En su cuarto largometraje Jean-Pierre Melville se adentró en el universo noir que le convirtió en uno de los grandes referentes del cine policíaco, siendo Bob el jugador (Bob le flambeur) el primer acercamiento a la figura de un personaje que se rige por un código de conducta que le condiciona al tiempo que le define como individuo y le diferencia de los demás seres que habitan los bajos fondos creados por Melville. Desde esta primera incursión varios fueron los delincuentes ideados por este inimitable e independiente cineasta, tipos solitarios y silenciosos como Robert Montagné (Roger Suchesne), que deambula por espacios nocturnos donde confidentes, policías, prostitutas, gánsteres o proxenetas se cruzan en su recorrido existencial, marcado por un destino del que no puede escapar. Su pasado delictivo parece haber quedado atrás, aunque siempre se le observa rodeado de gente de dudosa condición, con quienes coincide en bares, clubes o locales donde se descubre su afición al juego, la misma a la que alude su apodo. Como su nombre indica, la vida de este trágico tahúr se encuentra en manos del azar que él mismo asume como parte de un juego en el que se sabe perdedor, quizá porque es consciente de que la suerte no sonríe a quienes habitan la nocturnidad de Montmartre. Desde hace tiempo Bob se mantiene al margen de los tejemanejes que se traen entre manos los moradores de su entorno, dentro del cual es respetado e incluso admirado por jóvenes como Paolo (Daniel Cauchy), a quien toma bajo su protección, o Anne (Isabelle Corey), la chica que rescata de la calle y que se convierte en el centro de atención de su pupilo, y en una de las bazas que posteriormente jugará ese azar impredecible que rige su existencia. En Bob el jugador el enfrentamiento se produce desde dentro y hacia dentro (entre Bob y el jugador) y no con otros delincuentes o con la policía, con la que mantiene una relación individualizada en la figura del comisario Ledru (Guy Decomble), a quien en el pasado salvó la vida. A raíz de aquél momento nació la preocupación que Ledru muestra por su amigo en el presente, cuando, consciente de que Bob trama algo, le aconseja mantenerse alejado de líos que podrían perjudicarlo. Sin embargo, el jugador desoye las advertencias del comisario y, después de rechazar la propuesta de Roger (André Garet) de asaltar un casino, sucumbe ante la posibilidad de hacerse con un botín de 800 millones de francos. La tentación de probar suerte por última vez le convence para que finalmente acepte planear el golpe, de modo que se encuentra ante su oportunidad para dejar de ser un perdedor; pero lo que Bob no puede prever son las reacciones humanas que se producen a su alrededor, aquellas que también forman parte del juego y que él no puede controlar: su asociación con Jean (Claude Cerval), uno de los crupieres del casino, las palabras con las que Paolo pretende impresionar a Anne o la confesión de ésta a Marc (Gérard Buhr), sin darse cuenta del peligro en el que ha puesto a sus amigos al descubrir las intenciones de aquéllos. Pero en Bob el jugador es la fortuna la que rige los designios de la partida, ni Marc (el chulo a quien Bob desprecia por maltratar a las mujeres), convertido en confidente de la policía, ni Ledru, ni tampoco la joven, sino un destino que, jugando con Bob, se muestra caprichoso al permitirle ganar y a la vez perder.
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