lunes, 18 de marzo de 2024

Los ángeles perdidos (1948)

El mismo año que rodó Acto de violencia (Act of Violence, 1948), Fred Zinnemann filmó en Alemania la coproducción suiza-estadounidense Los ángeles perdidos (The Search, 1948), que sería producida y distribuida por Metro-Goldwyn-Mayer, el estudio hollywoodiense en el que dio sus primeros pasos cinematográficos en Estados Unidos y el que más se apartaba de la realidad. Una de las máximas aspiraciones de Louis B. Mayer (y antes de su fallecimiento, de Irving Thalberg) era crear la ilusión y el glamour que conquistasen la atención del público, sobre todo, lo consiguió durante las decadas de 1930 y 1940. Pero, por el modo que Zinnemann cuenta el drama, Los ángeles perdidos es otra historia o, al menos, una que no parece fruto de la MGM. Todo fue otra historia después de la Segunda Guerra Mundial, pues la poca inocencia que se conservaba de conflictos anteriores se perdía para siempre durante uno que ha pasado a la memoria colectiva e histórica como la mayor guerra (y barbarie) sufrida por la humanidad. Pero en este punto, la película de Zinnemann quiere creer lo contrario. Desea que, tras la herida, la inocencia regrese para hacer del mundo un lugar donde triunfe el amor, un lugar sin cabida para aberraciones como las sufridas por la infancia que protagoniza este film cuya apariencia no delata que se trate de una película de la casa del león.

Desde su inicio, en la estación de tren y en el centro de acogida infantil, el tono ya varía de forma radical. Allí se potencia el neorrealista “escogido” por Zinnemann para acercarse a la inmediata posguerra casi de forma simultánea a Roberto Rossellini, que hacía lo propio en Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948). Las comillas son porque escoger en el Hollywood del sistema de estudios, sobre todo en la conservadora MGM, era una acción al alcance de muy pocos… Pero el director austríaco hace suyo el film y emplea el tono semidocumental, en cierto modo similar al que estaba dando forma al nuevo cine policiaco de la Fox, y hace de la película una isla dentro de la Metro, pues su aspecto visual resulta totalmente diferente al que se relaciona con el de la empresa fundada por Marcus Loew hacia mediados de los años veinte. Zinnemann se decanta por rodar en escenarios reales, concretamente en Frankfurt, por entonces (en parte) reducida a escombros por las bombas aliadas y ocupada por el ejército estadounidense, o por emplear seis idiomas distintos, más el gestual que comunica los sentimientos y emociones del niño protagonista. No hay más necesidad de intérprete que las imágenes y la sensibilidad de cada espectador para comprender qué  pasa por la mente de Karel Malik (Ivan Jandl), un niño de nueve años, de origen checo y superviviente de Auschwitz, que establece una relación de amistad con Steve, el soldado estadounidense interpretado por Montgomery Clift, futura estrella de Hollywood que debutaba en la pantalla con este drama y en el mítico western Rio Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948), el film que lo encumbró.

La imagen que abre Los ángeles perdidos introduce la acción en la inmediata posguerra, en la estación donde la cámara y la señora Murray descubren el vagón de un tren donde decenas de cuerpos infantiles duerme tras un largo viaje. Son niños sin madres ni padres; duermen hacinados, unos sobre otros. Regresan los campos después de haber sobrevivido en el infierno y en la muerte. Ahora regresan a la vida, pero, para que esta sea posible, han de recuperar el sentirse queridos, el saber que tienen un espacio que puedan llamar hogar. Necesitan encontrar a sus familias, aunque muchas hayan desaparecido, asesinatos en los campos de concentración o muertos en batallas o en las calles, bajo los escombros y el fuego de las bombas… El padecimiento es inenarrable. No hay película que pueda hacerlo, pero Los ángeles perdidos y Alemania, año cero lo intentan desde la situación en la inmediata posguerra y logran crear desolación; en el caso de Zinnemann más externa y en el de Rossellini, la interior que acompaña a la realidad exterior. Ambas suman una imagen de la infancia en la posguerra que tiende a global; es decir, presenta dos niños y dos situaciones que se complementan para hablar del sufrimiento y del miedo; y, en el caso de Karel, también de la esperanza, pues la historia escrita por Richard Schweizer introduce no solo la figura del soldado que recupera al niño para la vida, sino también la de la madre (Jarmila Novotna) que busca a su hijo, aventurando de ese modo el futuro reencuentro y el final feliz (y en ese punto, la película sí es MGM), o la de la señora Murray (Aline MacMahon) enviada por la UNNRA para hacerse cargo del cuidado de los niños, de su reubicación y de la búsqueda de sus familiares…



domingo, 17 de marzo de 2024

Manuela Rey Is in da House

<<Queda moito por descubrir da mindoniense Manuela Rey (Mondoñedo, 1 de outubro de 1842 ? Lisboa, 26 de febreiro de 1866). Como actriz, como creadora, como muller ?, tanto queda por saber e por contar que, estou seguro, chegará o día no que teremos que escribir con letras de ouro o seu nome no lintel da porta de honra da historia do teatro galego. Mentres agardamos a que ese día glorioso alborexe, imos relembrar o tráxico final da súa curta existencia…>>


Do artigo de Antonio Reigosa, publicado en La Voz de Galicia, o 30 de marzo de 2016. (1)


Que é a morte se non o desterro do tempo, o esquecemento, que é como o non vivir? Algún día alguén xa no saberá que estivemos, que emocionámonos e que sentimos. Aínda que tampouco importa, é natural o curso da historia humana. Polo xeral, tres xeracións e adeus á memoria de que algún día foramos, pero hai quen perdura, aínda que o seu eu real, o que respirou, xa non exista. Son os seus resultados e as súas creacións (ou as devastacións levadas a cabo) as que evócanse ao lembrar a súa figura mentras outras agardan no limbo, entre a lembranza e o esquecemento, á espera de que alguén observe os seus espectros, os rescate e lles dé formas que diferirán das poliédricas que existiron. O tempo fai de nos nuboeiros e finalmente bórranos, incluso á Historia e a quen transcendeu o seu momento e atopou un oco nela. Pero mentras tanto, houbo (e haberá) quen non foi recoñecido en vida e a casualidade o puso no camiño de alguén que o reivindicou despois de morto. Vaía ironía do destino, pois de pouco vale a súa fama ao falecido. Calquera fama posmorten é para os vivos e ilumina o acceso a quen, sen xa latexar, continua viva a través dos seus logros. Tamén existe o caso contrario; o de quen triunfou na súa época pero cuxos feitos perdéronse para as seguintes. Ante isto, tamén caben varias posibilidades, unha delas é a recuperación que a investigación que segue ao primeiro (re)encontro intenta devolvelos á memoria histórica. Con todo, a fama e a memoria están condeadas a desaparecer. É a súa natureza, é a nosa, mais non axudemos ao esquecemento a esquecer antes que despois.

É máis estimulante recuperar esas voces do pasado que dalgunha maneira forman parte da nosa identidade e da nosa cultura. Sen elas, quen nos falaría do onte para facer o noso hoxe e abrir as múltiples posibilidades de mañás inexistentes? Tal recuperación inténtana persoas que traballan na sombra e outras sobre os escenarios, como é o caso do equipo artístico e técnico de “Manuela Rey Is in da House”, (2) a obra teatral escrita e posta en escena por Fran Núñez a partir de distintos textos. Pero quen é Manuela Rey?, preguntarase a maioría de mentes curiosas. Esa misma pregunta puido ser o punto de partida para a investigación levada a cabo por Paula Ballesteros, a arqueóloga do CSIC (Centro Superior de Investigacións Científicas) responsable da investigación histórica que inspira a dramaturxia de Fran Núñez, cuxa dirección resulta viva e etérea, como tamén o parece o personaxe da súa búsqueda. As palabras de Manuela Rey, na voz de Rafaela Sá e acompañadas pla música de Xosé Lois Romero, abren o espectáculo que atopa na súa narradora, a propia Paula Ballesteros, a guía que introdúcenos e conduce polas tebras da Historia nas que o elenco galaicoportugués reconstrúe realidades e posibilidades. A partir de vivencias propias dos actores e actrices da obra, e de retazos da vida e de textos conservados de Manuela Rey, o reparto mergúllese no tiempo e na creación do personaxe, especula, lembra, di,… mentras a guía aporta os datos históricos recuperados. O que poido ser e o que foi son pezas do crebacabezas que permite recuperar a memoria desta actriz e dramaturga nacida en Mondoñedo en 1842 e falecida en Lisboa en 1866, onde se convertiu nunha das máis grandes estrelas do Teatro Nacional Dona María II, no que, segundo fontes, debutara en 1857. A obra comprende os 23 anos de vida Manuela e deixa voar a imaxinación alí onde só a invención pode chegar. Así, vida e morte se distancian e únense en lagoas biográficas, saltos temporais, feitos e posibles, éxitos, escritos, música, loita e reivindicación que van enchendo os buracos dunha vida ata non fai moito borrada da memoria…

<<Queda mucho por descubrir de la mindoniense Manuela Rey (Mondoñedo, 1 de octubre de 1842 ? Lisboa, 26 de febrero de 1866). Como actriz, como creadora, como mujer ?, tanto queda por saber y por contar que, estoy seguro, llegará el día en que tendremos que escribir con letras de oro su nombre en dintel de la puerta de honor de la historia del teatro gallego. Mientras aguardamos a que ese día glorioso amanezca, vamos a recordar el trágico final da su corta existencia…>>


Del artículo de Antonio Reigosa, publicado en La Voz de Galicia, el 30 de marzo de 2016. (1)


¿Qué es la muerte si no el destierro del tiempo, el olvido, que es como el no haber vivido? Algún día alguien ya no sabrá que estuvimos, que nos emocionamos y que sentimos. Aunque tampoco importa, es natural al curso de la historia humana. Por lo general, tres generaciones y adiós a la memoria de quienes algún día fuimos, pero hay quien perdura, aunque su yo real, el que respiró, ya no exista. Son sus logros y creaciones (o las devastaciones llevadas a cabo) las que se evocan al recordar su figura mientras otras aguardan en el limbo, entre el recuerdo y el olvido, a la espera de que alguien observe sus espectros, los rescate y les dé formas que diferirán de las poliédricas que existieron. El tiempo nos difumina y finalmente nos borra, incluso a la Historia y a quienes transcendieron su momento y encontraron un hueco en ella. Pero mientras tanto, hubo (y habrá) quien no fue reconocido en vida y la casualidad lo puso en el camino de alguien que le reivindicó después de muerto. Vaya ironía del destino, pues de poco vale su fama al fallecido. Cualquier fama posmorten es para los vivos, nos ilumina el acceso a quien, sin ya latir, continua viva a través de sus logros. También existe el caso contrario; el de quien triunfó en su época pero cuyos hechos se perdieron para las siguientes. Ante esto, también caben varias posibilidades, una de ellas es la recuperación que la investigación que sigue al primer (re)encuentro intenta devolverle a la memoria histórica. En todo caso, la fama y la memoria están condenadas a desaparecer. Es su naturaleza, es la nuestra, mas no ayudemos al olvido a olvidar antes que después.

Es más estimulante recuperar esas voces del pasado que de algún modo forman parte de nuestra identidad y de nuestra cultura. Sin ellas, ¿quién nos hablaría del ayer para hacer nuestro hoy y abrir las múltiples posibilidades de mañanas inexistentes? Tal recuperación la intentan personas que trabajan en la sombra y otras sobre los escenarios, como es el caso del equipo artístico y técnico de “Manuela Rey Is in da House”, (2) la obra teatral escrita y puesta en escena por Fran Núñez a partir de distintos textos. Pero ¿quién es Manuela Rey?, se preguntará la mayoría de mentes curiosas. Esa misma pregunta pudo ser el punto de partida para la investigación llevada a cabo por Paula Ballesteros, la arqueóloga del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) responsable de la investigación histórica que inspira la dramaturgia de Fran Núñez, cuya dirección resulta viva y etérea, como también lo parece el personaje de su búsqueda. Las palabras de Manuela Rey, en voz de Rafaela Sá y acompañadas por la música de Xosé Lois Romero, abren el espectáculo que encuentra en su narradora, la propia Paula Ballesteros, la guía que nos introduce y conduce por las tinieblas de la Historia en las que el elenco galaicoportugués reconstruye realidades y posibilidades. A partir de vivencias propias de los actores y actrices de la obra, y de retazos de la vida y de textos conservados de Manuela Rey, el reparto se sumerge en el tiempo y en la creación del personaje, especula, recuerda, dice,… mientras la guía aporta datos históricos que se han podido recuperar. Lo que pudo ser y lo que fue son piezas del rompecabezas que permite recuperar la memoria de esta actriz y dramaturga nacida en Mondoñedo en 1842 y fallecida en Lisboa en 1866, donde se había convertido en una de las más grandes estrellas del Teatro Nacional Dona María II, en el que, según fuentes, había debutado en 1857. La obra abarca los 23 años de vida de Manuela y deja volar su imaginación allí donde solo la invención puede llegar. Así, vida y muerte se distancian y se unen en lagunas biográficas, saltos temporales, hechos y posibles, éxitos, escritos, música, lucha y reivindicación que van rellenando los huecos de una vida hasta no hace mucho borrada de la memoria…


(1) https://www.lavozdegalicia.es/noticia/amarina/mondonedo/2016/03/30/os-ultimos-dias-manuela-rey/00031459358115453322531.htm

(2)

Dirección de escena e dramaturxia: Fran Nuñez

Elenco: Mariana Carballal, Neto Portela, Nuno J. Loureiro, Rafaela Sá, Raquel Crespo, Teresa Vieira, Xosé Lois Romero

Escenografía e vestuario: Pedro Azevedo

Diseño de luz: Nuno Meira

Apoio ao movemento: Guilherme Sousa

Apoio á creación: Neto Portela

Textos: Paula Ballesteros, Xaquín Núñez Sabarís, Ernesto Marecos, Sousa Bastos, Manuela Rey, Almeida Garret, Eduardo Augusto Vidal, Mariana Carballal, Neto Portela, Nuno J. Loureiro, Rafaela Sá, Raquel Crespo, Teresa Vieira, Xosé Lois Romero

Música: Xosé Lois Romero

Arqueóloga investigadora do INCIPIT/ CSIC: Paula Ballesteros

Transferencia de documentación: Andrés García, Antonio Reigosa, Consello da Cultura Galega, Teatro Nacional Dona Maria II, Museo Nacional do Teatro


Outros enlaces


http://cadernodeantonioreigosa.eu/2016/01/manuela-rey-a-muller-lirio/


https://consellodacultura.gal/album-de-galicia/detalle.php?persoa=22286

sábado, 16 de marzo de 2024

Monuments Men (2014)

En su acercamiento al bélico como director, productor y guionista —estas dos ultimas funciones compartidas con Grant Heslov—, George Clooney también se reserva uno de los papeles principales y se decanta por realizar un film en la estela de El tren (The Train, John Frankenheimer, 1962), pero que, carente del conflicto emocional, de la tensión y de la contundencia logradas por Frankenheimer, elige desde su inicio el arte, la amistad, el elogio a sus héroes y, a partir de estos, a los más de trescientos hombres y mujeres en quienes recayó la misión de recuperar las piezas artísticas sustraídas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El título ya apunta su misión artística, la cual, solo para los elegidos por el teniente Frank Stokes (George Clooney), está por encima de la guerra. Dicho con mayor exactitud: proteger el arte es la guerra a librar por los “hombres de los monumentos”, que han de encontrar y devolver las pinturas y las esculturas robadas por los nazis durante su ocupación de Europa. La misión de este comando sería más compleja; explicada por su oficial al mando, se trata de algo así como salvaguardar la memoria que los tesoros artísticos significan para la humanidad. El conflicto bélico amenaza con destruir y hacer desaparecer esa identidad nacida del arte a lo largo de los siglos, la que ha dado pie a <<la cultura y el modo de vida>> de la civilización a la que pertenecen. Pero, a diferencia del magnífico film de Frankenheimer, Monuments Men (The Monuments Men, 2014) transita irregular y, a pesar de sus momentos entretenidos y de su desenfado narrativo, no deja de ser una mirada amable a la disyuntiva que plantea, incluso desganada; quizá mejor decir, el conflicto propuesto no existe más allá de la apariencia. Clooney reparte el protagonismo entre ocho expertos en arte, siete hombres de tres nacionalidades más una mujer francesa, y un soldado estadounidense de origen judío-alemán. Los dispersa por varios frentes y prolonga su misión desde 1943 hasta 1945, con un epílogo en 1977 que responde una de las preguntas del film: ¿vale el arte una vida humana?

En realidad, no se trata de cambiar cromos, ni tampoco hay cuestión a responder, pues Monuments Men no pone en duda ni el valor del arte ni el de sus héroes, ni la decisión asumida por los buscadores y conservadores que desembarcan en Normandía después del día D (6 de junio de 1944). No se trata de una lucha patriótica, ni de salvar el tesoro nacional, ni de una cuestión de ambición personal, sencillamente valoran el arte de un modo mas profundo que la mayoría, para la cual un cuadro de Rembrandt o “la virgen” de Miguel Ángel les son indiferentes o desconocidas. Para los expertos, esas y tantas obras en peligro son más que arte; son parte de la existencia, de la identidad humana, más allá de las fronteras y de los países aparecidos, desaparecidos, por aparecer y desaparecer; forman la existencia cultural e histórica que supera la del individuo, cuya vida, de incalculable valor, pero breve, forma parte de la evolución y de la cultura compartida que hace que su paso por la vida adquiera un sentido más amplio y duradero. De ahí que para los hombres monumento ya no se trata simplemente de salvar esculturas, obras pictóricas y quizá alguna arquitectónica, sino de proteger la memoria histórica que descansa sobre el Arte que las bombas aliadas y la rapiña nazi amenazan con hacer desaparecer. Ese Arte, igual que las historias, personajes e ideas que asoman en los libros prohibidos en sociedades como la Fahrenheit 541 (François Truffaut, 1966) u aquellos quemados o prohibidos en nuestra realidad, forma parte de la identidad humana, que no es otra cosa que la posibilidad de reconocernos y tal reconocimiento nos separa del olvido, de ser prehistoria, de empezar de cero o sencillamente de desaparecer como existencia y parte de un pensamiento mayor que el de cada individuo por sí solo. Como dice Stokes la vida humana no tiene precio, aunque se le haya puesto precio desde tiempos inmemoriales en guerras ya olvidadas y otras recordadas; mas las obras artísticas y la cultura perduran en constante cambio y permanencia para hacernos perdurar más allá de nuestras vidas finitas —y olvidadas tras dos o tres generaciones que nos sobrevivan—, aunque esto no sea consuelo ante la certeza de la muerte como realidad personal de toda vida.



viernes, 15 de marzo de 2024

El amargo deseo de la propiedad (1973)


La explosión demográfica no fue el único boom que trajo consigo el sedentarismo neolítico; también llegó el de la propiedad y con esta el deseo de poseer, pero era algo destinado a una minoría, lo que supuso si no el nacimiento de las élites, sí su asentamiento. Tiempo después, tras emular a otros pueblos, los romanos convirtieron la posesión en “arte” y los filósofos, desde Tomás de Aquino hasta John Locke y más, la trataron en sus teorías. Calvinismo, liberalismo, capitalismo, socialismo, comunismo, fascismo, conservadurismo, picaresca, publicidad, Adam Smith, Karl Marx, David Ricardo, la Quinta enmienda, el artículo 33… el letrero de la valla de la esquina y el carnicero de El amargo deseo de la propiedad (La propietà non è più un furto, Elio Petri, 1973), hablaron y hablan de la propiedad y la idea de poseer se fue democratizando hasta asentarse en la cotidianidad en la que se convirtió en motor existencial de todo el vecindario; ya fuese la propiedad privada en democracias como Estados Unidos, Holanda o Reino Unido, o propiedad estatal en totalitarismos como la Alemania nazi —Hitler mantuvo la propiedad privada, pero promulgó leyes para quitársela a los judíos y otras para controlar a las empresas alemanas— o la Unión de Repúblicas Socialistas, dictaduras que, en apariencia e ideologías, semejaban antagónicas, pero que en la práctica promulgaban leyes para convertir sus abusos de poder en usos de curso legal y, de paso, enriquecían a los miembros del partido, acercando la propiedad estatal a los bolsillos de sus mandamases. Esto viene a decir, simplificando mucho el asunto, que nadie estaba a salvo del deseo de propiedad, ni lo está, todos querían poseer y quieren. Y tal querencia es uno de los principales ejes sobre los que funciona la publicidad, el “sueño americano”, la “felicidad”, el robo, consecuencia inmediata de la propiedad, la idea de superioridad y este mundo en el que dormimos y soñamos con tener algo más. Pero resulta que ese algo más suele ser material o es poco frecuente encontrarse a alguien que aspire a “ser” mejor versión de sí mismo, cuando puede aspirar a “tener” un coche y un bolso más caro o un teléfono móvil de última generación. Quien más tenía, más quería; y quien no poseía, anhelaba tener. Así se desató la fiebre de la posesión que afectó a Chaplin en La quimera del oro (The Golden Rush, 1925) y al siglo XX, en el que se globalizó un estado febril contagioso que controlaba el cuerpo y la mente de sus poseídos sin que estos fuesen, quizá, conscientes de haber caído en la trampa que les hizo prisioneros de la necesidad de poseer…

Al inicio de El amargo deseo de la propiedad, título que cierra la lúcida trilogía de la neurosis rodada por Elio Petri —que escribió en colaboración de Ugo Pirro—, el personaje central, Total (Flavio Fulci), apunta que todos quieren tener más, pero que nadie puede tener más de lo que tiene. Y tal vez no le falte razón, al menos si se tiene en cuenta que se trata de un círculo vicioso y enfermizo, pues, una vez en posesión, la propiedad es de su tenencia, pasa a ser suya, lo que implica que quiera tener más. Siempre necesita tener más, lo cual provoca que nunca tenga lo suficiente y lo que realmente busca no pueda obtenerlo. Por ejemplo, la acumulación de bienes no acerca la inmortalidad deseada por el otro personaje central: el carnicero a quien da vida Ugo Tognazzi, cuyo personaje se ha enriquecido mediante la picaresca y el engaño. Posee un matadero clandestino, también es constructor y en su carnicería cobra por peso, pero nunca llega a los gramos que le pide la clientela y por los que cobra. Siempre da de menos, lo cual redunda en su beneficio. Al contrario que él, su antagonista no posee nada, incluso se ha despedido del banco donde trabajaba y donde le negaron un préstamo para vivir mejor, pues tal era la razón para pedir diez millones de liras. Su jefe le deja claro el motivo, el banco presta a quien tiene, no a quien carece de recursos, para esos está <<el monte de piedad>>, le dice tras haberle prestado al rico 400 millones. En ese momento, Total, harto de no tener nada, decide dejar su empleo y apoderarse de las posesiones del carnicero que ha visto ingresar billetes y más billetes. Esto le vale a Petri para abordar la propiedad desde la sátira, con un enfrentamiento entre quien tiene y quien no tiene, aunque este último empieza a poseer a partir de pequeños hurtos como el cuchillo, el sombrero, las joyas de Anita (Daria Nicolodi), la empleada y amante del carnicero, o mismamente la roba a ella, como si fuese una propiedad más del carnicero, pues este así lo piensa —en el personaje de Nicolodi se establece la idea de mujer-objeto-posesión—, quien aprovecha el robo de las joyas para estafar al seguro y así obtener más dinero. Mientras que las acciones del empresario persiguen la finalidad de obtener siempre más, las de Total responden a su intención de destruir la propiedad, que es el pilar del sistema, aunque, en ambos casos, la situación solo les depara mayor ansiedad. En medio de ellos, se encuentra el inspector, quien afirma, no sin lógica, que el robo, sin ley, sería derecho, pues solo se trataría de un medio, un trabajo, para la consecución de la propiedad, principio y fin del sistema. Aunque Total, en su delirio, piensa que <<la propiedad más que un robo es una enfermedad>> y solo ve la posibilidad de <<ser o tener>>, siendo para él imposible el equilibrio de ambas opciones.



Jackie Brown (1997)


De más a menos es la impresión que me genera el cine de Quentin Tarantino; como mínimo por dos razones, una de ellas ajena a sus películas. La primera sería la sensación de que ha ido exagerando su “universo” cinematográfico, condicionado por sus gustos y por su humor caricaturesco. La segunda causa, es mi envejecimiento. Alguien podría llamarle maduración o evolución en el aprendizaje llamado vida; pero no yo. Envejezco, pierdo neuronas y no puedo conseguir nuevas o renovar las viejas, con todo el incordio y la decrepitud humorística que esto conlleva. Me agrio. Punto. Volviendo a Tarantino; sus tres primeros largometrajes son en los que veo mayor ilusión por parte de su autor, quizá más que ilusión se trate de necesidad de búsqueda, en el resto no es que la pierda, pero ya tiene una reputación, un público numeroso y un nombre dentro de la industria, de modo que se deja llevar por la reiteración de la fórmula con anterioridad expuesta, aunque supuestamente intentando mayor sofisticación en su humor y sus propuestas, cambiando de género (bélico, western, artes marciales) y sin abandonar la comedia ni el (auto)homenaje. Más que el homenaje a los films en los que se inspira, parece rendirse culto, lo cual está muy bien para quien se deleite mirándose al espejo. Me gustan más esos tres films porque todavía el amor que Tarantino siente por sí mismo no ha caído en el narcisismo ni en la comodidad.


No voy a escribir que Jackie Brown (1997) es de lo mejor de su cine, cuando lo que quiero decir es que se trata de una de las suyas que más me gustan, junto con Reservoir dogs (1991) y Pulp Fiction (1994). Me gusta porque su humor y su propuesta me resultan menos bocazas e infantil que el resto de sus siguientes películas hasta la fecha. Su madurez narrativa y la que concede a los personajes hace que la película gane con el tiempo. Crea unos personajes en descomposición, no por su edad física, que les sitúa lejos de la juventud, sino por las experiencias acumuladas, que son fundamentales para situarles donde se encuentran: entre las dudas, las decepciones, el miedo a la vejez, el dinero y las encrucijadas como la de Jackie —a quien da vida una espléndida Pam Grier, estrella del blaxploitation de los años setenta, época durante la cual protagonizó Foxy Brown (1974)—, obligada a tomar una decisión y llevarla a cabo, cueste lo que le cueste. A estos personajes, sobre todo a Jackie y a Max (Robert Forster), les mueve algo más que el ser creaciones del cineasta, que en esta ocasión da más importancia a la historia y a los sentimientos de los personajes que a sí mismo; es decir, no se prioriza tanto. Aunque se haga notar, lo hace con mayor sutileza; pero, en definitiva, su sello está ahí, también su humor y personajes típicos suyos, entre otras características que son su sello, aquel que le identifica y le diferencia en una época en la que el cine comercial en el que se mueve tiende a la homogeneidad, a la repetición y a tomar al público por consumidor nada exigente. Al menos, Tarantino les ofrece de las suyas y, de estas, Jackie Brown es la que parece menos suya, quizá porque es la única de sus películas cuya inspiración directa se encuentra en una novela: Cóctel explosivo (Rum Punch, 1992), escrita por Elmore Leonard, escritor afín e igual de personal, con un universo creativo atractivo, influenciado por el cine, que encuentra su espacio literario en el western y el policíaco…

jueves, 14 de marzo de 2024

Viaje cósmico (1935)


<<La Tierra es la cuna de la humanidad, pero no se puede vivir en una cuna para siempre>>

Konstantin Eduárdovich Tsiolkovsky: Filosofía cósmica.


Desde que, inspirado por Julio Verne y H. G. Wells, Georges Méliès estampó su cohete-bala sobre la cara visible de la Luna han sido muchos los viajes cinematográficos al satélite, pero los cosmonautas del pionero francés, o mismamente los de Fritz Lang en La mujer en la Luna (Frau im Mond, 1928), viajan tal cual quien sale de excursión o de paseo por el campo. No tienen en cuenta las características del viaje ni que las condiciones ambientales lunares difieren de las terrestres, las obvian porque, en ambos casos, se trata de fantasía y no de una representación científica. En estas primeras muestras de ciencia-ficción prima lo segundo, así como la ilusión e ingenuidad que también tienen cabida en Viaje cósmico (Kosmicheskiy reys: Fantasticheskaya novella, 1935), aunque en esta producción soviética ya se tiene en cuenta aspectos físicos como la ingravidez —probablemente sea la primera vez que se muestra en la pantalla a los astronautas flotando en el interior de la nave espacial tras dejar atrás la gravedad terrestre— o la ausencia de oxígeno en la superficie lunar; cual buzos, los tres viajeros humanos (hombre, mujer y niño) visten trajes impermeables provistos de suministro de oxígeno. Digo tres porque hay un cuarto, pero ese es un gato.

Este film dirigido por Vasili Zhuravlev anuncia en uno de sus rótulos iniciales que se trata primera película soviética de ciencia-ficción, pero eso es inexacto, ya que antes hubo Aelita (Yakov Protazanov, 1924); pero sí podría decirse que fue la primera que pretendía realismo y cierta rigurosidad científica en su viaje espacial, no en vano contó con el asesoramiento de Konstantin Tsiolkovsky, cuyos trabajos en el campo de la cosmonáutica resultaron fundamentales en el posterior desarrollo de los cohetes espaciales y de la astronáutica. Aparte de sus méritos científicos, que algunos tomaban por las fantasías de un profesor chiflado, fue una figura a ensalzar por el régimen comunista, debido a su origen humilde, a su autodidactismo y su triunfo, pues, según la ideología oficial, representaba al héroe proletario. A este gran visionario y cosmólogo, que fallecía en 1935, se le dedica el film, que se estrenaría en enero de 1936, cuya historia se ambienta en un futuro cercano, el verano de 1946, en un Moscú futurista donde enormes construcciones metálicas anuncian el éxito de la modernidad perseguida por el gobierno soviético a cualquier precio. Zhuravlev desarrolla la aventura a partir del programa espacial que el profesor Pavel Ivanovich Sedikh (Sergei Komarov) está desarrollando. Su intención inmediata es realizar la misión de exploración a la Luna, en su deseo de explorar el cosmos y ensanchar las fronteras humanas; claro que la cosa no será sencilla, habrá que superar las trabas inherentes al viaje y la rivalidad del profesor Karin (Vasili Kovrigin), quien no considera que estén preparados para emprender la odisea espacial. Ante esto, Sedikh opta por la vía rápida, se salta la burocracia y se lanza al espacio en compañía de Marina (Ksenia Markalenko) y del joven pionero (Vassili Gaponenko) que le advierte que existe un complot contra él. La película se desarrolla muda, veloz, optimista, heroica, repleta de efectos especiales, como el stop-motion que posibilita las secuencias de los astronautas saltando por la superficie lunar donde dejan su huella después del alunizaje…


Para quien desee saber algo más sobre Tsiolkovsky:

https://www.bbvaopenmind.com/ciencia/grandes-personajes/konstantin-tsiolkovsky-de-campesino-sin-estudios-a-padre-de-la-astronautica/

El ladrón de melocotones (1964)

Uno de los personajes de El ladrón de melocotones (Kradetzat na praskovi, 1964), el capitán francés amigo de Ivo Obrenovich (Rade Markovic), le dice a este, en tono pesimista, mientras juegan al ajedrez, que la guerra forma parte de la humanidad desde sus orígenes, pero el serbio prefiere creer que natural al ser humano es el amor. Lo cree porque lo ha descubierto y sentido; en ese momento ya es el sentimiento que rige su existencia en un tiempo en el que el supuesto deber, la muerte y el cautiverio parecen anteponerse al amor, quizá por ello la ciudad, escenario de los hechos, semeje triste bajo el cielo gris y plomizo en el que se desarrolla la historia que da pie a esta primera película filmada por Vulo Radev, quien, con solo siete títulos en su filmografía, fue uno de los grandes cineastas búlgaros del siglo XX. El ladrón de melocotones se ambienta en 1918, a finales de la Gran Guerra, en una ciudad del norte de Bulgaria donde los prisioneros serbios y franceses son custodiados por soldados búlgaros, aliados de los imperios alemán, austrohúngaro y otomano durante la guerra que parece tocar a su fin y que nunca vemos en la pantalla, pues el frente queda lejos, aunque sus estragos estén ahí desde el inicio, en la escena en la que se entierran cajas vacías. Solo se da sepultura a objetos y ropas de los muertos. Sus cuerpos ya han sido sepultados en fosas comunes en las inmediaciones de los campos de batalla donde perecieron lejos del hogar. También en la aparición de Varenov (Georgi Georgiev), en su pierna de madera que recuerda que la guerra continúa librándose y cobrando su tributo lejos de esa localidad donde se retiene a prisioneros enemigos, entre quienes se cuenta Ivo, el teniente serbio que se cuela en el huerto del coronel (Mikhail Mikhaylov) a quien las imágenes de Radev describen como alguien metódico, inflexible y celoso de cuanto considera su posesión, ya sean sus melocotones —ordena a su ordenanza que duerma en el huerto y dispare sobre cualquier intruso— o Lisa (Nevena Kokonova), la mujer con quien está casado. Resulta evidente que al lado de un hombre así, ella se consuma en la inutilidad, en la servidumbre, en la resignación, pero su inesperado encuentro con Ivo, la despierta a la vida y trastoca su existencia, deparando el romance prohibido. El serbio es un preso y un espíritu libre, mientras que el coronel está libre pero es prisionero de las normas, de los hábitos, de la disciplina y la marcialidad; y ella misma se encuentra atrapada en un matrimonio cansado, derrotado, frío como el ambiente, sin atisbo de calor; ya no existe la admiración de la que Lisa habla, la que sentía hacia lo que representaba la figura militar de su marido, la que le llevó a casarse con un hombre a quien no ama y que le genera la sensación de ser una presa más del deber y del tedio que se imponen en su vida hasta que se produce su encuentro con el prisionero…



¡Esquina, bajan…! (1948)

Nombrar a Alejandro Galindo y recordar sus mejores películas es mirar atrás y entrar de lleno en el periodo de mayor esplendor del cine mexicano del siglo XX, pues, sin la menor duda al respecto, fue de los grandes protagonistas del esplendoroso momento cinematográfico que se extiende desde mediados de la década de 1930 hasta la de 1950 —generalmente, se establece entre 1936 y 1956—. A ese instante, plagado de nombres propios como el suyo o el de David Silva, el actor principal de varios de sus films, aportó Campeón sin corona (1946), Una familia de tantas (1949) o Doña Perfecta (1951), películas que todavía lucen y constatan el talento de este cineasta también responsable de ¡Esquina, bajan…! (1948), comedia urbana cuyo título hace referencia al transporte público, y a los pasajeros que piden la esquina donde se apean… Es el pasaje al que hay que tratar con esmero, el mismo que al inicio no para de molestar al conductor protagonista o a su cobrador. Pero <<al pasaje, lo que le pidan>>, insiste el representante de la cooperativa al final de la asamblea en la que anuncia que deben evitar accidentes e incidentes con los pasajeros o cualquier otra situación que depare el caos que inicialmente Galindo apunta en el “camión” que conduce Gregorio (David Silva).

El cumplimiento de esa máxima implica aguantar todo tipo de comportamiento por parte del pasaje, incluso los insultos y provocaciones de pasajeros que han sido contratados por la empresa rival para crear problemas y así poder quedarse con la nueva línea urbana —el crecimiento de la ciudad es una realidad que exige ampliar el transporte público— que podría ser la salvación económica de la cooperativa de la que Gregorio es miembro fundador. La comedia que vemos en la pantalla es el drama de los personajes, pues Galindo apunta la situación crítica, pero prefiere mostrarla desde el enredo y el romance, pero no por ello se desinteresa del retrato urbano ni de las contradicciones en las que cae la cooperativa en el trato recibido por Gregorio y “Regalito” (Fernando Soto “Mantequilla”). Como consecuencia de salirse de la ruta establecida, ambos han de compadecer ante una comisión disciplinaria, aunque lo hayan hecho por cortesía, tal como señala la nueva política empresarial, y porque el conductor siente atracción por Cholita (Olga Jiménez). Se desvía para dejar a la joven en su destino, sin saber que se trata de una de las empleadas de la empresa rival que intenta boicotearles. Así, por amor y amabilidad, conductor y cobrador pasan ante una <<comisión de honor y justicia>>, eufemismo de inquisición, ya que Gregorio, uno de los fundadores de la cooperativa, y Regalito, su fiel escudero, son cabeza de turco para salvar el pellejo de la empresa. Su defensa es la cortesía, como le habían insistido que fuera, pero nada de lo que dice en su defensa le sirve para salvar el su trabajo y el de su compañero. Ambos son cesados de sus puestos; pero alguien como Gregorio no puede quedarse impasible, quiere saber por qué se le despide, ya que no considera que su acción sea merecedora de tal proceder.



miércoles, 13 de marzo de 2024

Fiesta (1957)

París, 1922, cuatro años después de la Gran Guerra (1914-1918), la generación perdida vive como si cada día fuese el último; ya nada podrá ser para ellos a largo plazo. Se trata de una generación mermada y afectada por el conflicto que desangró a los jóvenes de varias naciones; es la generación a la que pertenecían Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, el autor de Fiesta, la novela publicada en 1926 en la que se basa el guion de este drama escrito por Peter Viertel y filmado por Henry King para la Twenty Century Fox de Darryl F. Zanuck. King llevaba en el estudio desde la década de 1930 y dirigía por onceava y última vez a Tyrone Power, que dio vida a Jake Barnes, el periodista estadounidense que vive en ese Paris bohemio hoy mitificado y ya desaparecido en la época del rodaje de Fiesta (The Sun Also Rises, 1957). Incluso su París, el descrito por Hemingway en su exitoso libro, no sería el real, tampoco su Pamplona, sino literario. Esto le concede otro tipo de atractivo o, acaso, ¿Hemingway no era escritor y su descripción de ambas ciudades dan otro tipo de luminosidad y encanto? Ese lugar idealizado por el cine y la novela es el marco para el reencuentro de Jake y Brett Ashley (Ava Gardner), un antiguo amor de cuando estaba herido en Italia, donde ella era enfermera. Ellos son dos entre tantos moradores de ese mundo literario y festivo que da color nocturno a la ciudad donde el drama de Jake es estar todavía enamorado de ella. El periodista recuerda, y King juega la baza de la analepsis para mostrar el pasado en el que ambos se enamoraron y en qué consiste la herida y su efecto secundario: la impotencia sexual. Realizado el recorrido, Fiesta y la mente del protagonista regresan al presente durante el cual sus caminos vuelven a cruzarse y el destino les lleva a España.

Pese a su innegable capacidad para crear atmósferas y su talento narrativo, demostrado en numerosas ocasiones desde su debut en la dirección en 1914, King no logra la gran película que se espera de la novela, ni siquiera una que atrape como lo hacen tantas producciones en las que dirigió a Power o a Gregory Peck, por citar dos de sus actores (sonoros) favoritos, sino una a la que a los personajes les falta chispa, pasión, desorientación... Pero la popularidad del film no descansa en su calidad, reposa sobre la fama del autor de la novela y la de su reparto, aunque ninguno de los componentes brille en su esplendor —el caso de Mel Ferrer merece un aparte, pues se trata de un actor que carece de carisma y esa falta la hereda Robert, su personaje, cuyos arrebatos de celos y de violencia resultan tan planos como sus movimientos boxísticos—, aunque la presencia de Ava Gardner destaque sobre el resto. Su personaje es el objeto de deseo de sus compañeros masculinos, salvo de Bill (Eddie Albert), el mejor socio de Mike (Errol Flynn) en sus correrías etílicas. Son los juerguistas del grupo que se encuentra en Pamplona para disfrutar de encierros, corridas taurinas, fuegos artificiales, alcohol, y del ambiente que King recrea con atención —la atmósfera festiva y el aspecto visual de la “Fiesta” es de lo mejor del film— y que Hemingway dio a conocer a un nivel internacional nunca antes alcanzado por la celebración pamplonica



Historias de la Revolución (1960)

Más que por la calidad de su propuesta de plasmar tres instantes revolucionarios en forma de largometraje semidocumental, Historias de la Revolución (1960) es un film clave en la cinematografía cubana por su importancia histórica. Realizado el “Año de la reforma agraria”, fue el primer largometraje estrenado oficialmente por el ICAIC —se estrenó el 30 de diciembre de 1960— y el primero rodado por Tomás Gutiérrez Alea —el 4 de enero iniciaba el rodaje de El herido, uno de los tres episodios que conforman el film—, pero, por encima de todo, su importancia reside, al menos en su momento, por lo que cuenta y cómo lo cuenta, posicionándose, exaltando y glorificando desde un estilo realista que hace pensar en el neorrealismo italiano como principal influencia. La admiración de Titón por Roberto Rossellini igual le brindó Paisá (1946) como modelo a seguir, pero su exitosa apuesta, llevada a cabo después de haber rodado varios cortos —entre ellos, Esta tierra es nuestra (1959)—, resulta menos lograda y más acelerada, quizá porque el propio momento era acelerado o exigía inmediatez; en todo caso <<fue un aprendizaje intenso y rápido>>, (1) sin opción a reflexionar sobre lo que expone, pues la película es fruto de ilusiones, inexperiencia y necesidades inmediatas. No hay interrogantes que exponer en pantalla, no hay dudas sobre la revolución. Estas llegarían más adelante, pero en ese primer momento victorioso y todavía abierto a la construcción y destrucción de ilusiones y realidades, la película pretende celebrar el hecho realizando un recorrido por la Cuba de la revolución, desde 1957 hasta enero de 1959.

De ese modo, Historias de la Revolución opta por desarrollarse en episodios: El herido, 13 de marzo de 1953; Rebeldes, Sierra Maestra, 1958; y Santa Clara, que se inicia el 28 de diciembre de 1958 y concluye con la victoria rebelde. El más interesante de los tres, es el primero. Se sitúa durante la revuelta civil y urbana —que muestra en imágenes documentales— y en las horas después del asalto al Palacio Presidencial, y plantea el conflicto desde la perspectiva del individuo que, como el matrimonio formado por Alberto y Miriam, se ve involucrado involuntariamente en la lucha entre los insurrectos y el gobierno del general Fulgencio Batista, el cual, apunta la narración, lleva en el poder cinco años y cuatro días. El segundo se ubica en Sierra madre, en 1958, y se centra en un pequeño grupo de rebeldes que ataca un convoy militar en la sierra donde practican una guerra de guerrillas. Allí se produce un enfrentamiento en el que cae herido uno de los revolucionarios, que se ocultan entre la maleza mientras los regulares les cercan. Saben que deben irse, pero deciden aguardar y aguantar porque no pueden mover al herido. No ignoran que su compañero morirá de cualquier manera, más Titón ha de mostrar la camaradería y el valor de los revolucionarios, que cuidan y velan por los suyos. En este episodio asume el bélico como género; lo mismo hace en el tercero, que sitúa en la población de Santa Clara el 28 de diciembre de 1958, cuando los rebeldes han bajado de las montañas y la lucha ya es de posiciones, a la espera del ataque final… <<La última noche del año, el tirano abandonaba el país>>, dice el narrador de Historias de la Revolución como introducción a la victoria rebelde que se confirma no sin sacrificio y con dolor, el que muestra Teresa ante su ser querido…


(1) Tomás Gutiérrez Alea, en Juan Antonio García Borrero: Cine cubano de los sesenta: mito y realidad. Ocho y medio, Libros de Cine, Madrid, 2007.

martes, 12 de marzo de 2024

Signos de vida (1968)


Gran parte del cine de Werner Herzog no busca respuestas, aunque haga preguntas, sino establecer límites humanos que se ensanchan y se reducen, pues son cambiantes, y establecer dentro de su perímetro vínculos entre espejismo y verdad, pues, como le sucede a don Quijote, la idea que se establece en el pensamiento puede llegar a convertirse en la realidad de quien construye sobre la imagen alucinada que pasa a ser verdad existencial. No obstante, en su cine siempre hay algo que permanece o que reaparece: el viaje, que es fundamental. El enfrentarse y el vivirlo a riesgo de perder la cordura o, dicho de otro modo, que la locura que existe en el ser humano asome a lo largo de ese camino que se emprende y que evidentemente forma parte de la vida. En su primer largometraje Werner Herzog viaja en el tiempo y a una isla mediterránea donde ubica a sus personajes: tres soldados alemanes y una enfermera griega; pero también es su viaje, el de un cineasta atípico que da sus primeros pasos en el cine sin conocimientos cinematográficos, en cortometrajes como The Unprecedented Defence of the Fortress Deutschkreuz (1967) y Letzte Worte (1967), en los que, aparte aspectos que desarrollaría en Signos de vida (Lebenszeichen, 1968), le sirven para ir aprendiendo algo que para él es más que un oficio. Después de que su guion fuese galardonado con el Premio Carl Mayer —en honor este guionista fundamental en el cine alemán del periodo silente— en 1964, tardó tres años en lograr financiación para rodar Signos de vida, en la que ya dejó claro que más que un director de cine era un viajero en busca de paisajes naturales y humanos.


La mayoría de estos paisajes apenas son accesibles, pero allí, como anuncia el título de su primer largo, busca y encuentra señales de vida. La apariencia de Signos de vida mezcla documental y ficción, las dos vías que ya no abandonará su cine: emplea recursos que parecen documentar la ficción y en otras ocasiones lo hace a la inversa. En este primer momento, se ubica en Kos, la isla en el Egeo que Herzog había visitado por primera vez a los quince años y donde su abuelo había dirigido una excavación arqueológica. En todo caso, se trata de un lugar fuera de tiempo o puede que de uno que combina tres espacios temporales diferentes, distantes y a la vez inseparables, —el pasado grabado en piedra, el representado por los uniformes de los soldados alemanes y el presente en el que Herzog filma el paisaje y los habitantes del lugar—, pues lo que se observa obedece a un ritmo distinto, posiblemente herencia del pasado o a un presente de apatía y desorientación. Los protagonistas del primer largo de Herzog son tres soldados alemanes y Nora (Athina Zacharopoulou), la mujer griega que atendió en el hospital a Stroszek (Peter Brogle). Los cuatro viven en una fortaleza  antigua y solitaria, reconvertida en depósito de armas, repleta de cucarachas, entre otros insectos, que Meinhart (Wolfgang Reichmann) atrapa con sus trampas. Toda ella es un yacimiento arqueológico, lo que supone un atractivo para Becker (Wolfgang von Ungern-Sternberg), que disfruta traduciendo tablillas antiguas —como haría Rudolf Herzog, el abuelo del cineasta—, pero también resulta un lugar que psicológicamente les afecta y que trastoca su percepción de la realidad, y sus comportamientos, de forma más evidente a Stroszek…



lunes, 11 de marzo de 2024

En el filo de la duda (1993)

En 1981, el candidato republicano Ronald Reagan fue elegido presidente de los Estados Unidos tras una campaña electoral en la que su mensaje, patriotero y económicamente liberal, convenció a la mayoría del electorado. La década anterior había abierto heridas en la sociedad estadounidense, así como en su economía, debilitada debido a la crisis energética mundial, con las subidas en los precios del petróleo —que se dispararon en 1973 y 1979—, entre otras cuestiones, y a la merma de su dominio internacional; la derrota en Vietnam o los rehenes estadounidenses en Irán enrarecían el ambiente. Su objetivo era hacer un país fuerte y dominante y, para ello, centró su política en Defensa, aumentó el presupuesto militar, y en liberar la economía. Redujo el gasto, bajó los impuestos y eliminó obstáculos a los grandes empresarios. La industria armamentistica y las grandes fortunas lo agradecieron, no tanto quienes perdieron poder adquisitivo ni sus rivales en la guerra fría, que se vieron ahogados por el reaganismo (al que se unió el thatcherismo británico), pero lo demás pasó a un segundo plano, incluso al cuarto oscuro, que sería donde se situó aquello que no interesaba a su administración. Una de las situaciones que no resultaban prioritarias, ni siquiera le concedían existencia, fue la enfermedad que se convierte en el eje de En el filo de la duda (And the Band Played On, 1993), un drama con un reparto encabezado por Matthew Modine —y con Lily Tomlin, Ian McKellen, Gleanne Headly, Alan Alda, Steve Martin, Richard Masur, Phil Collins, Tcheky Karyo, Nathalie Baye, Anjelica Huston y Richard Gere, entre otros rostros populares—, dirigido por Roger Spottiswoode y escrito por Randy Shilts, autor del libro en el que se basa el guion, y Arnold Schulman. La película asume un tono documental y lo dramatiza para narrar la historia del equipo de científicos que trabaja en esa nueva enfermedad que detectan en varias ciudades estadounidenses. Apenas saben de ella, ignoran si es vírica o bacteriológica, su medio de contagio o cualquier otro aspecto que no sea el que ataca al sistema inmunológico. Su mortandad apunta al cien por cien de los casos y su grupo de riesgo se sitúa en la comunidad homosexual; aunque pronto se descubre que también afecta a hemofílicos y drogadictos por vía intravenosa. Estos médicos carecen de apoyos; descubren miedo y el silencio oficial respecto al brote. Los cinco especialistas del equipo de Jim Curran (Saul Rubinek) se entregan al trabajo con lo poco que tienen y así van descubriendo otros aspectos que Spottiswoode detalla con precisión. Son los primeros tiempos del SIDA (síndrome de inmunodeficiencia adquirida), cuando no se había descubierto el agente causante ni puesto nombre a la enfermedad, pues este se acuerda en 1982 sin todavía tener claro de qué se trata...

La trama se inicia en los albores de la década para avanzar por ella y esbozar la historia de esta enfermedad estigmatizada en su inicio, cuando sus primeras víctimas son homosexuales. Dicha circunstancia provoca la marginación a la que son sometidos sus afectados y que la administración Reagan haga como si la epidemia no existiese, pero no por cerrar los ojos, las cosas dejan de pasar. La enfermedad se propaga, desborda, atemoriza y se cobra víctimas; con los años serían más de veinte millones de muertos. El virus no distingue entre sectores de población, pero las trabas puestas en su investigación, la falta de recursos económicos y de apoyo institucional y de los grupos de presión de las minorías, juegan en contra de su estudio. Pero En el filo de la duda no solo se centra en el trabajo llevado a cabo por el equipo médico (y sus colaboradores) que ve la necesidad de frenar su propagación, sino también apunta cómo afecta a la sociedad, la divide, o cómo se inicia una investigación paralela en Francia, en el prestigioso instituto Pasteaur. La prevención es el único medio para combatir una epidemia de la que poco se sabe, salvo que está afectando a la población homosexual. Ni los medios de comunicación ni la administración le dan importancia, lo que implica que no haya la menor ayuda económica para la investigación, salvo de individuos privados como el coreógrafo a quien da vida Richard Gere. Esta falta de recursos fue un primer error; aunque tales errores son, o lo parecen, comunes ante lo desconocido, pues enfrentarse a lo que no se comprende acarrea la posibilidad de equivocarse. Y En filo de la duda, una lujosa producción HBO, pretende explicar esa batalla inicial contra la ignorancia, los prejuicios y el virus VIH, prestando atención, entre otros, al doctor Robert Gallo (Alan Alda), a los investigadores del equipo de Luc Montagnier (Patrick Bauchau) del Instituto Pasteaur, quienes en 1983 logran identificar el causante, y sobre todo al del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta al que pertenece el doctor Don Francis (Matthew Modine), el personaje con mayor peso de esta historia coral que afecta a todos. Es quien más evidencia su estado de ánimo en momentos puntuales de la película. Y no es de extrañar, pues, como persona, investigador y parte del equipo que investiga a pie de campo, apenas tiene recursos económicos ni apoyo de las instituciones ni de los grupos que representan a los distintos intereses en conflicto. Nadie se pone de acuerdo, todos miran por lo suyo, y mientras la gente continúa muriendo y la enfermedad se extiende hasta ser una amenaza global. Ya no se trata de una epidemia que se centra en un sector poblacional concreto, sino que abarca a toda la población, al ser de transmisión sanguínea, de ahí la lucha para que la industria de la sangre, que prioriza el aspecto económico, implante análisis en sus reservas y la prioridad de reconocer al agente causante. Entre otras cuestiones, Spottiswoode expone esta complejidad a la que deben enfrentarse los científicos que trabajan para establecer el alcance de la epidemia y su posible control; lo hace de modo preciso, intentando detallar los pasos dados, los golpes y las zancadillas…