sábado, 20 de septiembre de 2025

Disparando a perros (2005)


Ya nadie recuerda ni la primera guerra, ni la primera invasión, ni colonización, ni el primer genocidio prehistórico ni tampoco los que abren el periodo histórico. Incluso se han olvidado los que siguieron al de los campos de exterminio nazis, donde, sobre todo, se asesinaron a judíos y gitanos. Pero la muerte de pueblos ha continuado a lo largo del siglo XX hasta la actualidad. Nada hemos aprendido, el miedo de unos, el odio de otros, la presbicia general y los intereses económicos siguen gobernando. Las víctimas se han convertido en verdugos, aunque, tal como enseña la historia, no puede descartarse que lo que hoy es de un modo mañana sea de otro. Las causas se gestan mucho antes del crimen, pues este, salvo en caliente, se programa y se aguarda el momento para su ejecución, tal como sucedió en la masacre del pueblo armenio, llevada a cabo por los otomanos, en las purgas estalinistas, en la Solución Final nazi, en la revolución cultural de Mao, en la sanguinaria política de los jémeres rojos liderados por Pol Pot en Camboya, la del dictador indonesio Suharto en Timor Oriental o la de la mayoría hutu sobre la minoría tutsi en Ruanda. Cuando llega ese momento se genera tal desinformación que apenas se comprende más allá de las noticias que, verdades a medias, alteradas por unos y otros, llegan adonde nadie corre el menor riesgo ni ve peligrar su comodidad…

No es una cuestión de lados, ni de buenos ni malos, aunque haya criminales en ambos extremos. Es una cuestión de vidas; y si no pienso a corto plazo, diría que tanto amigos como enemigos, también quienes sienten que no les afecta, son intercambiables según la perspectiva individual (la mayoría de las veces condicionada por la ignorancia, el miedo y el fanatismo), del momento y de la mirada histórica (hoy toca ser bueno, mañana malo), del poder establecido (el que crea las leyes y genera la imagen aceptada) y de la postura asumida por quienes juzgan y por las minorías que mandan. Salvo las víctimas, cuyo destino lo marcan otros, el resto lo hacen partiendo de sus intereses, sean los contendientes, los propagandistas o quienes se encuentran lejos del lugar donde estalla un conflicto y sentencian esto o aquello, como si su palabra abarcase la verdad absoluta. Parecen olvidar que los conflictos se encuentran latentes, a la espera que salte la chispa que los haga estallar. Derivan de otros anteriores, de cuestiones sin resolver o de nuevas que añadir a las previas, del mismo enfrentamiento que se prolonga sin aparente resolución. Por ejemplo, en la actualidad, la devastadora invasión israelí de Gaza, deviene de un conflicto que, ya anterior, se recrudece tras la partición británica de 1948 —los británicos controlaban la zona desde la Gran Guerra, con anterioridad en poder del Imperio Otomano— y que se prolonga sangriento y sin aparente solución hasta nuestros días; la guerra entre Rusia y Ucrania, que viene de la del Dombás que se inicia en 2014, sino de antes, y se reactiva en 2022 por la invasión rusa de la Ucrania oriental; la guerra civil en Siria, cuya duración supera la década; los diferentes conflictos en Sudán, Etiopía, el Sáhara Occidental, el África Subsahariana, Yemen, Papúa, Filipinas… o la guerra fría entre la India y Pakistán, las dos Coreas o China y Taiwán.

Las víctimas se multiplican, los cadáveres se acumulan y los miles de desplazados aumentan en el mundo sin que nada presagie que llegará un día en el que los humanos no sean ni víctimas ni verdugos de otros humanos. Los llamados conflictos regionales no suelen ser conocidos porque no son mediáticos; es decir no afectan a nivel mundial porque no afectan al “primer mundo” y, sin embargo, están ahí y se cobran miles de vidas. A la opinión del primer mundo, le interesa los que de algún modo le afectan; los otros le resultan indiferentes, como si no existiesen, tal como sucedió en Ruanda en 1994, cuando la minoría tutsi, tras el abandono del país por parte de las fuerzas de la ONU, se vio masacrada por la mayoría hutu. La partición de los cascos azules dio vía libre a esa masacre que Michael Caton Jones expone hacia el final de Disparando a perros (Shooting Dogs, 2005), una película cuya práctica totalidad se desarrolla en el instante previo a la matanza, cuando Joe Connor (Hugh Dancy) llega al lugar y descubre una realidad que no se corresponde con los titulares, ni con las imágenes de los televisores del primer mundo, ni con la idea de ayuda humanitaria que se habría hecho en la distancia, donde lo ideal se impone. Sin embargo, sobre el terreno, la realidad manda y esta resulta hiriente, incluso criminal… Por desgracia y para nuestro sonrojo, existen muchos conflictos históricos, pasados y actuales, entre los que elegir para mostrarlos en la pantalla y señalar crímenes y abusos, pero Caton-Jones escoge el sucedido en este país africano en 1994, el mismo que eligió Terry George para su Hotel Rwanda (2004), en la que también habla de este conflicto sangriento, uno de los más sangrientos de la segunda mitad del siglo XX. Caton Jones habla de la gestación de un genocidio —se calcula que entre abril y julio de 1994 fueron asesinados entre medio millón y un millón de tutsi— y de como la comunidad internacional decidió salir del país, aun consciente de lo que esto implicaría, dando vía libre a la mayoría hutu. Con el abandono de las fuerzas de la ONU es cuestión de tiempo que se produzcan los ataques que el padre Christopher (John Hurt) y Joe Connor saben qué sucederán en cuanto los soldados belgas abandonen el país. Pero, aunque son conscientes del peligro de quedarse, ambos permanecen allí, tal vez porque sepan que parte lo que va a suceder tiene su origen mucho tiempo atrás, cuando las grandes potencias europeas decidieron repartirse el continente africano y hacer y deshacer según les conviniese, sobre todo Francia y Reino Unido, sin olvidar Bélgica y su política en sus colonias. En Ruanda, que se independizó en 1962, los belgas habían establecido un sistema de castas, imponiendo como dominante a la minoría tutsi. Para las potencias europeas estaba justificada su presencia en el continente africano; claro que era una justificación interesada que les permitía el abuso y el uso de sus posesiones coloniales, sin importar las vidas de sus habitantes; pues, igual que los territorios que colonizaron, sus montadores no eran más para aquellos gobiernos que fuentes de recursos y de ingresos…

viernes, 19 de septiembre de 2025

Rescate (1996)


Cuenta la leyenda que un secuestro, el de Helena, deparó la guerra de Troya, aunque la historia explique que el conflicto obedeció a causas económicas —cabe recordar la estratégica situación de la ciudad, también llamada Ilión, que posibilitaba el control del paso y del tráfico comercial de los Dardanelos—; y que el rapto de las Sabinas trajo cola en los orígenes de la Antigua Roma. De modo que la leyenda y después la literatura se hicieron eco de tales sucesos y, desde aquellos (y antes), otros raptos se han sucedido en la realidad y en la ficción oral y escrita, y, a partir del nacimiento del cine, en la cinematográfica. Desde entonces, películas sobre secuestros y raptos hay unas cuantas, pero pocas tan memorables como El maquinista de la General (The General, Buster Keaton, 1926), en la que Keaton se echa a la carrera para recuperar a sus dos amores, Infierno del odio (Tengoku to jigoku, Akira Kurosawa, 1963), el arriba y abajo donde la tormenta se desata para golpear el cielo de la opulencia y acercar el infierno de los desposeídos, o Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), de buscadores va el asunto, también de temores, obsesiones, frustraciones, desamores, familia y desencanto. O tan buenas como Mi nombre es Julia Ross (My Name Is Julia Ross, Joseph H. Lewis, 1945) o El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965). Hay otras que son dignas muestras de cine de acción —1997… Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1980) o Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988)— y de suspense —El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knows too much, Alfred Hitchcock, 1956), también la versión de 1934, o El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1990)—, o entretenidas propuestas televisivas como la primera temporada de la serie 24 horas. También hay una versión anterior de Rescate (Ransom, 1996), la dirigida por Alex Segal y protagonizada por Glenn Ford, que me parece mejor que la realizada por Ron Howard cuarenta años después, con Mel Gibson asumiendo el protagonismo de una historia que difiere lo justo de la escrita por Cyril Hume y Richard Mainbaum —que sería guionista asiduo de la saga James Bond— en 1956…


Las arriba nombradas plantean situaciones límite, angustiosas, dolosas, pero cada cual parte de ese punto para realizar su película, para plantear sus temas y sus cuestiones. En la de Howard, dicha situación no trata de plantear si lo que hace Tom Mullen es o no correcto, si la opinión pública es algo más que la voz de la ignorancia o qué harían un padre y una madre por su hijo, sino que le sirve para realizar un thriller de acción que atraiga al público y sirva de lucimiento del popular actor que da vida al héroe herido, un empresario multimillonario que se ha hecho a sí mismo, enfrentado en un duelo a muerte con su antagonista. La competición entre antagónicos gusta y la figura del triunfador vende en el país de las barras y estrellas, pues representa la imagen del sueño americano hecha realidad; aunque, la de Tom, Kate (Rene Russo) y Sean Mullen (Brawley Nolte) no tarde en transitar por la pesadilla y desvelar ciertos trapos sucios, aunque tal como lo expone Howard no empaña el aura heroica de Tom, cuando los Mullen reciben el mensaje que le informa del secuestro de su hijo y que, si quieren volver a verlo, han de entregar un rescate. Pero Tom, el héroe estadounidense, el tipo que nunca había subido a un avión hasta que entró en el ejército, tras un momento de duda y de seguirles el juego, decide no negociar con los secuestradores, como tampoco su país afirma no negociar con terroristas, quizás habría que preguntar qué significa negociar, cuántos tipos de terror existen y quiénes lo siembran o son cómplices. Así, como quien no quiere la cosa, en una aparición televisiva, Tom ofrece dos millones de dólares a quien cace a los tipos que se han llevado a Sean, unos don nadies controlados por un antagonista que también quiere su porción del sueño del que disfrutaban Kate y Tom hasta que descubren la ausencia de su hijo. ¿Por qué él?, pregunta al secuestrador, en un interrogante claramente expresado por obligación del guion, para crear cierta ambigüedad en el héroe (que nunca se plantea), no de la supuesta situación límite, a lo que el criminal responde que lo ha escogido a él porque es de los paga, como ya demostró con anterioridad, cuando sobornó para proteger su negocio...




jueves, 18 de septiembre de 2025

Horizon. Una saga americana - capítulo 1 (2024)

La relación de Kevin Costner con el western se inicia en Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) y, desde esta entretenida aventura, en la que Costner participaba en uno de los principales papeles, llega a Horizon, una saga americana - capítulo 1 (Horizon. An American Saga - Chapter 1, 2024), en la que asume la producción, el guion, la dirección y uno de los personajes de mayor peso narrativo. Entre ambas, han transcurrido casi cuarenta años, cuatro décadas durante las cuales regresó al género de forma asidua. Algunas como Los intocables (The Untouchables, Brian De Palma, 1987) o Revenge (Tony Scott, 1990) no son western, propiamente dicho, pero presentan rasgos genéricos y contienen momentos de la épica del género que también ha llevado a la distopía, como director y protagonista, en Mensajero de futuro (The Postman, 1997) y, como productor y estrella, en Waterworld (Kevin Reynolds, 1995). Pero su film más popular del oeste (y el favorito del público mayoritario) todavía sigue siendo Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990). Aunque, particularmente, me guste más Open Range (2003), no me olvido de Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994), en la que, aparte de ser el actor principal, también ejerció de productor, igual que hizo en la miniserie Hatflieds & McCoys (Kevin Reynolds, 2012). Ahora, treinta y cuatro años después de su debut como director, realiza la más ambiciosa de las suyas, en cuanto a proyecto y epopeya, aunque este primer capítulo, de los tres en los que divide su Horizon, no mejora lo expuesto con anterioridad en algunos de los films nombrados. Incluso decae en su último tramo; no es que en los anteriores no lo haga, pero, a pesar de sus altibajos, generan cierto interés.

No me cabe duda que Costner realiza una película que quiere respetar el género, pero, por momentos, su western parece una telenovela de la era streaming y padece de repetición de ideas y temas expuestos de un modo quizás correcto, pero que no aporta originalidad al conjunto de historias que Costner intenta entretejer para que confluyan en Horizon, la tierra de la gran promesa, a donde acuden cientos de colonos, una tierra de violencia, de especulación de terrenos, de esperanzas, de miedo, de lucha, de supervivencia… Se trata de una tierra regada por la sangre de quienes estaban (los pueblos nativos) y de quienes llegan (los colonos procedentes del este) para ocuparla y hacer realidad la promesa de bienestar y de futuro anunciada en los panfletos por los promotores del lugar, un paraíso rico y fértil que unos quieren mantener y otros desean poseer. ¿No hay lugar común? Horizon, capitulo 1, entretiene por aquello de ser un western que, si bien no aporta novedad al género, no lo hace de menos; sin embargo, por ese mismo motivo de ser lineal, en las historias que propone (en las que se dejan ver extensos espacios abiertos, pueblos en construcción, poblados en destrucción, militares, colonos, caravanas, indios, vaqueros solitarios, asesinos, mujeres aguerridas…), acaba por aburrir. En todo caso, no se puede negar que Costner haya querido aportar su grano de arena al western, desde aquel joven pistolero juguetón y parlanchín de Silverado hasta su maduro y lacónico Hayes Ellison. En definitiva, en su madurez, pretende honrar el género jugando cartas tan manoseadas como la colonización, hace décadas llamada la conquista del oeste, y el enfrentamiento entre el “hombre blanco” y las tribus indias; también entre buenos y malos, puesto que esa fórmula simplista de ver la vida gusta a la mayoría. Por lo general, el público prefiere la leyenda, el mito, el cuento, aunque siempre sea el mismo, a la realidad y entonces, suspiro y pienso en Ford y El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shots Liberty Valance, 1962), el western que marcó mi infancia y mi afición al cine…



miércoles, 17 de septiembre de 2025

¿Quién quiso ser Robert Redford?


Nunca quise ser Robert Redford, ni ningún otro actor de Hollywood y de ninguna parte, salvo tal vez Clint Eastwood, Jason Robards o Charles Bronson cuando se dejaban acompañar de Sergio Leone, pero he de reconocer que Redford, los nombrados u otros como su amigo Paul Newman, Cary Grant, Humphrey Bogart, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi, Fernando Fernán Gómez o Sean Connery, siempre han estado ahí, desde que tengo recuerdos de cine. Crecí con héroes y villanos de celuloide, de literatura y de fantasía. Incluso en la calle de mi infancia teníamos alguno. Ahora, pesando en Redford, me viene a la mente su timador en El golpe (The Sting, George Roy Hill, 1973), junto a Paul Newman, y pienso en lo mucho que me divirtieron y en que ambos, con su alegría y sus chanchullos, me hicieron querer engañar a todos. En realidad, me hicieron más divertidos mis momentos de cine, no solo en esa película sino en muchas otras. Ahí quedan, en la memoria y en la pantalla, su fugitivo en Jauría humana (The Chase, Arthur Penn, 1967), el sheriff Cooper en El valle del fugitivo (Tell Them Billy Boyd Is Here, Abraham Polonski, 1969), su guionista en Tal como éramos (The Way We Were, Sydney Pollack, 1973), El gran Gatsby (Jack Clayton, 1974), su intelectual en Los tres días del Cóndor (Three Days of the Condor, Sydney Pollack, 1975), Jeremiah Johnson, El candidato (The Candidate, Michael Ritchie, 1972) a gobernador, el periodista de Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976), Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980), El jinete eléctrico (The Electric Horseman, 1979) al que dio vida para su colega Sydney Pollack, el director con quien más veces repitió, o su Sundance Kid en Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and Sundance Kid, George Roy Hill, 1969), por citar algunos de los personajes que interpretó. Recuerdo más; creo recordarlos a todos, igual que recuerdo sus incursiones en la dirección. Algunas me gustaron más, otras menos, pero, tal vez, en la inmediatez, Quiz Show (1994) sea, de las que dirigió, mi preferida. En ella se resume parte de su filosofía, de su intención de independencia y de desvelar, de su descontento hacia un sistema manipulador y de su intención de dotar a sus películas de una posibilidad de cambio, de una opción diferente a la establecida. No tengo ni idea, pero creo que esa mejora era marca de fábrica, y fue la que le llevó a intentar superarse, a la producción, a la dirección y a crear el festival de cine de Sundance, el cual no sé si salió como el pretendía. En todo caso, esa es otra historia, y de la suya me quedo la idea que de él puedan darme sus rostros de celuloide, los de un desconocido que entró a formar parte de mi cotidianidad fílmica siendo tantos tipos distintos y a la vez siendo siempre Robert Redford…


Filmografía como director

Gente Corriente (Ordinary People, 1980)

Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988)

El rio de la vida (A River Runs Through It, 1992)

Quiz Show (1994)

El hombre que susurraba a los caballos (The Horse Whisperer, 1998)

La leyenda de Bagger Vance (The Legend of Bagger Vance, 2000)

Leones por corderos (Lions for Lambs, 2007)

La conspiración (The Conspirator, 2010)

Pacto de silencio (The Company You Keep, 2012)

Cathedrals of Culture (2014) (segmento)

martes, 16 de septiembre de 2025

Dante, de camino al Paraíso

Retrato de Dante Alighieri, por Sandro Botticelli

Nacido en Florencia, en 1265, Dante crece y la historia sigue su curso. El medioevo está a un paso de su final, aunque todavía ningún contemporáneo medieval lo sepa, porque nadie, en su día, piensa que su época se acabe; ni las mentes más osadas de entonces podrían aventurar que la suya se sitúe entre dos humanistas, aunque no menos sanguinarias —una de las grandes diferencias estriba en la buena publicidad de unos y la mala de la que queda en medio—. Será en el Renacimiento cuando se hable de la Edad Media, a la que se le dará una mala publicidad, basada en su aparente inamovilidad; aunque, de no moverse, ¿cómo habría llegado el renacer? Mas el poeta de la Comedia no pertenece al renacer de la cultura clásica, aunque se trate de un precursor de Petrarca y Bocaccio, tal vez, junto a él, los dos escritores prerrenacentistas italianos más reconocidos en la actualidad…


Los años avanzan y el bebé Alighieri da sus primeros pasos mientras otros apuran los intermedios y algunos ya caminan los últimos. Alfonso X el Sabio, cuya corte brilla en la memoria popular por su poesía, muere cuando el joven florentino cuenta con dieciocho años, edad a la que Dante se encuentra a Beatriz, ya convertida en mujer, y en la que se hace discípulo y amigo de Guido Cavalcanti, a quien desterrará hacia 1300, cuando, ya inmerso en la política, el creador del Purgatorio ejerza la máxima magistratura de Florencia. Él también vivirá la experiencia del exilio al año siguiente, en el momento que la ciudad del Arno cae en poder de los güelfos negros, rivales de los blancos, que es la facción a la que pertenece el escritor y futuro embajador en Roma…


Pero una década antes de su condena por malversación —a la que habría que añadirle su sentencia a muerte, en rebeldía—, Dante tiene veinticinco años, corre el 1290 de la era cristiana y, en Portugal, el rey trovador don Dinis funda la que será la primera universidad portuguesa en Lisboa, que en 1308 se transfiere a Coimbra. No era la primera europea, digamos que tal honor recae en la de Bolonia (siglo XI), pero en las tierras que, en el XVI, verían nacer a Luis de Camoens estaban orgullosos de su rey y de sus ambiciones artísticas y educativas. Tal vez el monarca luso supiese que toda sociedad, país, reino e individuo deberían priorizar y preocuparse por la educación, no como parte de fines políticos —como así parece haber sido hasta la fecha, y todo apunta a que más allá de esta— sino como medio y finalidad en sí misma, que permita a dicha sociedad y a la persona su liberación, su maduración, su buen desarrollo; al menos uno mejor que al que conducen la ignorancia (sin curiosidad), la brutalidad, el fanatismo y culto a cualquier ideología —no confundir con ideas ni con pensamientos o filosofía—, cuya máxima y meta siempre es imponerse y destruir el resto…


Un año después, en 1291, por aquí estamos tristes, pues fallece Paio Gómez Chariño, junto Martín Códax, Meendiño o Joan Airas, de los poetas gallegos más famosos y queridos de su tiempo. Apuradas las lágrimas, que siempre hay en todas las casas y edades, ya falta menos para que Dante Alighieri entre a formar parte del séquito florentino del francés Carlos Martel de Anjou y que un monje ermitaño acceda al trono pontificio. Mas Celestino V, que así se hará llamar Pietro Angeleri, renuncia antes de cumplirse los seis primeros meses de su papado. Este Celestino es el primero de los papas en renunciar de forma voluntaria; otros lo habrían hecho antes de manera involuntaria, por medio del martirio o del asesinato —de hacer caso a las habladurías, incluso sin tener que ver con la política, Juan XII, de quien se dice el papa más joven de la historia, murió martilleado por un marido celoso—. Su lugar lo ocupa Bonifacio VIII, quien no se contenta con la renuncia de su predecesor, de quien recela sin pruebas, pero con temor a que sea su rival. Pobre ermitaño, que solo quería paz y se encontró encerrado por orden de aquel Bonifacio, que se convertirá en uno de los enemigos del poeta y político florentino. Muerto el papa, en 1303, Clemente V accede a la silla de Pedro y se lleva la corte papal a Aviñón. ¿Por qué lo hace? ¿Porque sabe que, algún día, de allí serán las señoritas? Pero ahora regresemos a 1295, año en el que escribe La flor, ya había creado Vida nueva, y en el que fallece Martel, protector de Dante, pero este ya era entonces un político hecho y derecho, más todavía le quedaba unos años para escribir el Infierno, cuya redacción inicia en 1307, catorce años antes de que concluya el Paraíso y también su existencia…

lunes, 15 de septiembre de 2025

Alvin Toffler, Orson Welles y El “shock” del futuro


Las primeras imágenes de Future Shock (Alexander Grasshoff, 1972) muestran el aeropuerto donde llega Orson Welles. Luce barba, habano y sobrepeso, pero su voz sigue siendo la misma de aquel figurín que aún no había realizado la mítica Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940). Aquella voz, su tono claro y apremiante, asustó a medio país anunciando la invasión extraterrestre que metía de lleno a la humanidad en la guerra de los mundos. “¡Oh, Dios! ¡Estamos perdidos!”, exclamarían algunos en inglés, antes de que miles de ciudadanos entrasen en estado de shock, se desatase el pánico, el “sálvese quien pueda” y el arrasar con el papel higiénico, las botellas de güisqui y el resto de las existencias de los supermercados. “Gracias a Welles. Así deberían ser todos los días”, pensaría algún propietario, pero, para contrariarle, se supo que la alarma era falsa y que el resto de las jornadas iban a ser corrientes. Aunque más que falsa había sido un error de interpretación por parte de los oyentes, cuya credulidad, paranoia, desinterés por la lectura (similar al de hoy) y maleabilidad quedaban al desnudo. Aquella historia se basaba en la novela de Herbert G. Wells y, aparte de ser ciencia-ficción, remitía a una realidad pasada: el colonialismo. Ahora, en ese momento de la década de 1970 en el que Welles llega al aeropuerto, no va a interpretar una ficción radiofónica, sino a ejercer de narrador en el documental televisivo que adapta a la pantalla el ensayo de Alvin Toffler, en el que este periodista habla del futuro que aguarda a sus contemporáneos. Ese futuro iba a ser nuestro presente, de hecho lo es, aunque con variantes respecto a lo profetizado, pues, como todo libro que ensaya sobre el porvenir, El shock del futuro se ve superado por el tiempo. Es decir, que la perspectiva histórica indica los aciertos y los errores cometidos por cualquier autor que se aventure a leer en su ahora el futuro. No existen los adivinos, nadie es capaz de una mirada que alcance el porvenir, puesto que este, siempre cambiante, imposibilita fijarla. Dicho de otro modo, el futuro no llega, salvo en el presente que lo niega, o llega a cada momento, más si cabe en la era tecnológica de la que habla Toffler —él le da el nombre de “la tercera ola”—. De ahí que, aun a riesgo de agudizarse la ansiedad y dispararse la depresión, haya que estar en constante aprendizaje-desaprendizaje-reaprendizaje. Nada es permanente en nuestro mundo y en eso el autor acertó de pleno, aunque no fue el primero en verlo ni en predecir su futuro como nuestro presente. “¡Ahí lo tienen, ante ustedes!… Perdón, ya no”…

No fueron pocos quienes lo vieron venir, desde Max Weber a Pier Paolo Pasolini, pasando por Franz Kafka, George Orwell o Herbert Marcuse, que apuntaban en sus obras la deshumanización, la total burocratización de los sistemas, la manipulación de la realidad, para crear otras más acordes a intereses velados, la pérdida de la libertad o la erradicación del pensamiento crítico. Quizá el futuro aventurado por Toffler empezó con la sustitución de la religión, de su aparente inmovilidad, y de la creencia en la figura divina y de una vida después de la muerte —idea que servía de asidero al que agarrarse para calmar el miedo—, por un mundo material, científico y tecnológico en el que la vida fuese plena y placentera. Atrás quedaba la revolución industrial, el proletariado, deseoso de ser clase media; Lo cierto es que todo cambió en el siglo XX, con la tecnificación, la tecnología y la propaganda, con el consumo de cuanto echasen al mercado, con la promesa de la eterna juventud en cremas, dietas y operaciones estéticas… Ahora, un antidepresivo, un teléfono móvil o alguien que “influencie” en las redes son nuevos dioses. Así, emulando a Orwell, la velocidad es quietud y lo efímero lo que permanece, pues la fuga se acelera y se alcanza la vida líquida de la que Zygmunt Bauman habla en su ensayo homónimo, en el que define la sociedad “moderna líquida” como aquella en la que las cosas cambian antes de que se consoliden, los bienes no son duraderos y lo conseguido ahora ya no vale después. Todo cambia para que nada cambie, todo se sustituye para que el sistema continúe… Hacia el final de su ensayo, Toffler escribe que hay que domesticar la tecnología, pero es esta la que nos ha domesticado y tal vez ya nos haya cambiado para siempre. Aunque, en nuestra historia, la humana, es tan sencillo acertar a posteriori como difícil acertar a priori. Así que el porvenir, hipotético hasta que se haga presente y pasado, sigue siendo incierto…

domingo, 14 de septiembre de 2025

Coffee & Cigarettes (2003)

Una de las piezas que mejor recuerdo de Coffee and Cigarettes (2003) es aquella que expone la reunión de Iggy Pop y Tom Waits en la que ambos dejan de fumar, aunque la intención solo les dura unos instantes, pues, finalmente, la afición y la adicción a los cigarrillos vence sin mayor pesar para los contertulios, que acompañan con tabaco sus cafés, su incomodidad y su conversación a la defensiva. Ese recuerdo me lleva a pensar que hace más de cinco años que dejé de fumar y más de veinte desde que vi por primera vez esta suma de once cortometrajes en los que el humo, la cafeína, los encuentros y las charlas, con o sin sentido, unen episodios confiriéndoles sensación de unidad, aunque ninguno de los momentos tenga que ver con los demás. Funcionan independientes y algunos mejor que otros. Desde entonces, el mundo y nosotros hemos cambiado. Sin ir más lejos, en relación con la percepción que tenemos del tabaco, ¿quién de los nacidos antes de la década de 1980 no recuerda al cowboy que cabalgaba a ritmo de Elmer Bernstein en anuncios comerciales o ver a alguien fumando en el interior de un local público, incluso en el aula de la facultad o en la consulta del médico de turno? Aunque seamos los mismos, siempre somos otros. Cambiamos, para seguir siendo. Lo ha hecho nuestra mirada, nuestro cuerpo, nuestras relaciones con el medio y con nosotros mismos, nuestra sociedad, pero la película es la misma. Las películas siempre son las mismas, somos nosotros (y nuestras miradas) quienes cambiamos y, para bien o para mal, quienes percibimos y juzgamos distinto, condicionados por los cambios en nuestro cuerpo, en nuestras relaciones y en nuestra mente, por las experiencias que evolucionan nuestra “madurez” y por los hechos, las características, las imposiciones y el “espíritu” que determinan cada época que vivimos y morimos. No podemos escapar de la historia, del devenir que, ajeno a nuestros deseos y decisiones, nos transforma y nos hace vernos y ver el mundo de otra manera, aunque no seamos conscientes. Puede que esa inconsciencia sea un reflejo defensivo o fruto de un no querer ver, de una manipulación externa o de una fuga de la realidad cambiante; aunque, en cierto modo, como decía el aristocrático gatopardo, nada cambie. Todo fluye, nada permanece, vendría a decir Heráclito, mientras que Parménides se situaba en el polo opuesto y de ahí a ver quién le movía. Otros vendrían a conciliar y dirían un poco de esto y de aquello. No obstante, en muchos aspectos, los cambios son constantes. Cambian las leyes, las modas, las correcciones, las prohibiciones, las imposiciones, la tecnología, los ídolos de barro... aunque, en el fondo, poco cambie nuestra historia. Tal vez se mantengan los temas, las emociones y los sentimientos humanos, aunque también estos dependen de los más diversos factores…

A buen seguro que el Jarmusch que inicia la serie Coffee & Cigarettes en el cortometraje homónimo realizado en 1986, al que seguirían otros dos, filmados respectivamente en 1989 y 1993, no era el mismo que aquel que añadió once más en este largometraje estrenado en 2004 (ni el que pueda ser en la actualidad), en el que se dejan ver algunos de sus amiguetes: Bill Murray, Iggy Pop, Roberto Benigni, Steve Buscemi, Tom Waits… Pero la unidad formal se mantiene, guarda relación, como si el tiempo no hubiera pasado. Lo hacen en locales, la mayoría bares y cafeterías, sentados a la mesa, donde el humo y la cafeína son compañeros de charlas, incluso de soledad e interrupciones indeseadas. Eso es lo que propone Jarmusch: una película compuesta por breves piezas en las que reúne a actores y actrices que hacen de sí mismas, pero sin ser ellas mismas, actuando para crear la sensación de encuentro y desencuentro, de complicidad o de extrañeza, en situaciones dispares que sienta a sus personajes a la mesa para que den rienda suelta al silencio o a la verborrea, que suele ser la dominante en esta película; tal vez la única de Jarmusch, que me aburre y entretiene al mismo tiempo, quizás porque me obliga a aceptar lo que me sirve sin generarme la sensación de complicidad. La otra opción es no probarla; claro que hay alguna pieza que, por sí sola, vista aislada de la sucesión de cortos, funciona. De hecho, me pregunto si no sería mejor verlas por separado, que en suma de tanto vouyerismo seguido. Es probable. En todo caso, ¿qué interés tienen estas conversaciones y comportamientos humanos propuestos por Jarmusch que, además de ajenos, sé preparados para ser observados y escuchados entre el humo y el café? Su desenfado, su ironía y su modo de reírse de sí misma.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Wyatt Earp (1994)


 Si bien Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946) me parece magistral y la mejor película que toma como excusa la figura de Wyatt Earp, mi mente todavía es incapaz de comprender qué importancia tuvo este personaje y el O. K. Corral en el devenir de la historia estadounidense para convertirse en leyenda y en una continua inspiración para el cine de Hollywood. El personaje asoma en unas cuarenta películas y dudo que, sin la mítica y las posibilidades que esta ofrece para abordar otros temas, diese para tanto. Más allá del enfrentamiento entre el héroe y los villanos, que no deja de ser la superficialidad del asunto, está la exaltación del más fuerte, del más recto, del más justo, aunque no exista justicia, solo la letra y la ilusión que se le quieran dar y que deparan la ley, no siempre justa. Así parece entenderlo Lawrence Kasdan en su segundo western, en el que, tal como apuntaba y esbozaba con suma gracia en Silverado (1985), en la presencia de dos hermanos y de sus dos amigos, se dedica en Wyatt Earp (1994) a desarrollar las relaciones del héroe (Kevin Costner) con su familia, con su amigo “Doc” Holliday (Dennis Quaid) o las sentimentales con Urilla (Annabeth Gish), que fallece a penas al año de casados, Mattie (Mare Winninghan) y Josie (Joanna Going). En realidad, ningún cineasta que se precie, y que haya llevado el personaje y el duelo a la gran pantalla, prioriza ese instante que enfrenta a los Earp y a los Clanton (y cía) en un corral de Tombstone (Arizona). Lo toma como excusa para contar otras historias y abordar otras cuestiones. En el caso de Kasdan, que pudo realizar este film gracias al éxito comercial de El guardaespaldas (The Bodyguard, 1992), desde el nacimiento del héroe hasta su confirmación, pasando por su infierno en vida, tras la muerte de su esposa, hasta su recuperación para el orden y su consagración como imperturbable y expeditivo agente del orden que sigue el consejo paterno de golpear primero. Esas relaciones humanas, que John Sturges centra en Duelo de titanes (Gunfight at the O. K. Corral, 1956) en la amistad de dos hombres que no se sabe si van a abrazarse o darse de golpes, en Wyatt Earp, se amplían para explicar la naturaleza del héroe…


Kasdan tarda en centrarse en la amistad que une a Doc, un jugador aquejado de tuberculosis, y a Wyatt. Primero quiere dar a conocer a su protagonista, a la leyenda antes de serlo, y así descubre al joven Earp de adolescente, cuando huye de casa para alistarse en el ejército de la Unión que lucha contra los confederados. Pero su padre, Nicholas Earp (Gene Hackman), se lo impide. La figura partera es autoritaria y enseña a sus hijos qué es lo correcto, aunque se trate de su corrección, no de la corrección, que es un asunto más complejo y ambiguo. Para Wyatt, debido a su educación, no hay ambigüedad, solo la familia y las decisiones correctas e incorrectas; es decir, el lado de la ley y el de fuera de ella. El padre le dice que, cuando se enfrente a quienes no creen en la ley, golpee primero y lo haga a matar. También les inculca, desde niños, la idea de la familia como lazo de sangre, único refugio y recurso: <<solo puedes confiar en ella. Recordadlo. No hay nada tan importante como la sangre. Los demás son extraños>>, repite por enésima vez durante la comida familiar en la que informa que parten hacia California. Y de nuevo cae en el mismo error: primero, porque la familia la inician dos extraños que, como Wyatt y Urilla, a veces dejan de serlo en su unión, la que deparará un nuevo núcleo familiar de dos distintos. Segundo, hay amigos como Doc, que estarán cuando se precisen, aunque el resto del tiempo el jugador esté compadeciéndose, jugando a las cartas o peleándose con Kate Elder (Isabella Rossellini), con quien mantiene una relación sentimental violenta. Tercero, hay suficientes ejemplos en el cine y en la historia humana que corroboran que existen relaciones familiares que matan, un ejemplo cinematográfico: El padrino parte II (The Godfather Part II, Francis Ford Coppola, 1974). En cualquier caso, no todo es blanco y negro, como les inculcó y creía su padre, sino que existen tonalidades grises. Y ahí, en ese conflicto de claroscuros, Wyatt ha de hacerse a sí mismo y ahí reside lo mejor de este film de Kasdan, en la ambigüedad del héroe, que cae antipático, e incluso en la de Earp padre, que ha de enfrentarse a una elección difícil para alguien como él: familia o Ley. Nicholas incumple la segunda para salvar a su hijo; aunque no se traiciona, ya que actúa siguiendo su principio motor: primero la familia y después la ley, los dos cimientos de su existencia, que también lo serán de Wyatt, quien une la amistad a esa dualidad constrictiva paterna que marca la vida de los hijos y el devenir de esta película cuyo paso por las salas quizás mereciese mejor suerte…




jueves, 11 de septiembre de 2025

Mystery Train (1989)


La importancia que Jim Jarmusch da a la música transciende el cine, forma parte de su vida y así lo demuestra que ya antes de lanzarse a la dirección hiciese sus pinitos musicales y que nunca haya abandonado su afición. En todo caso, la música se encuentra ahí, siempre presente, como también lo está en el de su colega Aki Kaurismäki cuando bromea con los Leningrado Cowboys. En su obra cinematográfica incluso adquiere rostro en la presencia de Tom Waits, Iggy Pop, John Lurie o Neil Young. En su cuarto largometraje, Mystery Train (1989), título de la canción de Junior Parker y del libro sobre el rock escrito por Greil Marcus, le tocó el turno a Joe Strummer, Screamin’ Jay Hawkins y Rufus Thomas; mientras que Waits se deja oír en la radio, pues presta su voz al Dj radiofónico que funciona tanto para introducir en las ondas el tema Blue Moon como de nexo entre las historias, uno de los lazos, pues la ciudad, el hotel barato, el tren nocturno sobre el paso a nivel en las proximidades, un disparo al amanecer o, mismamente, el mito Elvis, son otros puntos que sitúan las tres historias de Mystery Train en el mismo marco espacio-temporal: la misma jornada en Memphis, pero no la ciudad de postal que podría esperarse cuando alguien piensa en Graceland o en estudios musicales como el mítico Sun Records visitado por la pareja que llega de Yokohama. Jarmusch desmitifica, no deifica ni considera a Elvis ningún rey, tampoco niega que fuese un gran intérprete, que supo vender un estilo y una voz que causaron furor y desataron la mitomanía que lleva a la imitación y a la idolatría. No, aunque le guste, Jarmusch no lo idolatra. Al menos esa es la impresión que depara esta comedia roquera y urbana, en el sentido que pueda serlo un film de Jarmusch, es decir lejos de un retrato realista y anodino de las calles y de las imágenes de postal.


Se ambienta en Memphis, la cuna de Elvis Presley, el rey del rock, dice Mitzuko (Yûki Kudô), aunque Jun (Masatoshi Nagase) exprese su preferencia: Carl Perkins —autor, entre muchas otras, de la popular Blue Suedes Shoes que Elvis Presley cantaría un año después—, aunque bien podría ambientarse en Nueva Orleans o en cualquier ciudad. Mitzuko le calla insistiendo más en su Elvis, aunque no dice que este nunca compuso las letras de las canciones que interpretó; al contrario que la gemela del segundo episodio de Coffee & Cigarettes (2003), quien no duda en expresar su rechazo a Elvis, afirmando que “robó” las letras a Carl Perkins o a Otis Blackwell por diez dólares. Mystery Train cuenta tres historias que encuentran su comunión en la (des)mitificación de Elvis y en la ciudad de Tennessee, estado sueño cuya capital, Nashville, es otra localidad famosa por la música —y que Robert Altman hizo centro de una de sus sátiras cinematográficas más populares—, aunque, en el caso capitalino, por la Country. La primera procede de Yokohama y llega en tren a una vieja estación, semi vacía, que en nada se parece a la moderna de la ciudad de donde proceden. Esta realidad ya crea una primera diferencia entre lo que han imaginado y lo que ven, pero ellos son personajes de Jarmusch y no desesperan, más bien, esperan encontrarse una ciudad donde brille el mito, pues en ella se encuentra Graceland, que aguardan visitar. Elvis fue un negocio en vida y lo es en muerte, pero la ciudad que deambula la pareja japonesa o la generosa y fantasiosa romana a quien da vida Nicoletta Braschi, o Johnny (Joe Strummer), el novio inglés de Dee Dee (Elizabeth Bracco), se detiene en cafeterías, bares, licorerías y en ese hotel de “mala muerte” situado en una ciudad con calles y locales en descomposición, una localidad que recuerda más al Nueva Orleans de los primeros minutos de Bajo el peso de la ley (Down By Law, 1986) que a la idílica estampa que vende la leyenda y el negocio…




miércoles, 10 de septiembre de 2025

Kurt Vonnegut y Las sirenas de Titán


Saber que tu destino está escrito y que acabará en el mayor de los satélites de Saturno, que recibe su nombre de aquel titán que en mitología grecorromana devoró a sus hijos, salvo a Zeus, que era griego y tal vez eso despistase a la deidad latina, pasando antes por Marte, donde se prepara una invasión al planeta Azul, Mercurio y de nuevo la Tierra, no ha de ser peor que el que nos depara el viajar a cualquier isla o playa y pasarse la estancia tumbado en la arena o sobre la hamaca de un hotel resort en el que las actividades y las atracciones se programan y preparan, incluidas las bebidas, para que todos consuman lo mismo y, a ser posible, a la misma hora. No digo que los turistas que algún día futuro acudan a Titán pasen sus horas en la piscina, con el extra de contar con un chiringuito dentro, en los restaurantes temáticos o en cualquier espacio donde dejar su dinero a la cadena hotelera que lo regente; eso sí, llevándose de vuelta a sus hogares y a sus rutinas la sensación de haber vivido una experiencia única y fugaz que no podrían haber disfrutado en la bañera de su casa, pero casi. Así que tampoco hay que asustarse por lanzarse al espacio en compañía de Kurt Vonnegut, que es quien se encargó de escribir el destino de Malachi y Beatrice, también el del galáctico marido de esta mujer aristocrática e inteligente que se negaba a ese mismo destino que la alcanza, la sube a un platillo marciano y la obliga a compartir nave con Malachi Constant, de Hollywood, fiestero y vulgar, ignorante y desvergonzado, pero poseedor de una suerte pasmosa, la cual, como su fortuna y el resto de los adjetivos anteriores, la heredó de su padre, quien tampoco tenía mucho más de que presumir. Pero, igual que Beatrice, Malachi se convierte en exmultimillonario de la noche a la mañana —en su caso tras más de cincuenta días de fiesta alcoholizada y continuada—, por una mala jugada de ese sino que Vonnegut se empeñó en tejer para ellos hacia finales de la década de 1950, cuando la humanidad ya había demostrado que nada había aprendido de la Segunda Guerra Mundial, ni de la Primera, ni de la de Corea, ni de la de Indochina, ni...

El destino se selló en 1959, con la publicación de Las sirenas de Titán, claro que Vonnegut también lo hizo para poder comer, que un escritor no solo vive del aire ni del cuento, ni de su talento ni de su esfuerzo, aunque estos ayuden lo suyo, y para deleitar a sus lectores, a quienes regala, por un módico precio el ejemplar, una sátira de ciencia-ficción que no tiene desperdicio. Su humor, no pocas veces negro y amargo, y su ironía desvelan la capacidad de un autor irreverente, humanista, pesimista, pues la vida enseña a serlo —más a alguien que fue testigo de un bombardeo como el de Dresde, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, y a la mañana siguiente obligado a apilar los cuerpos calcinados de mujeres, niños y ancianos— , y anarquista a su manera, capaz de hacer pasar muy buenos momentos literarios sin poner en duda la inteligencia lectora. Todo lo contrario, exige que se active, que haga su labor e interprete un texto en el que el destino, el control, la indiferencia de Dios y la alienación son algunos de los rivales a batir, aunque sean o parezcan imbatibles, antes y después de la invasión marciana. Ay, me imagino suspirando mientras digo qué bien me cae y que bien sientan las lecturas de este Kurt, pues también Kurt se llamaba el padre, de quien no sé qué heredó el hijo, más allá del nombre y de una parte de la genética que le dio forma…

martes, 9 de septiembre de 2025

Adorno, desde la vida dañada

El subtítulo “Reflexiones desde la vida dañada” responde con bastante precisión a la pregunta de qué va “Minima Moralia”. Este libro escrito por Theodor W. Adorno entre 1944 y 1947 iba a serlo también de su colega Max Horkheimer, a quien le dedica la obra, pues la idea inicial era la de realizar un diálogo entre ambos filósofos, junto a Herbert Marcuse y Erich Fromm, máximos representantes de la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Pero, no pocas veces, las intenciones se ven truncadas por circunstancias externas. En el prólogo del libro, Adorno explica de la siguiente manera que <<la ocasión inmediata para componer este libro me la brindó el cincuenta cumpleaños de Max Horkheimer el 14 de febrero de 1945. Su elaboración coincidió con una fase en la que, debido a circunstancias externas, tuvimos que interrumpir el trabajo en común>>.

Si se continúa leyendo más allá de esas primeras páginas, se sabrá sobre qué ideas giran sus reflexiones y cuáles son las conclusiones a las se llega este pensador alemán cuya escritura desvela sinceridad, claridad expositiva, resistencia frente a una sociedad que oprime —con permisividad controlada, estudiada, impuesta—, y crítica hacia su presente, el cual, andado el tiempo, ha deparado el nuestro; sus palabras lo descubren intentando ser una mente libre en un mundo que, evidentemente, lo impide. No voy a insistir aquí en lo que expresa, sólo escribir una idea suya que llamó mi atención, una de tantas reflexiones suyas que lo hicieron. Dice así: <<El que ofrece algo único que nadie quiere ya comprar personifica, aun contra su voluntad, la libertad de cambio>> En nuestros días, la idea de Adorno sigue vigente, tal vez haya cobrado mayor fuerza, pues quien ofrece algo único se convierte hoy en un ser ninguneado por esa multitud que solo da visibilidad a quienes generan productos de consumo de masas, que suelen ser poco elaborados, repetitivos e insípidos, pero fáciles de masticar, de ahí uno de los factores de su éxito… Y esto que parece tan corriente e inocente, no deja de ser un peligro mortal para el pensamiento, que es el primer paso en la manera humana de (re)plantearse, cambiar y evolucionar…

lunes, 8 de septiembre de 2025

Dead Man (1995)


Camino del más allá, deambula un hombre muerto que comparte el nombre con William Blake, el poeta y pintor inglés que en los últimos años de su vida ilustró la Comedia de Dante y que siempre se encuentra presente en Dead Man (1995), sea en un poema o en las citas que Jim Jarmusch pone en boca de Nadie (Gary Farmer). Blake (Johnny Deep) viaja sin reconocer su inexistencia, su nueva existencia, ni la espectralidad que le rodea y que irá percibiendo a lo largo de su recorrido por el blanco y negro fantasmal, fotografiado por Robby Müller y musicalizado con acordes de Neil Young, donde se producen encuentros que desvelan el choque entre el nuevo y el viejo mundo (el físico y el espiritual) al que William, contable procedente de Cleveland, llega en tren. El caballo de hierro avanza de este a oeste y permite al hombre blanco acercar distancias para apurar su beneficio y el fin de los búfalos —todos los pasajeros, salvo William, disparan sobre los bóvidos desde el vagón—, del “salvaje” oeste y de los pueblos nativos que lo han habitado hasta su llegada. El contable aparece en la pantalla en el interior del vagón donde este hipnótico western, en el que el tiempo parece no existir, se abre al humor de Jarmusch, a su encanto guasón, poético y rebelde, con el que viaja al origen y al final del western, género cinematográfico estadounidense por excelencia…


Nadie le dice al moribundo William, <<algunos nacen a la noche eterna>> y hacia esa eternidad común, aunque más que común es la del hombre muerto que encuentra en el indio a su guía —como Dante lo halló en Virgilio—, caminan mientras tránsitan por un mundo de espíritus, puede que perdidos o de camino al infierno, al purgatorio o al paraíso. Cual Virgilio con Dante, “El que habla alto y nada dice”, verdadero nombre de “Nadie”, que también podría ser el nombre que el embustero de Ulises da al cíclope Polifemo —aunque, al contrario que el héroe homérico, es un errante sin Ítaca a la que regresar—, lo acompaña en su tránsito final. Nadie habla al de Cleveland, que escucha perdido en su ignorancia y en la sorpresa, extrañeza, que le genera su entorno y sus moradores. Le cuenta su propio deambular, le refiere su viaja a Inglaterra, donde supo de William Blake, el poeta y pintor admirador de Dante y de su Comedia, también le habla del hombre blanco, el que décadas antes no existiría para los pueblos nativos, salvo por las historias susurradas a través del viento. Ese hombre blanco se fue apoderando del territorio, de este a oeste, de norte a sur, ocupando todo, desbrozando, eliminando, transformando, para crear su mundo, el supuestamente civilizado y primitivamente industrializado como el que domina Dickinson —a quien dio vida Robert Mitchum, en su último papel para el cine—, el amo y señor de Machine que pone precio a la cabeza de William, el hombre muerto que lleva la muerte consigo y para el resto…