lunes, 24 de junio de 2024

Cabalga con el diablo (1999)


El amor entre Jake (Tobey Maguire) y Jack Bull (Skeet Ulrich) en Cabalga con el diablo (Ride with the Devil, 1999) aparece insinuado y solo puede darse disfrazado de la amistad que les une, que es otra manera de expresar un sentimiento de comunión diferente al que pueda darse en la pareja, pues carece del componente sexual que se añade en la relación que se establece entre dos hombres en las más lograda Brokeback Mountain (2005). Pero en ambos casos, se impone la imposibilidad de que el amor pueda ser más allá del ideal o de un instante compartido, como apuntan también las dos relaciones amorosas sobre las que giran Tigre y dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon, 2000) y la que se descubre igual de imposible en Hulk (2003), debido a la imposibilidad de Bruce Banner de controlar su doble condición de Jekyll y Hyde. De ese modo, el amor, su ideal a veces hecho carne y otras solo posible en la distancia del pensamiento, va asomando en lo mejor de Ang Lee, que en Cabalga con el diablo sitúa a sus personajes en plena guerra de la Secesión, enfrentando a guerrilleros rebeldes y federales en Missouri. Otros temas que asoman por la pantalla son el racismo, la xenofobia o cómo la guerra desata el salvajismo humano, pero Lee se decanta por el lado más humano, aquel que une en lazos de amistad, como los de Holt (Jeffrey Wright) y Jake, quien se casa con Sue Lee (Jewell) para que esta joven, madre soltera, mantenga su reputación intacta. Violenta, sangrienta, así es la guerra. Hombres enfrentados, mujeres quienes también se ven afectadas por la contienda y adolescentes como Jake, en busca de su identidad en un tiempo de imposibilidad que le obliga a cuanto no desea, que le arrebata a su amigo, a su amor platónico…



viernes, 21 de junio de 2024

Arte, artificio, artificiosidad


El arte bien puede ser una pose o una impostura, que la postura idealizada y magnificada del pensamiento que tiende a idealizar y a magnificar, cuando no llega a comprender en su totalidad lo que siente ante las formas, apariencias y expresiones artísticas. El arte se siente en sus formas, no cabe duda, en lo que estas velan y desvelan, en la comunicación que establece entre lo contemplado y quien lo contempla, lo piensa, lo rechaza o lo hace suyo, a veces sin saber explicar el porqué. El arte es tanto la obra como la comunicación que se establece entre el creador y el receptor del artificio que puede emocionar de diversas maneras. No cabe duda que la reacción emocional, la respuesta ante la creación, forma parte del arte; y no pocas veces, la emoción se exterioriza debido al artificio del cual se vale el artista para crearse como obra. Se inventa como personaje, se diseña y abraza la artificiosidad para llamar la atención sobre sí y de ahí hacia su otra obra, la que propiamente se dice artística. Hablamos de estética del arte, pero, a veces, es imposible distinguir en qué consiste, si prioriza el artificio o la emoción, si como parte de la expresión artística ambas se hacen una o incluso que ambas dependan de la relación del artista con su época, consigo mismo y con lo inexplicable que lleva dentro. Cada época exige formas diferentes, aunque no dejen de ser expresiones de los mismos conflictos. Los artistas también mudan sus formas, sus apariencias externas pasan a ser importantes en algún punto de la historia. Algunos ni siquiera son conscientes de que su facha vende entre un público que se deja arrastrar por la apariencia; otros quieren vender a toda costa su imagen artística, la que irá asociada a su propia obra, de la que él mismo será parte. En esto, quizá Salvador Dalí y Andy Warhol sean dos de los grandes ejemplos del arte del siglo XX. Sus imágenes son inmediatamente reconocibles y, como parte de su obra, son producto de venta, de crítica, de discusión, de admiración, de rechazo; pero ¿quiénes son los individuos tras el disfraz? En realidad, aunque dudo que artista y persona puedan separarse al habitar en el mismo cuerpo y mente, poco interesa al consumidor de arte el quién verdadero, puesto que lo que conoce y valora no es a la persona desconocida que va al baño, mastica, suda en la cama o se baba en la almohada, sino que juzga la imagen estudiada y proyectada para provocar una reacción y la obra a la que da forma. Esto es lo que gusta, disgusta o deja indiferente, estado que el artista no persigue con su arte, su artificio y su artificiosidad…



jueves, 20 de junio de 2024

La escafandra y la mariposa (2007)

Basándose en su propia vivencia, Jean-Dominique Bauby describió en su libro La escafandra y la mariposa el encierro en el que se descubrió tras varias semanas en coma. Afectado por el “síndrome de cautiverio”, le informaron, se vio preso y, como tal, ansiaba su liberación. Deseaba dejar de vivir aislado, como si una escafandra le apartase del mundo al que regresa gracias a la movilidad de su mente, similar a la de una mariposa que vuela más allá de los barrotes que no logran encerrarla. A pesar de su parálisis total, solo podía mover el ojo y el párpado izquierdo, su pensamiento y su inventiva trabajaban en plenitud y logró dictar cada palabra de su libro testimonio, el de una situación al límite de la vida, después de querer morir ante la imposibilidad en la que se descubrió tras despertar del coma. Este personaje real, que dejó su testimonio por escrito, es la inspiración y la imagen de la que bebe Julian Schnabel en La escafandra y la mariposa (Le Scaphandre et le Papillon, 2007), cuyo protagonista, como el Jean-Dominique real, se encuentra inmovilizado, atrapado en su cuerpo, aislado del mundo. Para alguien que puede oír, sentir, pensar, incluso ver, el comprender que, aparte de su ojo izquierdo, el resto de su cuerpo no puede comunicarse ni relacionarse con el exterior, resulta estremecedor y demoledor en extremo. ¿Es vida?, se pregunta mientras la imposibilidad se afianza, pues todavía no tiene en cuenta que hay algo en él muy vivo y dispuesto a volar: su imaginación y su memoria. Descubrir la movilidad de ambas le posibilita una nueva perspectiva a su cautiverio físico en un cuerpo paralizado de la cabeza a los pies. Ha sufrido un infarto cerebral, del que despierta al inicio de esta espléndida película que nos acerca la realidad y la fantasía del paciente a través de la cámara subjetiva, de la ensoñación visual y de la voz interior del personaje principal.

Jean Dominique (Mathieu Almaric) mantiene su capacidad de pensar intacta, pero es incapaz de hablar, por lo que la comunicación con el mundo exterior desaparece hasta que Henriette (Marie-Josée Cruze), la logopeda del hospital, encuentra un método con el que mantener un diálogo con su paciente. Ese primer instante, el despertar físico de Jean Dominique, lo descubre aislado; no por deseo, sino por la imposibilidad del síndrome del cautiverio que padece, del cual le informa el doctor (Patrick Chesnais) que le explica que el suyo es un caso extraño, pero que existe la esperanza. Pero ¿de qué esperanza habla?, podría responder el protagonista, en caso de poder hacerlo. Pues la realidad que vive le convence de lo contrario. La desesperanza le lleva a expresar, mediante el sistema desarrollado por la terapeuta, <<quiero morir>>, un deseo que violenta a la profesional, probablemente el enfado se deba a su educación católica —que descarta el suicidio como posibilidad aceptable—, más que por su afán de ayudar al prójimo. El deseo de Jean Dominique plantea el derecho a elegir del paciente; lo sitúa en una situación similar a la que describe José  Luis Sampedro en su libro Cartas desde el infierno. No obstante, el derecho a la eutanasia no es el tema de La escafandra y la mariposa, pues, planteado el conflicto, Schnabel lo desecha para dar prioridad a la imaginación del paciente, que decide escribir el libro que tenía pensado antes de sufrir el ataque. Así, Schnabel tiene acceso a la memoria, a la fantasía y a la realidad, mezclando los tres espacios en una película sensible, desbordante, íntima en su viaje al interior de su protagonista, cuya voz nos guía por su pensamiento y su experiencia, la cual siente como una olla a presión, pero en la que encuentra un hueco por el cual fugarse, aunque solo sean instantes fugaces. <<La olla a presión podría ser el título de la obra de teatro que quizá escriba algún día basándome en esta experiencia. También he pensado en bautizarla El ojo; y claro, La escafandra. Ya conocen la intriga y el decorado. Una habitación de hospital en la que el señor L, padre de familia, en la flor de la vida, aprende a vivir con el “síndrome de cautiverio” producido por un grave accidente cardiovascular. Ambicioso, un tanto cínico, hasta ahora ajeno al fracaso, ahora el señor L aprende a enfrentarse al desamparo. Se podrá seguir este lento cambio mediante una voz en off que reproduce el monólogo interior del señor L. Ya tengo en mente la última escena. Es de noche, de pronto, el señor L, inerte desde que se ha levantado el telón, aparta las sábanas y la manta. Se levanta de un salto, da una vuelta a la habitación, bañada en una luz irreal. La oscuridad inunda de nuevo el escenario y se oye por última vez el monólogo interior del señor L: Mierda, estaba soñando>>.



miércoles, 19 de junio de 2024

La reina Margot (1994)

La Reforma desató la Contrarreforma, dividió la Iglesia católica en católicos y protestantes —luteranos, calvinistas, anglicanos—. La ruptura no cuajó en países como España, Portugal o los estados italianos, su población estaba totalmente condicionada y su monarquía no presentaba fisuras, por lo que no sufrieron la tempestad protestante en la intensidad vivida en los territorios alemanes, en Suiza, en Inglaterra, en los Países Bajos, por entonces parte de la corona española, o en Francia, donde los hugonotes y los católicos se enfrentaban en un sangriento desencuentro que deparó la matanza de la noche de San Bartolomé. Patrice Chéreau la representa en La reina Margot (La reine Margot, 1994), una de las grandes coproducciones europeas (franco-alemana-italiana) de finales de siglo XX, en la que contó con un reparto de lujo y la colaboración de Danièle Thompson en el guion, adaptación de la novela de Alejandro Dumas. Isabelle Adjani, Daniel Auteuil, Jean-Hughes Anglade, Vincent Perez y Virna Lisi son cabeza de cartel de esta lujosa reconstrucción histórica del periodo de guerras religiosas en Francia (1562-1598) que Chéreau centra en 1572, año de la famosa matanza de protestantes ocurrida en Paris el 24 de agosto. Para situar el contexto, se introduce la leyenda explicativa que apunta que los católicos están liderados por el duque de Guisa y los protestantes por el almirante de Coligny. También explica que Catalina de Médicis, católica, se encuentra al mando del país: <<Fue reina, luego regenta, y ahora gobierna en nombre de su hijo, el frágil rey Carlos IX. Su hijo Anjou es su favorito y el consentido Alençon es el más joven de todos. Pero será su hermana, la bella Margot, la que se sacrificará por la paz del reino casándose con el protestante Enrique de Navarra. De esta manera, espera que los bandos de Guisa y Coligny se reconcilien.>> El rey navarro acaba adjurando de su protestantismo, para salvar su vida tras la masacre que acaba con unas seis mil vidas, y abrazando definitivamente el catolicismo cuando, tras la muerte de Enrique III y Francisco II, suba al trono de Francia, como Enrique IV, instaurando de ese modo la dinastía borbónica en la monarquía francesa. Con el tiempo, Navarra dejará de ser reino y se convertirá en cuna católica-carlista, pero, en ese momento del siglo XVI, su monarca es protestante y acepta su matrimonio con la hermosa Margarita de Valois (Isabella Adjani), obligada por su hermano, el rey Carlos (Jean-Hughes Anglade), débil, sí y, por ello, se deja arrastrar y da la orden que depara la matanza que se avecina, y por su madre (Virna Lisi) a casarse con un hombre a quien no ama y a quien, entre la nobleza católica francesa, se le considera un monarca de segunda. Incluso, para Margot, parece serlo, quizá inicialmente se plantee ¿qué es su marido, en comparación de Guise (Miguel Bosé), su amante? Aparte de su fogosidad carnal, Margot es víctima de la política de estado y una mujer cuyos principios le empujan a intentar salvar a su marido, aunque, para ella, sea apenas un extraño a quien le han unido en contra su voluntad. Cuarta adaptación cinematográfica de la novela de Dumas, La reina Margot arranca el día de la boda de la heroína y Enrique, celebración en la que introduce la conflictiva situación que se apunta en la catedral donde se celebra y la fiesta palaciega durante la cual los enfrentamientos, el rechazo y el sexo marcan la jornada. Allí, entre los invitados a la ceremonia, hay católicos y protestantes, verdugos y víctimas, intolerancia y fanatismo, carnalidad, celos e intereses que deparan la masacre que Margot condena; y de la que salva a Enrique y a La Môle (Vincent Perez), el protestante con quien comparte intimidad callejera la noche de su boda. El rechazo de la ya reina navarra y su condena a los asesinatos y asesinos, su propia familia y su antiguo amante, de Guise, convencen a su madre para encerrarla en el Louvre, palacio-prisión donde también se envía al Borbón a quien desea ver muerto para, según ella, proteger a sus hijos…



martes, 18 de junio de 2024

Danton (1982)

Las revoluciones liberales de Estados Unidos y Francia estuvieron sobre todo en manos de abogados y médicos o, dicho de otro modo, en manos de legisladores y sanadores de carrera. Eran miembros de la burguesía, gente supuestamente culta, privilegiados económicos que habían tenido acceso a estudios primarios, secundarios y superiores, que creían estar preparados para algo más que ejercer de comparsas de un orden político en el que no se encontraban. No era el suyo. Buscaban mayor presencia política en el panorama nacional, aunque el país norteamericano todavía no era una nación cuando los Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, que no eran abogados, y los John Adams, Alexander Hamilton, John Jay o James Madison, que sí lo eran, se decantaron por poner fin a su identidad británica, pues la City quedaba lejana y las exigencias del gobierno de Jorge III no eran de su agrado. También en las no liberales se da el caso de que la abogacía y la medicina mandan. La revolución bolchevique encontró a su líder en Lenin, que era abogado de carrera, aparte de miembro de la pequeña nobleza, y la cubana lo halló en Fidel Castro, quien también se había licenciado en Leyes, secundado por el ambiguo Ernesto “Che” Guevara, mitificado en camisetas y banderines, que era hijo de familia bien, así como médico por estudios y revolucionario de profesión. Ya en China, Mao, que era hijo de un terrateniente, no llegó a terminar ninguno de los estudios que inició, entre ellos Derecho, quizá porque ya desde temprana edad se considerase un intelectual autodidacta, suficientemente preparado para cambiar la Historia de su país, aunque, para desgracia de millones de compatriotas suyos, la historia se encargaría de demostrar que era otra cosa. En todo caso, estos y otros revolucionarios tienen en común su origen acomodado, su pertenecían a la burguesía rural o a la urbana, que era la clase que se impondría a partir de la Ilustración de los Diderot, Voltaire, Montesquieu, Rousseau… Ellos iluminaban y empujaban hacia el cambio que pretendía un mundo más razonable, culto, tolerante, justo y humanitario. Mas una cosa es la ilustración y la razón teórica y otra la práctica política en la que, a menudo, la razón se olvida y se sustituye por la irracionalidad que depara momentos tan oscuros como el Terror que se impuso tras la revolución francesa.

Cualquier poder revolucionario teme la contrarrevolución. Hay sobrados ejemplos, incluso en el ámbito eclesiástico, que no deja de tener su componente político, pero el ejemplo revolucionario que da pie a Danton (1982) es el más popular e idealizado gracias a su trinidad —libertad, igualdad, fraternidad— o, mismamente, a su himno La marsellesa. También en este, los cabecillas eran hombres de carrera, burgueses que guiaron al “pueblo” en su descontento. Fueron los Robespierre, Marat o Danton y no la Libertad, inmortalizada en la figura de la mujer pintada por Delacroix, quien guió a las masas. Fueron líderes de carne y hueso, personas como ellos quienes levantaron la tormenta que puso fin a la monarquía francesa. Los líderes revolucionarios estaban llamados a ser la nueva aristocracia, que ya no sería nobiliaria, sino burguesa. Esta nueva clase dominante corría el riesgo de ser prácticamente igual de exclusiva y elitista que la anterior; incluso dictatorial, como apunta Danton (Gérard Depardieu) en un momento puntual de su juicio, cuando afirma que han traído una dictadura peor que la anterior. Y concluye: <<por miedo al tirano, se han transformado en tiranos>>. Era una nueva tiranía y en ella no iba a tener cabida el llamado pueblo o tercer estado: proletariado y campesinado. En Francia, sonaban “libertad, igualdad, fraternidad”, pero la realidad que se impuso fue la de los Comités revolucionarios que pretendían controlar al pueblo y amedrentarlo. Había que dar ejemplo, poner fin a cualquier brote contrarrevolucionario, existiese o no. El Terror se impuso porque existía terror por parte de quienes asumieron el Poder. La Convención y los ciudadanos eran títeres en sus manos y, en la práctica, la República naciente y burguesa no era una democracia ni un Estado de Derecho; tal como apunta el cierre de imprentas que claman contra los abusos de los Comités.

La Revolución cambiaba la historia de Francia. Lo consiguió gracias al levantamiento de las masas populares, pero no contó con que la fuerza revolucionaria se descontrolaría a base de miedo a verse frenada. Y ese temor a la pérdida de lo conseguido, a la contrarrevolución, radicaliza a sus líderes, que inician la caza de brujas llevada a cabo por el Comité de Salud Publica, una especie de Inquisición laica, que abre el periodo de Terror que Danton desea poner fin; a pesar de que él mismo fue uno de los fundadores de los tribunales revolucionarios donde se decidía “legal” y popularmente a quién cortar la cabeza. El abogado Robespierre, el estudiante de Derecho Saint Just y Marat, que era médico, han pasado a la historia como la figuras negras de aquel momento, mientras que el cine mira con buenos ojos a Danton en Las dos huérfanas (David Wark Griffith, 1921) y en Napoleón (Abel Gance, 1927), en las que aparece como el revolucionario justo condenado por el terror desatado, pues todo poder nacido de la fuerza bruta lo emplea para sobrevivir e imponerse a la reacción; algo así como el fin justifica los medios, entre los que se cuenta la policía secreta de Robespierre y la guillotina a la que el Comité de Salud Publica, vaya eufemismo, envía a supuestos enemigos de la República. Abogado de profesión, Danton, conocido como uno de los indulgentes, es acusado por dicho Comité y por el de Seguridad General. Su proceso y su ejecución fueron representados en teatro y cine, medio este en el que quizá su ejemplo más famoso sea el realizado por Andrzej Wajda, a partir de la obra teatral de Stanislawa Przybyszewska —que dio pie al guion de Jean-Claude Carrière—, en Danton, lujosa producción en la que el cineasta polaco narra los últimos momentos en la vida del héroe revolucionario a quien se acusa de corrupción y conspiración, acusaciones infundadas, pero necesarias para enviarle a la guillotina que la cámara de Wajda muestra al inicio de un film cuyo diseño de producción está a la altura de los personajes y de los temas planteados; los cuales podrían resumirse en el miedo a perder el poder, ese miedo que desata la violencia y el terror de Estado que borran la libertad de expresión y cualquier otro vestigio democrático, el mismo temor que, sin ser consciente, abre la puerta a la posterior dictadura napoleónica

El discurso de Danton (Gérard Depardieu), ante el tribunal que le juzga en una farsa —ha sido condenado de antemano por los miembros del Comité, tras el visto bueno de Robespierre (Wojciech Pszoniak) y Saint Just (Boguslaw Linda)— y el pueblo que se reúne en la sala, apunta algunas de las ideas que la película desvela a lo largo de su metraje. Danton dice: <<Quieren haceros creer que el proceso ha terminado, cuando no ha hecho más que empezar. Cuanto más valor tiene un hombre, más encarnizan para que muera. Este método es infalible […] Cuando deciden aniquilar a un hombre le imputan todos los crímenes. Este método es viejo como el mundo, pero compruebo que en estos tiempos modernos ha mejorado. Pretenden que olvidemos la Ley so pretexto de servirla. Quieren hacernos creer que el miedo que siempre acompaña al Poder ha desaparecido. Los hombres honestos han molestado siempre a la política. Hoy más que nunca. ¿Por qué quieren matarme? Solo yo puedo responder a eso. Quieren matarme porque soy sincero. Hay que matarme porque digo la verdad y la verdad les da miedo. Esas son las razones que les inducen a condenarme. A ejecutar a un inocente>>.



lunes, 17 de junio de 2024

Agustín de Foxá, Madrid de corte a checa

Escritor y diplomático, Agustín de Foxá nace en Madrid, en 1906, en el seno de una familia aristocrática, monárquica y tradicional. Treinta años después, el levantamiento militar que inicia la guerra civil le toma en la capital española, de la que sale en agosto de 1936. Enviado por el gobierno republicano a Rumanía en misión diplomática, aprovecha la oportunidad para pasarse al otro lado. Así, llega a Salamanca y se pone al servicio de la propaganda franquista. De aquel momento surge Madrid de corte a checa, su única novela, en la que no duda en posicionarse. Uno de los aciertos del texto, aunque no sea intención de su autor, reside en generar atracción y rechazo hacia su persona. Escrita en 1937, Agustín de Foxá crea una crónica novelada que se lee en un suspiro, de capítulos cortos y de recorrido histórico que va esbozando el panorama que se vive en la capital española. Su perspectiva y su escritura generan conflicto entre su postura falangista, tradicionalista y elitista —considera al proletario inferior a la aristocracia en gusto, en formación, en comportamiento, en tolerancia, etcétera—, y la excelente narrativa que divide en tres partes. En ellas narra y apunta distintos sucesos de la década de 1930 en la ciudad castellana, desde las postrimerías de la monarquía borbónica hasta los primeros meses de la guerra civil; en concreto hasta el invierno de 1937. Esto supone pasar por distintas situaciones y personajes reales, desde los presidentes republicanos Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña hasta el poeta comunista Rafael Alberti, pasando por el monárquico Calvo Sotelo, el falangista José Antonio Primo de Rivera o los socialistas Largo Caballero e Indalecio Prieto. El escritor, simpatizante de Falange y de origen aristocrático, nunca esconde su postura ideológica y desarrolla su historia, inspirada por situaciones vividas, concediendo el protagonismo al desencanto de José Félix, un joven de familia monárquica que inicia su recorrido simpatizando con la intelectualidad republicana, aquella que prepara la revolución que no se produce porque el rey Alfonso XIII se ve en la delicada situación que le convence para abandonar España, dejando vía libre a la burguesía liberal y a los socialistas. En abril de 1931, instauran la República con la que, salvo los borbónicos, inicialmente las distintas fuerzas políticas muestran su contento; quizá porque se abría ante todas ellas la posibilidad, aunque esta fuese distinta según la tendencia. Pero esa felicidad, tal que cualquier estado feliz, es efímera. Un espejismo que desaparece poco después de su visualización.

Los títulos de cada una de las tres partes que componen Madrid de corte a checa, Flores de lis, Himno de Riego, La hoz y el martillo, señalan en manos de quien está la capital española: la monarquía agonizante, los republicanos, a quienes el autor acusa de arribista y culpables del ambiente chabacano que se impone definitivamente con el dominio de los comunistas que asoman en la tercera parte. Si bien Foxá no simpatiza con los republicanos, no ve en ellos la amenaza y el terror que traen consigo los “marxistas” en el Madrid de los primeros meses del conflicto bélico; de cuyo comportamiento Foxá se aprovecha para intentar legitimar su postura y su propaganda. No pasa por alto las checas, ni los tribunales populares, ni los paseos en los que se asesinan a inocentes o culpables de simpatizar con los “facciosos”. La vida ya no vale nada en ese Madrid “rojo”. Insiste en ello, como también lo hace en el comportamiento de los milicianos. Su protagonista es testigo de cuanto sucede; y si no, el narrador se encarga de entrar allí donde aquel no es testigo. Claro que en todo momento el omnisciente se muestra parcial. No duda en expresar ideas y conclusiones. El narrador-Foxá asume una postura anticomunista y elitista; pero más que falangista es tradicional, aunque no carlista. Añora el pasado, el Madrid monárquico idealizado en la infancia. Lo mismo le sucede a José Félix, cuyo ilusión por la democracia republicana se apaga al descubrirla diferente a sus promesas de mejora y empieza a sentir nostalgia del ambiente de aquella ciudad cortesana de sus primeros años. Descubre, o así lo siente, que los cambios son a peor; de modo que el joven intelectual, que al inicio es un universitario que frecuenta las tertulias de Valle-Inclán —junto con Galdós, una de las inspiraciones literarias de Foxá— y los círculos republicanos, va de decepción en decepción; y la más importante no es política, sino sentimental: descubre que la mujer amada se ha casado, o la han casado, como afirma la propia Pilar. La relación de ambos sirve para introducir el folletín a la par de la historia que camina hacia la rebelión militar y la revolución popular, hacia el choque en el que el autor y su personaje principal se posicionan sin disimulo, acusando del mal que asola a los republicanos y, ya en guerra, a los comunistas, pues, para el escritor madrileño, ya todos los leales a la República lo son o están bajo el dominio rojo…



sábado, 15 de junio de 2024

Carne de fieras (1936)

La leyenda que introduce Carne de fieras (Armand Guerra, 1936) explica que <<se filmó en Madrid en el verano de 1936 a comienzos de la guerra civil española. Finalizado el rodaje, la producción se interrumpió y el negativo permaneció guardado durante cincuenta y seis años sin montar. Al no haberse encontrado el guion original, la versión de 1992 se ha hecho siguiendo las instrucciones de las claquetas y del fragmento del copión conservado.>> El resultado del montaje depara un film de evasión, más o menos fiel al que pudo ser en mente de su responsable, el director Armand Guerra, anarquista y trotamundos, quien no tardaría en acudir al frente para filmar escenas que posteriormente serían proyectadas bajo el título Estampas de guerra (1937). Probablemente, que no se montase la película fue debido al propio periodo de rodaje, a las prioridades e intereses que surgieron a raíz de la sublevación militar del 18 de julio y de la revolución libertaria que se desató a continuación. La idea de la película había surgido en junio, cuando el espectáculo erótico-circense de Marlène Grey atraía a curiosos de la capital española y llamó la atención de Arturo Caballero, que acabaría produciendo el film. Por entonces, España entraba en su periodo más conflictivo del siglo XX, aunque todavía no había guerra, solo enfrentamientos callejeros que iban sumando muertos y acusaciones, también amenazas, en las Cortes; mientras, en las sombras, el general Emilio Mola preparaba el golpe militar, buscando el apoyo de carlistas, monárquicos e incluso falangistas, que en voz de José Antonio Primo de Rivera habían dejado claro su intención de no pactar con militares ni conservadores —cambiarían de opinión—, y el joven Santiago Carrillo llevaba a las Juventudes Socialistas hacia la bolcheviquización y radicalización que, en apariencia, presumía ser la materialización del discurso de Largo Caballero. Entremedias, los anarquistas se preparaban para su revolución libertaria y la izquierda republicana se veía superada por los acontecimientos y por su falta de decisión y acción para ponerles fin. La guerra estalló poco después. Era el inicio de casi tres años de conflicto bélico y de asedio a ciudades como Madrid, que resistiría el cerco “nacional” hasta el final de la guerra. Aquel verano-otoño del 36, Madrid (y otras ciudades de la península como Barcelona, controlada en mayor parte por los anarquistas hasta mayo de 1937) vivía la rebelión y la revolución a flor de piel, pero ni en esta película ni en Aurora de esperanza (Antonio Sau Olite, 1937), rodada en la Ciudad Condal, se dejan notar la crispación y la violencia callejera desatada al inicio del enfrentamiento armado.

En un instante tan conflictivo, un film como Carne de fieras no sería prioritario para la propaganda, ni para los intereses que se imponían en un entorno de creciente influencia comunista y de pérdida de control republicano; como indica el pesimismo de Azaña o la falta de unidad y serenidad de los primeros días. Tampoco parece una producción anarcosindicalista, sino una burguesa que cuenta la historia de Pablo (Pablo Alvárez Rubio), un boxeador de buen corazón que cae derrotado en el ring y en la vida, pero que no tarda en levantarse y sobreponerse a su fallida relación matrimonial. Descubre que Aurora (Tina de Jaque), con quien está casado, le engaña. Así que le exige el divorcio, el cual había sido aprobado en 1932, tras una dura disputa en las Cortes. Pero el púgil no está solo, cuenta con la amistad de Picatoste (Alfredo Corcuera), que también es su promotor, y el cariño de “Perra gorda”, el niño huérfano que se define a sí mismo como <<un bichito del arroyo>> y a quien Pablo salva de morir ahogado en el parque del Retiro. El adulto lo acoge en su hogar e inicia una relación paterno-filial que introduce con calzador el mensaje social de acogida y de solidaridad con <<los niños del arroyo>>.

Lo único que no parece forzado son las escenas de desnudo de Marlène (Marlène Grey), cuando exhibe y danza su cuerpo entre las fieras que Monsieur Mack (George Mack) mantiene a raya durante el espectáculo erotico-circense. En ese instante, también la cámara se centra en Pablo, a quien se le cae la baba y se le enciende el deseo. Pero, más allá de estos instantes, la propuesta de Guerra poco tiene de revolucionaria; y nada de libertaria. No semeja un film anarcosindicalista ni que su rodaje se desarrolle en un tiempo tan complejo, caótico, vengativo y sangrienta. El Madrid cinematográfico de la época asoma tranquilo, incluso idílico, nada apunta que fuera de la pantalla haya rebelión, revolución, registros, checas, bombardeos, muerte… Y no lo parece porque los ambientes recreados no apuntan ningún conflicto; ni siquiera el drama de Pablo presenta alguno. Todo suena tan forzado y simple que se comprende que la intención no era más que llevar a la pantalla el espectáculo de Grey y Mack, un espectáculo osado para la época e impensable en el periodo franquista. En el cine anarcosindicalista del periodo bélico hay una intención de enseñanzas, más que de adoctrinamiento y exaltación —eso sería más acorde al cine franquista de posguerra—, pero en este film escrito y dirigido por Guerra no asoma el didactismo de otras producciones anarcosindicalistas tal que Barrios bajos (Pedro Puche, 1937), ni el reportaje documental, tal que Barcelona trabaja para el frente (1937). Es una salvedad, como también pueda serlo el drama social Aurora de esperanza. En todo caso, Carne de fieras resulta irregular, más de lo mismo, conservador e incluso aburrido en la mayor parte de su metraje. Por los ambientes en los que se mueve y por sus personajes parece un film que busca la evasión de su público. De haberse estrenado en su época, quizá lo hubiese logrado o no lo consiguiese, pero ahora resulta una curiosidad cinematográfica que, entre sus intereses melodramático-festivos, inserta ese mensaje social en la presencia del niño sin hogar ni padres…



viernes, 14 de junio de 2024

Déjame salir (2017)

Entre el suspense, el terror y la comedia negra, reverso oscuro de Adivina quien viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, Stanley Kramer, 1967) y Los padres de ella (Meet the Parents, Jay Roach, 2000), con un toque de “científico chiflado”, Déjame salir (Get Out, Jordan Peele, 2017) intenta atrapar jugando con los tópicos y con la cámara, con los primeros planos y las notas musicales que anuncian amenaza o la generan mientras parece que quiere hablar de una sociedad liberal atrapada en fobias, distancias y odios que oculta, igual que esconde la desigualdad y temores que se mitigan tras una fachada apacible y ordenada. No hay nada nuevo en la idea de que el individuo despierta a su realidad y esta le genera angustia, ni que existe un carácter reaccionario tras las apariencias liberales, pues el humano y lo humano aspira a permanecer y reacciona contra el cambio que, en la distancia, anuncia su final, el cual solo sería posible impedir si se lograse detener el tiempo. Quizá debido a ello también el film sea todo apariencia y ofrezca un suspense milimétrico, cuadriculado, ideado para gustar; es decir: para provocar en su público algún sobresalto y generarle la sensación de tensión y de estar atrapado, la que supuestamente transmite la estancia de Chris (Daniel Kaluuya) entre los blancos que se lo subastan sin que él lo sospeche, aunque sepa que en esa tranquila residencia sucede algo extraño, perturbador. Cada golpe de efecto, de música, de cámara empleados por Jordan Peele se saben preparados para causar una impresión y generar una reacción…

Acción y reacción parecen ir unidas y la reacción de los blancos de Déjame salir parece ser la consecuencia de que, como apunta uno de los personajes que acude a la subasta, <<el negro está de moda>>. Siempre habrá quien tema, quien aspire a vivir para siempre, quien viva mirando al pasado y gente que quiera traer tiempos pretéritos al presente, porque se aferra a la tradición en la que ubican el paraíso perdido; ese tipo de gente teme y rechaza los cambios. Su miedo a sentirse desplazados, desubicados, le lleva a la irracionalidad y puede que al odio. Anclada en la ignorancia y en las diferencias socioeconómicas, la sociedad estadounidense es ambigua: liberal y reaccionaria al mismo tiempo, lo cual produce la colisión de opuestos. Aparentemente, en Déjame salir blancos y negros cohabitan en armonía. Así parece atestiguarlo la pareja interracial Chris y Rose (Alison Williams) antes de acudir a la casa de los padres de ella, donde el protagonista sospecha y, de algún modo, se siente amenazado. La cámara se encarga de anunciarlo, en primeros planos que delatan sorpresa y temor, en las miradas o en los intercambios de planos que, a través del montaje audiovisual, insisten en la sospecha, en la idea de que la familia oculta algo. Su comportamiento se antoja  anómalo y su racionalidad, irracional. Aprovechando la aparente bienvenida familiar y la quietud del entorno a donde llega la pareja, Peele enturbia el ambiente y crea una atmósfera amenazante que anuncia que el peligro se cierne sobre el héroe, pues eso es lo que este superviviente que cae en manos devoradores dispuestos a pagar por poseer su cuerpo, su vitalidad, su flexibilidad, la que supongo le permite llevar sus orejas hasta las manos (o viceversa) que tiene sujetas al sillón en el que Chris despierta a la pesadilla que Peele hace sospechar desde la escena de apertura de su primer largometraje…



jueves, 13 de junio de 2024

Wonder (2017)

A diferencia de los personajes de El hombre elefante (The Elephant Man, David Lynch, 1980) y Máscara (Mask, Peter Bogdanovich, 1985), el niño de Wonder (Stephen Chbosky, 2017) vive en una sociedad protectora que aboga por la integración y por la diversidad. Esto significa que, en teoría, no se le cierran las puertas a la normalización a la que nunca tendrá acceso el hombre elefante o por la que lucha la madre de Rocky en el film de Bogdanovich, cuando pretende que su hijo sea aceptado en la escuela pública. En ambos casos, se trata de individuos sensibles e inteligentes. No hay nada que no sea normal en ellos, salvo su desfiguración facial, la que los demás observan y juzgan, la que la mayoría rechaza. Ese rechazo discrimina; es decir: aparta, aísla, hiere y, de darse en la Esparta clásica o en la Alemania nazi, podría ser mortal. Pero a Auggie (Jacob Tremblay) se le concede la oportunidad que se le niega al hombre elefante y a los personajes circenses de La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1933), condenados a ser atracciones de feria debido a sus particularidades físicas. Para ellos nunca habrá posibilidad, su integración será imposible porque no existe la idea social de integrarlos. No hay disposición por parte de la comunidad y carecen de apoyo familiar. No tienen familia, núcleo donde se produce el primer contacto emocional y social del individuo antes de su acceso a un entorno más amplio, por tanto, de mayor diversidad y complejidad. Por contra, la de Auggie sí será posible, primero porque cuenta con el amor de sus padres y de Via (Izabela Vidovic), quien, como adolescente, también tiene sus problemas —ella misma nos hace partícipes de ellos cuando asume la voz narrativa de la película—, la sensación de soledad, de insignificancia, más que de rechazo, de búsqueda de su lugar en el universo adolescente tan complicado como el infantil al que accede su hermano. Y segundo porque el sistema ha cambiado su discurso; ahora aboga por la aceptación, otra cuestión es que cumpla lo prometido o que sea más o menos complicado que se lleve a cabo.

La historia de la familia Pullman, de clase media acomodada, posición que descarta problemas económicos que podrían acarrear otros conflictos que afectarían a la integración del niño, se inicia con la voz de Auggie anunciando que es diferente. Dice que no es normal aunque haga cosas normales. Se presenta a sí mismo, su particularidad de nacimiento, la que oculta tras su casco de astronauta, y también afirma que está <<absolutamente muerto de miedo>> ante su próxima experiencia: el colegio. Hasta entonces ha permanecido en casa, donde ha sido educado por su madre (Julia Roberts) y protegido de las miradas del mundo exterior. El niño tiene una malformación de nacimiento, ha sufrido varias intervenciones quirúrgicas y teme el rechazo, pues siente que le observan como si de una rareza se tratase. Entusiasta de Star Wars, también es un muchacho inteligente, sensible, con habilidades para las ciencias y consciente de su situación en un entorno que inicialmente le genera temor y dolor emocional. La infancia puede ser un momento duro, siempre de aprendizaje, de acercamiento y de socialización. Como tal es la puerta de entrada al mundo, a las relaciones, pero también puede deparar soledad y la sensación de aislamiento, como la que siente el protagonista de Wonder en sus primeros días en el centro escolar. Pero la historia propuesta por Stephen Chbosky, a partir de la novela de R. J. Palacio, es optimista y pretende enviar a su público, infantil y juvenil, un mensaje positivo en el que triunfan los buenos sentimientos y las buenas intenciones. Señala a un niño “malo”, acosador, consentido, cuya mirada ha sido pervertida por la de sus padres —el film se encarga de señalar la culpabilidad de estos—, y la bondad del resto. Por eso gusta, porque ofrece una perspectiva superficial, edulcorada, bienintencionada, que infantiliza los conflictos que propone, los minimiza —para no resultar hiriente ni obligar a reflexiones más complejas—, y ofrece una salida al aislamiento de Auggie (no deseado), que es su entrada a la normalidad (sí deseada) que le permite saborear la amistad, comprendiendo que existen sinsabores y decepciones, y sentirse uno más entre tantas y tantas existencias condicionadas por su contacto con el mundo y por sus propias particularidades, físicas, afectivas, emocionales… En definitiva, es una película diseñada para hacernos sentir mejores sin plantearnos preguntas, solo dando respuestas idílicas y regularizando el factor humano.



martes, 11 de junio de 2024

Pretty Woman (1990)


Presumir no es sinónimo de tener razón ni de ser lo presumido; de modo que lo aquí se expone a continuación puede ser rebatible o simplemente una memez. Pero supongo que nadie se ofenderá si digo que una institutriz no es una profesional del sexo, aunque le guste la fiesta más que a Mesalina entregarse fogosa al desenfreno de una noche de orgía, de calamares a la romana y de varios litros de vino de la rivera del Arno. Al contrario que la película de la institutriz, la de una meretriz no podría haber sido producida por Disney, por la sencilla razón de que en 1990 el animador de Mickey seguía muerto; por mucho que una leyenda infantil ubicase su cuerpo en un congelador ultrapotente. Por otra parte, presumo que de estar vivo, me refiero a Disney, pues yo ya no sé si estoy medio vivo, medio muerto o de total parranda, no la produciría porque la heroína de la función es una fulana que, aunque generosa, de buenos sentimientos y de carácter que aspira a monjil, cobra por tener sexo con quien ella quiere. Cierto que más que una prostituta liberada, el personaje de Julia Roberts en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) parece una profesional liberal que asume rasgos de joven virginal y soñadora; y ahí sí que encaja en el universo Disney, donde no hay espacio para las meretrices, aunque sean bondadosas y de buen ver. En realidad, en el imaginario Disney no hay espacio para el sexo comercial ni para el gratuito, tampoco para el de una noche inspirada por la pasión de dos o más cuerpos rodantes. Su reino es para princesas y para animales obligados a humanizarse. Pero todos sus personajes carecen de sexualidad. Ninguna de sus princesas exhibe los movimientos de la exuberante Jessica Rabbit, de cuyas líneas sinuosas e insinuantes y de aparente fatalidad, ella no tiene la culpa. Su dibujante la hizo así. A Disney no se le ocurriría, no por falta de imaginación, sino por sus gustos. Al genio de Blancanieves (Snow White, 1937) se le deben dibujos y días felices, de inocencia y diversión, de ternura y de corrección. Fue el rey cinematográfico de la animación y del final “vivieron felices y comieron el ave que tuviesen a tiro”, tópico que Marshall ya aventura en Pretty Woman desde que cruza los caminos de una puta enamoradiza y de un implacable hombre de negocios que, además de rico y comprador compulsivo, es un pedazo de pan; si integral o de semillas sería cuestión de preguntar. Lo cierto es que ambos se hacen tilín, quizá porque son buenísimos y hacen buenas migas, y estas alimentan los corazones. Pena que algunos como el mío sean un leño; si aún prendiese con este cuento de putas buenas y buenos puteros que, por motivos y razones que se me escapan, me deja igual de contento que la enésima vez que vi “chica encuentra chico y viceversa”. Muchacha simpática, sin tacha ni mancha, Vivian ha sobrevivido a la crueldad gracias a coitos pagados, a su deseo de ser princesa y a la fortuna que la arropada y posibilita el inesperado encuentro de dos personajes que lograron algo quizá extraordinario: que medio planeta soñase ser putero y el otro medio puta “aprincesada” y enamorada…


La industria cinematográfica no va contra su naturaleza comercial. Prefiere ir a tiro fijo y sin excesivos riesgos. Otro cantar es si el éxito esperado se materializa. Por ejemplo, los musicales Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) y My Fair Lady (George Cukor, 1964) —que es de la historia y factoría Warner— fueron grandes éxitos, lo mismo que la comedia romántica Pretty Woman, que ganó mucho dinero, que gustó (y gusta) a mucha gente y que, como cualquier otra película comercial, nació con la idea de llenar las salas y las arcas. Las tres fueron cuentos y las tres consiguieron su objetivo: conectar, seducir y conquistar millones de corazones y de dólares, aunque no lo hicieron por su calidad; de la cual dudo. No voy a asegurar que así le va al cine, y al resto del negocio de la cultura, porque, más o menos, ha ido así desde sus orígenes, cuando los futuros magnates cinematográficos vieron sus posibilidades económicas; y de ese modo seguirá mientras los productos generen beneficios. Hoy, el mercado manda más que nunca; y ya nada hay de romántico en el mercadeo, ni en el postureo de una película tan cuentista como la de Marshall.


Pensando en el adjetivo romántico, me digo que no debe resultar sencillo serlo. Me refiero a alcanzar la irracionalidad que acabe con la razón y empuje a vivir las emociones a flor de piel: el amor, el odio, la venganza, el honor, la libertad y lo que se quiera. Suena infantil y, de algún modo, el romanticismo lo era en su ingenuidad, en su capricho. Supongo que románticos serían aquel poeta y revolucionario inglés que pereció en Grecia y aquellos otros que, como Pushkin o Larra encontraron su bala en un duelo al alba o tras un tiro en la sien. Hubo muchos más y no todos tuvieron finales así, pero tenían en común su rechazo al racionalismo, el quererse pasionales, emocionalmente desbordantes, y el ser hijos putativos de Rousseau y Goethe. Era moda entre aquellos exaltados del XVIII y XIX. Tiempo después, aquel significado emocional, poético, revolucionario e irracional del término se perdió en los libros de literatura, filosofía e historia… En política deparó nacionalismos y el fascismo; y en el mundo editorial o en la gran pantalla el adjetivo se transformó en el sucedáneo que se empleó en cursilerías o para modificar comedia y drama. Era cuestión de hablar de subgéneros dentro de los géneros, de modo que el romanticismo había dejado de ser estética, estilo y forma de entender la vida, para ser otra cosa. Ya apenas significaba más que un tópico cuando triunfaron Pretty Women, Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) y Ghost (Jerry Zucker, 1990), tres éxitos de taquilla que se rodaron en el último tramo del siglo XX, un periodo que agudizaba y globalizaba el idiotismo actualmente desbordante —¿será romántico?—  y el consumo masivo de sentimientos, emociones e incluso de drogas de diseño. El tiempo de estereotipar, más si cabe que en años precedentes, se impuso para que el producto funcionase regular en su capa superficial, que es la que mejor trabaja Hollywood, que, en cierto modo, es un taller de chapa y pintura donde se fabrica un producto de acabado reluciente que, bajo su atractiva fachada, depara la sorpresa de que allí no hay batería ni motor. Pero ¿cómo funciona entonces? Justificándose en el érase una vez…


Érase una vez, en un reino de presunta fantasía, una princesa Disney ejercía la prostitución con quien a ella le daba la gana, a la espera de conocer, cobrar, conquistar y liberar del aislamiento a su príncipe azul. <<Cien dólares, la hora>>, se sorprendió este al conocerla; no por imposibilidad de pago, sino porque comprendió que de no ser tiburón financiero se habría equivocado de oficio. Tal vez hubiese sido gigoló u oficial y caballero. Pero aquí vive entregado en cuerpo y alma a sus negocios, y solo una profesional como Vivian podría salvarle y levantarle el ánimo. Así, durante su terapia, Edward va descubriendo que en la vida hay algo más que comprar y desmantelar empresas que vender por partes, pues está ella, la buena putilla que acepta ser su dama de compañía y su compañera de cama. Se enamoran, quién lo duda, entre un hada madrino que se hace pasar por director de hotel, una amiga igual de pilingui, aunque de menor caché, y un villano, cretino, manipulador, mezquino, blanco fácil para el rechazo popular y cuya caída precipitará la historia hacia su inevitable …y comieron perdices. ¿Quién puede pedir más? Pero ¿qué hay de las codornices? ¿Y detrás del cuento? ¿Fantasía? ¿Una representación de la realidad de las finanzas y de la prostitución? ¿Vacío?


Para justificar el vacío, el personaje que camina la calle al final del cuento presume en alta voz que el cine —sospecho que se refiere al de Hollywood— es el reino de los sueños. Tal vez lo sea, no voy a discutirle donde sueña cada quien, pues hay quien lo hace en la oficina y quien en el water. El cine, dicen otras lenguas, es entretenimiento, pero no sé cuántas dicen que, en ciertos aspectos del negocio, puede ser como un prostíbulo donde todo tiene un precio de compra y venta. En prácticamente todo su cuerpo el dinero manda y, en algunas ocasiones y mentes, se convierte en un medio de expresión e incluso en arte. A veces transciende y algunos títulos y personajes alcanzan popularidad. El público los convierte en iconos y referentes generacionales, a menudo de forma inexplicable y no siempre escogiendo las mejores obras, pues las mejores no siempre llaman su atención; no voy a entrar en los motivos. Más bien, sucede lo contrario. Hay producciones de dudosa calidad que perduran en el imaginario popular, quizá porque ofrecen a sus cómplices la fuga de la realidad y la cercanía del triunfo del conformismo que se esconde detrás de formas que les resultan atractivas, por cómodas y porque se adaptan a lo que se espera. Pero ¿por qué no?, si el cine escoge prácticamente desde su origen ser entretenimiento popular y oportunidad de hacer dinero. Nace sin apenas otras opciones, al ser el arte del siglo XX, y por eso le cuesta tanto ser otra cosa, porque el mercado manda y el público mayoritario no busca en él lo que otros buscamos. Quizá estos seamos los más idiotas, quienes busquemos en lugar equivocado, pues ese algo diferente solo se encuentra en la excepción. ¿Y entonces?


Entonces, érase otra vez la misma prostituta de antes, con sus botas mosqueteras puestas, enfundada en su vestido minifalda-top y su chaqueta a la cintura. Ya no luce su peluca rubia. Lleva su melena rizada y rojiza suelta. Parece otra; radiante y feliz. Vivian ha dejado de hacer la calle, pues ha encontrado el amor. Ahora, la camina para entrar en un establecimiento de Beverly Hills donde la miran incluso mal y le insinúan “es demasiado para ti”. Herida en su orgullo, quiere llorar, pues nunca en la acera ni en la cama de cualquiera la han tratado así de mal. Brujas de tienda, apenas extras, ruines que hieren a la enamorada que confiesa a Edward: <<Fueron malas conmigo>>. El príncipe reacciona furibundo, pensando en plan shakeasperiano “la venganza es mía”. Decidido a castigar semejante afrenta, toma su billetera y se dispone a ir de tiendas y de compras con ella. Lo tiene claro, golpeará donde más duele. Piensa gastarse <<una cantidad indecente>>. No puede haber mayor amenaza ni castigo más cruel, pero, como se trata del héroe, se le perdonan su crueldad y su exhibicionismo infantil. Aparte del gasto de los vestidos, las joyas y los zapatos, la heroína avanza su sueño por una serie de espacios y situaciones a las que se supone enseñanza-aprendizaje, gracia y romance. Pero Pretty Woman no es graciosa ni romántica, tampoco una excepción, ni mucho menos excepcional. Todo lo contrario. Es cutre en su inventiva, en su estética, ya sea en su estancia en el hotel, durante sus paseos a pie o en coche. Deambula por espacio cinematográfico sin amanecer ni crepúsculo; habita en un sueño sin ilusión, en un cuento de hadas sin fantasía, en una superficial tras la cual se descubre una película hecha en Hollywood, donde ya no hay dioses ni diosas. ¿Los hubo alguna vez? Hay lenguas que dicen que la última despareció con el adiós de Norma Desmond, aunque hay quien piensa que la noche cayó sobre Olimpo después de que la dulce Irma dejase de hacer la calle, pero esa ya es otra historia...



lunes, 10 de junio de 2024

Hampa (1931)



Dos años después del crack bursátil que afectó a la economía mundial, generando el cierre de empresas, el aumento del desempleo, el disparo de la inflación y el empujón que precisaba el partido nazi para ser una fuerza política a tener en cuenta en Alemania, Phil Jutzi llevaba a la pantalla su adaptación de la popular novela de Alfred Döblin Berlin Alexanderplatz, publicada en 1929. Pero todavía habría que esperar a Rainer Werner Fassbinder y su Berlín Alexanderplatz (1980) para disfrutar o sufrir la versión más compleja hasta la fecha de la obra, una versión que no sería producida para el cine, sino para la televisión; aunque, en realidad, Fassbinder la asumió como una película larga que dividió en trece capítulos y un epílogo. Rodada prácticamente en el momento en el que el autor la publicó, la adaptación de Jutzi se filma en las postrimerías de la República de Weimar, lo cual la ubica contemporánea a la obra de Döblin, en un instante delicado, inestable, que amenaza la posibilidad de futuro de un país que viven un presente gris y depresivo. El protagonista de Hampa (Berlin Alexanderplatz, 1931), Franz Biberkopf (Heinrich George), intenta reconstruir su vida tras cuatro años encerrado en prisión por el homicidio de su mujer. En ese instante, Franz sale de la cárcel con la intención de ser un ciudadano sin tacha, pero su intención no cuenta con la intervención de las fuerzas ajenas que lo arrastran hacia la criminalidad que en un primer momento no reconoce. <<Quiero ser un hombre decente, pero es duro>> y su deseo es sincero, aunque también parece el imposible compartido por una época y un entorno condenados por la ruina económica, moral y política que posibilita el auge del nacionalsocialismo. Como otros protagonistas del cine alemán de la época, Franz vive en la marginalidad de los bajos fondos berlineses, vive en su imposibilidad. De modo que de ex-convicto se ve condicionado por el espacio, por quienes lo habitan y provocan su caída en la delincuencia, después de su intento de regenerarse, integrarse y ganarse la vida de un modo decente, siendo vendedor ambulante, pero ¿regenerarse e integrarse dónde, si allí donde va no parece haber opción ni para él ni para el resto? Hasta Hampa, Jutzi había sido un director de simpatías comunistas, aunque en 1929 abandonó el KPD, el partido comunista de Alemania en el que se había afiliado un año antes, para cuatro después, en 1933, afiliarse al partido nazi, aún así, las nuevas autoridades lo miraban con recelo debido a su pasado político. Quizá Jutzi fuese un poco como su protagonista, condicionado por la época que le arrastra hacia los bajos fondos en los que parece haberse convertido el país y que el rueda empleando un tono semidocumental. Los exteriores que recorre Hampa parecen extraídos de una sinfonía urbana; cabe recordar el éxito precedente de Berlin, sinfonía de una gran ciudad (Berlin, Die Sinfonie der Großstadt, Walter Ruttmann, 1927) o Gente en domingo (Menschen am Sonntag, Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer, 1929), pero no hay alegría ni despreocupación, su ambiente es sombrío y Frank solo puede ser un títere más en la más sombras que envuelven el panorama…


domingo, 9 de junio de 2024

Bertolt Brecht, en la distancia

Dramaturgo y poeta, nacido en Augsburgo en 1898, inicia sus estudios de Medicina y Filosofía en Múnich en 1917, en plena Primera Guerra Mundial. No los concluye, le interesa más la literatura, a la que decide dedicarse por entero. Durante aquellos años de guerra, trabaja en un hospital militar donde su contacto con los heridos le lleva a su postura pacifista, quizá también asiente y agudice su constante crítica a la sociedad burguesa. Brecht simpatiza con el marxismo y el comunismo, así, tres años después, en 1920, se afilia al Partido Comunista de Alemania. En esa época ya quedan asentados dos de sus grandes intereses: política y teatro; de ahí que fusione ambos y cree un teatro políticamente comprometido. Colabora en la prensa como crítico teatral, coquetea con el guion y la dirección cinematográfica en el cortometraje Mysterien eines Frisiersalons (1923) y en 1924, ya en Berlín, uno de los centros culturales europeos más vivos de entonces, trabaja junto al prestigioso Max Reinhardt en el Deutches Theater. Dos años antes, escribe las obras teatrales Baal y También en la noche. A las que, entre otras, siguen En la espesura de las ciudades (1923), Eduardo II, de Inglaterra (1924), Un hombre es un hombre (1926) y La ópera de perra gorda (1931), que sería llevada a la gran pantalla por Georg Wilhelm Pabst. La llegada de Hitler al poder le convence para abandonar Alemania, primero se exilia en Dinamarca, de 1933 a 1939, después en Suecia (1939) y Finlandia (1939-1941), para, finalmente, partir hacia Estados Unidos, donde permanecerá hasta 1947 y donde es citado por el Comité de Actividades Antiestadounidenses. El anticomunismo y la caza de brujas precipitan que abandone Norteamérica y regrese a Europa. Pero se encuentra con un país dividido en dos repúblicas, la Democatica y la Federal, más que distintas, antagónicas. Así que Brecht tiene que escoger y, siguiendo su ideología marxista, se decanta por establecerse en la República Democrática Alemana. Instalado en Berlín Este, funda el Berliner Ensamble en 1949. De su época de exilio son Galileo Galilei (1939), cuya adaptación cinematográfica más conocida es la realizada por Joseph Losey en 1975, y Madre Coraje y sus hijos (1941); también Terror y miseria del III Reich (1937), que inspira el guion de Los verdugos también mueren (Habgmen Aldo Die!, Fritz Lang, 1943), y La cabeza redonda y la cabeza afilada (1936).

Una de las preguntas que Brecht se haría para su teatro sería ¿cómo transmitir la verdad que se esconde tras la realidad aparente? Y llegó a la conclusión de que habría que, como apunta Herbert Marcuse, <<representarlo de tal manera que el espectador reconozca la verdad que la obra debe transmitir. Brecht responde que el mundo contemporáneo puede ser así representado solo si se lo representa como sujeto al cambio: como el estado de negatividad que debe ser negado. […] Se necesita en vez de énfasis y sentimiento, distancia y reflexión.>> Aparte de autor, Brecht es un de los pocos teóricos teatrales del siglo XX, también de los más grandes y, como tal, revoluciona el arte escénico y crea escuela. En Escritos sobre el teatro habla del teatro como forma de representación de la vida real y de la necesidad de que el público desarrolle sus capacidades analíticas y críticas. Es decir, no quiere un público acomodado y su teatro no va a darle facilidades en este punto. Su concepción teatral es didáctica y exigente, apela a la inteligencia del espectador, a quien quiere activo, reflexivo, crítico, en máximo desarrollo de su abstracción e interpretación. Volviendo a Marcuse, Bretch asume que <<Para enseñar lo que realmente es el mundo contemporáneo detrás del velo ideológico y material y cómo puede cambiarse, el teatro debe romper la identificación del espectador con los sucesos que ocurrieron en escena.>>



sábado, 8 de junio de 2024

Con la muerte en los talones, otra historia de tantas

El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957)

Huesos rotos, escayolas, una prenda en llamas que logran quitarme a tiempo, operaciones corrientes a temprana edad, golpes, empujones y más caídas, paseos nocturnos y sin sentido en botes que tomamos prestados en los que subo por cumplir con un chiste sin gracia. Borracheras en las que todavía no me doy asco, aunque sí me entran ganas de vomitar. Los atardeceres se suceden en su irregularidad regulada por los astros, la noche amenaza y desaparece al amanecer. Un estrecho sendero que acaba en una pared rocosa a la que me agarro como puedo, porque ya cuelgo. En la distancia, rocas, espuma y mar bajo mis pies. Por primera vez siento el vértigo y el abismo. Más juegos infantiles y juveniles, mil vidas quisiera tener, pero no me queda ni media de la única que vivo. De regreso a casa, alguien me pincha con una tijera en el lumbar, el mismo descerebrado que años antes, en su incapacidad de usar la razón y la palabra, agarra un remo de madera y me atiza en la cabeza… Quizá entonces caigo muerto y no lo recuerdo; quizá lo que ha seguido, e incluso lo que precedió, solo haya sido el desvarío de un yo distinto que piensa en al menos tres ocasiones que sintió la muerte rondándole. La primera —dice—, tenía diez años y me salvé porque nací en una época en la que ya la cirugía la evitaba. Aquella amenaza de perforación se descubrió a tiempo y se redujo a una sencilla intervención quirúrgica y a la cicatriz que luzco en mi zona abdominal derecha. La segunda —recuerda—, fui salvado de las aguas, cual Boudu. Pero mi hundimiento se producía lejos del Sena, en un puerto pesquero gallego donde se festejaba la fiesta del mar. Me puso en peligro mi idiotez adolescente, que era diferente a la actual. Supongo que parte de esa estupidez consistía en no querer ser menos y en no aspirar a más, así que me lancé al agua desde el barco que nos había aceptado como parte del pasaje en aquella procesión. Todavía me veo alcanzando otro. Agarrado a un neumático, a tiro de su línea de flotación, e intentando subir por él. Recuerdo la imposibilidad, recuerdo mi cuerpo vencido, a punto de dejarse arrastrar hacia las profundidades bajo el manto marino y aceitoso sobre el que flotaban barcos, barcas y bañistas que celebraban a su patrona sin ser conscientes de que allí, a escasos metros, un inconsciente estaba a media cabeza de la muerte. Solo veo la mano callosa y vigorosa de un marinero sin rostro, una mano que me agarra e iza como si levantase un peso ligero. Me sitúa en la cubierta del pesquero del que solo quería salir para dejar de oír su bronca y mi vergüenza. Entonces, no reflexioné sobre el hecho y la posibilidad que había quedado atrás; ni sobre la reprimenda de aquella figura que soy incapaz de evocar. Era su censura la consecuencia lógica de una situación peligrosa a la que me había expuesto porque había que quedar bien, pero en la que bien pude quedar muerto.

Las tres luces (Fritz Lang, 1921)

Aunque magullado de pies a cabeza, la tercera vez también salgo ileso —continúa—. Se lo debo a la física, a la tecnología de un vehículo, a la probabilidad, al factor humano y quién sabe si a una mano invisible que obró al menos dos milagros, aunque no crea en ellos, pues dos fueron los que de allí salieron para seguir siendo. En este último caso —prosigue—, la muerte susurró más alto y cerca que en las otras ocasiones. La tenía en los talones, donde siempre ha estado y donde todavía me acecha, incansable, consciente de que algún día me dará alcance. Lo curioso es que yo también soy consciente, más no por ello le llevo ventaja, pero ya no me causa pánico el saberla ahí, a uno o dos pasos detrás de mí. En aquel momento, comprendí que no estaba en mi mano. Me relajé. Fueron unos segundos en los que solo pude pensar en mi acompañante y en que mi vida no dependía de mí. “Ya está”, me dije totalmente sereno y consciente de que mis opciones y las suyas no estaban en nuestras manos. Se reducían a ser o no ser, pero solo en uno de los casos sabríamos la respuesta. En las dos primeras ocasiones, la muerte no era algo en lo que pensar, lo que le restaba infinitud y le negaba su realidad. Había empezado mi contacto con ella, en ausencia, en una fotografía que otro ser ya desaparecido lloraba, pero fue más real cuando por primera vez viví el fallecimiento de un ser querido. Desde entonces, se han ido más. Aún pienso en ellos, pues todavía hay algo vivo que de ellos queda en quienes les sobrevivimos. Puede que, ya muertos, vivamos una breve inmortalidad en los recuerdos de quienes nos quieren o nos odian. Pero… —duda—, a partir de cierto momento, cobró otro tipo de presencia en mi pensamiento y en mi vida. No la tuya —me niega sin poder mirarme a los ojos—, que quizá estés muerto como ser sensible, pensante y queriente. Ahora sé que mientras la muerte me aceche estaré vivo —afirma—, y eso es más de lo que sentí antes de tu nacimiento, que no pediste, y de mi final, que no veré ni sentiré, ni podré evitar. Si lo pienso… —se detiene y sopesa lo que le ronda—, al eliminar de la ecuación la posibilidad de la vida eterna, quizá no quede más salida que el nihilismo o la caótica anarquía que implica responderse a la pregunta ¿mi vida es mía? Pero ni por separado ni mezclados solucionan ni responden. El camino sigue y la vida exige cierto orden, porque nace en el caos que nadie logra explicarse, pero, sobre todo, ofrece mucho por lo que interesarse y más aún te regala y también te roba los momentos y las personas que importan. ¿Cuál es el sentido entonces? Puede que la mejor respuesta la diesen los Monty Python, pero yo la encuentro en su sinsentido, en cada latido de mi corazón, en los gozos y las sombras, en resistir, amar, echar siestas, en rebelarse contra la estupidez creciente o cuando las circunstancias así lo pidan, en sentir amigas la soledad y la compañía, en escuchar más allá del ruido y estar dispuesto a continuar el aprendizaje que forma parte de la evolución humana; en todo caso, el aprendizaje nos permite conocernos y conocer lo poco que podemos comprender. Es el que libera, aunque no seamos libres. No lo somos ya ni en nuestra entrada ni (por lo general) en nuestra salida, pues ninguna elegimos, pero esto no impide que, entremedias, podamos mover alguna ficha. Mas cabe tener en cuenta que, en ocasiones, no sabemos jugar y culpamos a otros de nuestro mal juego. Por ejemplo, míranos a nosotros. Yo te culpo a ti y tú a mí —me dice; y se va sin despedirse...

La carrera fantasma (Viktor Sjöström, 1920)