viernes, 17 de enero de 2025

El día en que la Tierra se incendió (1961)

La era atómica y el cine catástrofes se dan la mano en esta producción británica dirigida, producida y escrita (junto con Wolf Mankowitz), por Val Guest, en ocasiones un cineasta brillante y siempre un todoterreno de la dirección que tiene en su haber obras cinematográficas de ciencia-ficción tan populares entre los asiduos al género como las dos primeras entregas del doctor Quatermass: El experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass Xperiment, 1955) y Quatermass 2 (1957). Otra de sus mejores aportaciones a la “fantaciencia” es la más realista El día en que la Tierra se incendió (The Day the Earth Caught Fire, 1961), para quien esto escribe, junto a las bélicas The Camp on Blood Island (1958) y Ayer enemigos (Yesterday’s Enemy, 1959), la película más contundente de las suyas. Realista por su sobriedad y por el tono de crónica con el que Guest detalla los hechos que suceden noventa días antes del presente que nos descubre un Londres inusual, tórrido más que cálido, asfixiante, prácticamente vacío de vida, salvo la de un individuo sudoroso, extenuado, que resulta ser el periodista que pretende escribir su último reportaje; pero no puede al descubrir que la cinta de su máquina de escribir se ha deteriorado debido a la extrema temperatura ambiente, que se acerca a la máxima tolerada por el cuerpo humano. Su mundo se encuentra al borde del colapso; un altavoz informa que faltan diecinueve minutos para la cuenta atrás. Es la cuenta atrás de la especie humana, una cuenta que ha estado ahí desde el origen, pero que ahora se hace patente. La desaparición es un hecho y la población mundial lo ignora en buena parte de la analepsis en la que se desarrolla el film, que no por ciencia-ficción deja de mirar la realidad de la época, amenazada por las armas nucleares de las dos superpotencias que el El día en que la Tierra se incendió realizan sus pruebas nucleares el mismo día, en lugares opuestos del globo: en las cercanías del Polo Sur y en Siberia. Entonces, si esto apunta el inminente fin de la humanidad, ¿la crónica de Peter (Edward Judd) qué sentido tiene? ¿Pretende dejar constancia para la gente de un futuro improbable, ya casi imposible?…

El periodista y novelista habla para el presente, para el público de su hoy, que ya es nuestro pasado, para nada lejano. El personaje es la excusa con la que Guest introduce el conflicto y la catástrofe de la que somos testigos. Las consecuencias de los impactos, las mismas que los políticos niegan o a las que quitan hierro, implican acelerar el calentamiento planetario. Ante nosotros se suceden en la pantalla cambios bruscos en los fenómenos atmosféricos. Respecto a esto, el director de El abominable hombre de las nieves (The Abominable Snowman, 1957) es contundente: lluvias donde no debería haberlas, ciclones, tormentas de nieve, un eclipse solar inesperado o una niebla densa, extrañamente cálida, que cubre toda la ciudad,… dan la alarma en la redacción en la que trabajan Peter y Bill Maguire (Leo McKern), que sospecha que la coincidencia en las explosiones nucleares, en extremos antagónicos del eje terrestre, guarda relación con el bruscos cambio climático que se convierte en la realidad a la que se enfrenta el mundo y que los periodistas investigan sin saber a qué atenerse. Una de las hipótesis que manejan en la redacción es la relación entre dos hechos: las bombas y la alteración climática, pero les suena a ciencia-ficción. No obstante, la confidencia que Jannine (Janet Munro) hace a Peter, después de que este le prometa no decir nada a nadie, la confirma. Solo que ya es demasiado tarde para la especie, condenada por los usos y rivalidades de los líderes mundiales. En esto, Guest es bastante claro, e incluso se permite establecer dos momentos en un mismo instante que se desmienten: las imágenes muestran un mundo moribundo y la radio emite el comunicado del Primer Ministro británico en el que desmiente la noticia que aparece en los titulares del periódico. Quita hierro al asunto, afirma que no se trata de una catástrofe, pero la imagen inicial, la de una ciudad fantasma, y las que en ese momento asoman en la pantalla, desmienten al político…



jueves, 16 de enero de 2025

La reina Cristina de Suecia (1933)

El cartel promocional de Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939) apunta que Garbo ríe, como si esto fuese la primera vez que sucede en la gran pantalla. Casi, pues la “Divina” ya se carcajea en La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933), cuando se produce su encuentro casual con el enviado de Felipe IV, don Antonio Pimentel, interpretado por John Gilbert en su penúltima aparición en cine. El actor había sido una de las más grandes estrellas de Hollywood del último periodo mudo, gracias al enorme éxito de El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925), y un empleado díscolo que Louis B. Mayer había jurado destruir; se dijo que por el golpe que el galán le propinó tras un comentario malicioso sobre la fallida boda entre el actor y la actriz sueca. Gilbert y Greta Garbo nunca se casaron, pero habían sido pareja artística en tres películas silentes —El demonio y la carne (Flesh and the Devil, Clarence Brown, 1926), Ana Karenina (Edmund Goulding, 1927) y La mujer ligera (A Woman Affairs, Clarence Brown, 1928)—, y volvieron a serlo por última vez en este espléndido largometraje en el que su complicidad se deja notar sobre todo en la posada donde Mamoulian desarrolla la confusión de identidad y la atracción entre ambos personajes. En una escena anterior se produce la situación en la que se conocen, la cual depara un momento, para ella, cómico y supone un punto de inflexión en el film. Lo relaja, al tiempo que confirma que Mamoulian puede pasar del drama a la comedia (y viceversa) sin que su narrativa se resienta. Además, sumado a lo ya exhibido en films previos como Aplauso (Aplause, 1929), Las calles de la ciudad (City Streets, 1931) o El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), que se trata de un grandísimo cineasta, que sabe cuando y como imprimir ritmo y cuando ralentizar la acción.

Posteriormente, ambos personajes vuelven a encontrarse en la posada donde la atracción es evidente, de ahí que el noble español respire cuando descubre que se trata de una mujer y no del joven por quien ha tomado a la monarca sueca. Durante parte del metraje de La reina Cristina de Suecia, Mamoulian, partiendo del guion de Salka Viertel (suya y de Margaret P. Levino es la historia original del que sería su primer guion) y H. M. Harwood, juega con la confusión de la identidad de la monarca, a quien su padre, el rey Gustavo Adolfo, antes de morir había educado como a un varón; por lo tanto educado para la guerra, aunque ella se interesa más por las letras que por las armas. Cristina es una mujer instruida, inteligente, resuelta, que aspira a ser independiente a pesar de las obligaciones del cargo que ocupa, y decidida a traer la paz a su país y al resto de Europa, un continente siempre sumido en guerras cuyas principales víctimas son los hombres y mujeres que forman el denominado “pueblo”, el cual nunca parece tener voz y, como masa, resulta maleable, manejable e irracional, tal como asoma avanzado el metraje. Pero antes, el representante popular dice algo así como que la guerra se declaró sin que ellos lo supiesen, que les ordenaron ir a luchar y que fueron.


La guerra arriba aludida es la de los Treinta Años, que enfrenta a católicos y protestantes. Mamoulian empieza su película con dicho conflicto, situando la trama en 1632, en plena contienda, con la muerte del rey sueco y la subida al trono de la niña Cristina, quien, a la corta edad en la que es proclamada reina, ya se muestra confiada y muy suya. Entonces, se comprende que no se deja manipular, que tiene ideas propias y que piensa llevarlas a cabo. Culta como pocos, se descubre diferente a hombres y mujeres. La consideran un símbolo y ella solo quiere ser humana. Esto se comprueba avanzado el tiempo histórico, cuando la acción se traslada varios años hacia delante y la descubrimos ya adulta oponiéndose a las ideas bélicas de los nobles y de los jerarcas eclesiásticos; así como negándose a contraer nupcias con su primo Carlos Gustavo (Reginald Owen) y sintiendo la soledad del cargo que ocupa desde la infancia. La sexualidad de la monarca resulta ambigua, más allá de que vista como un hombre o haya sido educada como tal, y sea mujer; lo que parece interesar a Mamoulian es que dicha ambigüedad le depara momentos para introducir notas de comicidad, aunque, previo a la aparición de Antonio, se centre en cuestiones menos íntimas y desarrolle un discurso antibelicista que confiere a este espléndido film una postura clara respecto a la guerra, los fanatismos y la intolerancia. A pesar de que parte de la realidad histórica, La reina Cristina de Suecia deja de lado la biografía y deambula entre la comedia, el romance y el drama de una mujer que quiere ser ella misma, no la corona ni el pueblo, mientras apunta en las palabras de la reina y las réplicas de sus súbditos un discurso sin desperdicio, como tampoco lo tiene la relación entre los personajes de Garbo y Gilbert, de quien se dijo que la llegada del sonoro puso fin a su carrera, pero tal vez fuese la “venganza” de Mayer o la personalidad y decisiones del propio actor, o una mezcla de todo y más…



miércoles, 15 de enero de 2025

Escape (1947)

Aunque no sea una de las grandes películas de Joseph L. Mankiewicz, y quede oculta entre dos de sus títulos míticos —El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1946) y Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1948)—, Escape (1947) no está nada mal y la presencia de Peggy Cummings en el papel de Dora da luminosidad al conjunto en el que Rex Harrison, cuyo saber estar hace que parezca que su actuación sea fácil, muestra sobriedad en su personaje, Matt Denant, mientras que Mankiewicz aprovecha un material que no es suyo —el guion es de Philip Dunne, que adapta la obra de John Galsworthy— para introducir algunos temas propios como las apariencias y su postura contra la intolerancia de la moral bienpensante, la cual se descubre con claridad en la escena en la que el fugitivo telefonea mientras una mujer despotrica ignorando que él es el “criminal” al que aluden sus palabras. Esta postura alcanzaría mayor esplendor y protagonismo en Murmullos en la ciudad (People Will Talk, 1951), pero es recurrente en un cineasta que no solo se interesa por la psicología de los personajes, sino también de la sociedad a la que pertenecen o en la que se descubren distintos, con lo que esto supone. La atmósfera lograda por Mankiewicz, que inicia su relato con una analepsis que explica tanto el carácter del protagonista como el delito por el que se le condena a tres años de trabajos forzados, el empeño del fugitivo, que se niega a aceptar la culpabilidad que el tribunal le atribuye más que la condena que se le ha impuesto, y la rebeldía de Cummins, que ayuda al evadido sin saber porqué lo hace, aunque sea porque algo en su fuero interno la lleva a rebelarse contra el orden establecido por su hermana mayor (Jill Esmond), funcionan en su conjunto y logran entretener durante sus ochenta minutos de cine en el que Mankiewicz plantea también la fragilidad de lo cotidiano —Matt pasa de ser un caballero a un criminal por la muerte accidental de policía y el juicio posterior en el que le declaran culpable— y la falibilidad del sistema judicial…



martes, 14 de enero de 2025

Nacido el 4 de julio (1989)

Dentro del cine bélico rodado en Hollywood, el conflicto que más asoma en la pantalla es la Segunda Guerra Mundial. Lógico si uno tiene en cuenta que supuso la victoria bélica más importante de la historia estadounidense y un paso adelante para el expansionismo económico de los Estados Unidos. Su victoria, la particular más que la aliada, supuso su hegemonía mundial, al establecer sus bases, sus fábricas y sus productos en diferentes países, por ejemplo en dos de los derrotados: Japón y Alemania. Solo que no era el único aliado que soñaba su expansión hegemónica. Había un rival que también salía reforzado de la guerra contra los totalitarismos nazi, italiano y japonés. Se trataba de la Unión Soviética, que pasó de aliada a enemiga en una guerra fría que marcaría la segunda mitad del siglo XX, deparando conflictos bélicos puntuales en determinados puntos del globo. El primero de importancia se produjo en la península de Corea, donde estalló una guerra que acabó con la división del país en dos. Por entonces, en el suroeste asiático, los franceses vivían su propio conflicto, el de los movimientos independentistas que pronto se organizaron e iniciaron acciones para liberarse de los colonizadores galos, que fueron incapaces de frenar las envestidas de los rebeldes, cuyos líderes eran mayoritariamente comunistas. Los franceses perderían una guerra que fue el prolegómeno de la posterior que Oliver Stone retrata desde perspectivas diferentes, aunque con una misma intención crítica, en tres de sus películas: Platoon (1986), Nacido el 4 de julio (Born on Fourth of July, 1989) y Entre el cielo y la tierra (Heaven & Earth, 1993). En la segunda de la trilogía, Tom Cruise asume el riesgo de intentar un cambio en su carrera y demostrar que era algo más que un rostro o un héroe infantil, juvenil y patriotero como “Maverick” en Top Gun (Tony Scott, 1986). Así, contaba pasar de héroe de celuloide a antihéroe inspirado en uno de carne y hueso: Ron Kovic. No era una mala idea la suya y no le salió mal; tampoco se equivocó al ponerse en manos de Stone, ni este al contar con aquel en el rol protagonista de la película que ponía imágenes a la cruda autobiografía de Kovic, que también colaboró con Stone en la escritura del guion.

Por entonces, el realizador de J. F. K. (1991) se había entregado a mirar con ojo crítico el pasado reciente de su país y centraba su mirada en el conflicto de Vietnam, al que dedicó las tres películas arriba citadas, pero también de manera periférica lo aborda en Nixon (1995) y J. F. K., en la figura de Kennedy, quien logró eludir la intervención estadounidense en el sudeste asiático, pero cuyas palabras marcan al protagonista de Nacido el cuatro de julio. La película se abre en 1956, cinco años antes de que Kennedy llegase a La Casa Blanca, cuando Ron todavía es un niño que crece jugando a la guerra y disfrutando de los desfiles que celebran la independencia entre otros festejos nacionales. Su voz de off suena sobre las imágenes que Stone expone para expresar una realidad estadounidense: que se trata de la sociedad del espectáculo y de desfiles, tradicional, militarista y de exaltación patriótica, de competición, de héroes, de victorias y de religiosidad exacerbada, tras la que se atisba la intransigencia que asoma en algunas palabras e ideas de la madre del protagonista. Ese entorno luminoso oculta en su seno aquello que no brilla, aquello que el niño, y el adolescente en el que se convierte, ignora por completo. Ronnie crece creyendo en su país, en lo que le dicen, ¿por qué iba a dudar de los sueños y los valores que le inculcan? No cabe duda de que el muchacho es uno de tantos buenos muchachos que crecen en la ingenuidad, en la inocencia, tal vez en la mentira heredada. De modo que no sorprende que se deje asombrar por las palabras del sargento que acude al instituto para exaltar los valores de los marines y el porqué los jóvenes deben alistarse en el cuerpo que afirma es la punta de lanza de la nación. Igual que los alumnos de Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front, Lewis Milestone, 1930), la primera y, para quien esto escribe, la mejor adaptación de la novela de Erich Maria Remarque, ante las palabras de su profesor, el joven Ronnie se deja impresionar por el discurso del sargento de los marines y se alista en el cuerpo. Son los años de la intervención estadounidense en Vietnam, y Stone traslada la acción a suelo vietnamita durante 1967 y 1968, una ocupación que se justifica con la “estrategia del dominó” que asumen que el comunismo ha puesto en práctica para conquistar el mundo y poner fin al modo de vida estadounidense; lo cual no deja de ser una idea peregrina y la excusa  de los militaristas para dar luz verde a una intervención a miles de kilómetros de las fronteras estadounidenses…

Querer el país de uno, también es señalar sus aspectos mejorables o mismamente plantearse cuestiones como en las que insiste Stone, un cineasta cuyo origen e identidad estadounidense asoman en cada una de sus películas. Queda clave que ama su país y por eso mismo lo critica, pues comprende que adularlo sin más no ayudaría a la autocrítica que posibilita asumir errores y el evolucionar. ¿Qué peligro había para Estados Unidos en una guerra que, independientemente del resultado, tal como ya se ha podido comprobar, no iba a afectar ni su existencia como nación ni su modo de vida, aunque quizá sí pusiera en duda que ahora era el imperio en expansión que venía a sustituir al británico? Esta no es la pregunta de Ron, de hecho tarda en hacerse alguna. Su primera reacción al regresar al hogar, después de su estancia en un hospital de “mala muerta”, donde no le queda otra que aceptar que existen imposibles, sufre el ver que hay quien rechaza la intervención. Confunde las protestas y las quemas de banderas con anti patriotismo, es una primera imagen que agudiza su conflicto, que se potencia cuando comprende que a nadie importa su sacrificio y el de miles como él. ¿Qué sentido tiene todo eso? ¿Ha cambiado algo tanta muerte, sacrificio y pérdida? ¿Quién les comprende, si apenas ellos pueden comprender? Para Ronnie es necesario un proceso de maduración, con todo lo que implica, desde la contrariedad a la huida de sí mismo, pasando por la desorientación y la culpa, por su posterior aceptación de quien es, así como su regreso al mundo, un proceso que le permita comprender más allá de los valores y engaños inculcados y del discurso patriótico de su juventud perdida.



lunes, 13 de enero de 2025

Rex Harrison, comediante de salón


Al verlo en la pantalla, dando vida a Julio César, al profesor Higgins o al papa Julio II, no cabe duda de que Rex Harrison fue un actor muy elegante, con mucha clase, incluso en su papel de espectro en El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1946) no asusta, sino que confiere un toque de distinción a su capitán. Harrison dota al difunto Gregg de un porte distinguido, a la par del exhibido por Gene Tierney, que también poseía una elegancia que luce en todo su esplendor en esta fantasía amorosa de Joseph L. Mankiewicz y también en la Laura (1944) de Otto Preminger, entre otros films que contaron con la presencia de la actriz. Tras este poético y fantasioso romance espectral, Harrison volvería a trabajar para Mankiewicz en la más mundana Escape (1947), en la colosal Cleopatra (1963), en la que dio vida a Julio César —la interpretación cinematográfica que él consideraba la mejor de las suyas—, y en la cínica e irónica Mujeres en Venecia (The Honey Pot, 1967). Tampoco me parece descabellado decir que la mantenida con el responsable de Eva al desnudo (All About Eve, 1950) fue la colaboración más fructífera para el actor, de quien el propio Mankiewicz comentaba durante sus entrevistas con Michel Ciment que no creía que hubiera un intérprete mejor para la comedia de salón. (1) Poco importa que esté o no de acuerdo con Mankiewicz, pero evidencias que podrían corroborar lo dicho por el cineasta son sus dos comedias y Un espíritu burlón (Blithe Spirit, David Lean, 1945), Infielmente tuyo (Unfaithfully Yours, Preston Sturges, 1948), Siete esposas para un marido (The Constant Husband, Sidney Gilliat, 1954), Mamá nos complica la vida (The Reluctant Debutante, Vincente Minnelli, 1958) o My Fair Lady (George Cukor, 1964).


En la década de 1960, Harrison alcanzaba sus mayores éxitos en Broadway y en Hollywood con el musical My Fair Lady. Por su actuación y su entonación, pues carecía del registro vocal que le permitirá cantar, sobre las tablas en la recreación del mito de Pigmalión recibiría el Tony y por su interpretación para Cukor el Oscar. Pero tal vez su mayor popularidad la alcanzase tres años después, cuando dio vida a El extravagante doctor Doolittle (Doctor Doolittle, 1967), película que le unía por primera vez a Richard Fleischer, para quien volvería a actuar en otras dos ocasiones: El príncipe y el mendigo (The Prince and té Pauper, 1977) y Ashanti (1979), dos de los trabajos menos interesantes de un gran cineasta como lo fue Fleischer. Harrison había iniciado su carrera profesional en su Inglaterra natal. Allí trabajó en teatro y cine, lo mismo haría en sus periodos estadounidenses, en Hollywood y en Broadway. Se consideraba un autodidacta de la escena y, entre sus colegas de profesión, tenía fama de egocéntrico. De carácter rudo, para algunos desagradable, el actor se casó en seis ocasiones, siendo su relación más larga la que mantuvo con la actriz Lilli Palmer, con quien coincidió en pantalla en The Long Dark Hall (Reginald Beck y Anthony Bushell, 1951), Alcoba nupcial (The Four Poster, Irving Reis y John Hubley, 1952), Main Street to Broadway (Tay Garnett, 1953), en la que aparecen interpretándose a sí mismos, y en un capítulo de las televisivas Omnibus (1952) y The United States Stell Hour (1953). Con ella estuvo casado desde 1943 hasta 1957, año en el que contrajo nupcias con la también actriz Kay Kendall, su compañera de reparto en Siete esposas para un marido y Mamá nos complica la vida, y de carácter contrario al de suyo. La actriz interpretó el film de Minnelli ya aquejada de la leucemia que acabaría con su vida un año después; según el director nadie del equipo, salvo el matrimonio, conocía su estado y ninguno de los dos pidió un trato especial para ella… Era una pareja que funcionaba en la pantalla, probablemente también en la vida fuera de ella. Sin embargo, la enfermedad acabó con la inolvidable Kay Kendall. Pero regresando al pasado anterior, a los orígenes cinematográficos del actor, su primer rol protagonista había sido al lado de la popular (y poco después icónica) Vivien Leigh en Storm in a Teacup (Ian Dalrymple y Victor Saville, 1937), película realizada siete años después de su debut en The Great Game (Jack Raymond, 1930). Su último gran papel para la gran pantalla fue a las órdenes de Stanley Donen en La escalera (Staircase, 1969); entremedias trabajó a las órdenes de cineastas arriba nombrados y otros tan imprescindibles King Vidor, Carol Reed, John Cromwell y John M. Stahl.


(1) <<No creo, por ejemplo, que haya un actor en el mundo —no conozco a todos— que interprete mejor la comedia de salón que Rex Harrison.>> comenta Joseph L. Mankiewicz a Michel Ciment en Billy y Joe. Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz (traducción de David Rodríguez Trucha). Plot Ediciones, Madrid, 1994.

domingo, 12 de enero de 2025

Bio y música

Intento evitar las afirmaciones y negaciones categóricas, pero no siempre logro mi propósito y caigo en ellas, aunque dejando una pequeña rendija por donde puedan entrar las opciones que contradigan la establecida en tal o cual sentencia que exprese. Por ejemplo: es difícil darle a la música un “cuerpo y alma” que no sea la propia música; y en el cine es prácticamente imposible recrear su gestación. “Difícil” y “prácticamente” son esas rendijas, de modo que por ahí pueden colarse las ideas que me hagan replantear las propias. En este caso, la creencia de que cualquier película sobre compositores y cantantes tiene muchas papeletas para caer en el tópico; o ya si se trata de una como Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018), de rellenar cuarenta minutos de metraje con un calco de la actuación de Freddie Mercury en el “Live Aid” celebrado en 1985, en el estadio de Wembley, Londres. En todo caso, no hay (al menos no la recuerdo) una biografía cinematográfica de músicos a la altura de la música que crearon. Ni siquiera dos grandes todoterreno como Anthony Mann y Michael Curtiz dieron en el clavo con sus biopics sobre Glenn Miller y Cole Porter en Música y lágrimas (The Glenn Miller Story, 1954) y Noche y día (Night and Day, 1946), respectivamente. Tampoco Amadeus (1984), que no es una biografía, sino la ensoñación de una ilusión y una obsesión que Milos Forman recrea en la pantalla. Ni tampoco la prestigiosa Crónica de Anna Magdalena Bach (Chronik der Anna Magdalena Bach, 1967), de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, que recuerdo me gustó, aunque menos que El silencio antes de Bach (2007), de Pere Portabella, que ya escapa al biopic y a cualquier encasillamiento, igual que también lo hace la película de la pareja Huillet-Straub, que escapa de la dramatización convencional de tantos films de ficción que cuentan la “vida” y obra de músicos… Hay muchas más que las nombradas, dedicadas a Beethoven, Chopin, Mario Lanza, Edith Piaf, Maria Callas, Elvis Prestley, Lola Flores, Ray Charles, Chet Baker, Charlie Parker, Julio Iglesias, Jerry Lee Lewis, Tina Turner, Elton John, Verdi, Wagner y así hasta que uno se canse de ver biografías cinematográficas de hombres y mujeres protagonistas de la música, de quienes finalmente queda el recuerdo y el sonido de sus voces, de sus instrumentos o de sus partituras…



sábado, 11 de enero de 2025

Elvis (2022)

Con cada nuevo biopic sobre músicos o cantantes, Amadeus (Milos Forman, 1984), Bird (Clint Eastwood, 1988) y De-Lovely (Irwin Winkler, 2004) cobran en mi pensamiento esplendor creciente, pues brillan con mayor inventiva, emoción e intensidad que La bamba (Luis Valdez, 1987), Gran bola de fuego (Greats Balls of Fire!, Jim McBride, 1989) o Ray (Taylor Hackford, 2004) y que las pirotécnicas y entregadas al postureo Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018), Rocketman (Dexter Fletcher, 2019) o Elvis (Baz Luhrmann, 2022), que buscan el espectáculo en el mito que tanto gusta y vende entre el respetable. El nombre y el icono que introducen es el gancho y la excusa, pero ¿qué hay detrás del mito? La vida que hay detrás no puede atraparse ni en un libro ni en una película. Eso es obvio, como también lo es que la posibilidad que queda para expresar la esencia del personaje consiste en desarrollar o representar distintas ideas que desvelen partes de una totalidad imposible de aprehender y llevar a folios o fotogramas. Las biografías que se publican o se filman están condenadas a no poder atrapar entre sus paginas y sus imágenes el quien, el ser real poliédrico. Tampoco es lo que se busca, ni se pretende retratar a la persona, sino a un personaje. Lo interesante para la historia son las aportaciones de tal o cual y para el cotilleo lo anecdótico. Se ofrece el estudio (mejor o peor estudiado) llevado a cabo por el biógrafo, que suele consistir en la sucesión de datos y reflexiones, de declaraciones, no pocas descontextualizadas, de opiniones de la época o de cómo fulano y mengana lo vieron. Todo lo más se antoja imposible, lo que se busca sería recrear en el papel o en la pantalla no a la persona en sí, sino esa parte a la que se accede y que los biógrafos intentan expresar en sus obras, ensayos y estudios. Sin embargo, no todos aspiran a una biografía al uso, menos aún si el “biógrafo” es alguien que, como Luhrmann, escapa de cualquier intención realista para llegar a alguna realidad. No es mala opción para poder ahondar en el biografiado y expresarlo, desvelarlo. Pero dudo que aquí se consiga…

¿Qué persigue Luhrmann? ¿Un musical y “biofantasía” roquera y mefistofélica? Ni idea, solo escucho la insistencia y el poco que decir de la voz en off del manager, el coronel Parker (Tom Hanks), que cuenta que él no es el malo de la historia, aunque haya quien le tilde de tal y le acuse de ser el responsable de la muerte del cantante que descubre en la década de 1950. El coronel dice que Elvis (Austin Butler) no sería lo que Elvis sin él y sigue hablando sobre imágenes que temen cualquier momento de quietud. En cine, nunca se habla tanto como cuando nada hay que decir. Esa es la sensación que me genera Elvis, su narrador y Luhrmann, que pretende ritmo y cree conseguirlo mediante la banda sonora y el montaje dominado por la ansiedad de hacer algo chulesco, que no frenético ni marchoso, menos aún rockero, entregado a los continuos cambios de planos y esa voz en off que acaba resultando cansina, casi tanto como la imposibilidad del cineasta australiano de detenerse más de un segundo en un mismo plano.

El film resta responsabilidades a Elvis, le despoja de sus decisiones, de su persona, fuese la que fuese la que se encuentra tras la leyenda que el director de Moulin Rouge (2001) no alcanza, tal vez ni lo busque, puesto que no parece interesado en el personaje, ni en el hombre que hay detrás ni en la época que le toca vivir, sino que su biopic es su intento de lucirse, a partir de la leyenda, como cineasta creativo, como si fuese el no va más del musical de la última vanguardia que, por su condición de última moda, acaba siendo el primero en evidenciar obsolescencia. ¿Lo logra? ¿Dentro de veinte o cuarenta años será un referente o un olvido más entre un millón más de títulos ya olvidados? Tengo mi respuesta y supongo que muchos más tendrán la suya. Me resulta difícil entrar en una historia sin historia propia, una que no me invita a pensar, al contrario, y que vela sus carencias huyendo de ellas a través de la sucesión de imágenes que, en su afán de vertiginosidad, al instante se olvidan y de esa voz insistente que presume decir pero que solo quiere escucharse. ¿Se le escapa al director la importancia de saber dosificar? ¿La cree necesaria para sentir que está contando algo? Es su estilo, el confundir la estética con una cuestión solo formal, que busca el espectáculo, que lo fuerza, ya que todo es artificio, el engaño en el que Luhrmann insiste. Elvis vive en la farsa y, tras la imagen, no hay nada, pues sus fanáticos seguidores desconocen al hombre que le presta atributos físicos. Poco importa que el cineasta introduzca pinceladas de intolerancia en la aparición de moralistas que denuncian el movimiento de caderas de la estrella, los mismos que a otro Elvis le enseñó Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), para insinuar un conflicto que nunca llega a serlo más allá del estereotipo y del nada nuevo en el panorama industrial de Hollywood, donde parece que la serenidad es pecado y donde predominan las imágenes intranquilas, en fuga, como temerosas de que alguien pudiese pensarlas y descubriese en ellas huecos y vacíos…



viernes, 10 de enero de 2025

Siete esposas para un marido (1954)

Amnésico, parece evidente; la desmemoria de Charles, Peter, Bill,… o cómo se llame en realidad el mujeriego gentleman a quien da vida Rex Harrison, es fruto de un trauma psicológico, puede que de una huida de su poligamia. No lo sabe, pues desconoce todo de sí cuando despierta en la habitación de un hotel que no reconoce, en una localidad costera de la que ignora su ubicación y en donde no entiende el idioma de los marineros a quienes pregunta extrañado, tal vez asustado de no saber quién es la imagen del espejo. Pronto descubre que se encuentra en Gales. <<¿En Gales?>>, se pregunta sin respuesta. Tampoco se la da el doctor Llewellyn (Cecil Parker), a quien acude y que le ayuda en sus primeros pasos para recuperarse, para conocerse y saber que está casado con Monica (Kay Kendall), una fotógrafa de éxito, que aboga por ser independiente, pero que bebe los vientos por él. Así parece que el protagonista de Siete esposas para un marido (The Constant Husband, Sidney Gilliat, 1954) se halla en el buen camino para rememorarse y descubrirse. Sin embargo, solo es el inicio de una pista que le conduce a otra esposa y luego a otra y así hasta un total de siete. Don Juan y Barba Azul, la octava espera o esta queda para Ernest Lubitsch, maestro de la ironía y de la comedia, en La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard’s 8th Wife, 1938), de la que la película de Sidney Gilliat, aparte de no beber, se encuentra lejos. Pero aun así tiene sus buenos momentos, en su caricatura amable del estereotipo inglés y de la mujer británica, que apunta independencia pero que todavía no la siente totalmente propia, lo que la lleva a caer rendida en brazos de un caballero que acaba convirtiéndose en portada de los medios más prestigiosos, cuando se le acusa de poligamia. <<Insólito caso atrae la atención mundial a los tribunales. Dos son compañía, siete merecen un “juicio”, dice la última esposa>>, puede leerse en uno de los periódicos que Gilliat introduce en pantalla antes de que asome la abogada defensora (Margaret Leighton), aparición que genera la sospecha de un nuevo idilio y asegura la defensa del siete veces casado y desmemoriado…



jueves, 9 de enero de 2025

La odisea de los giles (2019)

La verdad, me pregunto qué me llama de lo planteado por Sebastián Borensztein en La odisea de los giles (2019), y me respondo que no veo nada que capte mi atención. Ni sus personajes ni su historia, que parte de una excusa moral y supuestamente crítica pero que pronto se desvela autocomplaciente. A priori, parece que la venganza de los oprimidos, quienes sufren la pérdida de su dinero, de su salud y de sus ilusiones, es un punto de partida para exponer una situación compleja, hiriente, injusta, pero todo se queda en que los giles liderados por Ricardo Darín y Luis Brandoni no se rinden y vencen a Manzi (Andrés Parra); lo que no deja de ser el final de un cuento de hadas en el que la victoria de los héroes y heroínas sobre las villanas y villanos, que suelen ser cuasi todopoderosos y amorales, está cantada desde el inicio. En realidad, las imágenes y las voces que pueblan la película me suenan repetidas y la comicidad que se les supone, personalmente, me aburre porque no me llega o no la alcanzo. Tanto sus dosis de comedia como de drama las siento forzadas al máximo, caen en lo repetido y en una caricatura que no desvela. Nada de lo que se pretende satirizar posibilita el acceso o acerca la realidad hiriente de las personas corrientes, las “puteadas” por la historia y por quienes mueven los hilos, la vida de esos seres de los que forma parte un equipo de aficionados que se hermanan con los granujas de medio pelo de Rufufú (Il soliti ignoti, Mario Monicelli, 1958) y los empleados de Atraco a las tres (José María Forqué, 1962), pero carecen de la gracia y la naturalidad de los ignorados habituales de Monicelli y de los empleados prescindibles y sumisos de Foqué…



domingo, 5 de enero de 2025

Venganza siciliana (1961)

La infancia y la juventud son recurrentes en el cine de Renato Castellani, quien debuta en la dirección en la década de 1940, siendo uno de los llamados a evolucionar el neorrealismo de la inmediata posguerra hacia la comedia y el drama. En todo caso, muchas de sus películas son recreación y testimonio de una época ya parte de la historia contemporánea italiana. El niño, adulto en el presente desde el cual narra los hechos que se suceden a lo largo del metraje de Venganza siciliana (Il brigante, 1961), es testigo y testimonio de una época pretérita y de una situación social semifeudal en la que los campesinos apenas son más que siervos que trabajan las tierras de los grandes terratenientes. La voz del Nino adulto nos devuelve al pasado, a octubre de 1942, a la pequeña población rural en Calabria, cuya punta se ve separada de Sicilia por el estrecho de Messina. En ese instante, la zona meridional italiana escucha el eco de la guerra mundial en la distancia africana, al otro lado del Mediterráneo donde las tropas italoalemanas se baten con las aliadas que desembarcarán en Sicilia en julio de 1943, ya avanzado este film en el que Renato Castellani adapta la novela de Giuseppe Berto. El retrato del lugar y de sus gentes es primitivo, realista, de un espacio y de unas costumbres todavía no alteradas por la modernidad que se iría imponiendo con los años. Entonces, en la infancia del protagonista, predomina lo tradicional, lo religioso, lo familiar, lo primario. La idea de familia, de honor y de venganza por las afrentas recibidas forman parte del ambiente recreado con maestría por Renato Castellani, uno de los mejores directores a la hora de mezclar realismo y comedia o drama. En el caso de Venganza siciliana, se decanta por el lado dramático de la historia para realizar un retrato de la familia y del medio rural, ya inexistente en la actualidad, un medio donde la presencia religiosa, ya sea en procesiones o en la imagen del cura, y la injusticia social son dominantes mientras la película continua su avance por el anterior en el que Castellani ofrece un espléndido panorama del ayer que avanza hacia el hoy del narrador, de cuya memoria depende cuanto observamos. Lo cotidiano y lo extraordinario quedaron grabados en Nino, que no puede ni quiere olvidar quien es ni de donde viene; del mismo modo que no puede dejar de recordar a personajes como Miliella, su hermana, el padre que ha estado tres años ausente, debido a la guerra, tiempo suficiente para no reconocer a su hijo más pequeño o a Michele, injustamente acusado de asesinato, condenado y echado al monte, empujado al bandidaje y a ser un revolucionario. El niño sabe que Michele es inocente y así se lo hace saber a las autoridades en un despacho donde luce el retrato de Mussolini, pues todavía corren tiempos fascistas en esa Italia del sur que las tropas aliadas liberan del fascismo tras desembarcar en Sicilia en el verano de 1943… La victoria aliada posibilita el regreso a casa de los hombres que partieron para la guerra, además introduce un factor que ayudará a transformar el entorno: el soldado estadounidense, como apunta Roberto Rossellini en el capítulo napolitano de su magistral Paisà (1946), en la que retrata de modo realista y sublime la evolución de la guerra de sur a norte, desde el desembarco en julio hasta las balas que meses después se disparan en el valle del Po…



sábado, 4 de enero de 2025

La fuga (1937)


Producción de Pampa Films y distribuida por Warner Bros., La fuga (Luis Saslavsky, 1937) es por derecho propio un clásico del cine argentino previo a Prisioneros de la tierra (Mario Soffici, 1939), film, el de Soffici, que marca un punto y aparte en la cinematografía argentina. Nada tienen en común la una y la otra, salvo la presencia antagónica de Francisco Petrone, siendo la de Saslavsky una película que en buena medida bebe de Hollywood, entendido este como cine de entretenimiento en el que ya por entonces se miraban tantas cinematografías en busca de la fórmula de la comercialidad y de la evasión que había dado tan buenos frutos económicos y en ocasiones fílmicos a los Zucker, Fox, Warner, Schenk, Mayer, Laemmle… Luis Saslavsky da con dicha fórmula al recrear en la pantalla el argumento (y los diálogos) de Miguel Mileo y Alfredo G. Volpe. Así, entre tango y romance, narra la huida y transformación de Daniel Benítez (Santiago Arrieta), el jefe de una banda de contrabandistas de joyas a quien el agente de policía Robles (Francisco Petrone) persigue sin descanso, incluso cuando no quiere hacerlo, pues esa es su obligación y su drama, el del funcionario cumplidor de la ley. Por su parte, Daniel se oculta en una localidad de Entre Ríos donde le confunden con el nuevo profesor a quien llevan largo tiempo esperando. El asume su nueva identidad e inicia una vida distinta a la que ha llevado hasta entonces. De ese modo accede a un espacio campestre, familiar, tranquilo, ajeno a su pasado, que le permite intimar con Rosita (Niní Gambier) y vivir el cambio existencial que se verá afectado cuando de nuevo el policía irrumpa en su vida; pues, aunque haya cambiado en el presente, la moral bienpensante que domina el cine de la época obliga a que el fugitivo deba pagar por sus delitos previos…


Lo planteado por Saslavsky funciona en el uso del estereotipo, en su mezcla de humor y drama, de romance y de personajes de reparto que aportan desenfado al asunto, que no resulta novedoso en cine ni en literatura. Uno de los ejemplos más populares de policía que solo vive para cumplir su cometido policía lo recuerdo en Los miserables, la novela de Victor Hugo en cuyas páginas los antagonistas (Jean Valjean y Javert, el inspector que le persigue desde el robo de una pieza de pan) no dejan de encontrarse a lo largo de los años, como si las coincidencias y las casualidades fueran sino común de sus vidas, algo que por otra parte quizá lo sea porque cosas más extraordinarias se dan a diario. Sin embargo, de no ser así, muchas novelas y películas no habrían existido, de modo que es mejor ser cómplices de los cuentos propuestos por los cuentistas que jueces que caen en el sinsentido de querer y pretender que el cine sea la realidad, ni siquiera puede ser imagen fiel y exacta de la misma, nada más lejos (incluso para el realismo literario o el neorrealismo cinematográfico)… tal como puede verse en una película de poli y caco como La fuga, con no poca comedia, varias canciones, algo de aprendizaje y romance, la confrontación entre ciudad (opresiva, cerrada y sombría) y campo (abierto, claro y liberador), y la falsa identidad asumida por el protagonista, fugitivo de la ley, a quien los vecinos de la localidad rural donde se oculta creen que es el maestro que han estado esperando. Ignoran pues que es un delincuente porteño que se oculta fuera de Buenos Aires, donde se hallan el policía que le persigue y Cora (Tita Merello), la cantante que le ama y que acepta esconder las joyas robadas, quien a su vez es el deseo de Robles…



viernes, 3 de enero de 2025

La ladrona, su padre y el taxista (1954)


Hay encuentros que marcan o cambian las vidas de sus protagonistas. Eso le sucede a Paolo (Marcello Mastroianni), el taxista, cuando conoce a Lina (Sofia Loren), la picara, y al padre de esta: Vittorio (Vittorio De Sica). Estos dos personajes traerán de cabeza al joven conductor y se convertirán en imprescindibles para él, ya sea para sus protestas o para enamorarse. Entre ellos, se crea un lazo cómico e incluso amoroso, y tan irreal como que viven una situación de cine basada en la historia de Alberto Moravia titulada El fanático. Pero si los encuentros cinematográficos se suceden ante los ojos del público para que se desarrolle la acción, en la realidad se producen sin que apenas llamen la atención de los curiosos, salvo que se trate de un encuentro tan lucido y chispeante como el que se da cuando Alessandro Blasetti reúne a De Sica, Loren y Mastroianni en La ladrona, su padre y el taxista (Peccato che sia una canaglia, 1954). Aunque no todos fructifiquen o vayan más allá de los minutos que le siguen, el de Mastroianni y Loren fue un encuentro que duró décadas, prácticamente hasta el fallecimiento del actor. Los años, los directores, ellos mismos, los reunían y se reunían una y otra vez en los platós y en la pantalla para deleitar a sus muchos admiradores. ¿Quién que haya visto cine no les recuerda en Ayer, hoy y mañana (Ieri, Oggi, Domani, Vittorio De Sica 1963) o en Una jornada particular (Una giornata particolare, Ettore Scola, 1977)?


<<La ladrona, su padre y el taxista: ahí nació la pareja Sofia Loren/Marcello Mastroianni, una de las últimas parejas del cine. Hemos hecho juntos doce películas a lo largo de toda una vida>>, recuerda Mastroianni. (1) Y no cabe dudar de su memoria, pues la prueba esta ahí, en la pantalla en la que formaron, como dice el inolvidable actor, una de las últimas parejas cinematográficas en doce películas en común; y si le añado a De Sica, que trabajó con ellos ya fuese como director o compañero de reparto, podría decirse que se trataba de un trío inolvidable en películas como esta de Blasseti, una comedia que reunía a estos tres iconos de la cinematografía italiana, europea y mundial, por primera vez. Pero la película también cuenta con otros indispensables del cine transalpino, desde el compositor Alessandro Cicognini, que crea una partitura a la altura cómica de las situaciones, hasta los guionistas Suso Cecchi D’Amico, Sandro Continenza y Ennio Flaiano, casi nada; e incluso parece que por allí andaba Gabriel García Márquez ejerciendo de tercer ayudante de Blasetti. El trío de escritores adaptaba a Moravia, autor de quien seis años después De Sica, junto con su inseparable Cesare Zavattini, adaptaría La campesina, que contó con el protagonismo de Sofia Loren. Quizá junto con El conformista (Il conformista, Bernardo Bertolucci, 1970), Dos mujeres/La campesina sea la mejor adaptación del escritor, por encima de La romana (Luigi Zampa, 1954), de Agostino (Mauro Bolognini, 1962), de El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963), del fragmento “Anna” de Ayer, hoy y mañana o de esta entretenida y divertida película que avanza alegre, canalla y desenfadada como Lina por una Roma todavía no infestada de automóviles ni de vespas, ni de turistas que ya se dejan notar en la colección de maletas del padre de la pícara seductora y en algunos de los pasajeros del taxi del primo que se enamora…


(1) Marcello Mastroianni: Sí, ya me acuerdo… (memorias) (traducción de José Ramón Monreal). Círculo de Lectores, Barcelona, 1998.