martes, 20 de diciembre de 2011

El prisionero de Zenda (1937)

¿Qué sucede si uno se excede con el consumo de vino? Lo normal sería tener una buena resaca que convencería al más pintado para prometerse vanamente que sería la última, no obstante, existen casos más complejos que derivan del abuso de las sustancias etílicas, algunos poco frecuentes como el del príncipe Rudolf de Ruritania (Ronald Colman), quien además de caer bajo los efectos del alcohol el víspera de su coronación, ha sido drogado con una sustancia que algún despistado o traidor había mezclado con el zumo de la uva. Esta intoxicación crea un nuevo concepto de resaca, una consecuencia que le impide presentarse en la catedral donde tendría que ser coronado y donde le aguarda la flor y nata de la nación. Menuda faena, menos mal que por casualidades de la literatura de aventuras de siglo XIX, en concreto gracias a la imaginación de Anthony Hope, este futuro monarca se encontró por el bosque a un pariente lejano (que pasaba por allí en busca de pesca), a quien invitó a cenar; una sabia decisión y una suerte para el futuro rey, porque este primo lejano resultó ser su viva imagen, parecido que a la postre sería aprovechado por el coronel Zapt (C.Aubrey Smith) y el capitán Tarlenheim (David Niven) para utilizarle como doble del príncipe narcotizado. El Rudolf inglés (Ronald Colman) resulta ser un tipo comprensible, valiente y leal, que acepta sustituir a su pariente durante un día, dando al traste con los planes de Michael el negro (Raymond Massey), el hermanastro del verdadero príncipe y el artífice de un complot con el que pretendía conseguir la corona. La aparición en la celebración del falso príncipe retrasa sus aspiraciones, sin embargo, algo le huele a podrido en Ruritania, por eso Michael, sorprendido y desilusionado, envía a Rupert Hentzau (Douglas Fairbanks, Jr.), un tipo más amoral que él, a investigar lo ocurrido. El prisionero de Zenda (The prisioner of Zenda) transita entre la aventura, la intriga palaciega y el romance, que en esta producción cobra mayor relevancia que en otras inscritas dentro del género (incluyendo el posterior remake que realizaría Richard Thorpe). En realidad podría decirse que John Cromwell desvió parte de la aventura hacia esa historia de amor imposible que surge entre el falso rey y la princesa Flavia (Madeline Carroll); por dicho amor, Rudolf desea abandonar inmediatamente el país, porque es consciente de la imposibilidad de sus sentimientos. Sin embargo, Hentzau ha secuestrado al verdadero rey, circunstancia que obliga al coronel a solicitar a Rudolf que continúe interpretando un papel que no desea, y que se niega a seguir asumiendo hasta que cae en la cuenta de que si abandona, Flavia tendrá que casarse con Michael (¡y por ahí no pasa!, porque puede asumir que se case con el otro Rudolf, pero no con el hermanastro de éste). A partir de ese instante, El prisionero de Zenda (The prisioner of Zenda) propone una intriga en la que ambos bandos conocen la verdad, pero sin que ninguno de ellos pueda descubrir el juego del enemigo en público, así pues las piezas empiezan a moverse sin que nada ocurra, salvo la confirmación del sentimiento que une a Rudolf y a la princesa Flavia, el mismo que crea la lucha interna en la mente del falso monarca, quien en todo momento se muestra como un hombre de honor, cuya conciencia no le permitiría hacer lo que otros harían en su lugar: apoderarse de todo y quedarse con la chica. Pero Rudolf no podría vivir con una traición semejante, por eso arriesga su vida para encontrar al verdadero rey, eso sí con la inestimable ayuda de Antoinette de Mauban (Mary Astor), una mujer enamorada que sí traiciona, porque antepone el amor a cualquier otro sentimiento.

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