A caballo entre la ciencia-ficción y el drama político-social, Estos son los condenados (These Are the Damned) resulta una película de difícil clasificación que se desarrolla en dos partes, que bien podrían funcionar por separado, siendo la más acertada aquella en la que se muestra el control educativo que el profesor Bernard (Alexander Knox) ejerce sobre varios niños y niñas en quienes, según él, reside el único futuro para la humanidad, ya que está convencido de que solo ellos sobrevivirán a un holocausto nuclear que da por sentado, un temor compartido en la realidad de la época del rodaje de la película. Sin embargo, el docente en ningún momento intenta un acercamiento humano con quienes adoctrina a distancia, como tampoco muestra sentimientos a la hora de actuar contra aquellos que han descubierto su secreto e irremediablemente perecerán como consecuencia de la radiación que desprenden los fríos cuerpos de los pequeños encerrados en el subsuelo. Esta producción Hammer dirigida por Joseph Losey, rodada durante su exilio británico y menos lograda que Eva, El mensajero o El sirviente, arranca en el exterior de una ciudad costera con un grupo de adolescentes liderados por King (Oliver Reed) que dedican su tiempo a vagar por las calles, en busca de víctimas a quienes agredir y robar. Para ello emplean como cebo a Joan (Shirley Ann Field), la hermana de King, que atrae la atención y el deseo de incautos como Simon Wells (Macdonald Carey), un maduro estadounidense que se ha trasladado a Inglaterra para romper con su monotonía. En esta primera mitad se comprende que el grupo de pandilleros ha perdido el rumbo y se deja arrastrar por la violencia y por la necesidad de conseguir dinero fácil, quizá porque ninguno de sus integrantes posean ni expectativas de futuro ni el afecto necesario para sentirse parte de algo que no sea el propio grupo, lo cual también los convierte en condenados dentro de una sociedad en la que parecen no contar. Esta parte de Estos son los condenados se prolonga más de lo necesario y en ella se plantea la poco creíble relación entre un hombre maduro (personaje mal desarrollado) y una joven, Joan, en quien Simon proyecta su deseo carnal y su necesidad de sentirse vivo. A medida que avanza el metraje se afianza la relación, aunque esta queda relegada a un segundo plano cuando se produce el encierro de Wells, Joan y King, en la prisión-escuela donde Bernard experimenta con los nueve menores nacidos de mujeres que fueron irradiadas accidentalmente, lo que ha provocado que estos niños y niñas de once años presenten una temperatura corpórea fría, inhumana, que alarma a los intrusos hacia quienes los pequeños enfocan su afecto, porque anhelan sentirse queridos, finalidad que los opone a los personajes infantiles de El pueblo de los malditos, otro clásico de la ciencia-ficción británica de la década de 1960, ya que, al contrario de aquellos, los niños y las niñas del film de Losey son víctimas de los adultos que los retienen en las profundidades del complejo gubernamental, donde se les muestra a través de cámaras aquello que sus tutores consideran acorde para su formación, pero nunca desde el contacto humano que los alumnos precisan y que obtienen cuando de modo accidental el trío protagonista llega hasta ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario