domingo, 5 de febrero de 2012

El chico (1921)


En el cine de 
Charles Chaplin, sueños y comida, su ausencia o su escasa presencia, son constantes y apuntan a que la falta de alimento aviva el soñar despierto, incluso en situaciones donde supuestamente la miseria no juega a favor de los sueños; sin embargo los fomenta, pues resultan ideales para escapar brevemente de la realidad hiriente en la que también se descubren belleza y humanidad. Chaplin lo comprendía, lo había vivido y, quizá consciente o inconsciente, quiso mostrarlo a través de sus películas. Formaba parte de su imaginario, como lo formaban el amor y la supervivencia, la presencia de la crueldad y la falta de caridad. En definitiva, su mundo y su poesía no distaban de la realidad en la que conviven lo positivo y lo negativo, lo cómico y lo trágico, el <<una sonrisa, quizá una lágrima>> chaplinescas ofrecidas en El chico (The Kid, 1921). Cuando se decidió a realizar su primer largometraje, el cómico era uno de los nombres más famosos e influyentes del cine gracias a su inconfundible vagabundo de bigote y andar extraño, casi lastimoso, con su sombrero hongo, sus grandes zapatos, su pantalón holgado y su levita raída y apretada. Ese peculiar personaje que le dio fama también protagoniza El chico, una película que, salvo él, nadie creía que se pudiera realizar, puesto que se trataba de la primera comedia de larga duración, por lo que era algo insólito hasta ese momento o un imposible para quienes aseguraban que pretender hacer reír durante más de una hora provocaría la repetición de gags, y el consiguiente aburrimiento del público. Sin embargo, el equilibrio entre la comicidad, la ternura y el drama alcanzado por Chaplin convenció incluso a los más incrédulos, y la película no solo fue un éxito, fue un fenómeno a escala mundial.


La película 
se inicia con una mujer (Edna Purviance) que acaba de dar a luz, pero con la sombría certeza de no poseer los medios necesarios para el cuidado de la criatura, porque ni tiene dinero ni sabe dónde se encuentra el hombre (Carl Miller) que, lejos de allí, no puede evitar que la fotografía de esa misma mujer se consuma entre las llamas, lo cual apunta el olvido de una relación que ya no podrá ser. La cruda realidad en la que se encuentran la obliga a tomar una decisión que no desea tomar, pero que comprende como la única posibilidad de futuro para su hijo. De modo que asume abandonar al recién nacido, pero no sin antes buscar un lugar ideal que ofrezca al niño cuanto ella no puede darle. Por desgracia, no sospecha que el automóvil donde lo abandona cae en manos de dos delincuentes que no dudan en desprenderse del pequeño en uno de esos callejones transitados por un vagabundo (Charles Chaplin) algo despistado. ¿Qué es esto? ¿Ha caído del cielo? ¡Eh, señora! ¡Se le ha caído el bebé del carrito! ¿Qué no es suyo? ¡Menudo genio, la paisana! ¿Y cómo desembarazarme de este diminuto indefenso que parece tener más hambre que yo? Son algunas de las preguntas que se formula el personaje chaplinesco sin necesidad de pronunciarlas, de eso se encargan las cómicas imágenes que siguen al encuentro entre los dos héroes de la historia. La otra cara de la realidad, menos divertida, reaparece en la madre, ahora solitaria y arrepentida. Desea enmendar su error. Corre, pero su carrera resulta infructuosa y solo le resta mostrar desesperación. Un rótulo anuncia que han transcurrido cinco años desde entonces. No hace falta mostrar más, puesto que se sobreentiende que el vagabundo ha criado al niño, que le ha ofrecido tanto afecto como podría dar el mejor de los padres. No obstante, el espacio donde se descubren ni es idílico ni lujoso, sino precario, como testifican las imágenes del presente y de cuanto les rodea; pero, sobre todo, permite comprobar que, a pesar de la ausencia de bienes materiales, son felices compartiendo vida, ilusiones y negocio. Padre e hijo son socios en una sociedad picaresca en la que el chico (Jackie Coogan, quien gracias a la película se convertiría en un icono social) rompe cristales para que el vagabundo los repare a cambio de algunas monedas, aunque la presencia policial, que no les quita ojo, apunta que no se trata de oficio legal y apenas lucrativo.


Las imágenes de 
El chico rezuman ternura, complicidad y un amor paterno-filial que provoca el olvido de la madre, hasta que Chaplin, consciente de la importancia de ésta para el relato, regresa su atención sobre ella. Así se descubre que la mujer ha triunfado como artista, sin embargo no ha podido dejar de pensar en su pequeño, y constantemente intenta llenar su vacío ayudando a otros niños. Esos instantes dramáticos también sirven para provocar el encuentro casual entre la madre y el padre del muchacho, quien le explica a su amada las causas accidentales de su separación. Chaplin retorna a la comedia mediante una excelente y divertida pelea entre su chico y otro muchacho, aumentando la diversión cuando los pequeños son sustituidos por el vagabundo y por el hermano cachas del rival. Pero concluida la escena de mayor comicidad del film, la situación se torna trágica, golpeando sin piedad a ese entrañable núcleo familiar cuando el chico cae enfermo y su madre (sin saber que se trata de su hijo) se lo entrega al vagabundo. Como cualquier otro padre en su situación, el hombrecillo llama al doctor, un profesional que puede saber mucho de medicina, pero poco de lazos afectivos, ya que pretende separarles e ingresar al chico en un orfanato (el momento más duro, sincero y angustioso del film, quizá porque Chaplin vio en esta experiencia una similar a la de su infancia). No obstante, el vagabundo se opone, aunque a veces la simple oposición no basta para hacer realidad los deseos, ni materializar los sueños, aunque aquí reside la victoria del eterno romántico perdedor chaplinesco, en que no hace falta alcanzarlos sino en el poder continuar soñando, sacando una sonrisa, quizá también derramando una lágrima en ese mundo donde, entre la miseria, hay risa, dolor, amor y todo tipo de sentimientos.

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