La primera de las cinco colaboraciones del actor Sean Connery con Sidney Lumet se desarrolla dentro de una prisión militar británica ubicada en la aridez de Oriente Próximo durante la Segunda Guerra Mundial. En este recinto cerrado, dominado por el sol, por los abusos y por el sargento mayor Wilson (Harry Andrews), las normas se imponen por encima de cualquier cuestión que no sea la sumisa obediencia exigida por los carceleros. A partir de esta realidad, Lumet realizó en La colina (The Hill, 1965) otro ejemplar ejercicio de cómo filmar en un espacio acotado, a la altura de Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, 1956) o Punto límite (Fail Safe, 1964). En su interior se desarrolla la crítica hacia un sistema militar que denigra y somete al individuo hasta erradicar su conciencia individual. A este respecto, el emplazamiento donde se ubica la acción juega un papel decisivo al formar parte del control asfixiante y represivo que nace de la influencia ejercida por Wilson, cuyo comportamiento no tarda en chocar con la actitud y el rechazo de Joe Roberts (Sean Connery), sargento mayor degradado y condenado por desobedecer una orden directa de un superior. Desde el inicio de la película, se enfrentan dos maneras opuestas de entender un sistema que se puntualiza en el recinto penitenciario, en cuyo patio interior se alza amenazante la colina hecha de arena y del esfuerzo de las víctimas del sargento en jefe, cuya postura ideológica queda definida desde el momento en el que asoma en la pantalla. Se trata de un suboficial que se rige única y exclusivamente por ordenanzas que no interpreta y que lo convierten en un ser inflexible, en pensamiento y actos, convencido de que todo aquel que no se ciña a las reglas marciales merece ser destrozado y recompuesto a su imagen y semejanza. Esta idea de destrucción del individuo y de creación de un ser no pensante y sumiso es la que pretende llevar a cabo con Roberts, a quien odia porque considera que ha perdido el sentido del deber que según su principios guía a todo soldado. Opuesto a la visión irracional de Wilson se encuentra el desencanto que domina a Joe desde su llegada al infierno, acompañado de otros cuatro presos a quienes también humilla y obliga a escalar una y otra vez el montículo que simboliza su inexistencia individual. Un ejemplo de la ausencia del yo se observa durante la visita de los reos al doctor (Michael Redgrave) y este no realiza el reconocimiento médico, ya que para él todos parecen iguales y en perfectas condiciones para que Wilson dé rienda suelta a su intolerante interpretación de las normas castrenses. La ausencia de interés profesional y humano del oficial sanitario responde a su nulidad como profesional de la medicina, pero a lo largo del film queda claro que su comportamiento se debe a que su personalidad también se encuentra sometida a la de Wilson, quien ha asumido el poder hasta el extremo de transformar el presidio en la aberración que se perpetúa en la figura del ayudante Williams (Ian Hendry). A Williams se le encarga la custodia de los recién llegados y, desde su primer contacto con ellos, se le observa abusando de su condición de carcelero, sobre todo con Stevens (Alfred Lynch), el más débil del grupo, a quien tortura constantemente enviándole a la colina, hecha de sudor y sangre, hasta que el soldado sobrepasa el límite de su resistencia. La muerte de este soldado provoca algo impensable hasta entonces, la unión de los prisioneros en su protesta contra un crimen que los responsables pretenden hacer pasar por un accidente, aunque esta especie de amotinamiento no tarda en ser sofocado, cuando el sargento mayor encubre la responsabilidad criminal de Williams y la suya propia. En ese instante de imposibilidad, Roberts da un paso al frente y asume la necesidad de acabar con un infierno que no crea hombres, sino que los destruye para crear seres irracionales dispuestos a acatar cualquier orden sin plantearse el por qué o el cómo. De tal manera el ex-sargento se convierte en el primero en asumir su condición de ser pensante y, como tal, la lleva a la práctica, a pesar de las posibles represalias, rechazando el condicionamiento militar del que también reniega Jacko (Ossie Davis), su compañero de celda, a quien Wilson y Williams desprecian por el color de su piel. En este personaje recae uno de los momentos más hilarantes del film, cuando por sí mismo decide dejar de pertenecer al ejército que lo denigra como individuo, pero todas las interpretaciones de La colina resultan memorables, sobre todo la intensa lucha gestual y verbal que se observa en Connery y Andrews, ambos perfectos en sus papeles antagónicos.
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