miércoles, 31 de julio de 2013

La Tierra contra los platillos volantes (1956)


La ciencia-ficción esconde realidades de su momento, del mismo modo que especula con posibilidades que podrían ser pero que todavía no son (y puede que nunca sean). Estos dos hechos se descubren en La Tierra contra los platillos volantes (The Earth vs. Flying Saucers, 1956), ya que en ella se baraja la posibilidad de un enfrentamiento directo entre dos mundos, en este caso: una invasión a La Tierra, que sea extraterrestre o terrestre sería algo menos importante, pues, por aquellos años cincuenta, la amenaza para los países capitalistas parecía provenir del otro lado del telón de acero, cuyos habitantes no eran verdes, sino rojos. Fuese como fuere, en La Tierra contra los platillos volantes esos invasores no provienen ni de la Unión Soviética ni de Marte, sino de un sistema solar muerto tiempo atrás, hecho que en principio nadie cree, aunque tampoco nadie ha podido demostrar su inexistencia, de modo que resulta arriesgado y
 simplista aseverar que la vida es exclusividad de un pequeño planeta de una galaxia que forma parte de un conjunto que se ha denominado Universo. También resultaría simplificador pensar que de existir alguna forma de vida exterior, ésta no tenga nada mejor que hacer que presentarse así por las buenas y enzarzarse en una disputa con la raza humana o en una charla amigable sobre la familia, los gustos o aficiones que predominan en su entorno natural. Ambas posturas podrían ser, del mismo modo que podrían no ser, así pues, ante la falta de evidencias concluyentes, los científicos, los militares y los políticos del film dirigido por Fred F. Siers, e ideado por Curt Siodmak, se decantan por no creer en algo que no han visto. Y sin embargo, esos mismos escépticos desarrollan un proyecto secreto denominado Sky Hook, que consiste en la puesta en órbita de cohetes para obtener información de posibles movimientos fuera de la atmósfera, pero con la mala fortuna de que se destruyen al cabo de poco tiempo en el espacio. Aunque los responsables del programa no encuentran explicación para el fracaso, éste se debe a la presencia de algún tipo de extraterrestre de la ciencia-ficción que proliferó a lo largo de los años cincuenta, cuando los contactos entre terrícolas y habitantes de otros lares se produjeron de manera habitual; y casi siempre desde la violencia, con excepciones tan destacadas como El ser del planeta X (Edgar G. Ulmer, 1951) o Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951).


La trama de La Tierra contra los platillos volantes es sencilla. Presenta un enfrentamiento entre los habitantes del globo azul y los tripulantes de unas naves que no vienen del planeta rojo, y que inicialmente se dejan ver para contactar con el doctor Russell Marvin (Hugh Marlowe) cuando conduce su automóvil en compañía de su mujer (Joan Taylor). Sin embargo, el matrimonio no se percata de las intenciones de los visitantes, cuestión que impide descifrar el mensaje de unos alienígenas que aterrizan en las instalaciones secretas donde trabaja el científico. Allí, los soldados no dudan ni un segundo en abrir fuego contra los tripulantes del platillo volante, que ante el ataque destruyen todo cuanto se encuentra a su paso, empleando para ello un armamento que supera con creces al humano, y que recuerda al que años después utilizarán los marcianos de Mars Attacks! (Tim Burton, 1996). En principio nadie puede asegurar que la catástrofe haya sido obra de seres venidos de otros confines del espacio, sin embargo, los Marvin sobreviven al ataque y descubren la evidencia que demuestra la existencia de vida más allá de la atmósfera. Dicha certeza les obliga a presentarse en el Pentágono, donde Russell se reúne con jefes militares y consejeros del gobierno que muestran sus dudas antes de aceptar como válida la existencia de extraterrestres que piden una reunión con el científico, quien en contra de las órdenes acude al lugar del encuentro, donde descubre que los visitantes desean conferenciar con los líderes del planeta para informarles de su intención de quedarse. Y ante tal eventualidad, la posibilidad de amistad queda descartada, de modo que el doctor y otros científicos se centran en el desarrollo de un arma que pueda combatir a ese enemigo que desea adueñarse del globo.

lunes, 29 de julio de 2013

Nacida en el oeste (1959)


Dentro del ciclo Ranown dirigido por Budd Boetticher e interpretado por Randolph Scott, Nacida en el oeste (Westbound, 1959) se presenta como la más atípica del conjunto, de hecho podría no encuadrarse dentro del mismo al presentar características que la alejan de la serie. En primer lugar no fue distribuida por la Columbia, sino por la Warner Bros., además tampoco fue producida por Harry Joe Brown, el socio de Scott, sino por Henry Blanke. Pero aparte de estas dos cuestiones existen otras que también la diferencian del resto de los westerns que componen el ciclo; sin ir más lejos, en ninguna de las otras seis se especifica una ubicación temporal que sí se muestra en este film, que se inicia con un rótulo donde se advierte de la guerra que se está librando entre el norte y el sur, y de la importancia del transporte del oro con el que se paga a las tropas de la Unión. Inmediatamente después de la introducción se descubre que el personaje interpretado por Scott no cabalga en busca de venganza, sino que se encuentra en presencia de sus superiores, quienes le encargan una misión que resulta vital para el devenir de la contienda. Al capitán John Hayes se le ordena poner en marcha la línea de diligencia que transporta el oro desde California hasta territorio norteño, sin embargo, la situación resulta complicada al tener que enfrentarse con el rechazo de los civiles y con la presencia de agentes confederados que tienen el deber de impedir que el metal dorado llegue a su destino. En Nacida en el Oeste (Westbound) se anteponen dos hombres con un pasado en común, Hayes y Clay Putman (Andrew Duggan), en el que habrían coincidido y amado a la misma mujer (Virginia Mayo), ahora esposa del segundo; de ese modo se sabe que mantiene aspectos enfrentados, pero también similares como sería la intención de luchar por aquéllo en lo que creen. E
l personaje interpretado por Scott posee rasgos más positivos que en otros westerns de la serie, ya que no siente odio hacia el hombre con quien se enfrenta, y si lo hace es porque se encuentran en bandos opuestos, no porque aquél haya matado a alguno de sus seres queridos. Como consecuencia de seguir órdenes y no sentimientos, el capitán no representa a la figura del vengador, aunque sí a la del solitario, a pesar de que su soledad disminuye gracias a su contacto con Jeanie Miller (Karen Steele) y Rod Miller (Michael Fante), el soldado con quien comparte transporte y a quien descubre sin un brazo, consecuencia de una herida de guerra; éste último hecho se presenta como un posible conflicto dentro del matrimonio, pues implica una adaptación psíquica similar, aunque menos desarrollada, a la experimentada por el marinero Parrish en la espléndida Los mejores años de nuestras vidas (William Wyler, 1946). Retomando el hilo de similitudes y diferencias, se deduce del comportamiento de Hayes que se trata de un hombre que no se detendrá hasta ver realizada su misión, cuestión que le iguala a los otros cowboys solitarios de Ranown, y como aquéllos acaba enfrentándose a un pistolero, que en este caso responde al nombre de Mace (Michael Pate) y se encuentra bajo las órdenes de Puttman, aunque, cuando comprende que el hombre para quien trabaja no busca el oro, sino la victoria confederada, se descontrola y da rienda suelta a su violencia. A pesar de los aciertos de Nacida en el oeste, resulta la más irregular de las siete producciones que Scott y Boetticher realizaron entre 1956 y 1960, sin embargo, como parecido final sí posee la contundencia narrativa de su director, capaz de manejarse como nadie en el western de bajo presupuesto.

La batalla de los sexos (1959)


La última película rodada en los estudios Ealing originales data de 1956, posteriormente los terrenos serían vendidos y la productora funcionaría durante un par de años más, hasta que se produjo su desaparición como tal. Sin embargo, Michael Balcon continuó ligado al mundo del cine, convertido en el responsable de una nueva compañía que resultaría vital para el desarrollo del Free Cinema y que inició su breve andadura con La batalla de los sexos (The Battle of the Sexes), comedia deudora de las magníficas producciones realizadas en la Ealing, no en vano sus responsables fueron antiguos componentes de aquélla, que, al igual que Balcon, siguieron con sus carreras lejos del estudio que ayudaron a mitificar, aunque coincidiendo en ocasiones como en esta comedia dirigida por Charles Crichton, escrita por Monja Danischewsky, que también asumió las labores de producción, y montada por Seth Holt. Contando con estos miembros de la afamada productora donde se realizaron joyas como Pasaporte para Pimlico (Henry Cornelius, 1949), El hombre del traje blanco (Alexander Mackendrick, 1951) u Oro en barras (Charles Crichton, 1951), La batalla de los sexos heredó parte del espíritu de aquellas grandes comedias en las que la ironía se convertía en la esencia de las mismas. Ese tono satírico fue mostrado por Crichton en el enfrentamiento entre la tradición y un personaje fuera de contexto, mujer en un mundo machista, cuya modernidad choca con las costumbres a las que los empleados de la casa Macpherson se aferran desde tiempos inmemoriales. Al inicio del film una voz en off presenta al señor Martin (Peter Sellers), de quien dice que se trata de un superhombre enfrentado a una situación límite; de un modo más directo se introduce a la señora Barrows (Constance Cummings), a quien se descubre en una sala de juntas rodeada de hombres mientras dice ésto y aquéllo, y es esa misma disposición para asumir el control la que convence a sus jefes para trasladarla de Estados Unidos a Escocia, pero no como recompensa a su profesionalidad, sino para mantenerla alejada. Esta eficaz empleada representa a la figura de la mujer actual, contraría a la idea de mujer tradicional que poseen los empleados de la fábrica de tweed a la que accede cuando, en su viaje en tren hacia Edimburgo, conoce a Robert Macpherson (Robert Morley), el heredero de la empresa de tejidos que asume el control de la misma después del fallecimiento de su padre (Ernest Thesiger). Poco antes, en su lecho de muerte, el anciano Macpherson, solicitó a Martin que cuidase de su hijo y de la compañía, pues estaba convencido de que su vástago no se encontraba capacitado para salir adelante sin ayuda. La personalidad del nuevo dueño confirman las sospechas paternas, pues parece un hombre que no puede valerse por sí mismo, aunque eso no impide que sienta atracción hacia esa mujer a quien contrata para que modernice su compañía. La irrupción de Barrows en la casa de tejidos rompe con la austeridad y con un sistema arcaico con el que todos los empleados se identifican, ya que ellos mismos semejan tan viejos como los muebles o accesorios que les rodean. Esa imagen de épocas pasadas choca de pleno con el modernismo que predica la ejecutiva, quien empieza a cambiar un espacio que en poco tiempo se convierte en un mundo ajeno a Martin y al resto del equipo. Para el responsable real de la compañía la presencia de la nueva consejera es una amenaza contra la tradición que el viejo Macpherson le pidió que defendiese, de modo que, como fiel empleado, asume la responsabilidad de poner cuantas trabas se le ocurran para provocar el fracaso de lo nuevo. Así pues, este hombre que ni bebe ni fuma ni alza la voz se encuentra ante la difícil tarea de vencer a las imposiciones de una directiva que le toma la delantera al emplear su influencia sobre Robert, cuestión que obliga a Martin a tomar un medida tan drástica como sería el asesinato que planifica minuciosamente en una sala de cine donde toma buena nota para lograr el crimen perfecto.

domingo, 28 de julio de 2013

El asesino anda suelto (1956)


El tema de la venganza, predominante en el ciclo Ranown, ya se encuentra presente en esta magnífica película que Budd Boetticher realizó poco antes de asociarse con Randolph Scott. El asesino anda suelto (The Killer Is Loose, 1956) resulta un alarde de precisión y contundencia narrativa que aborda el comportamiento de un hombre obsesionado en vengar la muerte de su esposa, asesinada accidentalmente por un policía. En un primer momento, cuando se le descubre detrás del mostrador de la sucursal bancaria donde trabaja, el señor Poole (Wendell Corey) semeja un individuo como otro cualquiera, salvo por ser testigo presencial de un atraco que inútilmente intenta evitar. Inmediatamente se observa a la policía realizando las pesquisas que apuntan hacia la complicidad en el robo de alguien de dentro, la única explicación que encuentran para que los atracadores conociesen los nombres de los empleados y el emplazamiento de la caja. Sin pérdida de tiempo, Boetticher muestra una escucha telefónica que confirma la participación de Poole en el asalto, y sin más, los agentes se presentan en la casa del sospechoso donde se produce un tiroteo que concluye cuando el detective Sam Wagner (Joseph Cotten) empuja la puerta y descarga su cargador sobre un cuerpo que se mueve entre las sombras de la habitación, que resulta ser una víctima inocente que nada sabía del asunto que su marido se traía entre manos. La muerte de la esposa de Poole, de quien dice que ha sido la única persona que le ha querido y respetado, marca el devenir de El asesino anda suelto, pues la mente del criminal, equilibrada hasta entonces por la presencia de su mujer, se ve ocupada por la obsesión que le convierte en un ser sin más pensamiento que el de ver cumplida su venganza. Para él el agente es el asesino de su amada, sobre quien ha girado toda su existencia, y como tal debe pagar por su crimen; sin embargo es a él a quien juzgan y a quien condenan en una sala donde, tras escuchar su sentencia, se detiene ante el matrimonio Wagner. En ese instante de tensión se comprende su intención al clavar su mirada en Lila (Rhonda Fleming), antes de prometer al detective que le hará pagar por la muerte de su esposa. La sequedad narrativa de El asesino anda suelto avanza en el tiempo hasta detenerse en el correccional donde se descubre que al preso se le ha concedido el traslado a una granja estatal como recompensa por su buen comportamiento. Su nueva condición le permite trabajar en el exterior, incluso acudir a la ciudad acompañando a un guardia a quien asesina para alcanzar la libertad que le permitiría cumplir su anhelo. A partir de ese momento se convierte en un violento homicida que nada tiene que perder; lo único que desea es acceder a ese matrimonio que durante tres años ha vivido una existencia tranquila, que se rompe por la amenaza que anda suelta y por el convencimiento de Wagner de que el asesino tiene la intención de matar a su esposa. La figura del perturbado resulta más compleja que la del policía, en quien se profundiza en menor medida, quizá solo en el instante en el que intenta proteger a Lila apartándola de su lado, pues solo de pensar en la posibilidad de perderla le provoca un sufrimiento cercano al que ha cegado la razón de ese psicópata que no distingue más allá de la meta que se ha propuesto.

viernes, 26 de julio de 2013

Ocho sentencias de muerte (1949)


Durante la Segunda Guerra Mundial la Ealing Studios realizó sobre todo documentales y bélicos propagandísticos, como parte de un convenio con el gobierno de Winston Churchill. Pero en 1944, con la contienda favorable a los aliados, las desavenencias con el ejecutivo y la preocupación por el futuro económico de la empresa convencieron a Michael Balcon para llegar a un acuerdo con el todopoderoso J. Arthur Rank. De este modo conseguía el capital necesario para afrontar la posguerra y continuar al frente del equipo de la casa, que seguiría siendo el responsable del los aspectos artísticos y técnicos de los proyectos posteriores, algunos de los cuales fueron impuestos por Rank, Sin embargo, la major británica financió una producción en la que, inicialmente, Balcon no creía, pero sí su responsable, Robert Hamer, que llegó a enfrentarse al mandamás del estudio para poder llevar a cabo una de las mejores comedias negras de la historia del cine británico. Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, 1949) no fue un éxito instantáneo, tendrían que pasar años para que fuese reconocida como la obra maestra que es, incluso Michael Balcon se desdijo y aseguró que era una de las mejores películas que había producido, y no le faltaba razón. 
El humor negro empleado por Robert Hamer alcanza cotas pocas veces igualadas, desprende ironía, diversión, crítica y elegancia, además de la subjetividad que nace del enfoque de su narrador, cuya voz nos guía a lo largo de los minutos hasta prácticamente el instante final de un film en el que se observa el enfrentamiento entre clases sociales, el grande y el pequeño, casos como el de la Ealing y la Rank Organisation, el autor y el productor, el ciudadano medio y el poderoso o el de Louis Mazzini (Dennis Price) y los d'Ascoyne, el primero un plebeyo y los segundos miembros de la alta aristocracia interpretados por un camaleónico y siempre genial Alec Guinness.


El enfrentamiento de contrarios asoma en Ocho sentencias de muerte en la lucha de clases que arranca en una prisión donde se descubre a un verdugo (Miles Mallerson) que habla de retirarse después de su próxima ejecución, pues en ella ve cumplido el sueño de cualquier miembro de su profesión, ya que su cliente no es un criminal corriente, sino el aristocrático X Duque de d'Ascoyne, a quien observa a través de la pequeña abertura que hay en la puerta de la celda. Y al igual que el público, allí descubre al condenado, tranquilo, como si estuviese escribiendo algo, que el propio duque confirma como sus memorias, las mismas que comparte con el espectador y que nos retraen al pasado, al momento de su nacimiento, cuando ante tal evento su padre (Dennis Price) fallece como consecuencia de la impresión. Mazzini, empleando su apellido paterno, nos habla de su madre (Audrey Fildes), miembro de la familia d'Ascoyne, y de cómo  fue rechazada por enamorarse y casarse con un tenor italiano que, para mayor oprobio familiar, resultó ser un plebeyo. De ese modo, Louis y su madre pasaron unos años difíciles durante los cuales la pobre señora Mazzini hubo de sacrificarse al tiempo que enseñaba a su hijo, y le hablaba de la posibilidad de acceder al ducado al que tendría derecho si falleciesen los demás miembros de la familia. En aquel momento, el joven muchacho no pensaría en facilitarse él mismo la corona ducal, sin embargo, el rechazo y altivez de la rama noble de la familia, unido al deceso de su venerada progenitora y al rechazo de su enamorada, Sibella (Joan Greenwood), por falta de medios económicos le convencen para llevar a cabo el proyecto de eliminar a los ocho d'Ascoyne que le separan del ducado.


En la familia nobiliaria el parecido físico de sus miembros es innegable, todos ellos poseen los rasgos de 
Alec Guinness, pues fueron interpretados por este emblemático y carismático actor, uno de los iconos de la Ealing y del cine anglosajón. Así pues, desde el momento que Louis decide acabar con su familia, la misma que rechazó y condenó a su madre a vivir en el mundo de los plebeyos, se suceden las muertes y se confirma la escalada social de un joven que asegura no querer participar en una cacería porque detesta los deportes sangrientos, y sin embargo, no tiene el menor escrúpulo en cargarse a los caricaturescos miembros de este aristocrático núcleo familiar formado por un engreído mujeriego, un viejo banquero, un hombre de la iglesia que no puede evitar su afición al Oporto, dos militares de carrera o una defensora a ultranza de los movimientos feministas. Pero es con Henry d'Ascoyne con quien Louis hace migas, aunque durante poco tiempo, pues aquél no tarda en fallecer dejando tras de sí a una joven y hermosa viuda (Valerie Hobson) que posee muchas de las cualidades que no se descubren en la pérfida, ambiciosa y encantadora Sibella, que ha preferido casarse con el aburrido Lionel (John Penrose) que aceptar la propuesta de su divertido y pobre admirador. El triángulo amoroso desvela que Louis desea a ambas mujeres, quizá porque las dos forman la mujer perfecta. Y a pesar de las imposiciones sociales, que no le permiten tenerlas a ambas, se las arregla para que, momentáneamente, así sea. También se las ingenia para escalar dentro de la sociedad y alcanzar el puesto de privilegio que ostenta cuando la película regresa al presente y se le descubre en la celda a la espera de su ejecución, ya convertido en un miembro más de esa clase social a la que odiaba.

miércoles, 24 de julio de 2013

Diamantes de la noche (1961)


En las postrimerías de la década de 1950 y principios de los sesenta se produjeron movimientos cinematográficos que pretendían un cambio a la hora de abordar las historias narradas en sus películas. Los más conocidos serían el Free Cinema británico y su realismo social, y la Nouvelle Vague francesa y su libertad formal para expresar la realidad; no obstante, en otras latitudes también se produjeron rupturas con el clasicismo anterior como fue el caso de la antigua Checoslovaquia y su Nueva Ola, iniciada a principios de 1960. En este movimiento cultural participaron realizadores como Milos Forman (Pedro el negro, Los amores de una rubia¡Al fuego, bomberos!), Ivan Passer (Las luces íntimas), Jiri Menzel (Trenes rigurosamente vigilados, Alondras en el alambre), Elmar Klos y Jan Kadar (La tienda de la calle mayor), Vera Chytilova (Algo más o Las margaritas), Juraj Herz (El incinerador de cadavéres) o Jan Nemec, responsable de Diamantes de la noche (Demanty noct), una de las primeras producciones que se inscriben dentro de este nuevo enfoque, y que presenta una compleja combinación de silencios e imágenes que fusionan el presente y el pasado de sus dos protagonistas. Uno de los factores que permitieron esta evolución en el cine checo vino provocado por la paulatina liberalización política que se produjo tras la muerte de Stalin, la cual propició la apertura que favoreció el florecimiento cultural que se desarrollaría a lo largo de la década, y que concluyó hacia 1968, cuando los tanques soviéticos tomaron la ciudad de Praga, poniendo punto y final a esa etapa liberal que permitió la edad dorada del cine checo. Durante aquellos años se realizaron films vanguardistas de carácter satírico y crítico, que no esconden el desencanto ideológico de sus responsables, como sucede con Diamantes de la noche (Demanty noct), en la que se descubre a dos jóvenes huyendo por un bosque, sin comida, débiles, con los pies destrozados, pero aún así no se detienen en su avance, como si la esperanza de dejar atrás el horror del que escapan les diese fuerza. Poco se sabe de ellos, salvo esa constante carrera hacia ninguna parte, iniciada después de abandonar el tren que les conducía al campo de exterminio. Durante su recorrido se descubren algunos aspectos del mundo que pretenden dejar atrás, donde la locura ha vencido a la cordura, permitiendo que sean la intolerancia y los fanatismos los que ocupen el hogar de estos dos muchachos de origen judío, que finalmente son perseguidos por un grupo de ancianos guardabosques, representantes del sistema opresor que se ha impuesto. Algunas imágenes vuelven su mirada hacia el pasado para mostrar el tren del que huyeron y la terrible realidad que éste esconde; del mismo modo se descubre un tiempo anterior en el que se les observa libres, pero amenazados por la sin razón que se impuso en Checoslovaquia y en otros países que cayeron bajo el dominio nazi; aunque, debido a la situación por la que atravesaba el país en el momento del rodaje, también se podría pensar en otra ocupación posterior, cuando estas naciones fueron controladas por los soviéticos después de la Segunda Guerra Mundial.

martes, 23 de julio de 2013

Boetticher, mito del western y de la serie B


Partiendo del hecho de que, al igual que sucede en otros ámbitos, el séptimo arte no es de los cineastas, sino de aquellos que ponen el dinero, y que a menudo relegan a un segundo plano los aspectos artísticos, primando la comercialidad por encima de la calidad, podemos encontrar casos como el de 
Boetticher, un director que tuvo que abandonar la dirección ante la constante falta de financiación para llevar a cabo sus proyectos posteriores al ciclo que le dio fama. Uno de esos argumentos que barajó (y que escribió) fue Dos mulas y una mujer (Two Mules for Sister Sarah), dirigida por Don Siegel en 1969; película que no gustó a Boetticher ya que él la había ideado desde una perspectiva muy distinta a la ofrecida por Siegel, que prefirió enfocarla desde la moda del spaghetti-western. Por desgracia el fin de la carrera de Oscar Boetticher, Jr. se produjo de manera prematura, circunstancia que se ha repetido en otras ocasiones, ya fuese debido al supuesto riesgo que conllevaría las edades de los realizadores, a la irrupción en el ámbito cinematográfico de ejecutivos que poco o nada sabrían de cine o a las modas pasajeras de los tiempos que corrían; de ese modo se negó la posibilidad de que excelentes cineastas volviesen a ponerse detrás de las cámaras, algo que seguramente nos ha privado de alguna que otra obra maestra. Pero dejando a un lado esta lamentable realidad financiera y el final artístico del genial realizador de El asesino anda suelto (The Killer Is Loose), a quien a menudo no se ha valorado en su justa medida, retrocedemos en el tiempo hasta la década de 1930, cuando sin saber qué le depararía el futuro, Oscar Boetticher viaja a México donde descubre una de sus grandes pasiones, la tauromaquia. Gracias a los conocimientos adquiridos sobre la arena es contratado como asesor taurino en Sangre y arena (Blood and Sand, 1941), film dirigido por Rouben Mamoulian que adapta la novela homónima de Blasco Ibáñez. Tras este primer contacto con el mundo del cine el futuro realizador trabaja como ayudante de dirección de George Stevens en El amor llamó dos veces (The More the Merrier, 1943) o de Charles Vidor en el western Los desesperados (The Desperados, 1943). Posteriormente entra en la productora independiente Monogram, donde realiza su primera incursión en la serie B. De esta primera etapa se encuentran títulos como: One Mysterious Night (1944), Sentenciado a muerte (Assigned to Danger, 1949) o The Wolf Hunters (1949), su primer western. Pero no es hasta 1951 cuando Boetticher firma sus películas como Budd, el primer título en el que aparece como tal fue The Bullfighter and the Lady, uno de sus films ambientados en el mundo del toreo, producida por John Wayne, y montada por John Ford. Tiempo después, el famoso actor le produciría Tras la pista de los asesinos (Seven Men from Now), que inaugura el prestigioso ciclo de westerns con Randolph Scott como protagonista.


Algunos años antes de embarcarse en el ciclo Ranown, Boetticher trabajó en la Universal, estudio para el que realizó nueve producciones, seis de las cuales son westerns. Durante este periodo se alejó de la serie B al realizar producciones medias entre las que destacan The Cimarron Kid, Horizontes del Oeste (Horizons West), Traición en Fort King (Seminola)El desertor del Álamo (The Man from the Alamo) (1953), película que llamó la atención de la crítica, y en la que ya aparece un esbozo del antihéroe interpretado por Scott poco después. Las películas en las que dirigió a Randolph Scott pasan por ser sus trabajos más reputados; el denominado ciclo Ranown recibe su nombre de la asociación entre el actor y su socio, el productor Harry Joe Brown, sin embargo, no todos estos maravillosos y sencillos westerns fueron producidos por el sello Ranown; además la denominación desmerece de alguna manera a Boetticher, responsable de esta serie de films que debería conocerse como Boetticher-Scott, Boettran o Rancher. Todas ellas se encuadran dentro de la serie B, de escaso presupuesto y apenas dos semanas de rodaje, pero también le permitieron una libertad creativa de la que no gozó durante su periplo en la UniversalSeven Men from Now inicia el ciclo de siete películas que en su mayoría presenta a un individuo solitario y desencantado, marcado por su deseo de vengar la muerte de un ser querido. Entre 1956 y 1960 rueda Tras la pista de los asesinosBuchanan cabalga de nuevo (Buchanan Rides Alone), Cabalgar en solitario (Ride Lonesome), Los cautivos (The Tall T), Cita en Sundown (Decision at Sundown)Estación comanche (Comanche Station) y Nacida en el oeste (Westbound), la más atípica dentro de un conjunto que combina fluidez, sencillez y una sequedad que en la mayoría de los casos se desarrolla en paisajes rocosos que semejan padecer la misma soledad que habita en el antihéroe. La figura del cowboy solitario interpretado por Scott, y su desencanto vital son un claro antecedente de lo que sería el western crepuscular de los sesenta. Pero Boetticher no solo destacó por sus películas del oeste, en su haber cuenta con dos excelentes ejemplos de cine negro, El asesino anda suelto (The Killer Is Loose), 1956) y La ley del hampa (The Rise and Fall of Legs Diamond, 1960), las aventuras Al este de Sumatra (East of Sumatra, 1953) y La ciudad bajo el agua (The City Beneath the Sea, 1953), o películas en las que regresó a una de sus aficiones favoritas: Santos, el magnífico (The Magniicent Matador, 1955) o Arruza, el documental que le llevó diez años dirigir y que se convirtió en la obsesión que marcó el fin de su carrera, que concluiría en 1985 con otro documental, My Kingdom For...



Cuando los mundos chocan (1951)


Ni invasores extraterrestres ni bichos gigantescos, la catástrofe que amenaza a la raza humana en Cuando los mundos chocan (When Worlds Collide, 1951) se presenta en forma de dos cuerpos celestes que se dirigen directamente hacia la Tierra, adelantándose de ese modo a otras producciones de esta índole como serían las menos simpáticas Meteoro (Ronald Neame, 1979), Armageddon (Michael Bay, 1998) o Deep Impact (Mini Leder, 1998). Los máximos responsables de ofrecer el fin del mundo a través de este clásico de ciencia-ficción de serie B fueron el guionista Sydney Boehm, el productor y director George Pal y Rudolph Maté, prestigioso director de fotografía reconvertido en realizador, encargado de filmar la tensión que mana de la certeza de saber que el final del planeta es una realidad que nadie puede evitar, ni siquiera ese héroe que, por dinero, asume
 la misión de transportar los documentos secretos que constatan la trágica realidad. A pesar de sus palabras iniciales, cuando se comprende que acepta el trabajo exclusivamente por dinero, David Randall (Richard Derr) muestra en dos ocasiones puntuales que se trata de un hombre de principios: rechaza la suculenta oferta de un periódico por la venta de los papeles que custodia, y cuyo contenido desconoce, y posteriormente rehúsa ocupar su puesto en la nave, porque considera que existen otros que lo merecen más que él. De ese modo se descubre que Randall antepone su ética a los dólares, incluso al amor que surge entre él y Joyce Hendron (Barbara Rush) mientras el mundo se sume en un caos de destrucción, donde terremotos, maremotos, volcanes y demás cataclismos habidos y por haber destruyen las ciudades costeras como Nueva York, anegada por las aguas del Atlántico tras el paso del planeta que orbita alrededor de la estrella que se aproxima. Nadie niega la existencia de los dos astros, no obstante los expertos rechazan la teoría del doctor Hendron (Larry Keating), cuando éste expone que Bellus destrozará el planeta, y con él a todos sus moradores. Los científicos y políticos reunidos en la sala de la ONU pasan por alto la certeza de que si una estrella se acercase a la Tierra no sería necesario que chocase con el planeta para acabar con cualquier tipo de vida. Sin embargo, dejando a un lado las licencias cinematográficas, el incremento insostenible de temperaturas, los incendios, las explosiones, la muerte o la destrucción inherentes a la proximidad del astro, habría que decir en favor de Hendron que es uno de los pocos iluminados que defienden la postura de que todo se acaba, y que solo existe la remota posibilidad de que Zyra presente condiciones atmosféricas similares a las terrestres. Cuando los mundos chocan (When Worlds Collide) alude en su primer minuto a Noé, aquél personaje bíblico que asumió la tarea de dar forma a un arca similar a la que se propone construir Hendron para alcanzar ese nuevo mundo cuando la estrella choque con el antiguo. En la nave espacial viajarían algunas de las especies animales y vegetales terrestres, pero en una situación de estas características se presenta la disyuntiva de quiénes serán los elegidos humanos, elección que resulta injusta, incluso aberrante, pues solo cuarenta de los seiscientos que trabajan en la construcción del aparato podrán subir a él. Stanton (John Hoyt), el magnate condenado a permanecer en su silla de ruedas, es uno de los afortunados, aunque no responde al perfil que se busca, sin embargo, compra su pasaje a cambio del dinero que resta para llevar a cabo el proyecto, y de ese modo se aferra a la idea de salvar su vida, ya que de otra forma no se le permitiría su presencia en una lanzadera en la que todos los demás parecen responder a un requisito físico que se antoja un tanto discriminatorio (todos son jóvenes, saludables y blancos). En el personaje del millonario se refleja el instinto de supervivencia de la raza humana, que se antepone a cualquier otra circunstancia, además no duda en expresar su convencimiento de que cualquiera estaría dispuesto a matar para salvarse, cuestión que se confirma poco antes de la inminente colisión, aunque el trío protagonista rebata sus palabras sacando a relucir en determinados momentos el lado positivo de la especie, como sucede cuando Tony Drake (Peter Hansen), el antiguo novio de Joyce, demuestra un altruismo que choca con sus deseos, pero ¿haría lo mismo si de ello dependiese su puesto en la nave?

lunes, 22 de julio de 2013

La vida futura (1936)


Al escritor británico Herbert George Wells se le considera uno de los padres de la ciencia-ficción, y como tal, muchos fueron y son los guiones cinematográficos que adaptan o se inspiran en sus obras (La maquina del tiempo, La isla del doctor Moreau, El hombre invisible o La guerra de los mundos). El caso de La vida futura (Things to Come, 1936) resulta un tanto especial dentro del numeroso conjunto de producciones que encuentran su origen en la capacidad inventiva de este socialista utópico, ya que él mismo asumió la tarea de adaptar su novela, La forma de lo que vendrá (The Shape of Things to Come), publicada en 1933, en la que se adelantó a hechos acontecidos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los bombardeos nocturnos a núcleos urbanos formaban parte de la cotidianidad de la contienda. De modo que la importancia de H. G. Wells en el film se hace más notoria si cabe, y por eso no resulta extraño que sea su nombre el que abra esta destacada propuesta futurista realizada por William Cameron Menzies y producida por Alexander Korda, el mítico productor británico de origen húngaro que durante años fue el máximo responsable de la London Films. La vida futura se ubica en Everytown, ciudad inspirada en Londres, donde la Navidad se descubre en sus calles, por donde también se observan periódicos y carteles en los que se leen advertencias sobre una guerra inminente. En ese momento de 1940 la cámara se centra en John Cabal (Raymond Massey), dominado por el pesimismo que le generan la estupidez que significan los conflictos bélicos y el peligro que éstos encierran para el progreso y para la humanidad. El magnifico decorado realizado por Vincent Korda bulle de gente que no espera que las amenazas impresas se conviertan en realidad, sin embargo, no tardan en producirse los ataques aéreos que traen consigo la muerte, las explosiones y los incendios que no cesarán durante años. Mediante sombras e imágenes de carros de combate el tiempo avanza inexorable sin que la guerra alcance a ver su final, y así se llega a 1966, cuando Everytown se descubre como un montón de escombros habitados por un puñado de seres que han involucionado hasta casi emular a la sociedad medieval; y al igual que en aquel tiempo de oscuridad, barbarie e ignorancia, la hambruna y la peste merman parte de la población que ha sobrevivido a esa guerra interminable. La acción se detiene en ese instante durante el cual la ciudad se descubre como el feudo de un hombre a quien se conoce como el jefe (Ralph Richardson), belicoso y dictatorial, que pretende proseguir con la lucha armada que ha llevado a la humanidad al borde de la extinción. En ese momento de desesperanza se observa un aparato que surca el cielo, algo que los supervivientes dan por imposible, y sin embargo es real; se trata de un avión surgido de la nada del cual desciende Cabal, envejecido, pero seguro de sí mismo y de estar en posesión de la razón utópica que piensa compartir con los moradores de las ruinas. Al igual que en el pasado, el pensador aboga por el comercio, la ciencia y la paz como pilares del nuevo orden que trae consigo, aunque no todos se muestran de acuerdo con sus palabras, hecho que provoca el enfrentamiento entre la barbarie representada por el jefe y las ideas de Cabal. La vida futura continúa su avance hacia el año 2036; la raza humana ha prosperado gracias al progreso científico que nunca concluye, y que no convence a todos, pues existen individuos que desean que los avances cesen, convencidos de que la ciencia impide alcanzar y disfrutar de la felicidad, sin embargo, los mismos que claman por dicha felicidad se muestran intolerantes hasta el extremo de promover una revuelta que amenaza con regresar al punto de partida, aquel que Cabal rechazó desde el inicio del film.

viernes, 19 de julio de 2013

Los desnudos y los muertos (1958)

Si en Más allá de las lágrimas Raoul Walsh se decantó por centrarse en el melodrama que viven los jóvenes reclutas y en la excepcional Objetivo Birmania por la supervivencia de un grupo de paracaidistas en un entorno hostil, en Los desnudos y los muertos (The Naked and the Dead) expuso el desencanto del pelotón que dirige el sargento Croft (Aldo Ray), compuesto por soldados que sienten, temen y padecen una situación que ni comprenden ni han elegido, impuesta por la guerra y por individuos como el propio suboficial o el general Cummings (Raymond Massey), a quienes poco les importa cuántos hombres caerán como consecuencia de su idea de mando. La acción de Los desnudos y los muertos (The Naked and the Dead) se inicia en un local donde Croft muestra un carácter rudo, violento, cercano al desequilibrio, pues no duda en amenazar a una chica de alterne o escupir su cerveza a otra que le pide que la invite a un trago. Según los comentarios de sus hombres se trata de un soldado duro, efectivo, pero poco dado a mostrar algún tipo de sentimiento. Este hecho se constata poco después, cuando en el frente ordena buscar dientes de oro entre los muertos, o cuando ejecuta a sangre fría a un prisionero japones a quien ofrece un cigarrillo, una chocolatina y una bala que acaba con su vida. Su falta de sensibilidad parece no tener límites, inmediatamente después de asesinar al preso se dispone a hacer lo mismo con media docena de enemigos a quienes manda desnudar. Pero la aparición del teniente Hearn (Cliff Robertson) impide tal atrocidad, aunque no evita que se piense en Croft como un tipo carente de escrúpulos, que se define a sí mismo como un soldado entregado al ejército en cuerpo y alma, y lo dice porque para él no existe nada más. Su desencanto y su pesimismo le han convertido en quien es, quizá por ese pasado que se muestra mediante un flashback que recrea el momento en el que sorprende a su esposa con otro hombre, pero ¿es excusa para su comportamiento actual? En las antípodas del sargento se posiciona el teniente Hearn, el otro centro de interés de la narración, que expone la relación que mantiene con el general Cummings, cuyo pensamiento choca de pleno con el de ese joven oficial que aboga por un acercamiento comprensivo a las tropas, lo cual le distancia del resto de oficiales a quienes se descubre disfrutando de privilegios con los que los soldados solo pueden soñar. Queda claro que Hearn nunca exigiría a sus hombres algo que él mismo no pudiese hacer, cuestión que el general ni comparte ni entiende, ya que solo le interesan los números y los resultados; y desde esa perspectiva estadística asume el poder que le confiere su posición, empleándolo para generar el miedo en sus tropas y así conseguir de ellos lo que se propone. Para este mandamás los soldados son piezas prescindibles, lo mismo podría decirse del sargento, carente de aspectos positivos, y capaz de sacrificar a todo su pelotón si con ello creyese beneficiar a la imagen que se ha hecho del ejército; pero, en realidad, Croft es una víctima más de la guerra y de la soledad que nace de su pesimismo y de su alejamiento de valores que para él no tienen cabida en su modo de entender la contienda.

jueves, 18 de julio de 2013

Nunca en domingo (1960)



El director de Fuerza bruta (Brute Force, 1947) expresó en esta magnífica comedia su postura ante las imposiciones que atentan contra las libertades, ya sean colectivas o individuales, en ciertos aspectos similares a las que él y otros como él experimentaron durante la caza de brujas que les obligó a abandonar su país. Asentado en Europa, primero en Inglaterra, Jules Dassin rodó Noche en la ciudad (Night and the City, 1950), aunque allí no pudo continuar trabajando debido a las presiones que llegaban desde el otro lado del Atlántico. Ya en Francia, filmó Rififí (Du rififi chez les hommes, 1955), una magistral lección de precisión narrativa cinematográfica y un título que puede considerarse uno de los títulos de referencia del cine polar francés. Sin embargo, fue en Grecia donde desarrolló la mayor parte de su carrera europea. Entre otras, durante esta etapa escribió, dirigió, produjo y protagonizó Nunca en domingo (Pote tin Kyriaki, 1960), una de sus mejores películas y, sin duda alguna, una de las más personales de su filmografía, ya que en ella prevalece la postura vital y la inteligencia de un cineasta que representó en Homer —interpretado por el propio Dassin, que se vio obligado a ello para reducir costes de producción— la intolerancia hacia cuanto no encaje dentro de la ideología que este turista estadounidense intenta imponer en un entorno que escapa a su comprensión.


Cuando arriba al Pireo, este turista y supuesto librepensador estadounidense descubre que cuanto observa choca con su idea preconcebida e inmutable de qué es correcto y qué incorrecto. Dicho pensamiento lo incapacita para aceptar que existen otras perspectivas, como aquellas que ve a su llegada al puerto ateniense, donde Ilyna (Melina Mercouri) se desnuda y se zambulle en las aguas para deleite de los presentes, quienes, agradecidos ante el detalle, la vitorean y aplauden. En ese instante se comprende que la nadadora rebosa vitalidad y alegría, además, muestra un enfoque existencial opuesto a la inalterable comprensión del extranjero, quien, aún así, no puede dejar de sentir atracción, confusión y sorpresa por una joven que resulta ser una prostituta que se acuesta con quien le agrada y rechaza a cualquiera que no lo haga. La esencia de este personaje femenino reside en su inocencia y en su interpretación de la vida, sencilla, optimista y capaz de transmitir la sensación de frescura que adoran sus clientes, que también resultan ser sus amigos. Sin embargo, a Homer no le importa que ella sea feliz con la existencia escogida, que aboga por la libertad con la que asume decisiones y con la que encara acciones que no cuadran dentro del orden aprendido y asumido por el visitante. Así pues, este solo piensa en transformarla, imponiendo su criterio, para convertirla en una persona distinta, que encaje dentro de su patrón moral de conducta. Resulta evidente que Dassin simbolizó en este caso concreto uno más general, aquel que se extrapola a las naciones y las sociedades que se representan en la figura de Homer, quien, desde la imposición de su criterio, pretende explicar cómo son o cómo cree que son las cosas. Sin embargo, como sucede en las tragedias griegas narradas por la alegre vividora, es mejor ser feliz y acabar en la playa que aceptar absolutos como los que predica el erudito americano en su afán por aplicar su verdad, que se convierte en falsedad dentro de la armonía de un entorno que no comprende y que finalmente le vence, porque, al fin y al cabo, Ilyna y compañía interpretan y siente cuanto son y cuanto les rodea desde una perspectiva tan lícita como la suya. Por ello, el cineasta ridiculiza al turista y a quienes como él predican absolutos que se descubren más errados que las cuestiones que censuran, ya sea de modo inconsciente o porque, como el protagonista, son incapaces de admitir que su mirada puede ser errónea. Esta circunstancia se repite desde el inicio del proceso de humanización del individuo como miembro de la sociedad, por lo que no resulta descabellado admitir que siempre han existido individuos o comunidades que, desde la intolerancia y la incomprensión, se aferran a su necesidad de cambiar pensamientos, gustos y comportamientos de aquellos pueblos o personas que consideran inferiores, de tal manera imponen sus criterios, sus culturas, sus políticas o sus costumbres. Asumiendo esta cuestión, que a menudo pasa desapercibida, Dassin esbozó en el norteamericano la incapacidad de comprensión y de asumir el error que conlleva despreciar las diferencias, a pesar de hacerlo como parte de una "buena" acción, aunque sin pensar que las buenas y las malas acciones son intercambiables dependiendo de cómo y quién las mire. Sin embargo, Homer no se detiene a pensar en ello, como tampoco lo hace en si sus intenciones son lícitas o de su incumbencia, o si realmente su antagonista desea ese cambio que él persigue, obviando la esencia de una mujer que saborea la vida desde la libertad, el optimismo y la alegría que la definen.



miércoles, 17 de julio de 2013

Looper (2012)


Los viajes temporales son constantes dentro de la ciencia-ficción, Un yanky en la corte del rey ArturoEl tiempo en sus manos, El muelleTerminator, Regreso al futuroDoce Monos y muchas otras así lo confirman; entonces ¿por qué dudar de las palabras de Joe (Joseph Gordon Levitt) cuando dice que <<los viajes en el tiempo todavía no existen, pero dentro de treinta años sí existirán>>? Con su negación-afirmación, Joe introduce un aspecto fundamental de la historia que protagoniza, aquélla en la que se le descubre ejecutando a un hombre que, como se comprende después de su presentación, proviene de un futuro donde para deshacerse de un cuerpo lo envían al pasado de 2044, en el que los looper como él se encargan de ejecutarlo. Este asesino de seres inexistentes en su presente se descubre como un amoral adicto a las drogas, a quien solo le importa su plata y la posibilidad de largarse de una ciudad donde la violencia, la miseria y el vacío forman parte intrínseca de la misma. A medida que Looper avanza, su trama futurista pierde interés en beneficio del intimismo que se descubre en su segunda parte, cuando Joe se enfrenta a sí mismo y a la decisión de qué hacer con su vida, si es que sobrevive a ese vacío existencial que genera su insatisfacción vital. Inicialmente no busca ningún cambio, no obstante, éste se produce cuando debe cerrar su bucle, que implica matar a su yo futuro, el mismo que se presenta por sorpresa, provocando esos segundos de duda que permiten que su imagen envejecida escape. Dicha circunstancia impediría el futuro que se descubre cuando sí la elimina, dando pie a una vertiginosa sucesión de imágenes que desvela su vida futura, que no sería más que una prolongación lógica de la presente, ya que la violencia, las drogas y el vacío continúan en su día a día hasta la aparición de esa mujer que llena el espacio sombrío que habita en él. Las breves escenas que se desarrollan a lo largo de los años ayudan a comprender el por qué de la obsesión del personaje encarnado por Bruce Willis por acabar con un niño que en su presente se ha convertido en el hombre responsable de la muerte de su esposa. De modo que, para evitar la pérdida del ser querido, el Joe cincuentón viaja al pasado, donde aguarda su yo juvenil para darle pasaporte, pero sin saber que es a sí mismo a quien debe matar, lo cual provoca la sorpresa que el maduro aprovecha para escapar y proseguir con su obsesivo empeño. Esta nueva e inesperada realidad obliga al looper a perseguirse para poder recuperar su vida insustancial; no obstante, su encuentro con el Joe interpretado por Willis provoca el cara a cara entre dos personas que son la misma, aunque innegablemente diferentes, pues el viajero temporal posee recuerdos y pensamientos que su imagen del 2044 ni ha experimentado ni se ha planteado. La conversación que mantienen en la cafetería marca el inicio del cambio en el pensamiento del asesino a sueldo, que se confirma poco después, cuando, gracias a su contacto con Sara (Emily Blunt) y con el hijo de ésta (Pierce Gagnon), comprende aspectos que le permiten su toma de conciencia, que conlleva la única elección correcta de una vida incorrecta, la de no convertirse en ese hombre desesperado que dice ser él.

martes, 16 de julio de 2013

El mundo está loco, loco, loco, loco (1966)


El título escogido por Stanley Kramer para una de sus comedias, El mundo está loco, loco, loco, loco (It’s a Mad, Mad, Mad, Mad World, 1963), insiste en la locura de una sociedad enajenada. La reduce a unos cuantos personajes cuya locura se desata cuando se lanzan a la carrera en busca del dinero que todos persiguen. No es un film episódico, sino uno que centra su atención en varios espacios e individuos cuyo motor existencial y su mayor amor es el dinero. Este desata sus pasiones y las situaciones más disparatadas, como la alocada competición en la que se embarcan. Atractiva y al tiempo irregular, está propuesta de Kramer deja claro el grado de locura alcanzado por la sociedad de la que los personajes forman parte, una sociedad que ha perdido el norte o lo ha creído encontrar en los dólares. Su estrella polar, la que les guía y desorienta, es la promesa del tesoro. Son muchos quienes lo persiguen, ya queda claro al principio, cuando los créditos iniciales de El mundo está loco, loco, loco, loco parecen no terminar nunca, debido al elevado número de competidores: actores y actrices que Stanley Kramer
 reúne en la parrilla de salida. Los nombres que se leen son, en su mayoría, los de personalidades destacadas dentro de la comedia: Jimmy Durante, Buster Keaton, Joe E. Brown, Phil Shavers, Mickey Rooney, Peter Falk o Terry Thomas, no así el de Jerry Lewis, que no aparece acreditado, pero que sí se deja ver en un breve cameo. Todos ellos y muchos otros acompañaron en esta road movie cómica a un actor de la talla de Spencer Tracy. en la que fue su tercera colaboración con Kramer, anteriormente habían rodado La herencia del viento (1960) y Vencedores o vencidos (1961), y posteriormente volverían a coincidir en Adivina quien viene esta noche (1967), la última interpretación del actor, que fallecería diez días después de finalizar el rodaje. El guión corrió a cargo del matrimonio Rose, TaniaWilliam, siendo el primero de los tres que William Rose escribió para el director-productor —Adivina quién viene esta noche y El secreto de Santa Victoria (1969) fueron los otros dos—. 


Inmediatamente después de que los interminables créditos concluyan la cámara se centra en un vehículo que avanza a toda velocidad por una carretera de la que se sale ante la presencia de varios testigos, que se acercan para saber qué ha sido del conductor (Jimmy Durante), que, moribundo, exclama un absurdo asunto de que en Santa Rosita ha enterrado 350.000 $. Esta confesión incita la ambición de sus oyentes, quienes antes de pisar el acelerador se estudian para conocer las intenciones de aquellos que serán sus rivales en la alocada búsqueda de esa X bajo la que se esconde el tesoro. Sin embargo, ante la imposibilidad de dejar atrás a los demás, deciden llegar a un acuerdo que no satisface a ninguno. De modo que vuelta a empezar, pero en esta ocasión empleando cualquier treta para alcanzar la promesa de los miles de dólares que han turbado su raciocinio. Los competidores de El mundo está loco, loco, loco, loco son hombres y mujeres que se definen como honestos, y equilibrados en su día a día, pero no tardan en sufrir su transformación, provocada por la importancia que le conceden al dinero; y de ese modo se olvidan de cualquier otra cuestión que afecte a sus vidas. La idea de enriquecerse sin dar palo les domina y les impulsa a luchar ignorando que la policía y el capitán Culpepper (Spencer Tracy) llevan más de quince años esperando recuperar el dinero robado por el narizotas; así pues, Culpepper ordena vigilar a los competidores, pero deja que prosigan su carrera, consciente de que ellos son quienes deben llevarle hasta la conclusión de un caso tras la cual pretende tomarse unas merecidas vacaciones. Satírica y alocada, El mundo está loco, loco, loco, loco se presenta como una broma que pretende la carcajada del público, de ahí que se mueva por una comicidad de cartoon y gags en los que los personajes reciben golpes a diestro y siniestro o viven experiencias cómicas en las que todo es posible; sin embargo, sus más de dos horas y media de duración acentúan sus altibajos y provocan que las situaciones se repitan a medida que pasan los minutos, lo cual provoca cierta pérdida de interés, al menos por mi parte.