ofrecerle a su hijo Pierre-Simon, de ahí que fuese el vecindario quien contribuyese para que pudiera cursar en la Universidad de Caen. Laplace nació en el seno de una familia humilde, pero, con los años, y debido a sus altas capacidades, no como las actuales que proliferan como hongos, y a sus aportaciones a la ciencia, también a su habilidad para adaptarse, sería nombrado marqués. Aunque por causas distintas, ese salto de clase del campesinado a la burguesía y, de esta, a la nobleza, que se produjo tras la restauración borbónica francesa, se antoja impensable en el Medioevo y en el tiempo de la Revolución, cuando la moda eran el terror y el rodarán cabezas.


—Oye, tú, apaga esa música, o lo que sea ese ruido, y dime quién fue Laplace —pregunté a Fulanito.


—Y yo qué sé.


—Háblale de Newton —susurró uno desde el fondo—. Di lo de la manzana.


Dirigí la vista a la niña de la segunda fila, la que todavía llevaba a la espalda su mochila de tela con la cara de Rosalía de Castro dibujada.

—¡Un amigo de ese viejo que luce despeinado y saca la lengua en una foto! —exclamó.


—Ya, el de los Rolling Stone —comentó la  chica que vestía la camiseta de los Ramones.


—No, Einstein —fue lo único sensato que les escuche decir.


Laplace no es vendible, pensé antes de intentar darme una explicación a que la gente prefiera recordar personas convertidas en mitos y productos que se comercializan, tal como sucede con la pobre Rosalía, quien de levantar cabeza quizás la volviese a enterrar, y admirar a fulanos y menganas menos geniales que la poetisa o que el protagonista de estas líneas. Mi respuesta fue un quizás, lo cual no responde nada o te deja con la duda. Me dije que quizás la propaganda y la falta de genio les haga más cercanos a las masas y, de esa proximidad preparada, surge la falsa probabilidad de poder igualarse, de poder ser como ellos y ellas. De ahí, tal vez, la imitación en el vestir, en los tintes o en el corte de pelo. En fin, ignoro los motivos. Puede que la idolatría, la ignorancia, la curiosidad, las inquietudes, la estupidez humana y todo lo demás estén determinadas por una fuerza que nos ha condenado de antemano a vivir en el paso del tiempo y en diferentes perspectivas, desde el desinterés generalizado, el postureo y otras ridículas poses, hasta la aspiración a conocer, una aspiración que nunca se materializa por completo en el individuo, de hecho cualquiera estará a años luz de completarlo, pero que se va completando a lo largo de nuestra evolución como especie, con las sucesivas aportaciones de muchos olvidados y de algunos recordados. Es cuestión de dar pasos, pero también cabe pensar que existe la posibilidad de elegir y la probabilidad, ya no matemática, de la elección personal y entonces cabe la opción de que no todo sea de un modo u otro, sino de varios.

Retrocederé en el tiempo, que es una de las posibilidades y engaños literarios, y me dejo caer hacia mediados del siglo XVII, cuando Antoine Gombaud, un dandi de salón, matemático aficionado y jugador supongo que por beneficio y pasión, les propuso a Blaise Pascal, de quien Rossellini sí se acordó en una de sus películas para televisión, y a Pierre Fermat un problema que deparó la correspondencia entre estos dos brillantes matemáticos. Se iniciaba lo que puede considerarse la probabilidad moderna, más aun cuando Christian Huygens publicó en 1657 “Sobre los razonamientos relativos al juego de dados”, en el que recogía las conclusiones a las que habían llegado Pascal y Fermat en sus cartas. Posteriormente, Jakob Bernoulli estableció la Ley de los grandes números, que vendría a decir que la frecuencia relativa de un suceso tiende a estabilizarse en torno a un número, a medida que el experimento crece indefinidamente. Claro que fue una definición que exigía numerosas repeticiones del suceso para establecer el número que se conoce como probabilidad del suceso. Pero como no hay vidas suficientes para alcanzar el infinito, había que buscar opciones más rápidas. Y en eso, la aportación de Laplace fue instantánea —aunque a él le llevó su tiempo— y revolucionaria en su sencillez, pues dijo que la probabilidad de un suceso sería el cociente entre el número de casos favorables y el número de casos posibles. Pero este matemático fue mucho más que uno de los pioneros de la probabilidad, igual que el resto de los nombrados, fue, por decirlo de un modo sensacionalista, un fuera de serie; como también lo fueron los pitagóricos, Euclides, Arquímedes, Copérnico, Gauss, Descartes, Leibniz, Euler, Ruffini, Curie, Planck, Maxwell y otros personajes de la historia que jugaban en las grandes ligas de la Física y de las Matemáticas.

domingo, 28 de septiembre de 2025

Charulata. La esposa solitaria (1964)


Cada semana, las plataformas estrenan cientos de películas que se igualan en el desinterés que generan en un público mínimamente exigente, aquel que busque algo más que imagen, ruido, repetición, estereotipo. Hoy vende un cine carente de humanismo y de emociones veraces. No se engañen, antes también. Esto no quiere decir que no exista o no existiera, ni que no se haga ni se hiciera, solo que ahora hay que buscarlo en los márgenes, o en sitios especializados, cuando antes, aunque a cuenta gotas, se colaban dentro del sistema industrial: Victor Sjöström, Charles Chaplin, Frank Borzage, King Vidor, John Ford, Jean Renoir, Akira Kurosawa y tantos otros exhibían sus películas y campaban a sus anchas en las mejores salas de cine. Tal vez siempre fuese así, aunque ahora a cualquier cosa comercial que parezca salirse de la norma se la considere una obra maestra, que son las menos y muchas de las consideradas como tal, lo son por su popularidad y no por su calidad. En todo caso, el tipo de cine, veraz, emocional y humano que me llama, sucede en la obra cinematográfica de realizadores como los arriba nombrados y otros como Max Ophüls, Yasujiro Ozu, Preston Sturges, Roberto Rossellini, Vittorio De Sica y Cesare Zavattini, Jacques Tati, Marco Ferreri, Berlanga o Satyajit Ray, en cuyas películas se equilibra cine, sentimiento, humanidad, sensibilidad, poesía, contemplación, musicalidad al tiempo que nos acerca a una cultura lejana para nosotros (para él, cercana), a menudo ignorada y desconocida fuera de la India. Puede sonar presuntuoso decir esto acerca de Ray, pero basta ver sus películas para encontrar en ellas algo más que cultura india o un estilo cinematográfico reconocible en el que la música juega un papel principal. Se encuentran en ella sus influencias, las autóctonas (Tagore) y las foráneas (Beethoven, Chejov, Renoir u Ozu), su talento y, sobre todo, su visión, interpretación y sentir su mundo, aquel que conoce y desvela en la pantalla en la que se proyecten, por ejemplo, La canción del camino (Pather Panchali, 1955), El salón de música (Jalsaghar, 1958), La diosa (Devi, 1960) o Charulata (1964). Basada en el relato Nastaneer de Rabindranath Tagore, una de las grandes influencias de Ray, Charulata apenas habla, contempla, aunque exprese magistralmente el sentir y el ambiente de su protagonista: la mujer invisible —esto queda claro al inicio, en su relación marital—, la heroína ninguneada por la sociedad india, la solo vista y atendida cuando son de otros las necesidades a atender o las ideas a desarrollar. ¿Qué vida es la suya, si es que le pertenece? ¿Qué significa ser mujer y esposa en un mundo todavía anclado en la tradición? ¿Y sus necesidades y sus deseos? Acaso ¿sus sueños y sus sentimientos no cuentan? Ray lo muestra en este exquisito y sensible drama en el que ella se encuentra atrapada entre su marido y Amal, a quien el primero encarga que la guíe hacia la literatura, porque cree ver en ella posibilidades, mas le dice que ella no se dé cuenta, lo que ya apunta la situación femenina dentro de la sociedad india, una sociedad basada ya no en la desigualdad de la mujer y el hombre, sino también en la de castas. Si no el primero, Ray fue de los primeros cineasta indios en expresar en la pantalla la situación de la mujer y de apostar por su emancipación. Ya lo había hecho en La gran ciudad (Mahanagar, 1963) y volvía a hacerlo en este drama en el que su protagonista se enamora del joven con quien comparte su arte y su tiempo…



sábado, 27 de septiembre de 2025

Red de mentiras (2008)


Su inicio apunta cuestiones interesantes en la figura de Ed Hoffman (Russell Crowe), el jefe de operaciones de la CIA para Oriente Próximo. Trabaja desde su despacho de Langley, pocas veces lo hace sobre el terreno y, cuando sí, se mantiene en la sombra. No es un agente de campo; más bien podría decirse que se trata de un gestor analítico, calculador, frio, eficiente, amoral. En su toma de decisiones diarias no hay lugar para la moral ni la ética. Sus sentimientos están de más, de hecho parecen brillar por su ausencia, y la verdad no es más que una ilusión que manejar a su antojo. Dice que no importa si la guerra que mantienen es una justa o injusta, tampoco se detiene en los orígenes del conflicto, ni el porqué de sus dos ocupaciones de Irak, ni las causas de que la zona sea un polvorín. No es su trabajo, menos aún abordar la responsabilidad que en todo ello pueda tener su país, cuya política exterior ha condicionado, para beneficio propio, la de muchos otros lugares que, tal vez o sin tal vez, no salieron tan beneficiados. Pero Red de mentiras (Body of Lies, 2008) deriva hacia un thriller nervioso —a veces pienso que resulta más un montaje visual de Pietro Scala que una película de Ridley Scott— que quiere entretener mediante la acción y el suspense, pero que no deja de ser más de lo mismo, con un héroe (y sus villanos) mil veces visto que campa por un escenario que carece de ambigüedad, por mucho que se introduzca la figura de Hani (Mark Strong), el jefe de la inteligencia jordana, o se meta con calzador la concienciación del héroe, como si fuese un ingenuo que desconocía los usos y abusos de los que forma parte y que a esas alturas de su oficio descubre “sucios”.


El discurso de Ridley Scott nunca se ha caracterizado por profundo ni poético —salvo en momentos de Blade Runner (1982), pero la poética existencial que pueda contener este film se me antoja tanto o más de sus guionistas, David Webb Peoples y Hampton Fancher— ni por ser crítico, más allá de la apariencia permitida y aplaudida. Desde sus primeras películas, que presagiaban un buen cineasta, le basta con una capa de supuesto decir y con darle apariencia rítmica a través del montaje. Así sucede en Gladiator (2000), en Black Hawk derribado (Black Hawk Down, 2001) o en Red de mentiras, cuya “ambigüedad” es de libro y, como tal, se diluye, apenas se inicia, cuando da paso a la figura del héroe, el único de los personajes de peso que, junto a Aisha (Golshifteh Farahani), guarda los valores morales y quien, tras superar las duras pruebas que se le presenta durante el camino, ya sabrá escoger correctamente. Ese tipo es Roger Ferris (Leonardo DiCaprio) cuya imagen antagónica se encuentra en los dos jefes de inteligencia, el estadounidense y el jordano, que no trabajan juntos o, al menos, no lo hacen poniendo sus cartas sobre la mesa. Eso sería de novatos, de tipos que no podrían sobrevivir en un entorno donde las mentiras son uso habitual. El inicio de Red de mentiras expone el atentado en una ciudad europea, uno de los muchos prometidos por los integristas liderados por Al-Saleem (Alon Aboutboul), un tipo que dice que ahora les toca a ellos golpear en los territorios de quienes atacaron los suyos. Este personaje carece de mayor importancia, salvo como excusa que pone en marcha la misión de Ferris y la consiguiente acción para darle caza; todo lo demás se centra en este agente de campo y su relación con sus colaboradores, con la chica de la que se enamora y con los dos maestros de marionetas: Hoffman y Hani. Uno de ellos, el estadounidense, queda definido al instante —también en una breve pincelada queda establecida la personalidad del jordano—. Su tarea consiste en defender el mundo capitalista controlado por Estados Unidos. Es un gestor, un teórico, un tipo que, aunque su trabajo implique que las vidas humanas no valgan ni un centavo, puede dormir a pierna suelta por las noches. Asume que cuida del mundo occidental, igual que hace con sus hijas, sin el menor problema. Es el personaje más logrado, el que evalúa las posibilidades y los resultados, quien envía a sus agentes al campo de “batalla”, el que justifica y racionaliza, por algo es el jefe para los asuntos en Oriente Próximo; aunque, en lugar de “asuntos”, que suena civilizado y elegante, incluso a cuestión de damas y caballeros, bien podría decirse “manejo” y “tejemanejes”, pero el uso de eufemismos lleva tiempo de moda…