En su debut en la dirección de largometrajes, Sidney Lumet llevó a la gran pantalla la historia que Reginald Rose había escrito para la cadena televisiva CBS (1), en la que doce miembros del jurado se reúnen a deliberar en una sala que se convierte en el escenario de palabras, pensamientos, enfrentamientos y prejuicios. Ellos son el centro de la ópera prima de Lumet, el acusado, los testigos, los abogados o el juez no tienen presencia entre esas cuatro paredes, salvo en los recuerdos de quienes son aislados para dictaminar si un hombre vive o muere. Años después, con títulos tan destacados como comprometidos en su haber —Punto límite (Fail-Safe, 1964), La colina (The Hill, 1965), Serpico (1973), Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) o Network (1976)—, el director de Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, 1957) regresó al drama judicial. Aunque, al contrario que en aquel magistral encierro cinematográfico, en Veredicto final (The Verdict, 1982) el jurado cede el protagonismo a un abogado que se compadece de sí mismo mientras ahoga sus penas en alcohol. Desde este personaje se accede a un sistema legal ambiguo, que presenta fallos que la propuesta de Lumet esboza sin llegar a profundizar, al decantarse por la lucha que se desata entre el pequeño y el grande. Aún así, su planteamiento resulta atractivo desde su inicio, cuando se presenta a ese letrado maduro y perdedor en un entierro donde busca posibles clientes. Como consecuencia de esta primera imagen se comprende que su idealismo se ha diluido dentro de un espacio donde el poder y el dinero desequilibran la balanza.
Frank Galvin (Paul Newman) es un individuo derrotado, aunque bajo su fracaso todavía late la conciencia de aquel que se decantó por la abogacía porque creía en la justicia teórica e imparcial que no ha descubierto en la vida real. <<Vine aquí a aceptar su dinero. Traje estas fotos para enseñarlas y conseguirlo. No puedo aceptarlo porque si lo tomo estoy perdido. No seré más que un rico aspirante a la muerte>>. Su negativa al sustancioso acuerdo que el obispo le ofrece, para que no lleve a juicio al hospital de la diócesis, muestra a un hombre cansado de mirar hacia otro lado que recupera aquel ideal sobre el cual sustentaba su pensamiento juvenil. Esta escena marca un punto de inflexión en la narración, ya que, a partir de la decisión de Frank, la película se aleja del intimismo dominante hasta entonces para desarrollar el enfrentamiento entre el antihéroe interpretado por Newman con un rival todopoderoso que contrata para su defensa los mejores servicios legales. En su cruzada por demostrar la negligencia médica que ha dejado en coma a su clienta, el abogado solo cuenta con la ayuda de su viejo colaborador (Jack Warden) y la de una mujer (Charlotte Rampling) que aparece en su vida en el mismo instante que decide llevar la demanda ante un juez que inclina su simpatía hacia la defensa. A pesar de la derrota del gigante, Veredicto final no es una película optimista. La lucha que expone ni es justa ni presenta igualdad de condiciones, lo cual vendría a explicar el por qué de la decepción que domina al protagonista a lo largo del metraje, una decepción nacida de las manipulaciones legales que habría visto en el pasado, cuando comprendió que sus ideales solo eran la fantasía de un inexperto e inocente abogado que no había entrado en contacto con el medio legal, donde la igualdad ante la ley es un aspecto teórico que no tiene cabida dentro de la realidad de la sala donde se exhorta al jurado a olvidarse de la verdad escuchada, como consecuencia de tecnicismos legales, y donde se permite tergiversar las palabras de sus testigos, a quienes se pone en duda sacando a relucir cuestiones que poco o nada tienen que ver con lo que se está juzgando.
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